Hay un tipo de beato del
estructuralismo que con gusto aboliría la historia, lo que me parece un poco
exagerado, cuando advertimos cómo pasa todo, no sólo el Imperio Romano sino la
propia moda del estructuralismo. Esa gente enarbola la sincronía como un
garrote y al que sale con antigüedades como ésta, un golpe en la cabeza,
mientras se profieren palabras como reaccionario, subdesarrollo y oscurantista.
Pero sí, hombre, ya lo
sabemos, desde la época en que estudiábamos matemáticas, en la década del 30,
mucho antes de que se nos viniera la moda desde París. ¿Cómo no íbamos a saber
que “La pasión según San Mateo” o un gusano son estructuras? Tampoco
ignorábamos que era una saludable reacción contra los atomistas, los positivistas
y los fanáticos del historicismo. Pero se les fue la mano. Vean con la lengua:
una realidad en perpetuo cambio, en la que, tarde o temprano -¡oh, diacronía de
las ideas!- hay que aceptar el modesto pero demoledor hecho de la
transformación de las estructuras, aunque sea como una sucesión de estados
sincrónicos; tarde o temprano hay que admitir que en todo estado de una lengua
está oscuramente la energía que conducirá a una nueva estructura. Bueno, por
favor, no es tan deshonroso. En suma, que el estructuralismo es válido hasta el
momento en que deja de serlo.
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