Eran tiempos muy duros en el
sur. No en el sur de este país, sino del mundo, donde
las estaciones están cambiadas
y el invierno no ocurre en Navidad, como en las
naciones cultas, sino en la
mitad del año, como en las regiones bárbaras. Piedra,
coirón y hielo, extensas
llanuras que hacia Tierra del Fuego se desgranan en un rosario
de islas, picachos de
cordillera nevada cerrando el horizonte a lo lejos, silencio
instalado allí desde el
nacimiento de los tiempos e interrumpido a veces por el suspiro
subterráneo de los glaciares
deslizándose lentamente hacia el mar. Es una naturaleza
áspera, habitada por hombres
rudos. A comienzos del siglo no había nada allí que los
ingleses pudieran llevarse,
pero obtuvieron concesiones para criar ovejas. En pocos
años los animales se
multiplicaron en tal forma que de lejos parecían nubes atrapadas
a ras del suelo, se comieron
toda la vegetación y pisotearon los últimos altares -de las
culturas indígenas. En ese
lugar Hermelinda se ganaba la vida con juegos de fantasía.
En medio del páramo se alzaba,
como una torta abandonada, la gran casa de la
Compañía Ganadera, rodeada por
un césped absurdo, defendido contra los abusos del
clima por la esposa del
administrador, quien no pudo resignarse a vivir fuera del
corazón del Imperio Británico
y siguió vistiéndose de gala para cenar a solas con su
marido, un flemático caballero
sumido en el orgullo de obsoletas tradiciones. Los
peones criollos vivían en las
barracas del campamento, separados de sus patrones por
cercas de arbustos espinudos y
rosas silvestres, que intentaban en vano limitar la
inmensidad de la pampa y crear
para los extranjeros la ilusión de una suave campiña
inglesa.
Vigilados por los guardias de
la gerencia, atormentados por el frío y sin tomar una
sopa casera durante meses, los
trabajadores sobrevivían a la desventura, tan
desamparados como el ganado a
su cargo. Por las tardes no faltaba quien cogiera la
guitarra y entonces el paisaje
se llenaba de canciones sentimentales. Era tanta la
penuria de amor, a pesar de la
piedra lumbre puesta por el cocinero en la comida para
apaciguar los deseos del
cuerpo y las urgencias del recuerdo, que los peones yacían
con las ovejas y hasta con
alguna foca, si se acercaba a la costa y lograban cazarla.
Esas bestias tienen grandes
mamas, como senos de madre, y al quitarles la piel,
cuando aún están vivas,
calientes, palpitantes, un hombre muy necesitado puede
cerrar los ojos e imaginar que
abraza a una sirena. A pesar de estos inconvenientes los
obreros se divertían más que
sus patrones, gracias a los juegos ilícitos de Hermelinda.
Ella era la única mujer joven
en toda la extensión de esa tierra, aparte de la dama
inglesa, quien sólo cruzaba el
cerco de las rosas para matar liebres a escopetazos y en
esas ocasiones apenas se
alcanzaba a vislumbrar el velo de su sombrero en medio de
una polvareda de infierno y un
clamor de perros perdigueros. Hermelinda, en cambio,
era una hembra cercana y
precisa, con una atrevida mezcla de sangre en las venas y
muy buena disposición para
festejar. Había escogido ese oficio de consuelo por pura y
simple vocación, le gustaban
casi todos los hombres en general y muchos en
particular. Entre ellos
reinaba como una abeja emperatriz. Amaba en ellos el olor del
trabajo y del deseo, la voz
ronca, la barba de dos días, el cuerpo vigoroso y al mismo
tiempo tan vulnerable en sus
manos, la índole combativa y el corazón ingenuo.
Conocía la ilusoria fortaleza
y la debilidad extrema de sus clientes, pero de ninguna de
esas condiciones se aprovechaba,
por el contrario, de ambas se compadecía. En su
brava naturaleza había trazos
de ternura maternal y a menudo la noche la encontraba
cosiendo parches en una
camisa, cocinando una gallina para algún trabajador enfermo
o escribiendo cartas de amor para
novias remotas. Hacía su fortuna sobre un colchón
relleno con lana cruda, bajo
un techo de cinc agujereado, que producía música de mácula,
se reía con gusto y le
sobraban agallas, mucho más de lo que una oveja
aterrorizada o una pobre foca
sin cuero podían ofrecer. En cada abrazo, por breve que
fuera, ella se revelaba como
una amiga entusiasta y traviesa. La fama de sus sólidas
piernas de jinete y sus pechos
invulnerables al uso había recorrido seiscientos
kilómetros de provincia
agreste y sus enamorados viajaban de lejos para pasar un rato
en su compañía. Los viernes
llegaban galopando desaforados desde extremos tan
apartados, que las bestias,
cubiertas de espuma, caían desmayadas. Los patrones
ingleses prohibían el consumo
de alcohol, pero Hermelinda se las arreglaba para
destilar un aguardiente
clandestino con el que mejoraba el ánimo y arruinaba el hígado
de sus huéspedes, y que
también servía para encender sus lámparas a la hora de la
diversión. Las apuestas
comenzaban después de la tercera ronda de licor, cuando
resultaba imposible concentrar
la vista o agudizar el entendimiento.
Hermelinda había descubierto
la manera de obtener beneficios seguros sin hacer
trampas. Aparte de los naipes
y los dados, los hombres disponían de varios juegos y
siempre el premio único era su
persona. Los perdedores le entregaban su dinero y
quienes ganaban también se lo
daban, pero obtenían el derecho de disfrutar un rato
muy breve en su compañía, sin
subterfugios ni preliminares, no porque a ella le faltara
buena voluntad, sino porque no
disponía de tiempo para dar a todos una atención más
esmerada. Los participantes en
la Gallina ciega se quitaban los pantalones, pero
conservaban los chalecos, los
gorros y las botas forradas en piel de cordero, para
defenderse del frío antártico
que silbaba entre los tablones. Ella les vendaba los ojos y
comenzaba la persecución. A
veces se formaba tal alboroto que las risas y los jadeos
cruzaban la noche más allá de
las rosas y llegaban a oídos de los ingleses, quienes
permanecían impasibles,
fingiendo que se trataba sólo del capricho del viento en la
pampa, mientras continuaban
bebiendo con parsimonia su última taza de té de Ceylán
antes de irse a la cama. El
primero que le ponía la mano encima a Hermelinda lanzaba
un cacareo exultante y
bendecía su buena suerte, mientras la aprisionaba en sus
brazos. El Columpio era otro
de los juegos. La mujer se sentaba sobre una tabla
colgada del techo por dos
cuerdas. Desafiando las miradas apremiantes de los
hombres, flexionaba las
piernas y todos podían ver que nada llevaba bajo sus enaguas
amarillas. Los jugadores
ordenados en fila, tenían una sola oportunidad de embestirla
y quien lograba su objetivo se
veía atrapado entre los muslos de la bella, en un
revuelo de enaguas,
balanceado, remecido hasta los huesos y finalmente elevado al
cielo. Pero muy pocos lo
conseguían y la mayoría rodaba por el suelo entre las
carcajadas de los demás.
En el juego de El Sapo un
hombre podía perder en quince minutos la paga del mes.
Hermelinda dibujaba una raya
de tiza en el suelo y a cuatro pasos de distancia trazaba
un amplio círculo, dentro del
cual se recostaba, con las rodillas abiertas’ sus piernas
doradas a la luz de las
lámparas de aguardiente.’ Aparecía entonces el oscuro centro de
su cuerpo, abierto como una
fruta, como una alegre boca de sapo, mientras el aire del
cuarto se volvía denso y
caliente. Los jugadores se colocaban detrás de la marca de
tiza y lanzaban buscando el
blanco. Algunos eran expertos tiradores, de pulso tan
seguro que podían detener un
animal despavorido en plena carrera lanzándole entre
las patas dos boleadoras de
piedra atadas por una cuerda, pero Hermelinda tenía una
manera imperceptible de
escamotear el cuerpo, de escabullirse para que en el último
instante la moneda perdiera el
rumbo. Las que aterrizaban dentro del círculo de tiza,
pertenecían a la mujer. Si
alguna entraba en la puerta, otorgaba a su dueño el tesoro
del sultán, dos horas detrás
de la cortina a solas con ella, en completo regocijo, para
buscar consuelo por todas las
penurias pasadas y soñar con los placeres del paraíso.
Decían, quienes habían vivido
esas dos horas preciosas, que Hermelinda conocía
antiguos secretos amorosos y era
capaz de conducir a un hombre hasta los umbrales
de su propia muerte y traerlo de
vuelta convertido en un sabio.
Hasta el día en que apareció
Pablo, el asturiano, muy pocos habían ganado ese par de
horas prodigiosas, aunque varios
habían disfrutado algo similar, pero no por unos
céntimos, sino por la mitad de su
salario. Para entonces ella había acumulado una
pequeña fortuna, pero la idea de
retirarse a una vida más convencional no se le había
ocurrido todavía, en verdad
disfrutaba mucho de su trabajo y se sentía orgullosa de los
chispazos felices que podía
ofrecerle a los peones. Pablo era un hombre enjuto, de
huesos de pollo y manos de
infante, cuyo aspecto físico se contradecía con la tremenda
tenacidad de su temperamento. Al
lado de la opulenta y jovial Hermelinda, él parecía
un mequetrefe enfurruñado, pero
aquellos que al verlo llegar pensaron que podían
reírse un rato a su costa, se
llevaron una sorpresa desagradable. El pequeño forastero
reaccionó como una víbora a la
primera provocación, dispuesto a batirse con quien se
le pusiera por delante, pero la
trifulca se agotó antes de comenzar, porque la primera
regla de Hermelinda era que bajo
su techo no se peleaba. Una vez establecida su
dignidad, Pablo se sosegó. Tenía
una expresión decidida y algo fúnebre, hablaba poco
y cuando lo hacía quedaba en
evidencia su acento de España. Había salido de su patria
escapando de la policía y vivía
del contrabando a través de los desfiladeros de los
Andes. Hasta entonces había sido
un ermitaño hosco y pendenciero, que se burlaba del
clima, las ovejas y los ingleses.
No pertenecía en ningún lado y no reconocía amores ni
deberes, pero ya no era tan joven
y la soledad se le estaba instalando en los huesos. A
veces despertaba al amanecer
sobre el suelo helado, envuelto en su negra manta de
Castilla y con la montura por
almohada, sintiendo que todo el cuerpo le dolía. No era
un dolor de músculos entumecidos,
sino de tristezas acumuladas y de abandono.
Estaba harto de deambular como un
lobo, pero tampoco estaba hecho para la
mansedumbre doméstica. Llegó
hasta esas tierras porque oyó el rumor de que al final
del mundo había una mujer capaz
de torcer la dirección del viento, y quiso verla con
sus propios ojos. La enorme
distancia y los riesgos del camino no lograron hacerlo
desistir y cuando por fin se
encontró en la bodega y tuvo a Hermelinda al alcance de la
mano, vio que ella estaba
fabricada de su mismo recio metal y decidió que después de
un viaje tan largo no valía la
pena seguir viviendo sin ella. Se instaló en un rincón del
cuarto a observarla con cuidado y
a calcular sus posibilidades.
El asturiano poseía tripas de
acero y pudo ingerir varios vasos del licor de Hermelinda
sin que se le aguaran los ojos.
No aceptó quitarse la ropa para La Ronda de San
Miguel, para el
Mandandirun-dirun-dán ni para otras competencias que le parecieron
francamente infantiles, pero al
final de la noche, cuando llegó el momento culminante
del Sapo, se sacudió los resabios
del alcohol y se incorporó al coro de hombres en
torno del círculo de tiza.
Hermelinda le pareció hermosa y salvaje como una leona de
las montañas. Sintió alborotársele
el instinto de cazador y el vago dolor del
desamparo, que le había
atormentado los huesos durante todo el viaje, se le convirtió
en gozosa anticipación. Vio los
pies calzados con botas cortas, las medias tejidas
sujetas con elásticos bajo las
rodillas, los huesos largos y los músculos tensos de esas
piernas de oro entre los vuelos
de las enaguas amarillas y supo que tenía una sola
oportunidad de conquistarla. Tomó
posición, afirmando los pies en el suelo y
balanceando el tronco hasta
encontrar el eje mismo de su existencia, y con una mirada
de cuchillo paralizó a la mujer
en su sitio y la obligó a renunciar a sus trucos de
contorsionista. O tal vez las
cosas no sucedieron así, sino que fue ella quien lo escogió
entre los demás para agasajarlo
con el regalo de su compañía. Pablo aguzó la vista,
exhaló todo el aire del pecho y
después de unos segundos de concentración absoluta,
lanzó la moneda. Todos la vieron
hacer un arco perfecto y entrar limpiamente en el
lugar preciso. Una salva de
aplausos y silbidos envidiosos celebró la hazaña. Impasible,
el contrabandista se acomodó el
cinturón, dio tres pasos largos al frente, cogió a la
mujer de la mano y la puso de
pie, dispuesto a probarle en dos horas justas que ella
tampoco podría ya prescindir de
él. Salió casi arrastrándola y los demás se quedaron
mirando sus relojes y bebiendo,
hasta que pasó el tiempo del premio, pero ni
Hermelinda ni el extranjero
aparecieron. Transcurrieron tres horas, cuatro, toda la
noche, amaneció y sonaron las
campanas de la gerencia llamando al trabajo, sin que
se abriera la puerta.
Al mediodía los amantes salieron
del cuarto. Pablo no cruzó ni una mirada con nadie,
partió a ensillar su caballo,
otro para Hermelinda y una mula para cargar el equipaje.
La mujer vestía pantalón y chaqueta
de viaje y llevaba una bolsa de lona repleta de
monedas atada a la cintura. Había
una nueva expresión en sus ojos y un bamboleo
satisfecho en su trasero
memorable. Ambos acomodaron con parsimonia los bártulos
en el lomo de los animales, se
subieron a los caballos y echaron a andar. Hermelinda
hizo una vaga señal de despedida
a sus desolados admiradores y siguió a Pablo, el
asturiano, por las llanuras
peladas, sin mirar hacia atrás. Nunca más regresó.
Fue tanta la consternación
provocada por la partida de Hermelinda, que para divertir a
sus trabajadores la Compañía
Ganadera instaló columpios, compró dardos y flechas
para tiro al blanco e hizo traer
de Londres un enorme sapo de loza pintada con la boca
abierta, para que los peones
afinaran la puntería lanzándole monedas; pero ante la
indiferencia general, estos
juguetes acabaron decorando la terraza de la gerencia,
donde los ingleses aún los usan
para combatir el tedio al atardecer.
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