Claudia encendió el equipo de música del
living y fue a la cocina a preparar la cena. La mucama había limpiado pero ella
repasó la mesada de granito para que, como un espejo, resaltara el blanco de
los muebles y las alacenas vidriadas.
– El blanco no admite la suciedad –se dijo, satisfecha.
En la carpeta de sus recetas especiales buscó
la de los Langostinos Cartagena.
Había decidido el menú de la cena en la
mañana, después de que se fuera Martín. Estaba orgullosa de su capacidad para
organizar, y de su arte de unir lo conocido con lo innovador. Y además en el
orden exacto, porque sabía con certeza que los Langostinos Cartagena como
entrada y el Don Pedro como postre enloquecían a su marido. La cuota de misterio
la daría el plato principal: champiñones rellenos.
Desde el living “Sempre Sempre” inundaba la
cocina. Claudia cantó acompañando la música. Quién tuviera el arte de Bocelli para
encontrar las palabras del amor y esa forma mágica de decirlas. “Las palabras repetidas se vacían,
suenan huecas e inútiles”, había dicho Martín.
Esa noche no habría palabras, sólo asombro y
pasión.
Aún le faltaba preparar lo más exquisito y
delicado. Salteó los tallos de los champiñones, grandes y frescos, en aceite de
oliva. Luego puso a hervir las cabezas, en agua con vinagre.
A los tres minutos exactos las retiró para secarlas
boca abajo sobre un repasador.
Comenzó a reunir los ingredientes del relleno
con la concentración de un alquimista. Los condimentos tenían que ser
cuidadosamente seleccionados y utilizados en la proporción justa pues serían
los catalizadores de la magia de esa noche.
Rellenaba los champiñones y los espolvoreaba
con queso y pan rallados, cuando tuvo una sensación inquietante que le oprimía
la garganta. Cerró los ojos hasta que pudo respirar hondo. Al abrirlos el orden
y la pulcritud de su cocina la tranquilizaron.
Sólo faltaba la salsa de hierbas y crema.
Finalmente, sobre la bandeja, los champiñones parecían diminutas flores de
loto.
Ya en el comedor giró alrededor de la mesa
para asegurarse de todos los detalles: el candelabro en el centro, los platos,
copas y cubiertos en su ubicación correspondiente.
Mientras cantaba “ven, siéntate a mi lado,
hablemos un momento…”, recordó vagamente que él le había dicho “Para qué, si vos no me escuchás”. Se tranquilizó porque esa noche la cena
hablaría por los dos.
Pobre Martín, cuánta responsabilidad ahora que
era gerente general, cuántas presiones, cuántos viajes. Por eso siempre llegaba
tarde y cansado. Pero hoy ella le daría sosiego y placer. La comida exquisita,
la música romántica y la tenue luz de las velas los haría amarse como al
principio.
Todo estaba listo. Ahora era su momento. “Bésame,
bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez”, cantaba, sumergida en el
baño de espumas. Le pareció oír el teléfono, hizo silencio pero no oyó nada y siguió
cantando.
Luego se detuvo en el arreglo de su cabello
negro, que acariciaba sus hombros descubiertos. Los ojos le brillaban
complacidos.
Pronto llegaría Martín. Con las velas
encendidas y las luces apagadas se recostó en el sillón del living a esperarlo.
Poco a poco la música se fue alejando, hasta desaparecer.
Cuando despertó las velas consumidas habían
dejado montones de cera sobre el mantel.
En la oscuridad vio la luz titilante del
contestador. La voz de Martín sonaba extraña: “Claudia, no creo que me hayas
escuchado esta mañana, cuando te dije que de nada sirven ya las palabras y que
me iba para siempre ¿escuchás? ¡Para siempre!”.
Por la casa a oscuras caminó a tientas hasta
la cocina y lentamente guardó la cena en el freezer.
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