Quinquela Martín

viernes, 2 de octubre de 2020

“Anushka” de Susana De Divitiis


Cuando llegó, el resto del equipo estaba esperándolo, todos con barbijos. Un vecino había llamado a la policía por el olor fétido que se desprendía de ese departamento. Era un olor denso y penetrante que se adhería a las paredes y la piel. Que obturaba las fosas nasales con un aire saturado de partículas en descomposición. Que revolvía las entrañas e impelía a vomitar.

“¿Fue Sartre el que escribió La náusea? −pensó Ignacio−, creo que se refería a lo absurdo de la vida. La vida es absurda pero la muerte es nauseabunda. ¡No!, no todas”.
Recordó, como hacía siempre en estos casos, aquella cara a la que la muerte le había dado una paz radiante.

Como médico forense conocía los procesos de descomposición posteriores a la muerte y sus distintos rostros. Pero no podía acostumbrarse al que tenía frente a él. “¿Qué mensaje habría en esas diferencias?”

Por los policías del equipo supo que se trataba de un hombre mayor que vivía solo, sin ningún familiar o amigo a quién avisar. “Vivía en una soledad vacía sin lazos de afecto, vivía muerto antes de morir”,  concluyó Ignacio. Le resonó la palabra soledad. Él tenía amigos pero a los treinta años  vivía solo. No, vivía con “ella”.

Hacía apenas dos años que era forense cuando lo llamaron para aquel caso. Le extrañó el silencio respetuoso de los policías. El departamento, de un ambiente en un edificio modesto cerca de Tribunales, estaba amueblado con lo imprescindible.

En la cama de una plaza, parecía dormida, tapada todavía con la sábana y la manta. Nunca había visto una cara de mujer tan hermosa, con ese algo de ángel que le daba la muerte. Nadie la había tocado, esperando su llegada. Él la contempló largo rato. Cuando la destapó a simple vista parecía no haber signos de violencia ni de que hubieran manipulado el cadáver. Tenía los ojos cerrados y  la posición de alguien que duerme plácidamente. Al abrirle los párpados vio unas enormes pupilas  de azul profundo sin ese atisbo de pánico que a veces perdura. Una y otra vez buscó signos de vida hasta que se dio cuenta de que no podía aceptar que estuviera muerta.

Un frasco abierto y vacío de sedantes sobre la mesa de luz, convenció a todos de un suicidio. A todos menos a él. Desde el primer instante sintió una conexión especial con esa muchacha desconocida y no sabía por qué, pensó en un suicidio inducido, es decir, en un homicidio. Carlos, su amigo detective, compartía sus dudas. Una vecina la descubrió  porque la puerta del departamento estaba abierta, ¿quién la habría dejado abierta, para qué?

Más tarde, en la sala de autopsias comprobó que el cuerpo tenía la misma belleza armoniosa del rostro. Tendría poco más de dieciocho años y era virgen. No entendió por qué a más de seis horas de la posible data de muerte, no presentaba ningún signo post mortem, ni siquiera rigidez cadavérica en el maxilar inferior.


A pesar de que en los pasos siguientes de la autopsia confirmó que los sedantes habían sido la causa de la muerte, él seguía pensando en un homicidio.

Su amigo se abocó de lleno a la investigación del caso. “¿Le pasaría lo mismo que a él?”, pensó.

Pronto Carlos comprobó que su verdadero nombre era Ana Novokok y que había ingresado al país  desde Francia, con su hermano mayor Sergei, ambos con pasaportes falsos y nombres cambiados. El rastreo lo llevó a Rusia, pero un hermetismo total sólo le permitió averiguar que el padre, Dimitri Novokok, era un periodista muy conocido que un día desapareció con su familia. Averiguó luego que habían huido a París y que allí el padre publicó un extenso y detallado trabajo de investigación sobre un fraude multimillonario en el Ministerio de  Hidrocarburos, Energía e Industria de Rusia.  El artículo causó conmoción ya que había varios países implicados.

Como era previsible, al padre lo mataron poco tiempo después. Fue un golpe muy duro para la familia, en especial para la madre. Ana y Sergei se apoyaron mutuamente para seguir adelante. A Carlos le asombró que Ana, que había llegado a París con doce años, logró aprender el idioma en un año, entrar al Liceo y recibirse a los dieciocho. Sergei consiguió entrar en la Sorbona para estudiar Sociología.

La madre murió a causa de la depresión cuando Ana estaba cursando tercer año. “Esa muchacha debió ser un bocho y con temple de hierro, porque a pesar de todo siguió estudiando y se recibió con notas excelentes. No entiendo la razón por la cual volvieron a huir. Supongo que el hermano la convenció de que era peligroso, no sé con qué argumentos, o tal vez para tener una familia, ya que la hermana del padre, Katherina, vive aquí con su marido e hijos, desde hace muchos años”, le comentó Carlos. 

Gracias a esta averiguación la familia pudo dar a Ana cristiana sepultura en un cementerio privado.

Ignacio conoció a los tíos en el entierro y ellos, que habían averiguado lo sucedido después de la muerte de su sobrina, le agradecieron el trato especial que él había tenido con ella y le dieron la dirección y teléfono para que fuera a visitarlos.

Al amigo detective lo sorprendió  que  Sergei, apenas su hermana se mudó,  se fue a Paraguay y  ahí se  perdió su rastro.

Carlos se dio cuenta de la obsesión con que Ignacio seguía cada paso de la historia, la ansiedad cuando no tenía información para darle. “Es, era, se corrigió, alguien especial, de una belleza increíble. Lo entiendo, ya se le pasará”, pensó.

Pero en  Ignacio la obsesión crecía. Ana le provocaba ternura y también una excitación sexual que lo avergonzaba. La imaginaba yendo al Liceo y se preguntaba cómo peinaría su pelo de seda, cómo brillarían sus ojos azules cuando sonreía. Y un día comprendió. Comenzó a asistir a muestras de pintores pero eran pocos los retratistas y esos pocos no le gustaban. En una exposición en un club barrial, vio un retrato que le impactó, el pintor le había dado algo que trascendía las formas, que trascendía lo real. Le mostró las fotos que le había sacado a Ana y le explicó qué necesitaba.

Quedó encantado con el cuadro y lo colgó en el mejor lugar del living. Era la belleza en estado puro. Una muchacha tendida sobre un colchón de hojas secas de oro y cobre, el cabello suelto, confundido su color con el de las hojas, y dos ojos de azul profundo mirando al que estuviera mirándola.

Un día Ignacio llamó a los tíos para visitarlos. Ellos lo recibieron con gusto ya que querían  conocer todo lo posible sobre lo que para ellos era incomprensible. Igor, el tío, le dijo que hacía casi treinta años que vivían en Argentina y que habían dejado su país por razones políticas.

−Dimitri al principio no estaba de acuerdo con mi oposición al régimen. Hizo una brillante carrera como periodista y tenía acceso a mucha información privada. Cuando descubrió el fraude no sólo cambió de opinión, sino que también arriesgó su vida, más aún, enfrentó la muerte −calló emocionado.     

La tía le contó que sus sobrinos estuvieron en su casa más de un mes y que les llamó la atención el silencio de Sergei y su evidente incomodidad cuando le preguntaban sobre el tiempo en que vivieron en París.

−Anushka en cambio parecía necesitar hablar, por supuesto hablábamos en ruso −sonrió Katherina−. Hablaba sobre la época en Rusia  cuando el padre preparaba la huida sin decir nada a su familia y sin dejar indicios para el gobierno. Contó la discusión tremenda cuando les dijo que tenía todo preparado para ir él a París y que ellos vinieran aquí, donde estarían seguros  con nosotros. Me acuerdo que me impresionaron las palabras de Anushka que dijo  que todos sabían que la del padre era una muerte anunciada y que la de ellos podría serlo también, pero que no iban a dejarlo solo –calló un momento−. A él, que era mi único hermano −la tía secó sus ojos con un pañuelo.

−Creo que Anushka no tenía miedo a la muerte −Igor también tenía un pañuelo en sus manos.

−Ella adoraba a su padre y sentía una admiración tan profunda, que no le importaba estar también en riesgo. Lloraba cuando hablaba de los días después de la publicación del artículo, de su angustia cuando mi hermano tenía que dar entrevistas poniéndose en evidencia. A la noche, cuando le oía abrir la puerta de la casa, ella corría a abrazarlo y le decía al oído “papito, papito”.

Se hizo un silencio de lágrimas. Ignacio apenas podía contener las suyas.

−No entiendo por qué decidieron huir otra vez cuando parecía haber pasado el peligro y estar ellos bien afincados −pensó Ignacio en voz alta.
−Nosotros tampoco. Tenían un buen pasar con el dinero que recibieron por el artículo del padre −confesó Igor.

−¿Podría Sergei tener algo que ver? −se animó a preguntar Ignacio.

−Podría ser, no lo sabemos. No los conocíamos, cuando vinimos aquí, ellos no habían nacido.

−¿Piensan que Ana se suicidó?

−¡No! −gritaron al mismo tiempo.

−Anushka tenía la fortaleza de una mujer, había soportado todo sin claudicar −la voz de Igor sonaba a orgullo−. Era una luchadora y tenía proyectos para su futuro, después de aprender castellano iba a seguir la carrera del padre y algún día escribiría su historia. Alguien así no se suicida.

−Me confesó que estaba preocupada por el hermano, lo veía distinto, lejano −dijo Katherina, pensativa−. Siempre lo habían afrontado todo apoyándose uno en el otro. Cuando Ana le preguntaba en qué estaba, él le respondía como lo hacía con nosotros, con silencio. A ella la inquietaba el cambio de Sergei después de la muerte del padre. Estaba taciturno y resentido,  con mucho odio enquistado. Anushka me dijo −continuó Katherina− que pensaba que él no había podido llorar. Ella también había sentido un odio inmenso al principio, pero cuando pensaba en el padre lloraba, lloraba  hasta agotar las lágrimas. Le quedaba después un dolor que sabía que no se iría, que formaría parte de su ser y que algún día le serviría para reparar la figura de su padre.


Otra vez ese silencio contenido.

−Me arrepiento de haberles recomendado que invirtieran parte del dinero que tenían en la compra de un departamento −dijo Igor−. Anushka no quería ser una carga para nosotros, quería ser independiente, trabajar haciendo traducciones del ruso al francés y viceversa, y cuando manejara el idioma estudiar periodismo, como ya le dije. Sergei no estaba de acuerdo en que viviera sola, tenía miedo por su hermana pero ella era cabeza dura,  no pudo convencerla. Él tenía que viajar, no sabía por cuánto tiempo y nos pidió que la llamáramos todos los días para saber cómo estaba.

−Yo la llamaba todas las noches a las diez −dijo la tía.

−Entonces, ¿la llamó esa noche? −preguntó Ignacio, las manos frías y transpiradas−. ¿Notó algo inusual?

−No, estaba cansada pero contenta con sus avances en el idioma.

–¡Era tan inteligente! −interrumpió Igor.

−Y había conseguido bastantes traducciones en una agencia rusa –terminó Katherina.

−¿Una agencia rusa? ¿Saben cómo se llama, cuál es la dirección? −la voz de Ignacio temblaba.

−No pudimos encontrarla, como si hubiese desaparecido −contestó Igor, apenado.

A todos los enmudeció la rabia y la frustración. Ignacio sintió que sería imposible descubrir la verdad, aunque igual se lo comentaría a Carlos.

La única verdad es que ella estaba muerta.

−Anushka era un ángel y sé que está en paz −dijo al fin la tía−, ¡pero cómo nos gustaría tenerla con nosotros! −Ella e Igor se abrazaron llorando− Usted la vio ¿tenía marcas, estaba desfigurada?      

−No, parecía realmente un ángel.

Cuando se despidieron, Ignacio caminó  rápido hasta el coche para llorar a solas.

La visita aumentó su obsesión, Ana ya no era una desconocida, ahora la conocía, la admiraba, no podía dejar de pensar en ella.

A pesar de la bronca de saber que nunca podría descubrir quién la asesinó y por qué,  por primera vez comprendió la paradoja de que si no la hubiesen matado él no la hubiera conocido, no la habría amado. La muerte, ese gran interrogante con el que se enfrentaba todos los días, los había unido. 

Todas las noches llegaba impaciente a su casa, sacaba comida hecha del freezer, la calentaba en el microondas e iba al living a cenar con “ella”. Se quedaba de sobremesa hasta la medianoche, con un vaso de whisky, contemplándola en el cuadro e imaginando historias de amor en la que ellos eran los protagonistas. 

Él había estado de novio dos veces pero nunca verdaderamente enamorado. Lo demás habían sido salidas que no dejaron huellas.

Un día Carlos lo invitó a tomar un café. Le dijo que estaba preocupado, que había esperado para decírselo pero cada vez el cambio en su conducta era más evidente, 

−Por favor Ignacio creo que tenés que pedir ayuda profesional, A veces uno no se da cuenta, pero los amigos sí. Ya no te reunís con nosotros, no salís con mujeres, estás aislado, lejano, inaccesible −después de una larga pausa pudo decirle− Esas obsesiones pueden ser peligrosas.

Ignacio comprendió pero tenía miedo de perderla. Al fin comenzó el tratamiento.

Le llevó tiempo dejar el hábito de cenar con ella pero le daba paz  contemplarla cuando llegaba y pasaba por el living.

Comenzó a salir con mujeres. Conoció a Esther, una abogada atractiva y de conversación amena e inteligente.

Cuando la llevó a su casa observó su reacción al pasar frente al cuadro. Ella lo miró de reojo y sin detenerse se apoltronó en el sillón haciéndole señas para que se sentara a su lado. Ignacio sintió que había despreciado lo más valioso que tenía. Le costó continuar la velada y la relación pronto terminó.

En el lapso de seis meses salió con otras dos mujeres que le presentaron sus amigos, todas inteligentes y encantadoras, pero el final era el mismo. Se dio cuenta que usaba la reacción de ellas frente al cuadro como una prueba, no sabía de qué. Entendió, preocupado, que no podía separarse de Ana, que tal vez ninguna mujer podría reemplazarla.      

Carlos y su esposa lo invitaron a cenar a su casa “con dos o tres amigos”, le había dicho. Ignacio fue a pesar de que se sentía observado y cuestionado, y eso le molestaba.


Entre los invitados estaba Silvina, que había vuelto hacía poco de París. Había ido a hacer su maestría en Sociología con un trabajo sobre el aumento inmigratorio en Europa y el impacto en los emigrados, según el motivo por el que emigraban, el país de origen y el medio social y cultural al que pertenecían. Carlos los sentó juntos y al principio a Ignacio ella no le interesó. La había observado apenas y no le pareció linda. Sus rasgos eran armónicos pero el  pelo y los ojos de color castaño los hacían uniformes, sólo un lunar pequeño arriba de su boca, rompía la monotonía. Pero sin darse cuenta su conversación lo atrapó. Ella había hecho una investigación brillante pero lo comentaba con  naturalidad exenta por completo de soberbia,  Su sonrisa le daba a los ojos brillo de canela, la risa, espontánea y franca,  contagiaba una visión optimista de la vida. 

−¿Cómo hacés para, a pesar de  haber visto tanto sufrimiento, conservar esa risa fresca?
−Hice esa investigación para ayudar, para denunciar. No es nuevo el drama de los inmigrantes pero cada vez es peor, Hay sordidez, manipulación, engaño. He sentido en mi piel ese dolor que quiebra a muchos y hacen lo que sea para sobrevivir −Silvina lo miró y sonrió.

“Qué extraña esa sonrisa, qué dulce tristeza”, pensó Ignacio.

−Sentir el dolor también te hace sentir viva, y si pensás que al menos a alguien podrás ayudar, el dolor se hace esperanza, se hace vida.

Quedaron en verse nuevamente. Ignacio recordaba a menudo aquella sonrisa de dulce tristeza, aquellas risas contagiosas, aquellas palabras. Una noche la invitó a cenar en su casa. Estaba expectante de la reacción de Silvina al ver el cuadro.

Al pasar por el living ella se detuvo a contemplarlo.

−¡Hermoso! Es increíble como el artista pudo reflejar la perfección de la belleza, hacerla trascendente. ¿Es conocido?

−No. Era desconocido hasta este cuadro. Se lo presto cuando hace una muestra pero me confesó que nunca más logró ese plus de irrealidad.

 −Seguro se lo trasmitió la modelo, es bellísima, es perfecta. ¿Quién es?

−Se llamaba Ana, había muerto cuando la pintó. Lo hizo en base a fotografías.

−¿Vos la conociste?

−Yo tampoco pude conocerla viva −Ignacio no quiso decirle toda la verdad, tal vez algún día.  Para desviar la conversación preguntó−, ¿habría hecho feliz a alguien que se hubiera enamorado de ella?

−No lo sé. Es casi imposible vivir día a día con la perfección, soportar la angustia de que nunca la vas a alcanzar.

−Podría enloquecerte −se escuchó decir Ignacio−. Miró al cuadro y los ojos de Ana le sonrieron. “La muerte tiene distintos rostros y distintos mensajes”, sintió paz al pensarlo.
Llevó a Silvina a conocer el departamento. Luego le prepararía una cena especial.  

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