Paula salió pensativa
de la reunión que habían tenido Diego y ella con sus amigos.
Mónica, la dueña de
casa, había comentado un caso muy dudoso ocurrido en Bari, Italia. Se había
publicado sólo en el periódico local porque los diarios importantes no
quisieron hacerse eco de algo que seguramente tenía que ver con alteraciones
mentales de una joven y no con una intervención siniestra. Se enteró porque Teresa,
una prima suya que vivía allí, era muy amiga de la protagonista de la historia.
Se llamaba Antonella, tenía 16 años y le había contado que hacía meses vivía en
pánico porque sentía una presencia sin forma alguna, sólo como la certeza de
que alguien o algo estaba cerca suyo. La muchacha comenzó tratamiento
psiquiátrico y por un mes, a lo sumo, no volvió a experimentar nada extraño.
Una noche Antonella fue
aterrada a la casa de su amiga. Había sentido la presencia mientras caminaba
por la calle, ¡y la había visto! Era un hombre alto, de espaldas anchas y una
cara muy desagradable. Lo eran especialmente sus labios muy gruesos, sus cejas
grises muy pobladas y sus ojos hundidos con una mirada terrorífica.
Vestía de negro y
fuera de moda. Tendría cerca de sesenta años.
Unos días más tarde,
Antonella soñó que el hombre la alcanzaba y le decía al oído:
–Serás mía, Antonella.
Cuando le contó el
sueño a Teresa, remarcó que le había quedado impregnado en la piel el aliento
repugnante del hombre.
Teresa alertó de
inmediato a la familia y al psiquiatra, pero lo tomaron como una recaída y le
aumentaron la dosis de risperidona.
A los dos días, Antonella
sintió en su cuarto la presencia escalofriante y a oler el mismo aliento nauseabundo.
Más tarde, en la noche, soñó que ese ser la ahorcaba y la tiraba al mar. Se
despertó con un grito, temblando de miedo y no pudo dormir más.
Sus padres corrieron
y cuando ella les contó el sueño se quedaron vigilando frente a su puerta para
que nadie pudiera entrar.
A la mañana siguiente
Antonella no estaba en su cuarto. Al atardecer apareció su cadáver en la playa.
En la reunión, el
relato los conmocionó a todos.
–Se trata de algo siniestro,
ominoso –dijo Patricio.
–¿Vos creés que
existe lo siniestro, y más aún, que puede personificarse? –respondió Alberto.
–No lo creo ni lo
niego. Es la vieja disputa filosófica sobre la existencia del Bien y del Mal.
Las religiones lo resolvieron con la existencia de Dios y del Diablo.
–Yo creo en Dios –dijo
Mónica con voz apagada– y Teresa está convencida de que lo que me contó tuvo
que ver con la presencia de lo maligno.
–Diego, ¿vos que
pensás? –preguntó Paula con temor.
–Sabés que no creo en
esas cosas. Estoy de acuerdo con la prensa que no lo publicó porque es claro
que se trataba de alucinaciones de la chica.
–¿Y el homicidio?
–Puede haber sido un
suicidio.
Paula y Diego
caminaron en silencio hasta su casa.
El olor aterciopelado
de las cosas viejas la envolvió, mientras recorría los salones del Museo del
Traje. El profesor de Diseño II le había asignado una investigación sobre la
indumentaria femenina de comienzos del siglo XX.
Estaba tomando notas
cuando comenzó a sentir una inquietud creciente, la misma que sentía cuando la
mirada penetrante del profesor se clavaba en ella.
El profesor Ortega
había reemplazado al profesor titular, que había sufrido un infarto poco antes
de terminar el cuatrimestre.
A Paula le
desagradaba todo en él: los ojos de mirada libidinosa y los labios carnosos de
los cuales el inferior caía como una fea protuberancia. Vestía siempre de negro
y con un estilo fuera de moda y sombrío. Muchas veces en clase sintió su mirada
a la vez repulsiva y amenazante, que él no se preocupaba en ocultar. Había
pensado en dejar la materia pero quería recibirse antes del casamiento.
Le pareció extraño el
modo, casi una imposición, en que le indicó el trabajo práctico y que no
admitiera que lo compartiese con otras dos compañeras que estaban interesadas.
–¡Que desagradable es
Ortega! Raro y desagradable –dijo una de ellas–. No sé Paula cómo aguantás la
forma en que te mira.
Ella se sonrojó, incómoda.
Se lo había preguntado muchas veces y no lo sabía.
Trató de olvidar todo
aquello y siguió recorriendo la muestra. Se detuvo frente a una puerta
entreabierta y la empujó. El cuarto se usaba como depósito y estaba escasamente
iluminado por una lamparita eléctrica que colgaba del techo. Además de estantes
atiborrados de ropa había varios maniquíes con vestidos que tenían su
correspondiente referencia, salvo uno. Le llamó la atención, semioculto en un
rincón oscuro. Justamente debía ser de principios del siglo XX. Falda y mangas
largas, cuello volcado sobre un escote discreto, botones forrados sujetos con presillas,
puntillas sobre una seda de color azul profundo. Tan lejano, tan próximo.
Se fue cuando
anunciaron que cerraban el museo. Diego la esperaba preocupado, Recién entonces
se dio cuenta del tiempo que había estado paralizada frente al vestido.
El beso y el abrazo
de él la reconfortaron. Volvió a sonreír. Fueron a cenar y su novio le contó
exultante que lo habían llamado para decirle que había entrado en el estudio de
arquitectura al que se había postulado. Ella pensó con orgullo: “Es brillante,
apenas recibido y ya se abre su futuro, cómo me gustaría tener su fuerza, su
seguridad. ¡Cuánto lo amo! ¡Cuánto lo necesito!”.
Rieron y brindaron,
haciendo planes para la boda.
Diego dilató todo lo
que pudo el momento de decirle que al día siguiente viajaba a Rosario por
trabajo. Paula no pudo disimular su angustia. Diego tomó entre las suyas las
manos de ella, que tenían una transpiración helada.
–Sólo son dos días,
mi amor y nos comunicaremos por whats app a cada momento– trató él de calmarla
pero ella estaba ausente.
No había compartido
con Diego sus temores. Recordaba con qué seguridad había dicho que Antonella,
la muchacha de Bari, estaba loca y tenía alucinaciones.
En el auto, yendo al
departamento, Diego le acariciaba la mano y trataba de hacerla sonreír. Al
entrar a la casa Paula sintió una presencia, la noche ocultaba una sombra.
La imagen del vestido
invadió su insomnio. El desvelo y una fuerza desconocida e incontenible la hicieron
volver al día siguiente al museo, después de la facultad.
En clase Ortega la
había llamado para preguntarle cómo iba su trabajo y cuando ella le mostró el
boceto del vestido le pareció verle una sonrisa perversa.
“¡Cómo lo detesto!
Estoy viendo visiones”, pensó.
Mientras iba al museo
sintió miedo pensando que esa mañana Diego había viajado a Rosario. Lo
necesitaba pero no podía pedirle que dejara todo y volviera por lo que
seguramente eran trampas de su imaginación.
De nuevo pudo entrar
en el depósito sin que la vieran. El vestido parecía aguardarla pero se
estremeció cuando vio en él cambios incomprensibles: botones saltados, una
costura abierta y desgarrada en la espalda y manchas de tierra como si lo
hubiesen revolcado por el piso. No recordaba haberlos visto la primera vez, le
preocupó mucho y hasta se avergonzó, al pensar qué obsesionada y paranoica
estaba.
Giró alrededor del
maniquí una y otra vez, lo tocó, lo olió. Recordó que cuando lo vio por primera
vez le llamó la atención que, a diferencia de los otros vestidos, éste parecía
recién hecho.
El anuncio del cierre
del museo la sacó otra vez de su enajenación. Ya era de noche cuando salió y
allí, otra vez, próxima y oculta, la presencia amenazante. Volvió a verla al
llegar a su casa, al lado de un árbol.
La obsesión de lo
inexplicable la descontroló. No pudo dormir y varias veces tomó el celular para
pedirle ayuda a Diego. En ninguno de los tantos whats app intercambiados le
había dicho lo que le ocurría. Estaba segura de que él Iba a pensar que se
había vuelto loca.
A pesar de su miedo
nuevamente algo irresistible la impelió a regresar al museo por tercera vez,
con la excusa de finalizar su trabajo. Como autómata fue al encuentro del
vestido. Comprobó aterrorizada que ahora estaba desgarrado, como si alguien
hubiera tirado con rabia de la tela, incluso le faltaban algunos pedazos
arrancados, no podía imaginar con qué, pero lo que más la aterrorizó fueron las
manchas de sangre que bañaban la espalda y salpicaban la falda.
Sintió más fuerte que
nunca la presencia ominosa. Corrió desesperada hacia la puerta. Ya estaba junto
a ella cuando la sombra la atrapó, la tiró al piso, comenzó a besarla y a
arrancarle la ropa. Ella luchó con todas sus fuerzas hasta que un frío punzante
le atravesó la espalda.
En su última
recorrida el guardián del museo vio la puerta del depósito
entreabierta y al asomarse descubrió el cuerpo de una joven con su ropa
desgarrada cubierta de sangre.
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