Quinquela Martín

viernes, 31 de julio de 2020

“Táctica y estrategia” de Mario Benedetti


Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos

mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible

mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos

mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos

mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple

mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.

"El preclaro senador" de Susana De Divitiis


EL PRECLARO SENADOR

Agustín canturreaba mientras conducía su coche rumbo a la Biblioteca Nacional. Antes de entrar se detuvo a observar una vez más su diseño arquitectónico. “Si no me gustara tanto la Política y la Historia hubiera estudiado Arquitectura”.
Fue directo a la hemeroteca. Quería buscar artículos de diarios de 1910 para darle  un toque de cotidianeidad al texto sobre el clima político de la época, que tenía que escribir para el libro “A un siglo del Centenario”. Sería su aporte como especialista en Ciencias Políticas a los festejos del Bicentenario.
Comenzó por La Prensa. Hojeaba páginas y tomaba nota de los artículos que iba a necesitar cuando le llamó la atención el encabezamiento de uno, del 20 de abril. El interés dio lugar al asombro: Evaristo García Hernández era el nombre y apellido de su bisabuelo. Leyó atentamente:

Sociales
FALLECIMIENTO DE EVARISTO GARCÍA HERNÁNDEZ

Sorprendentes hechos ocurrieron ayer por la tarde en el cementerio de la Recoleta. Allí donde descansan preclaros próceres de nuestra historia, fueron inhumados los restos del benemérito ciudadano doctor Evaristo García Hernández. Destacado legislador y excelente deportista, quedarán por siempre en el recuerdo sus célebres arengas en el Senado de la Nación, con las que enfervorizaba a la audiencia.
Recordaremos también su maestría en casi todos los deportes, especialmente en golf y tenis.
Lamentablemente la muerte lo sorprendió en su residencia El conquistador, donde se había retirado a descansar mientras su joven esposa y su pequeño hijo visitaban las sierras cordobesas. Murió como el eximio deportista que era, sobre la mesa de billar, jugando su última partida.
Por la sala mortuoria desfilaron gran cantidad de amigos y correligionarios, todos vestidos de etiqueta y con visible lazo negro en la manga del saco, como corresponde a tan solemne y triste acontecimiento.
Llamó la atención la presencia de tres mujeres vestidas de riguroso luto, con ojos enrojecidos por el llanto, ocultos apenas tras el velo que cubría sus hermosas caras.
La primera en entrar vestía un elegante traje negro acompañado de una llamativa capelina con velo. De la mano llevaba a rastras a un niño de mirada azorada, vestido de traje marinero con un enorme crespón en la pequeña manga. Presa de incontenible dolor, la destacada dama acariciaba y bañaba con sus lágrimas el rostro céreo del insigne muerto, rostro que comenzó a llenarse de acuosas líneas negras al tiempo que se le corría la prolífica cabellera. Algunos presentes trataron de calmar a la dama y apartarla del cajón, lo que le provocó una tremenda crisis de llanto, gritos y convulsiones. Aparecieron entonces unos hombres corpulentos que la recostaron y sujetaron con delicada fuerza en un sillón lateral.
En ese preciso instante hizo su entrada otra dama luciendo un refinado vestido negro y un pequeño y coqueto sombrero con cinta de raso y velo de tul. Llevaba de la mano a un niño más pequeño que el anterior que, temeroso se resistía a caminar. La señora lo levantó en sus brazos para que besara la gélida cara que reposaba serena en el ataúd, pero era tal el forcejeo del niño que el cajón comenzó a sacudirse peligrosamente.
Al ver esto la dama de la llamativa capelina se levantó de un salto, recuperada tal vez por el frasco de sales que le habían alcanzado, y se ubicó en la cabecera del féretro, donde había estado antes, desplazando con su cuerpo a la dama del pequeño y coqueto sombrero. Esta se resistía, defendiendo también con el cuerpo su lugar, cuando se acercaron los corpulentos señores y la condujeron en forma convincente al otro lado de la cabecera. Ambas quedaron así enfrentadas, intercambiando miradas cargadas de fortísima emoción.
La última en llegar fue una dama muy joven que lucía un vestido negro estilo imperio, de falda abultada, ataviada con un tocado de flores y encaje de tul que le cubría la cara pero dejaba entrever sus agraciadas facciones. Con paso lento y cierta inclinación hacia atrás se acercó al ataúd y se mantuvo de pie junto a él con dificultad.
Intenso fue el dramatismo que se vivió en el momento de decir el último adiós antes de cerrar el cajón. Las mujeres se abalanzaron sobre el féretro en medio de llantos y gritos de dolor. Aferrada al ataúd, la dama joven finalmente cayó sobre él, desmayada.
Fue entonces que entró la señora Beatriz de García Hernández, viuda del fallecido senador, quien pudo llegar a tiempo al funeral gracias a la ayuda del presidente de la Nación. Llevaba de la mano a Juan Manuel, su hijo, y disimulaba su tristeza detrás del señorío con que cumplía el protocolo. Con pausado caminar, la cabeza en alto y mirada severa, se acercó al cajón.
Los corpulentos señores alejaron rápidamente a las damas anteriores y pudieron evitar llevar en brazos a la más joven, ya que esta se repuso de inmediato.
La hermosa viuda levantó al niño para que diera un beso a su padre, puso una orquídea sobre el pecho de su esposo y se apartó para que cerraran el cajón.
En el cementerio una abigarrada multitud esperaba frente al panteón familiar. Allí fue donde se vivió otra escena dramática, trágica, podríamos decir. Ocurrió cuando amigos y correligionarios comenzaron a forcejear y a empujarse para llevar el féretro de nuestro insigne ciudadano a su morada final. De pronto, junto con las salvas se escucharon tiros de revólver lo que creó un rápido y atropellado desbande. En medio del caos y el pánico el cajón cayó estrepitosamente al piso.
Sorprendente, intenso e inédito final, para quien escribió una página también inédita de nuestra historia.

Agustín había sonreído mientras leía el artículo y pensaba que es cierto que la Historia se repite.
Luego se apoyó pensativo en el respaldo del sillón. Podía ser sólo una coincidencia. ¡Hay tantos casos de nombres y apellidos iguales, en la misma época o en diferentes siglos!
En el viejo artículo había cosas que concordaban con lo poco que sabía de su bisabuelo materno. La familia mantenía con orgullo la memoria de ese senador destacado. Pero el artículo señalaba, bajo el aparente elogio y mediante un lenguaje irónico, aspectos que la familia desconocía o por lo menos ocultaba. ¿Quiénes eran esos otros hijos?
Comenzó a hacer cálculos. ¿Y si él descendía de alguno de ellos? Había aproximadamente dos años de diferencia entre cada uno.
Decidió investigar más profundamente y comenzó por buscar la biografía de su “insigne” antepasado. No encontró ninguna y pronto entendió que la desmedida apología del artículo era una ironía más, la más importante, y que su bisabuelo no ameritaba biografía alguna.
Le llevaría mucho tiempo encontrar pequeños artículos acerca de él, extendidos a lo largo de los más de treinta años de su vida política. Postergó la búsqueda para cuando finalizara el trabajo del Centenario.

Una noche, mientras estaba escribiendo, lo llamó su madre para decirle, alterada e imperiosa, que pusiera la televisión en el canal nacional, donde le estaban haciendo un reportaje a su tío senador, hermano de ella.
Su tío, como todos los primogénitos de la descendencia, se llamaba Evaristo y hacía siempre referencias a su antecesor.
Esa ascendencia era el orgullo familiar. Su bisabuelo había tenido una considerable fortuna que fue diluyéndose en el transcurso de los años, y la versión de la familia sugería que descendían de los primeros patricios porteños y que la fortuna había aumentado naturalmente gracias a las importantes y honoríficas funciones que desempeñaron sus hombres en las generaciones anteriores a su bisabuelo.
No tenían explicación para el descalabro posterior.
Agustín encendió de mala gana el televisor y rió al ver a su tío, ridículamente compenetrado de su papel, cuando todos sabían que engrosaba su ya generoso sueldo con las retribuciones a los favores que su cargo le permitía dar, a pesar de que gran parte de esos ingresos se esfumaban en el nuevo casino flotante de Buenos Aires.

Terminado el capítulo del libro comenzó la investigación sobre su bisabuelo.
Descubrió varias notas que reflejaban esos treinta años de actividad política. Encontró algunos titulares que hacían referencia a beneficios otorgados por el senador a alguna compañía extranjera y otras, no destacadas, que desmentían las acusaciones anteriores.
Se enteró también que la esposa que mencionaba el artículo, mucho más joven que el difunto, era la segunda. La primera había muerto y no había dejado descendencia. “Tal vez por eso la obsesión de desparramar hijos”, sonrió Agustín.
También averiguó que el viejo senador, antes de morir, había reconocido como hijos suyos a los que había tenido con sus amantes, en un documento secreto que se reveló a la semana siguiente a su muerte, justo después de que naciera el último. En el testamento dejó todos sus bienes a su esposa y a su hijo Juan Manuel, y a los ilegítimos les asignó una pródiga pensión hasta su mayoría de edad.
Agustín pudo imaginar el escándalo, los chismes y sobre todo la cara biliosa de la señora Beatriz. Siguió investigando las vidas, casamientos y nacimientos de todos los descendientes del senador y llegó a la conclusión de que su abuelo debió ser el hijo de la embarazada que casi volteó el cajón.
Agustín suspiró, “Gracias papá por haberte negado a llamarme Evaristo y que tu apellido, y mío, sea Caravelli”.

"Dame tu brazo, amor, y caminemos" de Julia Prilutzky Farny


Dame tu brazo, amor, y caminemos,
dame tu mano y sírveme de guía.
Ya no quiero saber si es noche o día:
mis ojos están ciegos. Avancemos.

Dame tu estar, amor, en los extremos,
tu presencia y tu infiel sabiduría:
por los caminos de la sangre mía
ya no sé si es que vamos o volvemos.

Y no me digas nada. No es preciso.
Deja que vuelva al pórtico indeciso
desde donde no escucho ni presencio:

Todo fue dicho ya, tan a menudo,
que ahora tengo miedo, amor, y dudo
de aquello que está al borde del silencio.

"Los nueve minutos de Claudia" de Dalmiro Sáenz


Esa mujer —la que bajó del ómnibus después del último de los pasajeros, cuando los ociosos de la ciudad-pueblo creíamos que ya no bajaría nadie más— se llamaba Claudia.
No la voy a describir, porque casi ni la vimos durante los contados segundos que tardó en cruzar la calle en dirección al hotel, pero tampoco importa mucho, porque ésta no es su historia, ni tampoco es la de Crespo, el comprador de caballos, ni tampoco es la nuestra, sino que es la historia de una fracción de tiempo, de aquella fuerza indetenible e incontrolable, que podremos medir mecánicamente con el aparato prolijo y cromado, que marcará las unidades de medida, de aquello que precisamente no tiene medida y aseguramos su medición con los movimientos rítmicos y concentrados del pulgar y del índice sobre la cuerda del reloj, sentados en el borde de la cama, con el pijama azul o el de las rayas verticales, o incluso podemos archivar o despreciar, con un descuidado movimiento de mano, arrancando la hoja vieja del almanaque familiar sobre la pared de la cocina, o también desafiar parcialmente con el heroico esperar de los santos o la tenacidad valerosa del ateo, pero nunca dejar de pertenecer a él, ni que él nos pertenezca, porque es parte y esencia de nosotros mismos, porque toda nuestra persona está formada por ese borbotón de momentos, por ese tropel de instantes, cuyos orígenes están en el Verbo mismo, y cuyo final quizá sabremos en el instante aquel del principio y fin de la vida.
La miramos bajar del ómnibus, desde la vereda de enfrente, apoyadas nuestras espaldas y uno de nuestros pies en la pared asoleada y blanca, junto a la caterva aquella bulliciosa y activa y ferozmente infantil de diarieros y lustrabotas, y uno o dos perros dormidos en su alerta descuido sobre la vereda de baldosas tibias, en aquel fresco octubre de año pasado.
Algunos de ustedes recordarán a Crespo, el extraño individuo aquel que llegó a la ciudad-pueblo hacía más de cuarenta años, en un caballo chileno de magnífica boca y marca desconocida y sin ningún papel que acreditase su propiedad, y un bulto chico en la cintura, en donde asomaba a veces la culata, pequeña, femenina, atildada, de un treinta y dos corto, de cachas de nácar, de caño absurdamente recortado, en un país donde el calibre treinta y ocho entraba ya con fuerza avasalladora para convertirse prácticamente en arma nacional, y un tirador de carpincho con bordes de charol y hebilla entrerriana, y ese gesto en la cara del que nunca ha mandado, a pesar de haber nacido para ello, y que impresionó enormemente al gerente de La Anónima, a través del mostrador de la caja, en la que pidió fiado para víveres y vicios por un año, sin otra garantía que esa violencia innata que rodeaba a su persona, que no abandonó, ni siquiera un año más tarde, cuando el mismo gerente le dio a su hija en matrimonio, con las mismas dudas e incertidumbres como cuando le otorgara su primer crédito, pero al mismo tiempo, con cierta secreta, paterna, comercial e intuitiva esperanza en la bondad de su elección.
Y la chica aquella, cuya frágil e indomable femineidad dejaría de verse tras los vidrios empañados de la casa materna, para aparecer ahora entre un marco de voiles nuevos y una escasa fila de flores en el interior de la ventana de su casa propia, y tanto ella como las flores, y también las Cortines de voile, separadas por el vidrio de la nieve, del frío, de la hosca naturaleza patagónica, viviendo una vida falsa y artificial en medio del calor producido por la salamandra inglesa, y ese halo de comida, naftalina, tabaco o talco o de humana presencia, de todo aquello que representa, o por lo menos acompaña, la vida familiar; aunque en este caso el cincuenta por ciento de esta familia se encontraba a muchos días de marcha, enhorquetado en el caballo chileno de magnífica boca trayendo enormes yeguadas de la cordillera a Comodoro —viajes que repetiría una y otra vez durante el transcurso de esos primeros años—, mientras ella seguía tras los vidrios de la ventana, en un principio esperando verlo llegar, y más adelante cerciorándose que no volvería, como efectivamente sucedió, cuando en la caja de La Anónima pagó él hasta el último centavo de su deuda, comprendiéndose entonces que lo que quedaba tras los vidrios y la escasa fila de flores y las cortinas de voile, no eran otra cosa que la prenda, garantía, base de aquella respetabilidad que Crespo necesitó para iniciar su fortuna, y que ahora devolvía, no ya de frágil e indomable femineidad, sino con la férrea y endurecida virginidad frustrada y ese leve matiz de orgullo y belleza que deja el odio originado por la esperanza del amor.
Ella murió años después, o simplemente dejó de existir entre un continuo trajinar de familiares oscuros alrededor del médico impotente y un cuchicheo de frases lapidarias y condenatorias como: “el sinvergüenza la mató” o “la pobrecita murió de pena”, entre suspiros y llantos, un mariposeo de murmullos infructuosos y el solemne dolor de la gente simple ante la sencillez de la muerte.
La fortuna de Crespo aumentaba años a año, tenía el prestigio que da el dinero y la envergadura suficiente como para mantenerlo; poco a poco sus viajes a la cordillera se fueron espaciando, y pronto las riendas trabajadas y el caballo grueso dejaron de ocupar su lugar habitual en la férrea, cobriza y traspirada mano que ahora apretaba a veces el volante del coche y, años más tarde, el cubilete de dados o las cartas francesas en interminables noches de pocker en el club social.
Y fue la ciudad entonces la que lo transformó, la ciudad-pueblo aquella, con sus calles horribles y sus veredas ausentes, y los pedazos de cielo recortados por las feísimas casas, y todo aquel confort, real o imaginario; y pronto la frente aquella, arrugada de escrutar el horizonte y medir la lejanía en las extensiones inmensas de sus viajes, suavizó sus líneas ante la contemplación ambigua del sifón de soda, la botella de vermouth o de fernet, y la breve apretada cintura, ceñida bajo el tirador de carpincho, aumentó considerablemente de tamaño, y su misma voz, enronquecida de tierra y de distancia sobre las ancas redondas de sus tropas, se tornó pausada y discreta, con una intensidad apenas suficiente como para llamar al mozo pidiendo otro café o para decir “paso” en la mesa de juego, o simplemente para gruñir una afirmación o negativa en las discusiones de negocios o en el mostrador del Banco.
Bueno, estábamos con él, ese día, con Crespo y algunos otros y, como decía, la vimos cruzar la calle, pero no supimos quién era hasta unos días más tarde, mirando el libro de registro del Hotel Colón, en que figuraba Claudia, con un apellido extranjero como Holtz o Haltz; pero para nosotros fue simplemente Claudia, como si fuera una prostituta, o una modista, o una santa, o cualquiera de esas personas que pierden inexplicablemente su apellido por el elemental hecho de que un conjunto de sílabas son pronunciadas por un gran número de personas, y éstas con cierta dependencia de todas hacia ella, como una jerarquización de lo simple, de lo sencillo, como la aceptación del hombre en considerar, como máximo título, su título de hombre, instituido por Aquél, que después mandaría a su Hijo a restaurar esta jerarquización con el simplísimo hecho terminado, con primaria violencia, sobre aquellas maderas cruzadas, y empezando, treinta y cuatro años antes, cuando la más pura de las mujeres aceptó la Pureza misma, y la hizo carne de su carne al pronunciar el elemental, sempiterno, y sublime fiat en ese polvoriento atardecer en las colinas de Nazareth.
Hablamos de Claudia ese día; hablamos un rato, con esa sabia noción de las mujeres que tienen los hombres que han vivido lejos de ellas, sin ser influenciados por ese falso matiz de femineidad que adquieren éstas en ese perentorio intercambio de intimidades; porque nadie entiende más a las mujeres que los maricas, o los sacerdotes, o los teóricos individuos de los pueblos chicos que para poseer una mujer pagan sus servicios en algún rancho, o en un prostíbulo, o en el Registro Civil, quedando saldada entonces esa parte preamorosa en que los hombres y las mujeres se miran mutuamente como en un espejo, pensando en el efecto que cada uno de ellos causa en la otra persona, sin tener tiempo entonces de dedicarse más que a la fascinante tarea de apreciarse a uno mismo.
No sé quién hizo el primer comentario, habrá sido Santander supongo, o algún otro.
—Es la del otro día, che, se llama Claudia, vieron.
Estábamos sentados, recuerdo, en una de las mesas del bar del hotel; creo que fue Crespo el que dijo:
—No está mal.
—¿Qué estará haciendo? —dijo alguien.
—Irá de viaje; seguramente vendrá a pasar días en alguna estancia.
—No, a las mujeres cuando van al campo no les alcanza con una sola valija; llevan toda su ropa de ciudad, más la ropa de campo, más un montón de ropa vieja por lo que pudiera pasar.
—Sí —dijo Crespo—. Esta mujer viene por negocios, ha decidido su viaje a último momento, seguramente es demasiado impaciente para escuchar los consejos de su abogado y ha venido a cerciorarse ella misma de cómo andan sus cosas.
Tal vez esté en pleito con alguien, no hay nada más incompatible que una mujer y la justicia, y a pesar de eso las mujeres creen en la justicia, se olvidan que las madres de los jueces han sido mujeres.
—No —dije yo—, la Claudia esa no va a ningún lado; seguramente viene de algún lado, se está alejando de algo, un hombre seguramente. Las mujeres saben manejar las distancias, casi diría que es el arma que utilizan con más eficiencia.
Seguimos hablando un rato; recuerdo que nos habíamos sentado a las doce porque recién empezaba el noticioso. En eso Crespo golpeó en la mesa y dijo:
—¡Mi avión!
Me fijé en la hora; eran las doce y nueve minutos.
—Maldita sea la Claudia ésta, ¡me ha hecho perder mi avión! ¿Me lleva, che? Si se ha retrasado en salir puede ser que lo alcance.
—Bueno, vamos; mi coche está afuera.
Cuando llegamos al aeródromo el avión todavía estaba, pero habían cerrado la puerta y sacado la escalera. Crespo se acercó corriendo, agitando el talonario del pasaje, pero ya los motores estaban en marcha y todo fue inútil.
Subió lentamente, con su rugir constante y la metálica y aplomada firmeza con que el hombre desafía las más primaria de las leyes naturales, y en el cielo muy azul lo vimos empequeñecerse de lejanía, hasta el momento aquel de la explosión terrible. Algunos de ustedes seguramente se acordarán del accidente en que murieron los treinta y nueve pasajeros y los dos pilotos.
Crespo, a mi lado, con el pasaje estrujado en su mano quieta, miraba el punto aquel en el firmamento inmenso, en donde ya la elemental simpleza del infinito celeste ocupaba el lugar de lo que ya había sido, de lo que ya había pasado, y lo oí entonces murmurar aquello de:
—¡Dios, carajo, Dios!
Lo dijo paladeando las palabras, con una especie de unción caballeresca, como alguien que acepta, o reconoce, o simplemente observa la acción de alguien que hasta ese momento no había considerado, y me dijo:
—Vamos, quiere, che.
No habló durante el viaje de vuelta; lo dejé en su casa y quedó en comer conmigo esa noche en el hotel.
Murió esa tarde aplastado por un camión arenero en la calle Belgrano antes de llegar a Ameghino, a la vuelta de la iglesia, y a dos cuadras de lo de Lola, su querida; murió en el acto, con la cara hundida en el suelo duro y los brazos abiertos, como abrazando la tierra que había sostenido su humana presencia durante de más de sesenta años, y que él abandonaba ahora, cinco horas más tarde de lo que acaso debió haber sido el momento de sus muerte.
Nunca supe más nada de Claudia; quizá ella lea alguna vez estas líneas y se entere entonces que prolongó durante cinco horas la vida de un hombre. Lo que probablemente nunca habrá es lo que hizo este hombre durante esas cinco horas. ¿Quién sabe qué importancia tuvieron para Crespo esos nueve minutos que Claudia Holtz robó de su tiempo? ¿Quién sabe qué importancia tuvieron para nosotros, los ociosos de la ciudad-pueblo, esos nueve minutos que también Claudia despojó de nuestras vidas? ¿Y para usted lector, cuya mano lejana y desconocida sostiene este libro, y que ha dedicado también unos nueve minutos para leer este relato? Nueve minutos de su vida limitada. Nueve minutos de su eternidad inmensa.

Dalmiro Sáenz (1926 – 2016), escritor argentino.

"Te quiero" de Luis Cernuda


Te quiero.
Te lo he dicho con el viento,
jugueteando como animalillo en la arena
o iracundo como órgano impetuoso;
Te lo he dicho con el sol,
que dora desnudos cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes;
Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas;
Te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes
que se cubren de rubor repentino;
Te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela un fondo de sombra;
te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.
Pero así no me basta:
más allá de la vida,
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor,
quiero decírtelo con el olvido.

"Futuro Tenebroso" de Myrtha Cuadra Arguello


Y veremos
Las calles vacías
Oscuras, silenciosas
Con el aullar
Tenebroso
De los perros
Las mañanas
No tendrán
El trinar de los pájaros
Ni las plantas
El rocío
El viento levantará
El polvo
Y nuestros pies
Sentirán las grietas
De la tierra
Por el poder
Y la ambición
Del hombre.

Myrtha Cuadra Arguello, poeta nicaragüense.

viernes, 24 de julio de 2020

"Extracto de las cartas a Diegos Rivera" de Frida Kahlo


Estoy bien... Bien hundida, bien decepcionada, bien vacía.

Bien harta, bien rota. Bien fracasada, bien inestable,

bien cansada... Definitivamente: Estoy bien.

Y entonces supe que tu amor nunca fue mío. 

Mía fue la ilusión. Me enamoró con cada palabra

y después me destrozó con cada acción.

Siempre que hablo contigo...

acabo muriéndome un poco más

Sé que me entenderás, cuando te duela el alma como a mí...

A veces tienes que olvidar lo que sientes

y recordar lo que mereces.

No voy a pedirte que me escribas, que te quedes,

que me beses, que me abraces o que me quieras.

Porque si tengo que pedirlo, ya no lo quiero.

Bebía porque quería ahogar mis penas,

pero las malvadas aprendieron a nadar.

Lo quise hasta que mi dignidad dijo: "no es para tanto".

Amurallar el propio sufrimiento,

es arriesgarte a que te devore desde el interior.

La verdad es que no todos los días tenemos ganas de

sonreír, hablar y actuar como si la vida fuera perfecta.

Dígale al forense cuando escarbe en mis entrañas,

que por favor si encuentra mi amor por usted,

lo saque para poder descansar en paz.

"Son los ríos" de Jorge Luis Borges


Somos el tiempo. Somos la famosa
parábola de Heráclito el Oscuro.
Somos el agua, no el diamante duro,
la que se pierde, no la que reposa.
Somos el río y somos aquel griego
que se mira en el río. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo,
en el cristal que cambia como el fuego.
Somos el vano río prefijado,
rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
Todo nos dijo adiós, todo se aleja.
La memoria no acuña su moneda.
Y sin embargo hay algo que se queda
y sin embargo hay algo que se queja.

“Adán” de Susana De Divitiis


Despertó alerta, en una oscuridad sin formas ni reflejos.
Su mano tanteó el cuerpo de ella
y algo tibio atravesó el suyo.
Era tibia también
la piel de cabra que los cubría.
Se levantó en silencio para no sacarla de su abandono.
Al salir de la cueva
un círculo de luz
marcaba  el límite de lo que él pisaba.
Sintió frío.
La sucesión continua de los días
Los hacía inasibles,
sacudidos  cada tanto  por  el bramido del trueno,
por la caída de un rayo,
por el alarido del viento quebrando ramas y árboles.
Por el ataque de fieras.  
El miedo, que dolía en su garganta,
clavaba todo  en la memoria.
Una noche recién nacida del ocaso,
se tendió en el suelo bajo los ojos cansados de las estrellas.
Necesitó, frente a ese infinito  que lo envolvía,
sentir una presencia,
oír una voz que lo llamara por su nombre,
un nombre que lo hiciera único
en medio de tanta inmensidad.
Creyó oír:” Adán”.   
Y él nombró  Eva a esa mujer extraña,
que reía, gemía y lloraba de placer
al mismo tiempo.
Y nombró cada cosa.
Nombró el Sol, la Luna y las estrellas,
la Noche y el Día.
Los frutos de la tierra, el viento,  las nubes y  la lluvia.
Y volvió a nombrar a Eva para que  perdurara en su nombre,
para no perderla.
Para ahuyentar el miedo
cuando el temporal  entraba en la cueva,
cuando su cuerpo se convulsionaba por la  fiebre, 
cuando volvía de la caza
con las manos vacías.             
Entonces la abrazaba tan fuerte
que eran uno.
Eva  estaba extraña, replegada.
El vientre crecido  a punto de estallar.
Una noche  gritó  como el desgarro del mundo
y se aferró a su mano.
-¡Ayúdame! Ayuda a que salga- suplicó. 
las piernas abiertas y jadeando.
Él sintió el ardor de una estaca
que le revolvía las entrañas.
Un miedo nuevo lo paralizaba.
-Ayúdame a que salga- repitió ella.
Él vio asomar algo oscuro,
redondo y sangrando. 
¡Qué Eva no muera! Rogó.
Temblando  recogió un fruto
más húmedo y caliente que el de los naranjos.
Le secó a ella la frente, lo  puso en sus brazos
y lo miró.
Estaba  hecho a su imagen.
Afuera, en la noche,  buscó algo entre las estrellas
y dio gracias.               



"La dicha de vivir" de Leopoldo Lugones


Poco antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a ver a Jesús, conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el Maestro.
-Yo soy el resucitado de Naim -dijo el hombre-. Antes de mi muerte, me regocijaba con el vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos, prodigaba joyas y me recreaba en la música. Hijo único, la fortuna de mi madre viuda era mía tan solo. Ahora nada de eso puedo; mi vida es un páramo. ¿A qué debo atribuirlo?
-Es que cuando el Maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados -respondió el apóstol-. Es como si aquel volviera a nacer en la pureza del párvulo…
-Así lo creía y por eso vengo.
-¿Qué podrías pedirle, habiéndote devuelto la vida?
-Que me devuelva mis pecados -suspiró el hombre.

"El caso de los viejitos voladores" de Adolfo Bioy Casares



Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora. El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció “porque el destino lo quiso”.
En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.
Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más atractivos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia.
En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.
La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.
Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio.
“En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas” me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.
Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre “Ni idea” y “El hombre me suena”), pero finalmente un adolescente me dijo “Es una de las glorias de nuestra literatura”. No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: “¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura”.
Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven confirmó en lo esencial la información. En realidad me preguntó:
-¿Usted es arqueólogo?
-No, ¿Por qué?
-¿No me diga que es escritor?
-Tampoco.
-Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy molesto.
-Me parece que usted no le tiene simpatía.
-¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o similares.
Resolví visitar al viejo. No fue fácil. En su casa, invariablemente, me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él. “Quisiera preguntarle algo”, contesté. “Acabáramos”, dijeron y me comunicaron con el viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. “¿Está seguro? preguntó.
“Segurísimo” dije. Me citó ese mismo día en su casa.
-Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja tanto?
-¿Usted es médico? -me preguntó-. Sí, viajo demasiado y sé que me hace mal, doctor.
-¿Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le devolverán la salud?
-¿De qué operaciones me está hablando?
-Operaciones quirúrgicas.
-¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las hicieran.
-Entonces, ¿por qué viaja?
-Porque me dan premios.
-Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los premios.
-Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio.
-¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes?
-Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.
-La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.
-Dolorosa ¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran. Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma.
-A mí puede decirme cualquier cosa.
-Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar otro premio.