No
es la primera vez que escribo mi nombre, Renato Valenzuela, y lo veo como si
fuera de otro, alguien lejano con el que hace tiempo perdí contacto. En otras
ocasiones, frente al espejo, cuando termino de afeitarme, veo un rostro que
apenas reconozco, como si fuera un borrador o una caricatura de otro rostro, al
que estoy más o menos habituado. Entonces pienso que esa mirada no es la mía,
que esas pupilas de rencor no me conciernen, que esas arrugas pertenecen a otra
máscara, que esos fiordos de calvicie no se corresponden con mi geografía
capilar. Es cierto que tales dispersiones suelen ser momentáneas, metamorfosis
que duran lo que un suspiro, pero siempre me dejan inestable, desasosegado,
indefenso. Es por eso, Renato Valenzuela, que tal vez haya llegado el momento
de ajustar nuestras cuentas. Con el tiempo, con el pasado, con las heridas, con
las promesas, contigo / conmigo. Todas.
No
caigamos en la vulgaridad de achacarle todo lo ignominioso a la borrosa infancia.
Allá quedó, detrás de la neblina. Mis recuerdos se dejan ver a través de un
vidrio esmerilado llamado memoria. Te veo desnudo en el campo, bajo una lluvia
que no discriminaba, los flacos brazos en alto, gozando de esa felicidad
inaugural, que por cierto no volvería a repetirse, al menos con esa intensidad.
Te
veo niño, asombrado ante el raro espectáculo del peoncito que fornicaba (vos
creías que jugaba) con alguna oveja, pasiva e inerte, por supuesto ausente de
aquella violación antirreglamentaria. Tu adolescencia fue un sueño. Soñabas
incansablemente y cuando por fin yo despertaba vos seguías soñando. Con
bosques, con olas, con pechos, con soles, con hambres, con manos, con muslos.
Tus sueños eran de deseo y mis vigilias eran de censura.
A
menudo surge algún sabio de pacotilla, capaz de asegurar que el espejo siempre
es honesto. Mierda de honesto. El espejo es un farsante, un traidor, un ladino.
Ese Renato Valenzuela que está ahí, mirándome socarrón, pálido de tanto
insomnio, es un remedo frágil de mí mismo, un facsímil sin sangre, una cosa.
¿Dónde está, por ejemplo, el latido de mis sienes, el corazón rebosante de
logros y fracasos, las manos que no son garras sino proveedoras de caricias?
La
estampa del espejo es lo que no quise ser: un fantoche gastado que convoca a la
muerte. Por esos falsos ojos circulan escombros de deseos, que ya ni siquiera
puedo vislumbrar y menos aún rememorar. Ese Renato Valenzuela es un epílogo del
Renato Valenzuela que digo ser. Que soy. ¿O no? ¿O será acaso, este yo de carne
y hueso, el pobre duplicado del que se mueve en esa luna? Dijo el poeta: «El
mar como un vasto cristal azogado / refleja la lámina de un cielo de zinc». Ese
Renato de cristal azogado ¿reflejará la nada de mi cielo de zinc? ¿O acaso
estará más cerca de lo que dice en la estrofa siguiente: «El sol como un vidrio
redondo y opaco / con paso de enfermo camina al cenit»?
¿Dónde
está, en esa copia servil que es el espejo, el veinteañero aquel que sedujo a
Irene, o sea el seducido por Irene, el que tembló como una vara cuando ella lo
enlazó con sus brazos de enigma? ¿Dónde quedó el que besó y besó aquel cuerpo
indescriptible, se sumergió cándido en él, feliz sin asumirse, volado en el
amor?
No
hay sombra en el espejo. La sombra es de los cuerpos, no de las imágenes. Mi
hijo Braulio tiene seis años de sombra. Nunca lo pongo frente al espejo, para
que no la pierda. Irene, en cambio, ya no tiene imagen. Ni sombra. Se la llevó
el espanto. Hay finales de paz, de dolor, de inercia, también de espanto. El
suyo fue de espanto. Sin embargo, en los ojos del espejo no está su muerte. En
los ojos de mí mismo sí lo está. Es imposible desalojarla, omitirla,
extraviarla.
Mi
hijo me mira con los ojos de Irene. Un río de tristeza circula por mis venas,
pero me he olvidado de llorar. Con mis ojos y con los del espejo. A Braulio no
lo traigo al espejo para que no se gaste, para que no empiece, tan niño, a
envejecer, para que siga mirando con los ojos de Irene.
Aclaro
que todo esto es de un pasado. Reciente, pero pasado. Reconozco que hoy tuve
una sorpresa. Como todas las mañanas me enfrenté al espejo y le hablé. Le hablé
y le hablé. Creo que hasta le grité. De pronto advertí que la boca del espejo
permanecía cerrada. Volví a hablar, lo insulté. Y nada. Sus labios no se movieron.
Curiosamente, su mirada era de retroceso.
Entonces
sentí que me inundaba un extraño regocijo, un esbozo de felicidad.
Y no era para menos. Por vez primera lo había dejado mudo. Por vez primera lo había derrotado. Inapelablemente.
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