Quinquela Martín

viernes, 31 de julio de 2020

"El preclaro senador" de Susana De Divitiis


EL PRECLARO SENADOR

Agustín canturreaba mientras conducía su coche rumbo a la Biblioteca Nacional. Antes de entrar se detuvo a observar una vez más su diseño arquitectónico. “Si no me gustara tanto la Política y la Historia hubiera estudiado Arquitectura”.
Fue directo a la hemeroteca. Quería buscar artículos de diarios de 1910 para darle  un toque de cotidianeidad al texto sobre el clima político de la época, que tenía que escribir para el libro “A un siglo del Centenario”. Sería su aporte como especialista en Ciencias Políticas a los festejos del Bicentenario.
Comenzó por La Prensa. Hojeaba páginas y tomaba nota de los artículos que iba a necesitar cuando le llamó la atención el encabezamiento de uno, del 20 de abril. El interés dio lugar al asombro: Evaristo García Hernández era el nombre y apellido de su bisabuelo. Leyó atentamente:

Sociales
FALLECIMIENTO DE EVARISTO GARCÍA HERNÁNDEZ

Sorprendentes hechos ocurrieron ayer por la tarde en el cementerio de la Recoleta. Allí donde descansan preclaros próceres de nuestra historia, fueron inhumados los restos del benemérito ciudadano doctor Evaristo García Hernández. Destacado legislador y excelente deportista, quedarán por siempre en el recuerdo sus célebres arengas en el Senado de la Nación, con las que enfervorizaba a la audiencia.
Recordaremos también su maestría en casi todos los deportes, especialmente en golf y tenis.
Lamentablemente la muerte lo sorprendió en su residencia El conquistador, donde se había retirado a descansar mientras su joven esposa y su pequeño hijo visitaban las sierras cordobesas. Murió como el eximio deportista que era, sobre la mesa de billar, jugando su última partida.
Por la sala mortuoria desfilaron gran cantidad de amigos y correligionarios, todos vestidos de etiqueta y con visible lazo negro en la manga del saco, como corresponde a tan solemne y triste acontecimiento.
Llamó la atención la presencia de tres mujeres vestidas de riguroso luto, con ojos enrojecidos por el llanto, ocultos apenas tras el velo que cubría sus hermosas caras.
La primera en entrar vestía un elegante traje negro acompañado de una llamativa capelina con velo. De la mano llevaba a rastras a un niño de mirada azorada, vestido de traje marinero con un enorme crespón en la pequeña manga. Presa de incontenible dolor, la destacada dama acariciaba y bañaba con sus lágrimas el rostro céreo del insigne muerto, rostro que comenzó a llenarse de acuosas líneas negras al tiempo que se le corría la prolífica cabellera. Algunos presentes trataron de calmar a la dama y apartarla del cajón, lo que le provocó una tremenda crisis de llanto, gritos y convulsiones. Aparecieron entonces unos hombres corpulentos que la recostaron y sujetaron con delicada fuerza en un sillón lateral.
En ese preciso instante hizo su entrada otra dama luciendo un refinado vestido negro y un pequeño y coqueto sombrero con cinta de raso y velo de tul. Llevaba de la mano a un niño más pequeño que el anterior que, temeroso se resistía a caminar. La señora lo levantó en sus brazos para que besara la gélida cara que reposaba serena en el ataúd, pero era tal el forcejeo del niño que el cajón comenzó a sacudirse peligrosamente.
Al ver esto la dama de la llamativa capelina se levantó de un salto, recuperada tal vez por el frasco de sales que le habían alcanzado, y se ubicó en la cabecera del féretro, donde había estado antes, desplazando con su cuerpo a la dama del pequeño y coqueto sombrero. Esta se resistía, defendiendo también con el cuerpo su lugar, cuando se acercaron los corpulentos señores y la condujeron en forma convincente al otro lado de la cabecera. Ambas quedaron así enfrentadas, intercambiando miradas cargadas de fortísima emoción.
La última en llegar fue una dama muy joven que lucía un vestido negro estilo imperio, de falda abultada, ataviada con un tocado de flores y encaje de tul que le cubría la cara pero dejaba entrever sus agraciadas facciones. Con paso lento y cierta inclinación hacia atrás se acercó al ataúd y se mantuvo de pie junto a él con dificultad.
Intenso fue el dramatismo que se vivió en el momento de decir el último adiós antes de cerrar el cajón. Las mujeres se abalanzaron sobre el féretro en medio de llantos y gritos de dolor. Aferrada al ataúd, la dama joven finalmente cayó sobre él, desmayada.
Fue entonces que entró la señora Beatriz de García Hernández, viuda del fallecido senador, quien pudo llegar a tiempo al funeral gracias a la ayuda del presidente de la Nación. Llevaba de la mano a Juan Manuel, su hijo, y disimulaba su tristeza detrás del señorío con que cumplía el protocolo. Con pausado caminar, la cabeza en alto y mirada severa, se acercó al cajón.
Los corpulentos señores alejaron rápidamente a las damas anteriores y pudieron evitar llevar en brazos a la más joven, ya que esta se repuso de inmediato.
La hermosa viuda levantó al niño para que diera un beso a su padre, puso una orquídea sobre el pecho de su esposo y se apartó para que cerraran el cajón.
En el cementerio una abigarrada multitud esperaba frente al panteón familiar. Allí fue donde se vivió otra escena dramática, trágica, podríamos decir. Ocurrió cuando amigos y correligionarios comenzaron a forcejear y a empujarse para llevar el féretro de nuestro insigne ciudadano a su morada final. De pronto, junto con las salvas se escucharon tiros de revólver lo que creó un rápido y atropellado desbande. En medio del caos y el pánico el cajón cayó estrepitosamente al piso.
Sorprendente, intenso e inédito final, para quien escribió una página también inédita de nuestra historia.

Agustín había sonreído mientras leía el artículo y pensaba que es cierto que la Historia se repite.
Luego se apoyó pensativo en el respaldo del sillón. Podía ser sólo una coincidencia. ¡Hay tantos casos de nombres y apellidos iguales, en la misma época o en diferentes siglos!
En el viejo artículo había cosas que concordaban con lo poco que sabía de su bisabuelo materno. La familia mantenía con orgullo la memoria de ese senador destacado. Pero el artículo señalaba, bajo el aparente elogio y mediante un lenguaje irónico, aspectos que la familia desconocía o por lo menos ocultaba. ¿Quiénes eran esos otros hijos?
Comenzó a hacer cálculos. ¿Y si él descendía de alguno de ellos? Había aproximadamente dos años de diferencia entre cada uno.
Decidió investigar más profundamente y comenzó por buscar la biografía de su “insigne” antepasado. No encontró ninguna y pronto entendió que la desmedida apología del artículo era una ironía más, la más importante, y que su bisabuelo no ameritaba biografía alguna.
Le llevaría mucho tiempo encontrar pequeños artículos acerca de él, extendidos a lo largo de los más de treinta años de su vida política. Postergó la búsqueda para cuando finalizara el trabajo del Centenario.

Una noche, mientras estaba escribiendo, lo llamó su madre para decirle, alterada e imperiosa, que pusiera la televisión en el canal nacional, donde le estaban haciendo un reportaje a su tío senador, hermano de ella.
Su tío, como todos los primogénitos de la descendencia, se llamaba Evaristo y hacía siempre referencias a su antecesor.
Esa ascendencia era el orgullo familiar. Su bisabuelo había tenido una considerable fortuna que fue diluyéndose en el transcurso de los años, y la versión de la familia sugería que descendían de los primeros patricios porteños y que la fortuna había aumentado naturalmente gracias a las importantes y honoríficas funciones que desempeñaron sus hombres en las generaciones anteriores a su bisabuelo.
No tenían explicación para el descalabro posterior.
Agustín encendió de mala gana el televisor y rió al ver a su tío, ridículamente compenetrado de su papel, cuando todos sabían que engrosaba su ya generoso sueldo con las retribuciones a los favores que su cargo le permitía dar, a pesar de que gran parte de esos ingresos se esfumaban en el nuevo casino flotante de Buenos Aires.

Terminado el capítulo del libro comenzó la investigación sobre su bisabuelo.
Descubrió varias notas que reflejaban esos treinta años de actividad política. Encontró algunos titulares que hacían referencia a beneficios otorgados por el senador a alguna compañía extranjera y otras, no destacadas, que desmentían las acusaciones anteriores.
Se enteró también que la esposa que mencionaba el artículo, mucho más joven que el difunto, era la segunda. La primera había muerto y no había dejado descendencia. “Tal vez por eso la obsesión de desparramar hijos”, sonrió Agustín.
También averiguó que el viejo senador, antes de morir, había reconocido como hijos suyos a los que había tenido con sus amantes, en un documento secreto que se reveló a la semana siguiente a su muerte, justo después de que naciera el último. En el testamento dejó todos sus bienes a su esposa y a su hijo Juan Manuel, y a los ilegítimos les asignó una pródiga pensión hasta su mayoría de edad.
Agustín pudo imaginar el escándalo, los chismes y sobre todo la cara biliosa de la señora Beatriz. Siguió investigando las vidas, casamientos y nacimientos de todos los descendientes del senador y llegó a la conclusión de que su abuelo debió ser el hijo de la embarazada que casi volteó el cajón.
Agustín suspiró, “Gracias papá por haberte negado a llamarme Evaristo y que tu apellido, y mío, sea Caravelli”.

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