Fue hace mucho, yo estaba
en tercer año, cuando algo ensombreció por un tiempo toda esa felicidad
expansiva y volátil de los quince.
A la salida del colegio
caminábamos esperando el encuentro con los chicos del Industrial. Charlábamos y
reíamos con esa risa alborotada que tiene la misma sonoridad intensa y alegre
de todas las risas a esa edad.
A Fabiana le gustaba
Guillermo, alto y delgado, de ojos negros. A Lucrecia y a mí nos gustaba Pablo.
Pablo era dulce y tímido. Cuando clavaba sus ojos azules en los míos, el
bermellón en mis mejillas delataba el cosquilleo que recorría mi cuerpo.
Trataba de esconderme detrás de una risa que sonaba tonta y atropellada. A
pesar de tanta vergüenza incómoda y torpe volvía a mi casa excitada y feliz.
A veces pensaba que a él
le gustaba Lucrecia, a pesar de que las chicas dijeran que yo nunca me daba
cuenta de nada porque estaba siempre en las nubes. Y como me conocían pensaban
que era una forma de esconderme porque tenía miedo. Y se reían de mi miedo.
Todo era pretexto para
reír, hasta la vergüenza y el miedo.
Un lunes pasó algo
increíble. Sólo yo lo vi.
Fernández, la profesora
de geografía, parecía esperar a alguien, parada en la esquina del colegio. Un
auto se detuvo y ella subió y se sentó adelante, al lado del que manejaba. Digo
que era increíble porque Fernández tenía una edad incierta, lejana a su
juventud, si es que alguna vez la tuvo. Bajita, esmirriada, vestía la misma
ropa de hacía cuarenta años. Ese día había salido de la clase más abatida que
de costumbre. ¿Quién podía venir a buscarla?
Cuando les conté, las
chicas no me creyeron. Ellas no habían visto el auto, ni al que manejaba, ni a
Fernández, y les parecía imposible. Insistí tanto que al final, de mala gana,
lo aceptaron.
Yo era la única de la
división, tal vez de todo el colegio, que reparaba en Fernández, a pesar de que
hacerlo me provocaba angustia y tristeza.
Se la veía envuelta de
soledad, sin deseos de arreglarse ni fuerzas para imponerse. La dentadura
postiza floja no le permitía levantar la voz. Tal vez por eso había optado por
no dar clase. Entraba en silencio y comenzaba a llamar a una división fantasma.
Las primeras de la lista estaban en el baño, en la biblioteca o deambulando por
los pasillos del colegio. Seguía llamando hasta que llegaba a mí.
Comenzaba entonces una
ceremonia secreta y repetida. Yo pasaba al frente en medio del cuchicheo de las
pocas alumnas que quedaban.
Apelaba a todos los
recursos imaginables, como dibujar con lentitud mapas o cuadros en el pizarrón,
con tizas que se rompían o caían al piso, así alargaba la lección todo lo posible. Aún me asombra esa misteriosa e invariable sincronización. Mi lección
terminaba siempre minutos antes del recreo.
Fernández, después de
dibujar una cuenta más de mi rosario de diez, abría el libro de la materia y
pasaba con lenta suavidad las hojas como si tuviera que reconocerlas al tacto,
una por una. Hasta que, con voz inaudible, decía el número de las páginas de la
próxima lección y salía, los hombros caídos y el caminar cansado.
Por excepción faltaba,
entonces íbamos a buscar a las desertoras, que volvían como de una salida
malograda.
Una vez por mes tomaba
prueba, la mirada inmóvil en la ventana, mientras todas nos copiábamos con
tranquilo esmero.
Así transcurría aquel año
hasta ese lunes cuando alguien vino a buscarla.
Al otro día no teníamos
Geografía, pero yo traté de cruzarla en algún recreo. No la vi ese martes ni
tampoco en los días siguientes.
Las chicas veían
alarmadas que mi estar en las nubes se había acentuado. “Está enamorada”,
canturreaban y miraban maliciosamente a Pablo. Cuando él me interrogaba con sus
ojos azules, me olvidaba de Fernández. Hubiera querido contarle, sólo a él, lo
que me pasaba, pero pensé que no podría entenderlo. Yo tampoco lo entendía.
Era una característica
mía compadecerme de las penas ajenas, pero con Fernández se había transformado
en obsesión.
¿Me identificaba con ella
por mi timidez rayana en el miedo? Sin embargo yo tenía muchas amigas y nos
divertíamos, me gustaba salir y reír. ¿Veía en ella mi futuro por eso de
ahuyentar a los chicos que me gustaban? ¿Estaba volviéndome loca?
Un día me di cuenta, me
enternecía. Me enternecía como un pájaro herido, un perrito
extraviado, un niño solitario buscando una mirada.
Fernández no vino más al
colegio. Dijeron que se había jubilado. Otros se preguntaban si habría muerto.
Por las noches, las más insólitas fantasías sobre lo que le habría ocurrido, me
ahuyentaban el sueño.
Busqué una excusa con la
celadora para salir los lunes antes de que sonara el timbre.
Durante varias semanas
iba a la esquina y miraba con atención a todos los coches que pasaban.
Tal vez, en uno de ellos,
estaría la señorita Fernández.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Se ha habilitado la moderación de comentarios. El autor del blog debe aprobar todos los comentarios.