Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al
extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora. El
legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en
aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo
casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A
uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de
junio. Según el diputado, lo reconoció “porque el destino lo quiso”.
En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía
otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al
diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.
Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una
organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble,
pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de
jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más atractivos, más convenientes?
De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el
caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la
familia.
En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia
o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la
aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le
mira la boca.
La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa
para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el
brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un
investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a
esta oficina.
Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué
líneas viajó en mayo y en junio.
“En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas” me contestó. Me
presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en
identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que
figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.
Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes
al principio (la contestación variaba entre “Ni idea” y “El hombre me suena”),
pero finalmente un adolescente me dijo “Es una de las glorias de nuestra
literatura”. No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó
que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como
si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: “¿Todavía no lo sabe? Es una
de las glorias de nuestra literatura”.
Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven confirmó en
lo esencial la información. En realidad me preguntó:
-¿Usted es arqueólogo?
-No, ¿Por qué?
-¿No me diga que es escritor?
-Tampoco.
-Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el
señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los
escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy
molesto.
-Me parece que usted no le tiene simpatía.
-¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no
es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si
llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan
indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de
ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen
reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o
similares.
Resolví visitar al viejo. No fue fácil. En su casa, invariablemente,
me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él.
“Quisiera preguntarle algo”, contesté. “Acabáramos”, dijeron y me comunicaron
con el viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no.
“¿Está seguro? preguntó.
“Segurísimo” dije. Me citó ese mismo día en su casa.
-Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja
tanto?
-¿Usted es médico? -me preguntó-. Sí, viajo demasiado y sé que
me hace mal, doctor.
-¿Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le
devolverán la salud?
-¿De qué operaciones me está hablando?
-Operaciones quirúrgicas.
-¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las
hicieran.
-Entonces, ¿por qué viaja?
-Porque me dan premios.
-Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los
premios.
-Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le
da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio.
-¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes?
-Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una
injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian
porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.
-La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.
-Dolorosa ¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días
sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no
escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad,
llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas
que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran. Eso
no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha
el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para
colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los
jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma.
-A mí puede decirme cualquier cosa.
-Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si
continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le
participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no
me quedan fuerzas para aguantar otro premio.
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