Cuando llegó, el resto del equipo
estaba esperándolo, todos con barbijos. Un vecino había llamado a la policía
por el olor fétido que se desprendía de ese departamento. Era un olor denso y
penetrante que se adhería a las paredes y la piel. Que obturaba las fosas
nasales con un aire saturado de partículas en descomposición. Que revolvía las
entrañas e impelía a vomitar.
“¿Fue Sartre el que escribió La
náusea? −pensó Ignacio−, creo que se refería a lo absurdo de la vida. La vida
es absurda pero la muerte es nauseabunda. ¡No!, no todas”.
Recordó, como hacía siempre en
estos casos, aquella cara a la que la muerte le había dado una paz radiante.
Como médico forense conocía los
procesos de descomposición posteriores a la muerte y sus distintos rostros.
Pero no podía acostumbrarse al que tenía frente a él. “¿Qué mensaje habría en
esas diferencias?”
Por los policías del equipo supo
que se trataba de un hombre mayor que vivía solo, sin ningún familiar o amigo a
quién avisar. “Vivía en una soledad vacía sin lazos de afecto, vivía muerto
antes de morir”, concluyó Ignacio. Le
resonó la palabra soledad. Él tenía amigos pero a los treinta años vivía solo. No, vivía con “ella”.
Hacía apenas dos años que era
forense cuando lo llamaron para aquel caso. Le extrañó el silencio respetuoso
de los policías. El departamento, de un ambiente en un edificio modesto cerca
de Tribunales, estaba amueblado con lo imprescindible.
En la cama de una plaza, parecía
dormida, tapada todavía con la sábana y la manta. Nunca había visto una cara de
mujer tan hermosa, con ese algo de ángel que le daba la muerte. Nadie la había
tocado, esperando su llegada. Él la contempló largo rato. Cuando la destapó a
simple vista parecía no haber signos de violencia ni de que hubieran manipulado
el cadáver. Tenía los ojos cerrados y la
posición de alguien que duerme plácidamente. Al abrirle los párpados vio unas
enormes pupilas de azul profundo sin ese
atisbo de pánico que a veces perdura. Una y otra vez buscó signos de vida hasta
que se dio cuenta de que no podía aceptar que estuviera muerta.
Un frasco abierto y vacío de
sedantes sobre la mesa de luz, convenció a todos de un suicidio. A todos menos
a él. Desde el primer instante sintió una conexión especial con esa muchacha
desconocida y no sabía por qué, pensó en un suicidio inducido, es decir, en un
homicidio. Carlos, su amigo detective, compartía sus dudas. Una vecina la descubrió porque la puerta del departamento estaba
abierta, ¿quién la habría dejado abierta, para qué?
Más tarde, en la sala de
autopsias comprobó que el cuerpo tenía la misma belleza armoniosa del rostro.
Tendría poco más de dieciocho años y era virgen. No entendió por qué a más de
seis horas de la posible data de muerte, no presentaba ningún signo post
mortem, ni siquiera rigidez cadavérica en el maxilar inferior.
A pesar de que en los pasos
siguientes de la autopsia confirmó que los sedantes habían sido la causa de la
muerte, él seguía pensando en un homicidio.
Su amigo se abocó de lleno a la
investigación del caso. “¿Le pasaría lo mismo que a él?”, pensó.
Pronto Carlos comprobó que su
verdadero nombre era Ana Novokok y que había ingresado al país desde Francia, con su hermano mayor Sergei,
ambos con pasaportes falsos y nombres cambiados. El rastreo lo llevó a Rusia,
pero un hermetismo total sólo le permitió averiguar que el padre, Dimitri
Novokok, era un periodista muy conocido que un día desapareció con su familia.
Averiguó luego que habían huido a París y que allí el padre publicó un extenso
y detallado trabajo de investigación sobre un fraude multimillonario en el
Ministerio de Hidrocarburos, Energía e
Industria de Rusia. El artículo causó
conmoción ya que había varios países implicados.
Como era previsible, al padre lo
mataron poco tiempo después. Fue un golpe muy duro para la familia, en especial
para la madre. Ana y Sergei se apoyaron mutuamente para seguir adelante. A
Carlos le asombró que Ana, que había llegado a París con doce años, logró
aprender el idioma en un año, entrar al Liceo y recibirse a los dieciocho.
Sergei consiguió entrar en la Sorbona para estudiar Sociología.
La madre murió a causa de la
depresión cuando Ana estaba cursando tercer año. “Esa muchacha debió ser un
bocho y con temple de hierro, porque a pesar de todo siguió estudiando y se
recibió con notas excelentes. No entiendo la razón por la cual volvieron a
huir. Supongo que el hermano la convenció de que era peligroso, no sé con qué
argumentos, o tal vez para tener una familia, ya que la hermana del padre,
Katherina, vive aquí con su marido e hijos, desde hace muchos años”, le comentó
Carlos.
Gracias a esta averiguación la
familia pudo dar a Ana cristiana sepultura en un cementerio privado.
Ignacio conoció a los tíos en el
entierro y ellos, que habían averiguado lo sucedido después de la muerte de su
sobrina, le agradecieron el trato especial que él había tenido con ella y le
dieron la dirección y teléfono para que fuera a visitarlos.
Al amigo detective lo
sorprendió que Sergei, apenas su hermana se mudó, se fue a Paraguay y ahí se
perdió su rastro.
Carlos se dio cuenta de la
obsesión con que Ignacio seguía cada paso de la historia, la ansiedad cuando no
tenía información para darle. “Es, era, se corrigió, alguien especial, de una
belleza increíble. Lo entiendo, ya se le pasará”, pensó.
Pero en Ignacio la obsesión crecía. Ana le provocaba
ternura y también una excitación sexual que lo avergonzaba. La imaginaba yendo
al Liceo y se preguntaba cómo peinaría su pelo de seda, cómo brillarían sus
ojos azules cuando sonreía. Y un día comprendió. Comenzó a asistir a muestras
de pintores pero eran pocos los retratistas y esos pocos no le gustaban. En una
exposición en un club barrial, vio un retrato que le impactó, el pintor le
había dado algo que trascendía las formas, que trascendía lo real. Le mostró
las fotos que le había sacado a Ana y le explicó qué necesitaba.
Quedó encantado con el cuadro y
lo colgó en el mejor lugar del living. Era la belleza en estado puro. Una
muchacha tendida sobre un colchón de hojas secas de oro y cobre, el cabello
suelto, confundido su color con el de las hojas, y dos ojos de azul profundo
mirando al que estuviera mirándola.
Un día Ignacio llamó a los tíos
para visitarlos. Ellos lo recibieron con gusto ya que querían conocer todo lo posible sobre lo que para
ellos era incomprensible. Igor, el tío, le dijo que hacía casi treinta años que
vivían en Argentina y que habían dejado su país por razones políticas.
−Dimitri al principio no estaba
de acuerdo con mi oposición al régimen. Hizo una brillante carrera como
periodista y tenía acceso a mucha información privada. Cuando descubrió el
fraude no sólo cambió de opinión, sino que también arriesgó su vida, más aún,
enfrentó la muerte −calló emocionado.
La tía le contó que sus sobrinos
estuvieron en su casa más de un mes y que les llamó la atención el silencio de
Sergei y su evidente incomodidad cuando le preguntaban sobre el tiempo en que
vivieron en París.
−Anushka en cambio parecía
necesitar hablar, por supuesto hablábamos en ruso −sonrió Katherina−. Hablaba
sobre la época en Rusia cuando el padre
preparaba la huida sin decir nada a su familia y sin dejar indicios para el
gobierno. Contó la discusión tremenda cuando les dijo que tenía todo preparado
para ir él a París y que ellos vinieran aquí, donde estarían seguros con nosotros. Me acuerdo que me impresionaron
las palabras de Anushka que dijo que
todos sabían que la del padre era una muerte anunciada y que la de ellos podría
serlo también, pero que no iban a dejarlo solo –calló un momento−. A él, que
era mi único hermano −la tía secó sus ojos con un pañuelo.
−Creo que Anushka no tenía miedo
a la muerte −Igor también tenía un pañuelo en sus manos.
−Ella adoraba a su padre y sentía
una admiración tan profunda, que no le importaba estar también en riesgo.
Lloraba cuando hablaba de los días después de la publicación del artículo, de
su angustia cuando mi hermano tenía que dar entrevistas poniéndose en evidencia.
A la noche, cuando le oía abrir la puerta de la casa, ella corría a abrazarlo y
le decía al oído “papito, papito”.
Se hizo un silencio de lágrimas.
Ignacio apenas podía contener las suyas.
−No entiendo por qué decidieron
huir otra vez cuando parecía haber pasado el peligro y estar ellos bien
afincados −pensó Ignacio en voz alta.
−Nosotros tampoco. Tenían un buen
pasar con el dinero que recibieron por el artículo del padre −confesó Igor.
−¿Podría Sergei tener algo que
ver? −se animó a preguntar Ignacio.
−Podría ser, no lo sabemos. No
los conocíamos, cuando vinimos aquí, ellos no habían nacido.
−¿Piensan que Ana se suicidó?
−¡No! −gritaron al mismo tiempo.
−Anushka tenía la fortaleza de
una mujer, había soportado todo sin claudicar −la voz de Igor sonaba a
orgullo−. Era una luchadora y tenía proyectos para su futuro, después de
aprender castellano iba a seguir la carrera del padre y algún día escribiría su
historia. Alguien así no se suicida.
−Me confesó que estaba preocupada
por el hermano, lo veía distinto, lejano −dijo Katherina, pensativa−. Siempre
lo habían afrontado todo apoyándose uno en el otro. Cuando Ana le preguntaba en
qué estaba, él le respondía como lo hacía con nosotros, con silencio. A ella la
inquietaba el cambio de Sergei después de la muerte del padre. Estaba taciturno
y resentido, con mucho odio enquistado.
Anushka me dijo −continuó Katherina− que pensaba que él no había podido llorar.
Ella también había sentido un odio inmenso al principio, pero cuando pensaba en
el padre lloraba, lloraba hasta agotar
las lágrimas. Le quedaba después un dolor que sabía que no se iría, que
formaría parte de su ser y que algún día le serviría para reparar la figura de
su padre.
Otra vez ese silencio contenido.
−Me arrepiento de haberles
recomendado que invirtieran parte del dinero que tenían en la compra de un
departamento −dijo Igor−. Anushka no quería ser una carga para nosotros, quería
ser independiente, trabajar haciendo traducciones del ruso al francés y
viceversa, y cuando manejara el idioma estudiar periodismo, como ya le dije.
Sergei no estaba de acuerdo en que viviera sola, tenía miedo por su hermana
pero ella era cabeza dura, no pudo
convencerla. Él tenía que viajar, no sabía por cuánto tiempo y nos pidió que la
llamáramos todos los días para saber cómo estaba.
−Yo la llamaba todas las noches a
las diez −dijo la tía.
−Entonces, ¿la llamó esa noche?
−preguntó Ignacio, las manos frías y transpiradas−. ¿Notó algo inusual?
−No, estaba cansada pero contenta
con sus avances en el idioma.
–¡Era tan inteligente!
−interrumpió Igor.
−Y había conseguido bastantes
traducciones en una agencia rusa –terminó Katherina.
−¿Una agencia rusa? ¿Saben cómo
se llama, cuál es la dirección? −la voz de Ignacio temblaba.
−No pudimos encontrarla, como si
hubiese desaparecido −contestó Igor, apenado.
A todos los enmudeció la rabia y
la frustración. Ignacio sintió que sería imposible descubrir la verdad, aunque
igual se lo comentaría a Carlos.
La única verdad es que ella
estaba muerta.
−Anushka era un ángel y sé que
está en paz −dijo al fin la tía−, ¡pero cómo nos gustaría tenerla con nosotros!
−Ella e Igor se abrazaron llorando− Usted la vio ¿tenía marcas, estaba
desfigurada?
−No, parecía realmente un ángel.
Cuando se despidieron, Ignacio
caminó rápido hasta el coche para llorar
a solas.
La visita aumentó su obsesión,
Ana ya no era una desconocida, ahora la conocía, la admiraba, no podía dejar de
pensar en ella.
A pesar de la bronca de saber que
nunca podría descubrir quién la asesinó y por qué, por primera vez comprendió la paradoja de que
si no la hubiesen matado él no la hubiera conocido, no la habría amado. La
muerte, ese gran interrogante con el que se enfrentaba todos los días, los
había unido.
Todas las noches llegaba
impaciente a su casa, sacaba comida hecha del freezer, la calentaba en el
microondas e iba al living a cenar con “ella”. Se quedaba de sobremesa hasta la
medianoche, con un vaso de whisky, contemplándola en el cuadro e imaginando historias
de amor en la que ellos eran los protagonistas.
Él había estado de novio dos
veces pero nunca verdaderamente enamorado. Lo demás habían sido salidas que no
dejaron huellas.
Un día Carlos lo invitó a tomar
un café. Le dijo que estaba preocupado, que había esperado para decírselo pero
cada vez el cambio en su conducta era más evidente,
−Por favor Ignacio creo que tenés
que pedir ayuda profesional, A veces uno no se da cuenta, pero los amigos sí.
Ya no te reunís con nosotros, no salís con mujeres, estás aislado, lejano,
inaccesible −después de una larga pausa pudo decirle− Esas obsesiones pueden
ser peligrosas.
Ignacio comprendió pero tenía
miedo de perderla. Al fin comenzó el tratamiento.
Le llevó tiempo dejar el hábito
de cenar con ella pero le daba paz
contemplarla cuando llegaba y pasaba por el living.
Comenzó a salir con mujeres.
Conoció a Esther, una abogada atractiva y de conversación amena e inteligente.
Cuando la llevó a su casa observó
su reacción al pasar frente al cuadro. Ella lo miró de reojo y sin detenerse se
apoltronó en el sillón haciéndole señas para que se sentara a su lado. Ignacio
sintió que había despreciado lo más valioso que tenía. Le costó continuar la
velada y la relación pronto terminó.
En el lapso de seis meses salió
con otras dos mujeres que le presentaron sus amigos, todas inteligentes y
encantadoras, pero el final era el mismo. Se dio cuenta que usaba la reacción
de ellas frente al cuadro como una prueba, no sabía de qué. Entendió,
preocupado, que no podía separarse de Ana, que tal vez ninguna mujer podría
reemplazarla.
Carlos y su esposa lo invitaron a cenar a su casa “con dos o tres amigos”, le había dicho. Ignacio fue a pesar de que se sentía observado y cuestionado, y eso le molestaba.
Carlos y su esposa lo invitaron a cenar a su casa “con dos o tres amigos”, le había dicho. Ignacio fue a pesar de que se sentía observado y cuestionado, y eso le molestaba.
Entre los invitados estaba
Silvina, que había vuelto hacía poco de París. Había ido a hacer su maestría en
Sociología con un trabajo sobre el aumento inmigratorio en Europa y el impacto
en los emigrados, según el motivo por el que emigraban, el país de origen y el
medio social y cultural al que pertenecían. Carlos los sentó juntos y al
principio a Ignacio ella no le interesó. La había observado apenas y no le
pareció linda. Sus rasgos eran armónicos pero el pelo y los ojos de color castaño los hacían
uniformes, sólo un lunar pequeño arriba de su boca, rompía la monotonía. Pero
sin darse cuenta su conversación lo atrapó. Ella había hecho una investigación
brillante pero lo comentaba con
naturalidad exenta por completo de soberbia, Su sonrisa le daba a los ojos brillo de
canela, la risa, espontánea y franca,
contagiaba una visión optimista de la vida.
−¿Cómo hacés para, a pesar
de haber visto tanto sufrimiento,
conservar esa risa fresca?
−Hice esa investigación para
ayudar, para denunciar. No es nuevo el drama de los inmigrantes pero cada vez
es peor, Hay sordidez, manipulación, engaño. He sentido en mi piel ese dolor
que quiebra a muchos y hacen lo que sea para sobrevivir −Silvina lo miró y
sonrió.
“Qué extraña esa sonrisa, qué
dulce tristeza”, pensó Ignacio.
−Sentir el dolor también te hace
sentir viva, y si pensás que al menos a alguien podrás ayudar, el dolor se hace
esperanza, se hace vida.
Quedaron en verse nuevamente.
Ignacio recordaba a menudo aquella sonrisa de dulce tristeza, aquellas risas
contagiosas, aquellas palabras. Una noche la invitó a cenar en su casa. Estaba
expectante de la reacción de Silvina al ver el cuadro.
Al pasar por el living ella se
detuvo a contemplarlo.
−¡Hermoso! Es increíble como el
artista pudo reflejar la perfección de la belleza, hacerla trascendente. ¿Es
conocido?
−No. Era desconocido hasta este
cuadro. Se lo presto cuando hace una muestra pero me confesó que nunca más
logró ese plus de irrealidad.
−Seguro se lo trasmitió la modelo, es
bellísima, es perfecta. ¿Quién es?
−Se llamaba Ana, había muerto
cuando la pintó. Lo hizo en base a fotografías.
−¿Vos la conociste?
−Yo tampoco pude conocerla viva
−Ignacio no quiso decirle toda la verdad, tal vez algún día. Para desviar la conversación preguntó−,
¿habría hecho feliz a alguien que se hubiera enamorado de ella?
−No lo sé. Es casi imposible
vivir día a día con la perfección, soportar la angustia de que nunca la vas a
alcanzar.
−Podría enloquecerte −se escuchó
decir Ignacio−. Miró al cuadro y los ojos de Ana le sonrieron. “La muerte tiene
distintos rostros y distintos mensajes”, sintió paz al pensarlo.
Llevó a Silvina a conocer el
departamento. Luego le prepararía una cena especial.
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