EL PRECLARO SENADOR
Agustín canturreaba mientras conducía su
coche rumbo a la Biblioteca Nacional. Antes de entrar se detuvo a observar una
vez más su diseño arquitectónico. “Si no me gustara tanto la Política y la
Historia hubiera estudiado Arquitectura”.
Fue directo a la hemeroteca. Quería buscar
artículos de diarios de 1910 para darle
un toque de cotidianeidad al texto sobre el clima político de la época,
que tenía que escribir para el libro “A un siglo del Centenario”. Sería su
aporte como especialista en Ciencias Políticas a los festejos del Bicentenario.
Comenzó por La Prensa.
Hojeaba páginas y tomaba nota de los artículos que iba a necesitar cuando le
llamó la atención el encabezamiento de uno, del 20 de abril. El interés dio
lugar al asombro: Evaristo García Hernández era el nombre y apellido de su
bisabuelo. Leyó atentamente:
Sociales
FALLECIMIENTO DE EVARISTO GARCÍA HERNÁNDEZ
Sorprendentes
hechos ocurrieron ayer por la tarde en el cementerio de la Recoleta. Allí donde
descansan preclaros próceres de nuestra historia, fueron inhumados los restos
del benemérito ciudadano doctor Evaristo García Hernández. Destacado legislador
y excelente deportista, quedarán por siempre en el recuerdo sus célebres
arengas en el Senado de la Nación, con las que enfervorizaba a la audiencia.
Recordaremos
también su maestría en casi todos los deportes, especialmente en golf y tenis.
Lamentablemente
la muerte lo sorprendió en su residencia El conquistador,
donde se había retirado a descansar mientras su joven esposa y su pequeño hijo
visitaban las sierras cordobesas. Murió como el eximio deportista que era,
sobre la mesa de billar, jugando su última partida.
Por la sala
mortuoria desfilaron gran cantidad de amigos y correligionarios, todos vestidos
de etiqueta y con visible lazo negro en la manga del saco, como corresponde a
tan solemne y triste acontecimiento.
Llamó la
atención la presencia de tres mujeres vestidas de riguroso luto, con ojos
enrojecidos por el llanto, ocultos apenas tras el velo que cubría sus hermosas caras.
La primera
en entrar vestía un elegante traje negro acompañado de una llamativa capelina
con velo. De la mano llevaba a rastras a un niño de mirada azorada, vestido de
traje marinero con un enorme crespón en la pequeña manga. Presa de incontenible
dolor, la destacada dama acariciaba y bañaba con sus lágrimas el rostro céreo
del insigne muerto, rostro que comenzó a llenarse de acuosas líneas negras al
tiempo que se le corría la prolífica cabellera. Algunos presentes trataron de
calmar a la dama y apartarla del cajón, lo que le provocó una tremenda crisis
de llanto, gritos y convulsiones. Aparecieron entonces unos hombres corpulentos
que la recostaron y sujetaron con delicada fuerza en un sillón lateral.
En ese
preciso instante hizo su entrada otra dama luciendo un refinado vestido negro y
un pequeño y coqueto sombrero con cinta de raso y velo de tul. Llevaba de la
mano a un niño más pequeño que el anterior que, temeroso se resistía a caminar.
La señora lo levantó en sus brazos para que besara la gélida cara que reposaba
serena en el ataúd, pero era tal el forcejeo del niño que el cajón comenzó a
sacudirse peligrosamente.
Al ver esto
la dama de la llamativa capelina se levantó de un salto, recuperada tal vez por
el frasco de sales que le habían alcanzado, y se ubicó en la cabecera del
féretro, donde había estado antes, desplazando con su cuerpo a la dama del
pequeño y coqueto sombrero. Esta se resistía, defendiendo también con el cuerpo
su lugar, cuando se acercaron los corpulentos señores y la condujeron en forma
convincente al otro lado de la cabecera. Ambas quedaron así enfrentadas,
intercambiando miradas cargadas de fortísima emoción.
La última en
llegar fue una dama muy joven que lucía un vestido negro estilo imperio, de
falda abultada, ataviada con un tocado de flores y encaje de tul que le cubría
la cara pero dejaba entrever sus agraciadas facciones. Con paso lento y cierta
inclinación hacia atrás se acercó al ataúd y se mantuvo de pie junto a él con
dificultad.
Intenso fue
el dramatismo que se vivió en el momento de decir el último adiós antes de
cerrar el cajón. Las mujeres se abalanzaron sobre el féretro en medio de
llantos y gritos de dolor. Aferrada al ataúd, la dama joven finalmente cayó
sobre él, desmayada.
Fue entonces
que entró la señora Beatriz de García Hernández, viuda del fallecido senador,
quien pudo llegar a tiempo al funeral gracias a la ayuda del presidente de la
Nación. Llevaba de la mano a Juan Manuel, su hijo, y disimulaba su tristeza
detrás del señorío con que cumplía el protocolo. Con pausado caminar, la cabeza
en alto y mirada severa, se acercó al cajón.
Los
corpulentos señores alejaron rápidamente a las damas anteriores y pudieron
evitar llevar en brazos a la más joven, ya que esta se repuso de inmediato.
La hermosa
viuda levantó al niño para que diera un beso a su padre, puso una orquídea
sobre el pecho de su esposo y se apartó para que cerraran el cajón.
En el
cementerio una abigarrada multitud esperaba frente al panteón familiar. Allí
fue donde se vivió otra escena dramática, trágica, podríamos decir. Ocurrió cuando
amigos y correligionarios comenzaron a forcejear y a empujarse para llevar el
féretro de nuestro insigne ciudadano a su morada final. De pronto, junto con
las salvas se escucharon tiros de revólver lo que creó un rápido y atropellado
desbande. En medio del caos y el pánico el cajón cayó estrepitosamente al piso.
Sorprendente,
intenso e inédito final, para quien escribió una página también inédita de
nuestra historia.
Agustín había sonreído mientras leía el
artículo y pensaba que es cierto que la Historia se repite.
Luego se apoyó pensativo en el respaldo del
sillón. Podía ser sólo una coincidencia. ¡Hay tantos casos de nombres y
apellidos iguales, en la misma época o en diferentes siglos!
En el viejo artículo había cosas que
concordaban con lo poco que sabía de su bisabuelo materno. La familia mantenía
con orgullo la memoria de ese senador destacado. Pero el artículo señalaba,
bajo el aparente elogio y mediante un lenguaje irónico, aspectos que la familia
desconocía o por lo menos ocultaba. ¿Quiénes eran esos otros hijos?
Comenzó a hacer cálculos. ¿Y si él descendía
de alguno de ellos? Había aproximadamente dos años de diferencia entre cada uno.
Decidió investigar más profundamente y
comenzó por buscar la biografía de su “insigne” antepasado. No encontró ninguna
y pronto entendió que la desmedida apología del artículo era una ironía más, la
más importante, y que su bisabuelo no ameritaba biografía alguna.
Le llevaría mucho tiempo encontrar pequeños
artículos acerca de él, extendidos a lo largo de los más de treinta años de su
vida política. Postergó la búsqueda para cuando finalizara el trabajo del
Centenario.
Una noche, mientras estaba escribiendo, lo
llamó su madre para decirle, alterada e imperiosa, que pusiera la televisión en
el canal nacional, donde le estaban haciendo un reportaje a su tío senador,
hermano de ella.
Su tío, como todos los primogénitos de la
descendencia, se llamaba Evaristo y hacía siempre referencias a su antecesor.
Esa ascendencia era el orgullo familiar. Su
bisabuelo había tenido una considerable fortuna que fue diluyéndose en el
transcurso de los años, y la versión de la familia sugería que descendían de
los primeros patricios porteños y que la fortuna había aumentado naturalmente
gracias a las importantes y honoríficas funciones que desempeñaron sus hombres
en las generaciones anteriores a su bisabuelo.
No tenían explicación para el descalabro
posterior.
Agustín encendió de mala gana el televisor y
rió al ver a su tío, ridículamente compenetrado de su papel, cuando todos
sabían que engrosaba su ya generoso sueldo con las retribuciones a los favores
que su cargo le permitía dar, a pesar de que gran parte de esos ingresos se esfumaban
en el nuevo casino flotante de Buenos Aires.
Terminado el capítulo del libro comenzó la
investigación sobre su bisabuelo.
Descubrió varias notas que reflejaban esos
treinta años de actividad política. Encontró algunos titulares que hacían
referencia a beneficios otorgados por el senador a alguna compañía extranjera y
otras, no destacadas, que desmentían las acusaciones anteriores.
Se enteró también que la esposa que
mencionaba el artículo, mucho más joven que el difunto, era la segunda. La
primera había muerto y no había dejado descendencia. “Tal vez por eso la obsesión
de desparramar hijos”, sonrió Agustín.
También averiguó que el viejo senador, antes
de morir, había reconocido como hijos suyos a los que había tenido con sus
amantes, en un documento secreto que se reveló a la semana siguiente a su muerte,
justo después de que naciera el último. En el testamento dejó todos sus bienes
a su esposa y a su hijo Juan Manuel, y a los ilegítimos les asignó una pródiga
pensión hasta su mayoría de edad.
Agustín pudo imaginar el escándalo, los
chismes y sobre todo la cara biliosa de la señora Beatriz. Siguió investigando
las vidas, casamientos y nacimientos de todos los descendientes del senador y
llegó a la conclusión de que su abuelo debió ser el hijo de la embarazada que
casi volteó el cajón.
Agustín suspiró, “Gracias papá por haberte
negado a llamarme Evaristo y que tu apellido, y mío, sea Caravelli”.
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