Yo
escribo para quienes no pueden leerme.
Los
de abajo,
los
que esperan desde hace siglos en la cola de la historia,
no
saben leer o no tienen con qué.
Cuando
me viene el desánimo,
me
hace bien recordar una lección de dignidad del arte que recibí hace años,
en
un teatro de Asís, en Italia.
Habíamos
ido con Helena a ver un espectáculo de pantomima, y no había nadie.
Ella
y yo éramos los únicos espectadores.
Cuando
se apagó la luz, se nos sumaron el acomodador y la boletera.
Y,
sin embargo, los actores, más numerosos que el público,
trabajaron
aquella noche
como
si estuvieran viviendo la gloria de un estreno a sala repleta.
Hicieron
su tarea entregándose enteros,
con
todo, con alma y vida; y fue una maravilla.
Nuestros
aplausos retumbaron en la soledad de la sala.
Nosotros
aplaudimos hasta despellejarnos las manos.
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