Esta tarde el silencio se
llena de ecos. Los ecos de aquellas, nuestras voces de niños.
−Traer agua del río le toca a
Pablo −gritaba Juan, y el eco repetía “Pablooo… Pablooo…”.
−Juntar ramas secas le toca a
Juan −contestaba yo y el “Juaaan” se prolongaba en una cadencia extraña que el
aire hacía sonar en las rocas.
Ese verano, en los descansos
del campamento trepábamos sobre la curva del río, donde la quebrada se estrecha,
y gritábamos nuestros nombres para que quedaran suspendidos en el tiempo
y cabalgaran felices en el eco invisible.
Hace tiempo ya que se apagaron
los ecos y aquel experimentar confiado en inmortalidades efímeras.
Juan y yo vivimos
construyendo, persiguiendo y alcanzando cosas, como todos. Alcanzándolas
y sosteniéndolas sobre nuestras espaldas, como entonces sosteníamos la mochila
cuando subíamos la cuesta.
Sosteniendo tantas, en este
mundo de cosas, que no nos dimos cuenta del agobio.
En aquel entonces, cuando el
peso nos doblaba y no podíamos ver el cielo ni las nubes, sólo las piedras que
cubrían el camino, cuando sentíamos el cansancio, el hambre, la sed, las
piedras duras, recordábamos. Recordábamos el fogón, las canciones, el agua
fresca del río, el calor suave del duvé y el fuego.
Recordábamos que un poco más
allá, sólo un poco, envuelto en la noche que se anunciaba nos aguardaba el
cielo, un cielo nuevo, distinto, que volveríamos a mirar, sentados uno al lado
del otro junto al fogón, cantando uno al lado del otro, para ahuyentar el miedo
de tanta noche.
Pasaron muchos veranos y
caminamos por otras cuestas tan llenas de piedras, que caminar se hizo tan sólo
mirar y sortear piedras. Y olvidamos el fogón, las canciones, las estrellas y
los sueños. Y olvidamos, o quisimos olvidar, la soledad, el miedo y el asombro.
En el silencio de esta tarde
dejo caer un puñado de tierra que se desliza de mis manos como lágrimas secas y
quemantes.
Cierro los ojos para ver otra
vez la quebrada y el río, para sentir que juntos cabalgamos en los ecos
invisibles.
Y digo muy quedo “Juan” para
que tu nombre se sostenga en una añorada inmortalidad, robada al tiempo.
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