Quinquela Martín

martes, 7 de julio de 2020

"El vestido" de Susana De Divitiis


Paula salió pensativa de la reunión que habían tenido Diego y ella con sus amigos.
Mónica, la dueña de casa, había comentado un caso muy dudoso ocurrido en Bari, Italia. Se había publicado sólo en el periódico local porque los diarios importantes no quisieron hacerse eco de algo que seguramente tenía que ver con alteraciones mentales de una joven y no con una intervención siniestra. Se enteró porque Teresa, una prima suya que vivía allí, era muy amiga de la protagonista de la historia. Se llamaba Antonella, tenía 16 años y le había contado que hacía meses vivía en pánico porque sentía una presencia sin forma alguna, sólo como la certeza de que alguien o algo estaba cerca suyo. La muchacha comenzó tratamiento psiquiátrico y por un mes, a lo sumo, no volvió a experimentar nada extraño.
Una noche Antonella fue aterrada a la casa de su amiga. Había sentido la presencia mientras caminaba por la calle, ¡y la había visto! Era un hombre alto, de espaldas anchas y una cara muy desagradable. Lo eran especialmente sus labios muy gruesos, sus cejas grises muy pobladas y sus ojos hundidos con una mirada terrorífica.
Vestía de negro y fuera de moda. Tendría cerca de sesenta años.
Unos días más tarde, Antonella soñó que el hombre la alcanzaba y le decía al oído:
–Serás mía, Antonella.
Cuando le contó el sueño a Teresa, remarcó que le había quedado impregnado en la piel el aliento repugnante del hombre.
Teresa alertó de inmediato a la familia y al psiquiatra, pero lo tomaron como una recaída y le aumentaron la dosis de risperidona.
A los dos días, Antonella sintió en su cuarto la presencia escalofriante y a oler el mismo aliento nauseabundo. Más tarde, en la noche, soñó que ese ser la ahorcaba y la tiraba al mar. Se despertó con un grito, temblando de miedo y no pudo dormir más.
Sus padres corrieron y cuando ella les contó el sueño se quedaron vigilando frente a su puerta para que nadie pudiera entrar.
A la mañana siguiente Antonella no estaba en su cuarto. Al atardecer apareció su cadáver en la playa.
En la reunión, el relato los conmocionó a todos.
–Se trata de algo siniestro, ominoso –dijo Patricio.
–¿Vos creés que existe lo siniestro, y más aún, que puede personificarse? –respondió Alberto.
–No lo creo ni lo niego. Es la vieja disputa filosófica sobre la existencia del Bien y del Mal. Las religiones lo resolvieron con la existencia de Dios y del Diablo.
–Yo creo en Dios –dijo Mónica con voz apagada– y Teresa está convencida de que lo que me contó tuvo que ver con la presencia de lo maligno.
–Diego, ¿vos que pensás? –preguntó Paula con temor.
–Sabés que no creo en esas cosas. Estoy de acuerdo con la prensa que no lo publicó porque es claro que se trataba de alucinaciones de la chica.
–¿Y el homicidio?
–Puede haber sido un suicidio.
Paula y Diego caminaron en silencio hasta su casa.

El olor aterciopelado de las cosas viejas la envolvió, mientras recorría los salones del Museo del Traje. El profesor de Diseño II le había asignado una investigación sobre la indumentaria femenina de comienzos del siglo XX.
Estaba tomando notas cuando comenzó a sentir una inquietud creciente, la misma que sentía cuando la mirada penetrante del profesor se clavaba en ella.
El profesor Ortega había reemplazado al profesor titular, que había sufrido un infarto poco antes de terminar el cuatrimestre.
A Paula le desagradaba todo en él: los ojos de mirada libidinosa y los labios carnosos de los cuales el inferior caía como una fea protuberancia. Vestía siempre de negro y con un estilo fuera de moda y sombrío. Muchas veces en clase sintió su mirada a la vez repulsiva y amenazante, que él no se preocupaba en ocultar. Había pensado en dejar la materia pero quería recibirse antes del casamiento.
Le pareció extraño el modo, casi una imposición, en que le indicó el trabajo práctico y que no admitiera que lo compartiese con otras dos compañeras que estaban interesadas.
–¡Que desagradable es Ortega! Raro y desagradable –dijo una de ellas–. No sé Paula cómo aguantás la forma en que te mira.
Ella se sonrojó, incómoda. Se lo había preguntado muchas veces y no lo sabía.

Trató de olvidar todo aquello y siguió recorriendo la muestra. Se detuvo frente a una puerta entreabierta y la empujó. El cuarto se usaba como depósito y estaba escasamente iluminado por una lamparita eléctrica que colgaba del techo. Además de estantes atiborrados de ropa había varios maniquíes con vestidos que tenían su correspondiente referencia, salvo uno. Le llamó la atención, semioculto en un rincón oscuro. Justamente debía ser de principios del siglo XX. Falda y mangas largas, cuello volcado sobre un escote discreto, botones forrados sujetos con presillas, puntillas sobre una seda de color azul profundo. Tan lejano, tan próximo.
Se fue cuando anunciaron que cerraban el museo. Diego la esperaba preocupado, Recién entonces se dio cuenta del tiempo que había estado paralizada frente al vestido.
El beso y el abrazo de él la reconfortaron. Volvió a sonreír. Fueron a cenar y su novio le contó exultante que lo habían llamado para decirle que había entrado en el estudio de arquitectura al que se había postulado. Ella pensó con orgullo: “Es brillante, apenas recibido y ya se abre su futuro, cómo me gustaría tener su fuerza, su seguridad. ¡Cuánto lo amo! ¡Cuánto lo necesito!”.
Rieron y brindaron, haciendo planes para la boda.
Diego dilató todo lo que pudo el momento de decirle que al día siguiente viajaba a Rosario por trabajo. Paula no pudo disimular su angustia. Diego tomó entre las suyas las manos de ella, que tenían una transpiración helada.
–Sólo son dos días, mi amor y nos comunicaremos por whats app a cada momento– trató él de calmarla pero ella estaba ausente.
No había compartido con Diego sus temores. Recordaba con qué seguridad había dicho que Antonella, la muchacha de Bari, estaba loca y tenía alucinaciones.
En el auto, yendo al departamento, Diego le acariciaba la mano y trataba de hacerla sonreír. Al entrar a la casa Paula sintió una presencia, la noche ocultaba una sombra.

La imagen del vestido invadió su insomnio. El desvelo y una fuerza desconocida e incontenible la hicieron volver al día siguiente al museo, después de la facultad.
En clase Ortega la había llamado para preguntarle cómo iba su trabajo y cuando ella le mostró el boceto del vestido le pareció verle una sonrisa perversa.
“¡Cómo lo detesto! Estoy viendo visiones”, pensó.
Mientras iba al museo sintió miedo pensando que esa mañana Diego había viajado a Rosario. Lo necesitaba pero no podía pedirle que dejara todo y volviera por lo que seguramente eran trampas de su imaginación.
De nuevo pudo entrar en el depósito sin que la vieran. El vestido parecía aguardarla pero se estremeció cuando vio en él cambios incomprensibles: botones saltados, una costura abierta y desgarrada en la espalda y manchas de tierra como si lo hubiesen revolcado por el piso. No recordaba haberlos visto la primera vez, le preocupó mucho y hasta se avergonzó, al pensar qué obsesionada y paranoica estaba.
Giró alrededor del maniquí una y otra vez, lo tocó, lo olió. Recordó que cuando lo vio por primera vez le llamó la atención que, a diferencia de los otros vestidos, éste parecía recién hecho.
El anuncio del cierre del museo la sacó otra vez de su enajenación. Ya era de noche cuando salió y allí, otra vez, próxima y oculta, la presencia amenazante. Volvió a verla al llegar a su casa, al lado de un árbol.
La obsesión de lo inexplicable la descontroló. No pudo dormir y varias veces tomó el celular para pedirle ayuda a Diego. En ninguno de los tantos whats app intercambiados le había dicho lo que le ocurría. Estaba segura de que él Iba a pensar que se había vuelto loca.
A pesar de su miedo nuevamente algo irresistible la impelió a regresar al museo por tercera vez, con la excusa de finalizar su trabajo. Como autómata fue al encuentro del vestido. Comprobó aterrorizada que ahora estaba desgarrado, como si alguien hubiera tirado con rabia de la tela, incluso le faltaban algunos pedazos arrancados, no podía imaginar con qué, pero lo que más la aterrorizó fueron las manchas de sangre que bañaban la espalda y salpicaban la falda.
Sintió más fuerte que nunca la presencia ominosa. Corrió desesperada hacia la puerta. Ya estaba junto a ella cuando la sombra la atrapó, la tiró al piso, comenzó a besarla y a arrancarle la ropa. Ella luchó con todas sus fuerzas hasta que un frío punzante le atravesó la espalda.

En su última recorrida el guardián del museo vio la puerta  del depósito entreabierta y al asomarse descubrió el cuerpo de una joven con su ropa desgarrada cubierta de sangre.

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