Estela entró corriendo al departamento,
arrojó el portafolio sobre el sillón del living y fue al dormitorio para
cambiarse. Último día de una semana de balance en la empresa y justamente tenía
que ser esa noche la reunión en lo de Pablo y Marisa. No tenía deseos de ir
pero Marisa era su mejor amiga, o la única, tal vez, y estaba inaugurando su
casa nueva.
Antes de que sus amigas se casaran solían
encontrarse con frecuencia, pero desde que comenzaron a nacer los hijos y ella a
escalar más alto en su trabajo y viajar, las salidas fueron desapareciendo.
Esa tarde había tenido una discusión con uno
de los jefes de sección que, como la mayoría, no se comprometía demasiado.
Ella, por el contrario, con su eficiencia obsesiva había logrado ser el CEO de
la empresa y responder con éxito a las presiones de los accionistas.
Definitivamente no estaba de ánimo y menos
aun pensando en todos los críos que habría, con sus llantos, mocos y
berrinches. Era la única soltera de ese grupo en expansión a través de
nacimientos en cadena. Justamente, Pablo y Marisa habían tenido su tercer hijo.
Miró con desgano la ropa en el placard, pero
recordó que Marisa, con voz misteriosa, le había dicho que se pusiera linda
porque Pablo había invitado a la reunión a un nuevo amigo del trabajo para
presentárselo.
Estela estaba cerca de los cuarenta y
mantenía un físico llamativo. Alta y delgada se imponía ir todos los días al
gimnasio antes del trabajo. El pelo color chocolate, que le llegaba a los
hombros, tenía un lacio brillante, mantenido todos los sábados en la peluquería
con un tratamiento especial. Se maquillaba con los mejores productos para
disimular imperfecciones de la piel y hacer resaltar sus ojos oscuros. Se
vestía a la moda pero con sobriedad.
Podría pensarse que tanta dedicación a su
imagen tenía como única finalidad la conquista masculina. Aunque quería tener una
pareja, no pensaba en convivencias ni en una familia. Le fastidiaban los chicos
y no podía imaginarse cambiando pañales y limpiando mocos.
Tanta dedicación era parte de su
perfeccionismo y de su necesidad de destacarse. Lo lograba con su figura, tanto
en la calle como en las reuniones. Allí, además, brillaba por su conversación
amena, con innumerables anécdotas de sus viajes por el mundo, a las que les agregaba
el condimento de cierto exotismo. Lo hacía con tanta naturalidad que encantaba
a la audiencia.
Así había triunfado en su carrera. De
inteligencia rápida y aguda y presencia contundente, su habilidad en las negociaciones,
en su país o en el extranjero, con sus pares o con empresarios renombrados, le
permitía lograr lo que se proponía. Si a eso agregamos su capacidad para
soportar horas intensas de trabajo, su exigencia y no tolerancia a los errores,
y un manejo severo pero justo con sus empleados, se podría decir que había
nacido para ser la CEO perfecta.
“¿Qué defectos ocultos tenés? No podés ser
tan perfecta”, le preguntó una vez el gerente comercial. Ella le contestó
rápidamente que no sabría decirle cuáles, pero se quedó pensando que si los
tenía le gustaría conocerlos para corregirlos.
A pesar del cansancio llegó espléndida a la
reunión. Todos la miraron, los hombres por admiración, las mujeres para
descubrir el secreto de su encanto.
Iván la miró sorprendido. Pablo le había
dicho que le iba a presentar a una mujer muy interesante pero no imaginó que lo
fuera tanto. No debía ser ella, pensó, pero confirmó que sí cuando su amigo los
sentó juntos.
Él era gerente de Recursos Humanos y
trabajaba en la misma empresa que Pablo. Hacía un tiempo la mujer que estuvo
viviendo con él más de dos años lo había dejado por un trabajo muy bien
remunerado en Canadá. Le costó recuperarse. No había vuelto a tener pareja
porque no le gustaba ir a boliches para conocer a alguien.
Estela había ido sin ninguna expectativa ya
que el marido de Marisa no era su tipo de hombre e imaginó que el amigo tampoco
lo sería. Pero cuando Pablo los presentó le llamó la atención la mirada de
Iván, como si sonriera con los ojos. Sin darse cuenta le fue desapareciendo el
cansancio ya que él lograba que la charla fuera espontánea, interesante y
divertida. Fueron descubriendo gustos en común y una forma parecida de pensar
−Me dicen que soy demasiado perfeccionista
–dijo Estela− pero necesito que las cosas funcionen.
–Ya me lo advirtieron −sonrió Iván− casi
podría decirte que me alertaron. Yo también lo soy pero cuido de no perder de
vista el todo por las partes, de no arruinar los buenos momentos −agregó
mirándola a los ojos.
Estela se sonrojó. Quedaron en salir a cenar
al día siguiente.
Estaba yendo Iván a buscarla cuando comenzó a
diluviar y, como suele suceder, casi al mismo tiempo su coche se descompuso y
no hubo forma de que volviera a andar.
La tardanza impacientó a Estela. “Es la
primera salida y todo mal”, pensó, irritada. Cuanto más le agradaba un hombre
peor salían las cosas. No sabía por qué siempre se arruinaban. Iván llegó
empapado pero sonriente. Tímidamente le propuso pedir comida y cenar allí.
Estaba a punto de decir que sí, ya que ella lo hacía todas las noches, pero
pensó que era una oportunidad para demostrar su capacidad y eficiencia. Además,
él se ofrecería a ayudarla y cocinar juntos crearía un clima relajado. Entonces
aceptó que se quedaran con la condición de que ella prepararía la cena.
Mientras lo decía se acordó de que la
heladera estaba casi vacía. Lo comprobó al abrirla y ver que sólo tenía unas
zanahorias, un tomate grande, cuatro huevos, medio sachet de leche y queso
rallado. Buscó en la alacena y lo que vio era aún más desalentador: sólo un
poco de harina, un poco de azúcar y menos de medio paquete de fideos secos que
no alcanzarían para los dos.
−¡Merd! −dijo en voz baja. Siempre le pareció
más contundente en francés, “¿casualidad o esa causalidad negativa que siempre
se me encadena una tras otra?”. Trató de desechar este pensamiento que la
estaba irritando otra vez.
Podría haber optado por la solución más
fácil: ensalada de tomate y zanahoria, y con los huevos haber hecho un omelette
a la pimienta. Pero no sería suficiente comida. Así que decidió preparar otro
menú, utilizando todo lo que tenía. Sería un desafío y un poner a prueba su
capacidad creativa. A Iván le divirtió la idea y ofreció ayudarla.
−Mirá que soy una chef muy exigente.
−Yo hoy estoy a sus pies, madame −dijo él
haciendo una reverencia.
“¿Me habrá oído? No importa”. En ese momento
decidió el menú: zanahorias glaseadas y souflé de queso.
Rápidamente peló las zanahorias, le pidió a
Iván que las cortase por la mitad y las puso a hervir en una olla pequeña para
cocinarlas antes del glaseado. Luego, reunió los ingredientes para el souffle.
−¡Manteca! −esta vez gritó.
−¿Qué pasa?
−Si no tengo manteca no puedo hacer el
souflé.
−¿No podés reemplazarla por aceite?
−No es lo mismo –contestó, mientras volvía a
revisar la heladera−. Aquí encontré un pedacito, no alcanza para las dos cosas
pero te hago caso, la voy a mezclar con aceite –le dio un beso en la mejilla y
su mejor sonrisa −sos un asistente de lujo. ¿Sabés cocinar?
−Algo, por eso estoy admirado de tu
sincronización. Sos la mejor exponente de que sólo las mujeres pueden hacer
varias cosas al mismo tiempo.
“Ahora las cosas marchan bien”, se alegró
Estela.
−Ya que algo sabés cocinar te digo cómo
preparar las zanahorias cuando estén cocidas −dijo mientras le alcanzaba una
sartén con un trozo mínimo de manteca y una cucharada de aceite.
En la cocina pequeña, una y otra vez las
manos y los cuerpos se rozaban.
Ella comenzó a preparar una salsa blanca bien
espesa para el souffle. Puso en una cacerola el resto de la manteca con una
cucharada y media de aceite, y apenas se derritió le agregó la harina,
revolviendo enérgicamente para que no se hicieran grumos, y luego la leche.
Mientras terminaba la preparación con el agregado de las yemas y el queso, le
encargó a Iván que batiera las claras a punto de nieve.
Rieron mucho porque él nunca las había hecho
y apagó la batidora un par de veces antes de alcanzar el punto adecuado. Cuando
lo logró quedó contemplando esa dureza blanca y esponjosa.
−¡Qué bueno! Realmente parece nieve. ¡Sos una
genia en la cocina! No imaginaba que una ejecutiva brillante como vos pudiera
ser una cocinera tan creativa −dijo riendo y acercándose a ella.
La besó y se dejaron llevar por la pasión.
Apoyados en la mesada tiraron al piso la batidora con las claras a punto de
nieve. Estela gritó:
−¡Las claras! −y se desprendió bruscamente
del abrazo.
−No te desesperes, la batidora cayó parada
pero no se rompió y las claras se salvaron, sólo un poco cayó al piso −dijo
Iván sereno.
Le hizo una caricia y la besó en la mejilla.
Estela volvió a sonreír. Agregó las claras a la preparación anterior en forma
envolvente, acompañando el movimiento del brazo con el de sus caderas. Sabía
que tenía un físico armonioso y que eran la zona más llamativa. Se rio y le
hizo un guiño pícaro a Iván, que se había agachado para limpiar el piso. Él
pudo apreciar sus curvas desde abajo, y luego recorrer las caderas con sus
manos cuando la abrazó. Ella le sonrió pero siguió revolviendo. Empezaba a
impacientarse pensando en que, si no ponía enseguida el suffle en el horno, no
levantaría lo suficiente. Iván se dio cuenta.
−No hagas ese mohín de enojo, te voy
conociendo. Terminá tranquila, mientras yo busco música para bailar ¿puedo?
La cocción en horno moderado llevaría un poco
más de treinta minutos.
Él puso música, apagó las luces del living y
encendió un velón que estaba sobre una mesa ratona.
−En media hora tengo que ver cómo va, ¿me
hacés acordar? −dijo ella, apretándose al cuerpo de él.
Más que bailar se movían abrazados,
besándose, sobre un pequeño rectángulo del piso. Se desnudaron sobre la
alfombra. Fogosidad, ternura, torrente de pasión deteniendo el tiempo.
Estaban llegando al éxtasis cuando un humo
áspero inundó el living. De un salto Estela se desprendió de los brazos de Iván
y corrió a la cocina. Cuando abrió la puerta del horno los restos carbonizados
del suffle aún humeaban.
Estela, temblando, el rostro desencajado
gritó:
−Se arruinó.
Iván la contempló desolado. La sonrisa había
desaparecido de sus ojos.
−Se arruinó −repitió como un eco inaudible.
Para cuando Estela se calmó Iván se había ido.
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