Cada vez que el viento desprendía una ramita
o golpeaba los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, haciendo
ruido, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado que era una
enorme piedra y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no
aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en
cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo ellas sombras medio
deformes que se deslizaban de un lado a otro con las cortinas, lentamente. El
viejecito había sido corto de vista desde joven, y también algo sordo, de modo
que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si la cena había comenzado, o si
aquellas sombras movedizas las causaban los árboles más altos.
Regresó a su asiento y esperó. La
noche anterior había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable
olor a humedad. Pero los insectos abundaban, y los esfuerzos desesperados de
don Eulogio, que agitaba sus manos constantemente en torno del rostro, no
conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades
de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne.
El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril
durante el día habían decaído y se sentía ahora cansancio y algo de tristeza.
Tenía frío, le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la
imagen, persistente momento atrás, de alguien, quizá la cocinera o el
mayordomo, sorprendiéndolo de pronto en su escondrijo. “¿Qué hace usted en la
huerta a estas horas, don Eulogio?”. Y vendrían su hijo y su hija política,
convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la
cabeza y adivinó entre los bloques de crisantemos, de nardos y de rosales, el
diminuto sendero que llegaba a la puerta trasera esquivando el palomar. Se
tranquilizó apenas, recordando haber comprobado tres veces que la puerta estaba
junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía deslizarse hacia
la calle sin ser visto.
“¿Si hubiera venido ya?”, pensó,
intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado
cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que
perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Solo reaccionó cuando el
objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos golpeándole
el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta aún,
porque sus pasos lo habrían despertado, o el pequeño, habría distinguido a su
abuelo, encogido y durmiendo, justamente al borde del sendero que debía
conducirlo a la cocina.
Esta reflexión lo animó. El viento
soplaba con menos violencia, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de
temblar. Tentando entre los bolsillos de su saco, encontró pronto el cuerpo
duro y cilíndrico del objeto que había comprado esa tarde en el almacén de la
esquina. El viejecito sonrió regocijado en la penumbra, recordando el gesto de
sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia,
agitando levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la
mujer pasaba frente a sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños.
“Esta”, dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el
quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla, pero
don Eulogio se negó, abandonando la tienda con premura. El resto de la tarde
estuvo en el Club, encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había
nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los
mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de
suave color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el
precioso paquete. La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca,
precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.
A la hora más cenicienta del
crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que circulara despacio por
las afueras de la ciudad, corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea
y roja del cielo sería más sorprendente y bella en medio del campo. Mientras el
automóvil corría con suavidad por el asfalto, sus ojitos vivaces, única señal
ágil en su rostro fláccido, lleno de bolsas, iban deslizándose distraídamente
sobre el borde del canal vecino a la carretera, cuando de pronto, casi por
intuición, le pareció distinguir un extraño objeto.
“¡Deténgase!” -dijo, pero el chofer no
le oyó-. “¡Deténgase! ¡Pare!”.
Cuando el auto se detuvo y en
retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba,
efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos olvidó la brisa y el
paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura forma
impenetrable despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era
un poco pequeña y se sintió inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia,
polvorienta, y el cráneo pelado tenía una abertura del tamaño de una moneda,
con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo,
separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se
entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la
mano en forma de bonete o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo
apoyado en el interior. Entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro
por la boca a manera de una larga lengueta, imprimía a su mano movimientos
sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo…
Dos días la tuvo oculta en el cajón de
la cómoda abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a
nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su
habitación, paseando nerviosamente entre los muebles lujosos de sus
antepasados. Casi no levantaba la cabeza: se diría que examinaba con devoción
profunda los complicados dibujos sangrientos y mágicos del círculo central de
la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al comienzo estuvo muy preocupado.
Pensó que podían ocurrir imprevistas complicaciones de familia, tal vez se reirían
de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese
instante, el proyecto se apartó solo un momento de su mente: fue cuando de pie
ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una
época cercana aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía
y sin vida, sino habitada de animalitos pardos y blancos que picoteaban con
insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los
árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y
cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre
les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los
sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el
mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa
noche durmió bien. A la mañana siguiente recordaba haber soñado que una larga
fila de grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar, causando
desasosiego entre los animalitos, mientras él, en su ventana, advertía la
escena por un catalejo.
Había imaginado que la limpieza de la
calavera sería un acto sencillo y rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que
había creído polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se mantenía
soldado en las paredes internas y brillaba como metal en la parte posterior del
cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones
grises, sin que fuera visible que disminuía la capa de suciedad, iba creciendo
la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera,
pero antes de que esta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de
su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución.
Supuso entonces que la limpieza sería posible utilizando alguna sustancia
grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la
puerta al mozo, arrancándole con violencia la lata de las manos, sin prestar
atención a la mirada inquieta con que aquel intentó recorrer la habitación por
sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo
con suavidad, luego acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Comprobó
entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia de polvo cayó a sus
pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera notaba que se humedecían sus
dedos y el borde de sus puños. De pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la
calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, luciente, inmóvil, con unos
puntitos como de sudor sobre la suave superficie de los pómulos. La envolvió de
nuevo, amorosamente. Cerró su maletín y salió precipitado del Club. El
automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había
anochecido. En la fría penumbra de la calle se detuvo un momento, temeroso de
que la puerta estuviera clausurada. Enervado, calmo, estiró su brazo y dio un
respingo de felicidad al notar que giraba la manija y que aquella cedía con un
corto chirrido.
En ese momento escuchó voces en la
pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese
trajín febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón
parecía una bomba de oxígeno golpeándole el pecho. Su primer impulso fue
agacharse, pero lo hizo con torpeza y se resbaló de la piedra, cayendo de
bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en un sabor desagradable de tierra
mojada en la boca, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó
allí, medio sepultado en las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En
la caída había tenido tiempo para elevar la mano que aprisionaba la calavera de
modo que esta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo siempre
limpia.
La pérgola estaba a cincuenta metros
de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin
distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces
en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del
corredor, una forma clara y esbelta, y comprendió que era su hijo. Junto a él
había otra, más oscura y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer.
Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano de
distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño,
espontánea, purísima, que cruzaba el jardín como un animalillo. No esperó más:
extrajo la vela de su saco, juntó a tientas ramas, terrones y piedrecitas y
trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre la piedra. Luego con extrema
delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la
calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo
aceitado para verlo mejor, comprobó de nuevo que la medida era justa: por el
orificio del cráneo asomaba un puntito blanco como un nardo. No pudo continuar
observando. El padre había elevado la voz y, aunque las palabras eran todavía
incomprensibles, don Eulogio supo que se dirigía al niño. Hubo en ese momento
como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre,
cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos gritos
destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo
interrumpió como una explosión este último. “Pero conste: hoy acaba el castigo.
Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy”. Con las últimas palabras
escuchó pasos precipitados, pero casi de inmediato dejó de oírlos.
¿Venía corriendo? Era el momento
decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que le estrangulaba y concluyó su plan.
El primer fósforo dio solo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien.
Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun
segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía
no era exactamente la imagen que supuso cuando una llamarada sorpresiva creció
entre sus manos con un brusco crujido, como de muchas ramas secas quebradas a
la vez, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las
cuencas, por el cráneo, por los huesos de la nariz y de la boca. “Se ha
prendido toda”, exclamó maravillado. Había quedado inmóvil, repitiendo como un
disco: “fue el aceite, fue el aceite”, estupefacto y embrujado ante el
espectáculo medio macabro, medio mágico de la calavera en llamas.
Justamente en ese instante escuchó el
grito. Fue un grito salvaje, como un alarido de animal herido, que se cortó de
golpe. El niño estaba delante de él, en el círculo iluminado por el fuego, con
las manos retorcidas frente a su cuerpo y los dedos crispados. Lívido,
estremecido de terror, tenía los ojos y la boca muy abiertos y estaba rígido y
mudo y rígido, haciendo unos extraños ruidos con la garganta, como roncando.
“Me ha visto, me ha visto”, se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo
supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa
que aquel rostro de huesos que llameaba. Sus ojos estaban inmovilizados, con un
terror profundo y eterno retratado en ellos, fijamente prendidos al fuego y a
aquella forma que se carbonizaba. Don Eulogio vio también que a pesar de tener
los pies hundidos como garfios en la tierra, su cuerpo estaba sacudido por
convulsiones violentas. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el espantoso
aullido, la visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de
espanto. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido incluso más perfectos
que su plan, cuando sintió muy cerca voces y pasos que avanzaban y entonces, ya
sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero,
destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía
en su carrera a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el
espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la
mujer, salvaje también pero menos puro que el de su nieto. No se detuvo ni
volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos
cabellos, pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro
el muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.
Mario Vargas Llosa, escritor y político peruano.
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