Esa mujer —la que bajó del
ómnibus después del último de los pasajeros, cuando los ociosos de la
ciudad-pueblo creíamos que ya no bajaría nadie más— se llamaba Claudia.
No la voy a describir,
porque casi ni la vimos durante los contados segundos que tardó en cruzar la
calle en dirección al hotel, pero tampoco importa mucho, porque ésta no es su
historia, ni tampoco es la de Crespo, el comprador de caballos, ni tampoco es
la nuestra, sino que es la historia de una fracción de tiempo, de aquella
fuerza indetenible e incontrolable, que podremos medir mecánicamente con el
aparato prolijo y cromado, que marcará las unidades de medida, de aquello que
precisamente no tiene medida y aseguramos su medición con los movimientos
rítmicos y concentrados del pulgar y del índice sobre la cuerda del reloj,
sentados en el borde de la cama, con el pijama azul o el de las rayas
verticales, o incluso podemos archivar o despreciar, con un descuidado
movimiento de mano, arrancando la hoja vieja del almanaque familiar sobre la
pared de la cocina, o también desafiar parcialmente con el heroico esperar de
los santos o la tenacidad valerosa del ateo, pero nunca dejar de pertenecer a
él, ni que él nos pertenezca, porque es parte y esencia de nosotros mismos,
porque toda nuestra persona está formada por ese borbotón de momentos, por ese
tropel de instantes, cuyos orígenes están en el Verbo mismo, y cuyo final quizá
sabremos en el instante aquel del principio y fin de la vida.
La miramos bajar del
ómnibus, desde la vereda de enfrente, apoyadas nuestras espaldas y uno de
nuestros pies en la pared asoleada y blanca, junto a la caterva aquella
bulliciosa y activa y ferozmente infantil de diarieros y lustrabotas, y uno o
dos perros dormidos en su alerta descuido sobre la vereda de baldosas tibias, en
aquel fresco octubre de año pasado.
Algunos de ustedes
recordarán a Crespo, el extraño individuo aquel que llegó a la ciudad-pueblo
hacía más de cuarenta años, en un caballo chileno de magnífica boca y marca
desconocida y sin ningún papel que acreditase su propiedad, y un bulto chico en
la cintura, en donde asomaba a veces la culata, pequeña, femenina, atildada, de
un treinta y dos corto, de cachas de nácar, de caño absurdamente recortado, en
un país donde el calibre treinta y ocho entraba ya con fuerza avasalladora para
convertirse prácticamente en arma nacional, y un tirador de carpincho con
bordes de charol y hebilla entrerriana, y ese gesto en la cara del que nunca ha
mandado, a pesar de haber nacido para ello, y que impresionó enormemente al
gerente de La Anónima, a través del mostrador de la caja, en la que pidió fiado
para víveres y vicios por un año, sin otra garantía que esa violencia innata
que rodeaba a su persona, que no abandonó, ni siquiera un año más tarde, cuando
el mismo gerente le dio a su hija en matrimonio, con las mismas dudas e
incertidumbres como cuando le otorgara su primer crédito, pero al mismo tiempo,
con cierta secreta, paterna, comercial e intuitiva esperanza en la bondad de su
elección.
Y la chica aquella, cuya
frágil e indomable femineidad dejaría de verse tras los vidrios empañados de la
casa materna, para aparecer ahora entre un marco de voiles nuevos y una escasa
fila de flores en el interior de la ventana de su casa propia, y tanto ella
como las flores, y también las Cortines de voile, separadas por el vidrio de la
nieve, del frío, de la hosca naturaleza patagónica, viviendo una vida falsa y
artificial en medio del calor producido por la salamandra inglesa, y ese halo
de comida, naftalina, tabaco o talco o de humana presencia, de todo aquello que
representa, o por lo menos acompaña, la vida familiar; aunque en este caso el
cincuenta por ciento de esta familia se encontraba a muchos días de marcha,
enhorquetado en el caballo chileno de magnífica boca trayendo enormes yeguadas
de la cordillera a Comodoro —viajes que repetiría una y otra vez durante el
transcurso de esos primeros años—, mientras ella seguía tras los vidrios de la
ventana, en un principio esperando verlo llegar, y más adelante cerciorándose
que no volvería, como efectivamente sucedió, cuando en la caja de La Anónima
pagó él hasta el último centavo de su deuda, comprendiéndose entonces que lo
que quedaba tras los vidrios y la escasa fila de flores y las cortinas de voile,
no eran otra cosa que la prenda, garantía, base de aquella respetabilidad que
Crespo necesitó para iniciar su fortuna, y que ahora devolvía, no ya de frágil
e indomable femineidad, sino con la férrea y endurecida virginidad frustrada y
ese leve matiz de orgullo y belleza que deja el odio originado por la esperanza
del amor.
Ella murió años después, o
simplemente dejó de existir entre un continuo trajinar de familiares oscuros
alrededor del médico impotente y un cuchicheo de frases lapidarias y condenatorias
como: “el sinvergüenza la mató” o “la pobrecita murió de pena”, entre suspiros
y llantos, un mariposeo de murmullos infructuosos y el solemne dolor de la
gente simple ante la sencillez de la muerte.
La fortuna de Crespo
aumentaba años a año, tenía el prestigio que da el dinero y la envergadura
suficiente como para mantenerlo; poco a poco sus viajes a la cordillera se
fueron espaciando, y pronto las riendas trabajadas y el caballo grueso dejaron
de ocupar su lugar habitual en la férrea, cobriza y traspirada mano que ahora
apretaba a veces el volante del coche y, años más tarde, el cubilete de dados o
las cartas francesas en interminables noches de pocker en el club social.
Y fue la ciudad entonces la
que lo transformó, la ciudad-pueblo aquella, con sus calles horribles y sus
veredas ausentes, y los pedazos de cielo recortados por las feísimas casas, y
todo aquel confort, real o imaginario; y pronto la frente aquella, arrugada de
escrutar el horizonte y medir la lejanía en las extensiones inmensas de sus viajes,
suavizó sus líneas ante la contemplación ambigua del sifón de soda, la botella
de vermouth o de fernet, y la breve apretada cintura, ceñida bajo el tirador de
carpincho, aumentó considerablemente de tamaño, y su misma voz, enronquecida de
tierra y de distancia sobre las ancas redondas de sus tropas, se tornó pausada
y discreta, con una intensidad apenas suficiente como para llamar al mozo
pidiendo otro café o para decir “paso” en la mesa de juego, o simplemente para
gruñir una afirmación o negativa en las discusiones de negocios o en el
mostrador del Banco.
Bueno, estábamos con él, ese
día, con Crespo y algunos otros y, como decía, la vimos cruzar la calle, pero
no supimos quién era hasta unos días más tarde, mirando el libro de registro
del Hotel Colón, en que figuraba Claudia, con un apellido extranjero como Holtz
o Haltz; pero para nosotros fue simplemente Claudia, como si fuera una
prostituta, o una modista, o una santa, o cualquiera de esas personas que
pierden inexplicablemente su apellido por el elemental hecho de que un conjunto
de sílabas son pronunciadas por un gran número de personas, y éstas con cierta
dependencia de todas hacia ella, como una jerarquización de lo simple, de lo
sencillo, como la aceptación del hombre en considerar, como máximo título, su
título de hombre, instituido por Aquél, que después mandaría a su Hijo a
restaurar esta jerarquización con el simplísimo hecho terminado, con primaria
violencia, sobre aquellas maderas cruzadas, y empezando, treinta y cuatro años
antes, cuando la más pura de las mujeres aceptó la Pureza misma, y la hizo
carne de su carne al pronunciar el elemental, sempiterno, y sublime fiat en ese
polvoriento atardecer en las colinas de Nazareth.
Hablamos de Claudia ese día;
hablamos un rato, con esa sabia noción de las mujeres que tienen los hombres
que han vivido lejos de ellas, sin ser influenciados por ese falso matiz de
femineidad que adquieren éstas en ese perentorio intercambio de intimidades;
porque nadie entiende más a las mujeres que los maricas, o los sacerdotes, o
los teóricos individuos de los pueblos chicos que para poseer una mujer pagan
sus servicios en algún rancho, o en un prostíbulo, o en el Registro Civil,
quedando saldada entonces esa parte preamorosa en que los hombres y las mujeres
se miran mutuamente como en un espejo, pensando en el efecto que cada uno de
ellos causa en la otra persona, sin tener tiempo entonces de dedicarse más que
a la fascinante tarea de apreciarse a uno mismo.
No sé quién hizo el primer
comentario, habrá sido Santander supongo, o algún otro.
—Es la del otro día, che, se
llama Claudia, vieron.
Estábamos sentados,
recuerdo, en una de las mesas del bar del hotel; creo que fue Crespo el que
dijo:
—No está mal.
—¿Qué estará haciendo? —dijo
alguien.
—Irá de viaje; seguramente
vendrá a pasar días en alguna estancia.
—No, a las mujeres cuando
van al campo no les alcanza con una sola valija; llevan toda su ropa de ciudad,
más la ropa de campo, más un montón de ropa vieja por lo que pudiera pasar.
—Sí —dijo Crespo—. Esta
mujer viene por negocios, ha decidido su viaje a último momento, seguramente es
demasiado impaciente para escuchar los consejos de su abogado y ha venido a
cerciorarse ella misma de cómo andan sus cosas.
Tal vez esté en pleito con
alguien, no hay nada más incompatible que una mujer y la justicia, y a pesar de
eso las mujeres creen en la justicia, se olvidan que las madres de los jueces
han sido mujeres.
—No —dije yo—, la Claudia
esa no va a ningún lado; seguramente viene de algún lado, se está alejando de
algo, un hombre seguramente. Las mujeres saben manejar las distancias, casi
diría que es el arma que utilizan con más eficiencia.
Seguimos hablando un rato;
recuerdo que nos habíamos sentado a las doce porque recién empezaba el
noticioso. En eso Crespo golpeó en la mesa y dijo:
—¡Mi avión!
Me fijé en la hora; eran las
doce y nueve minutos.
—Maldita sea la Claudia
ésta, ¡me ha hecho perder mi avión! ¿Me lleva, che? Si se ha retrasado en salir
puede ser que lo alcance.
—Bueno, vamos; mi coche está
afuera.
Cuando llegamos al aeródromo
el avión todavía estaba, pero habían cerrado la puerta y sacado la escalera.
Crespo se acercó corriendo, agitando el talonario del pasaje, pero ya los
motores estaban en marcha y todo fue inútil.
Subió lentamente, con su
rugir constante y la metálica y aplomada firmeza con que el hombre desafía las
más primaria de las leyes naturales, y en el cielo muy azul lo vimos
empequeñecerse de lejanía, hasta el momento aquel de la explosión terrible.
Algunos de ustedes seguramente se acordarán del accidente en que murieron los
treinta y nueve pasajeros y los dos pilotos.
Crespo, a mi lado, con el
pasaje estrujado en su mano quieta, miraba el punto aquel en el firmamento
inmenso, en donde ya la elemental simpleza del infinito celeste ocupaba el
lugar de lo que ya había sido, de lo que ya había pasado, y lo oí entonces
murmurar aquello de:
—¡Dios, carajo, Dios!
Lo dijo paladeando las
palabras, con una especie de unción caballeresca, como alguien que acepta, o
reconoce, o simplemente observa la acción de alguien que hasta ese momento no
había considerado, y me dijo:
—Vamos, quiere, che.
No habló durante el viaje de
vuelta; lo dejé en su casa y quedó en comer conmigo esa noche en el hotel.
Murió esa tarde aplastado
por un camión arenero en la calle Belgrano antes de llegar a Ameghino, a la
vuelta de la iglesia, y a dos cuadras de lo de Lola, su querida; murió en el
acto, con la cara hundida en el suelo duro y los brazos abiertos, como
abrazando la tierra que había sostenido su humana presencia durante de más de
sesenta años, y que él abandonaba ahora, cinco horas más tarde de lo que acaso
debió haber sido el momento de sus muerte.
Nunca supe más nada de
Claudia; quizá ella lea alguna vez estas líneas y se entere entonces que
prolongó durante cinco horas la vida de un hombre. Lo que probablemente nunca
habrá es lo que hizo este hombre durante esas cinco horas. ¿Quién sabe qué
importancia tuvieron para Crespo esos nueve minutos que Claudia Holtz robó de
su tiempo? ¿Quién sabe qué importancia tuvieron para nosotros, los ociosos de
la ciudad-pueblo, esos nueve minutos que también Claudia despojó de nuestras
vidas? ¿Y para usted lector, cuya mano lejana y desconocida sostiene este
libro, y que ha dedicado también unos nueve minutos para leer este relato?
Nueve minutos de su vida limitada. Nueve minutos de su eternidad inmensa.
Dalmiro Sáenz (1926 – 2016),
escritor argentino.