1935,
Buenos Aires: Alfonsina.
A
la mujer que piensa se le secan los ovarios. Nace mujer para producir leche y
lágrimas, no ideas; y no para vivir la vida sino para espiarla detrás de las
ventanas a medio cerrar. Mil veces se lo han explicado y Alfonsina Storni nunca
lo creyó.
Sus
versos más difundidos protestan contra el hombre enjaulador. Cuando hace años
llegó a Buenos Aires desde las provincias, Alfonsina traía unos viejos zapatos
de tacones torcidos y en el vientre un hijo sin padre legal. En esta ciudad
trabajo en lo que hubiera; y robaba formularios del telégrafo para escribir sus
tristezas. Mientras pulía palabras, verso a verso, noche a noche, cruzaba los
dedos y besaba las barajas que le anunciaban viajes, herencias y amores.
El
tiempo ha pasado, casi un cuarto de siglo; y nada le regalo la suerte. Pero
peleando a brazo partido Alfonsina ha sido capaz de abrirse paso en el
masculino mundo. Su cara de ratona traviesa nunca falta en las fotos que
congregan a los escritores argentinos más ilustres.
Este
año, en el verano supo que tenía cáncer. Desde entonces escribe poemas que
hablan del abrazo del mar y de la casa que la espera allá en el fondo, en la
avenida de las madréporas.
1935,
Buenos Aires: Evita.
Parece
una flaquita del montón, paliducha, ni fea ni linda, que usa ropa de segunda
mano y repite sin chistar las rutinas de la pobreza. Como todas vive prendida a
los novelones de la radio, los domingos va al cine y sueña con ser Norma
Shearer y todas las tardecitas, en la estación del pueblo, mira pasar el tren
hacia Buenos Aires.
Pero
Eva Duarte está harta: trepa al tren y se larga. Esta chiquilina no tiene nada.
No tiene padre ni dinero; no es dueña de ninguna cosa. Ni siquiera tiene una
memoria que la ayude. Desde que nació en el pueblo de los Toldos, hija de madre
soltera, fue condenada a la humillación, y ahora es una nadie entre los miles
de nadies que los trenes vuelcan cada día en Buenos Aires, multitud de
provincianos de pelo chuzo y piel morena, obreros y sirvientas que entran en la
boca de la ciudad y son por ella devorados: durante la semana Buenos Aires los mastica
y los domingos escupe los pedazos.
A
los pies de la gran mole arrogante, altas cumbres de cemento, Evita se paraliza.
El pánico no la deja hacer otra cosa que estrujarse las manos, rojas de frío y
llorar. Después se traga las lágrimas, aprieta los dientes, agarra fuerte la
valija de cartón y se hunde en la ciudad.
1916,
Buenos Aires: Isadora.
Descalza,
desnuda, apenas envuelta en la Bandera Argentina, Isadora Duncan baila el Himno
Nacional.
Una
noche comete esa osadía, en un café de estudiantes de Buenos Aires y a la
mañana siguiente todo el mundo lo sabe: el empresario rompe el contrato, las
buenas familias devuelven sus entradas al Teatro Colon y la prensa exige la
expulsión inmediata de esta pecadora norteamericana que ha venido a la
Argentina a mancillar los símbolos patrios.
Isadora
no entiende nada. Ningún francés protestó cuando ella bailó la Marsellesa con
un chal rojo, azul y blanco por todo vestido. Si se puede bailar una emoción,
si se puede bailar una idea, ¿por qué no se puede bailar un himno?.
La
libertad ofende. Mujer de ojos brillantes, Isadora es enemiga declarada de la
escuela tradicional, el matrimonio, la danza clásica, y de todo lo que enjaule
al viento. Ella baila porque bailando goza, y baila lo que quiere, cuando
quiere y como quiere, y las orquestas callan ante la música que nace de su
cuerpo.
Por
la libertad para todas las mujeres, las miles de Alfonsinas, Evas e Isadoras
que pueblan el planeta.
Bravo por estas 3 mujeres que marcaron historia cada una en lo suyo. Cecilia.-
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