Quinquela Martín

viernes, 31 de julio de 2020

"Los nueve minutos de Claudia" de Dalmiro Sáenz


Esa mujer —la que bajó del ómnibus después del último de los pasajeros, cuando los ociosos de la ciudad-pueblo creíamos que ya no bajaría nadie más— se llamaba Claudia.
No la voy a describir, porque casi ni la vimos durante los contados segundos que tardó en cruzar la calle en dirección al hotel, pero tampoco importa mucho, porque ésta no es su historia, ni tampoco es la de Crespo, el comprador de caballos, ni tampoco es la nuestra, sino que es la historia de una fracción de tiempo, de aquella fuerza indetenible e incontrolable, que podremos medir mecánicamente con el aparato prolijo y cromado, que marcará las unidades de medida, de aquello que precisamente no tiene medida y aseguramos su medición con los movimientos rítmicos y concentrados del pulgar y del índice sobre la cuerda del reloj, sentados en el borde de la cama, con el pijama azul o el de las rayas verticales, o incluso podemos archivar o despreciar, con un descuidado movimiento de mano, arrancando la hoja vieja del almanaque familiar sobre la pared de la cocina, o también desafiar parcialmente con el heroico esperar de los santos o la tenacidad valerosa del ateo, pero nunca dejar de pertenecer a él, ni que él nos pertenezca, porque es parte y esencia de nosotros mismos, porque toda nuestra persona está formada por ese borbotón de momentos, por ese tropel de instantes, cuyos orígenes están en el Verbo mismo, y cuyo final quizá sabremos en el instante aquel del principio y fin de la vida.
La miramos bajar del ómnibus, desde la vereda de enfrente, apoyadas nuestras espaldas y uno de nuestros pies en la pared asoleada y blanca, junto a la caterva aquella bulliciosa y activa y ferozmente infantil de diarieros y lustrabotas, y uno o dos perros dormidos en su alerta descuido sobre la vereda de baldosas tibias, en aquel fresco octubre de año pasado.
Algunos de ustedes recordarán a Crespo, el extraño individuo aquel que llegó a la ciudad-pueblo hacía más de cuarenta años, en un caballo chileno de magnífica boca y marca desconocida y sin ningún papel que acreditase su propiedad, y un bulto chico en la cintura, en donde asomaba a veces la culata, pequeña, femenina, atildada, de un treinta y dos corto, de cachas de nácar, de caño absurdamente recortado, en un país donde el calibre treinta y ocho entraba ya con fuerza avasalladora para convertirse prácticamente en arma nacional, y un tirador de carpincho con bordes de charol y hebilla entrerriana, y ese gesto en la cara del que nunca ha mandado, a pesar de haber nacido para ello, y que impresionó enormemente al gerente de La Anónima, a través del mostrador de la caja, en la que pidió fiado para víveres y vicios por un año, sin otra garantía que esa violencia innata que rodeaba a su persona, que no abandonó, ni siquiera un año más tarde, cuando el mismo gerente le dio a su hija en matrimonio, con las mismas dudas e incertidumbres como cuando le otorgara su primer crédito, pero al mismo tiempo, con cierta secreta, paterna, comercial e intuitiva esperanza en la bondad de su elección.
Y la chica aquella, cuya frágil e indomable femineidad dejaría de verse tras los vidrios empañados de la casa materna, para aparecer ahora entre un marco de voiles nuevos y una escasa fila de flores en el interior de la ventana de su casa propia, y tanto ella como las flores, y también las Cortines de voile, separadas por el vidrio de la nieve, del frío, de la hosca naturaleza patagónica, viviendo una vida falsa y artificial en medio del calor producido por la salamandra inglesa, y ese halo de comida, naftalina, tabaco o talco o de humana presencia, de todo aquello que representa, o por lo menos acompaña, la vida familiar; aunque en este caso el cincuenta por ciento de esta familia se encontraba a muchos días de marcha, enhorquetado en el caballo chileno de magnífica boca trayendo enormes yeguadas de la cordillera a Comodoro —viajes que repetiría una y otra vez durante el transcurso de esos primeros años—, mientras ella seguía tras los vidrios de la ventana, en un principio esperando verlo llegar, y más adelante cerciorándose que no volvería, como efectivamente sucedió, cuando en la caja de La Anónima pagó él hasta el último centavo de su deuda, comprendiéndose entonces que lo que quedaba tras los vidrios y la escasa fila de flores y las cortinas de voile, no eran otra cosa que la prenda, garantía, base de aquella respetabilidad que Crespo necesitó para iniciar su fortuna, y que ahora devolvía, no ya de frágil e indomable femineidad, sino con la férrea y endurecida virginidad frustrada y ese leve matiz de orgullo y belleza que deja el odio originado por la esperanza del amor.
Ella murió años después, o simplemente dejó de existir entre un continuo trajinar de familiares oscuros alrededor del médico impotente y un cuchicheo de frases lapidarias y condenatorias como: “el sinvergüenza la mató” o “la pobrecita murió de pena”, entre suspiros y llantos, un mariposeo de murmullos infructuosos y el solemne dolor de la gente simple ante la sencillez de la muerte.
La fortuna de Crespo aumentaba años a año, tenía el prestigio que da el dinero y la envergadura suficiente como para mantenerlo; poco a poco sus viajes a la cordillera se fueron espaciando, y pronto las riendas trabajadas y el caballo grueso dejaron de ocupar su lugar habitual en la férrea, cobriza y traspirada mano que ahora apretaba a veces el volante del coche y, años más tarde, el cubilete de dados o las cartas francesas en interminables noches de pocker en el club social.
Y fue la ciudad entonces la que lo transformó, la ciudad-pueblo aquella, con sus calles horribles y sus veredas ausentes, y los pedazos de cielo recortados por las feísimas casas, y todo aquel confort, real o imaginario; y pronto la frente aquella, arrugada de escrutar el horizonte y medir la lejanía en las extensiones inmensas de sus viajes, suavizó sus líneas ante la contemplación ambigua del sifón de soda, la botella de vermouth o de fernet, y la breve apretada cintura, ceñida bajo el tirador de carpincho, aumentó considerablemente de tamaño, y su misma voz, enronquecida de tierra y de distancia sobre las ancas redondas de sus tropas, se tornó pausada y discreta, con una intensidad apenas suficiente como para llamar al mozo pidiendo otro café o para decir “paso” en la mesa de juego, o simplemente para gruñir una afirmación o negativa en las discusiones de negocios o en el mostrador del Banco.
Bueno, estábamos con él, ese día, con Crespo y algunos otros y, como decía, la vimos cruzar la calle, pero no supimos quién era hasta unos días más tarde, mirando el libro de registro del Hotel Colón, en que figuraba Claudia, con un apellido extranjero como Holtz o Haltz; pero para nosotros fue simplemente Claudia, como si fuera una prostituta, o una modista, o una santa, o cualquiera de esas personas que pierden inexplicablemente su apellido por el elemental hecho de que un conjunto de sílabas son pronunciadas por un gran número de personas, y éstas con cierta dependencia de todas hacia ella, como una jerarquización de lo simple, de lo sencillo, como la aceptación del hombre en considerar, como máximo título, su título de hombre, instituido por Aquél, que después mandaría a su Hijo a restaurar esta jerarquización con el simplísimo hecho terminado, con primaria violencia, sobre aquellas maderas cruzadas, y empezando, treinta y cuatro años antes, cuando la más pura de las mujeres aceptó la Pureza misma, y la hizo carne de su carne al pronunciar el elemental, sempiterno, y sublime fiat en ese polvoriento atardecer en las colinas de Nazareth.
Hablamos de Claudia ese día; hablamos un rato, con esa sabia noción de las mujeres que tienen los hombres que han vivido lejos de ellas, sin ser influenciados por ese falso matiz de femineidad que adquieren éstas en ese perentorio intercambio de intimidades; porque nadie entiende más a las mujeres que los maricas, o los sacerdotes, o los teóricos individuos de los pueblos chicos que para poseer una mujer pagan sus servicios en algún rancho, o en un prostíbulo, o en el Registro Civil, quedando saldada entonces esa parte preamorosa en que los hombres y las mujeres se miran mutuamente como en un espejo, pensando en el efecto que cada uno de ellos causa en la otra persona, sin tener tiempo entonces de dedicarse más que a la fascinante tarea de apreciarse a uno mismo.
No sé quién hizo el primer comentario, habrá sido Santander supongo, o algún otro.
—Es la del otro día, che, se llama Claudia, vieron.
Estábamos sentados, recuerdo, en una de las mesas del bar del hotel; creo que fue Crespo el que dijo:
—No está mal.
—¿Qué estará haciendo? —dijo alguien.
—Irá de viaje; seguramente vendrá a pasar días en alguna estancia.
—No, a las mujeres cuando van al campo no les alcanza con una sola valija; llevan toda su ropa de ciudad, más la ropa de campo, más un montón de ropa vieja por lo que pudiera pasar.
—Sí —dijo Crespo—. Esta mujer viene por negocios, ha decidido su viaje a último momento, seguramente es demasiado impaciente para escuchar los consejos de su abogado y ha venido a cerciorarse ella misma de cómo andan sus cosas.
Tal vez esté en pleito con alguien, no hay nada más incompatible que una mujer y la justicia, y a pesar de eso las mujeres creen en la justicia, se olvidan que las madres de los jueces han sido mujeres.
—No —dije yo—, la Claudia esa no va a ningún lado; seguramente viene de algún lado, se está alejando de algo, un hombre seguramente. Las mujeres saben manejar las distancias, casi diría que es el arma que utilizan con más eficiencia.
Seguimos hablando un rato; recuerdo que nos habíamos sentado a las doce porque recién empezaba el noticioso. En eso Crespo golpeó en la mesa y dijo:
—¡Mi avión!
Me fijé en la hora; eran las doce y nueve minutos.
—Maldita sea la Claudia ésta, ¡me ha hecho perder mi avión! ¿Me lleva, che? Si se ha retrasado en salir puede ser que lo alcance.
—Bueno, vamos; mi coche está afuera.
Cuando llegamos al aeródromo el avión todavía estaba, pero habían cerrado la puerta y sacado la escalera. Crespo se acercó corriendo, agitando el talonario del pasaje, pero ya los motores estaban en marcha y todo fue inútil.
Subió lentamente, con su rugir constante y la metálica y aplomada firmeza con que el hombre desafía las más primaria de las leyes naturales, y en el cielo muy azul lo vimos empequeñecerse de lejanía, hasta el momento aquel de la explosión terrible. Algunos de ustedes seguramente se acordarán del accidente en que murieron los treinta y nueve pasajeros y los dos pilotos.
Crespo, a mi lado, con el pasaje estrujado en su mano quieta, miraba el punto aquel en el firmamento inmenso, en donde ya la elemental simpleza del infinito celeste ocupaba el lugar de lo que ya había sido, de lo que ya había pasado, y lo oí entonces murmurar aquello de:
—¡Dios, carajo, Dios!
Lo dijo paladeando las palabras, con una especie de unción caballeresca, como alguien que acepta, o reconoce, o simplemente observa la acción de alguien que hasta ese momento no había considerado, y me dijo:
—Vamos, quiere, che.
No habló durante el viaje de vuelta; lo dejé en su casa y quedó en comer conmigo esa noche en el hotel.
Murió esa tarde aplastado por un camión arenero en la calle Belgrano antes de llegar a Ameghino, a la vuelta de la iglesia, y a dos cuadras de lo de Lola, su querida; murió en el acto, con la cara hundida en el suelo duro y los brazos abiertos, como abrazando la tierra que había sostenido su humana presencia durante de más de sesenta años, y que él abandonaba ahora, cinco horas más tarde de lo que acaso debió haber sido el momento de sus muerte.
Nunca supe más nada de Claudia; quizá ella lea alguna vez estas líneas y se entere entonces que prolongó durante cinco horas la vida de un hombre. Lo que probablemente nunca habrá es lo que hizo este hombre durante esas cinco horas. ¿Quién sabe qué importancia tuvieron para Crespo esos nueve minutos que Claudia Holtz robó de su tiempo? ¿Quién sabe qué importancia tuvieron para nosotros, los ociosos de la ciudad-pueblo, esos nueve minutos que también Claudia despojó de nuestras vidas? ¿Y para usted lector, cuya mano lejana y desconocida sostiene este libro, y que ha dedicado también unos nueve minutos para leer este relato? Nueve minutos de su vida limitada. Nueve minutos de su eternidad inmensa.

Dalmiro Sáenz (1926 – 2016), escritor argentino.

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