Quinquela Martín

viernes, 2 de octubre de 2020

“Primeros amores” de Osvaldo Soriano


Siempre que voy a emprender un largo viaje recuerdo algunas cosas mías de cuando
todavía no soñaba con escribir novelas de madrugada ni subir a los aviones ni dormir en
hoteles lejanos. Esas imágenes van y vienen como una hamaca vacía: mi primera novia y mi
primer gol. Mi primera novia era una chica de pelo muy negro, tímida, que ahora estará
casada y tendrá hijos en edad de rocanrol. Fue con ella que hice por primera vez el amor, un
lunes de 1958, a la hora de la siesta, en una fila de butacas rotas de un cine vacío.

Antes de llegar a eso, otro día de invierno, su madre nos sorprendió en la penumbra
de la boletería con la ropa desabrochada y ahí nomás le pegó dos bofetadas que todavía me
suenan, lejanas y dolorosas, en el eco de aquellos años de frondicismo y resistencia peronista.
Su padre era un tipo sin pelo, de pocas pulgas, que masticaba cigarros y me saludaba de mal
humor porque ya tenía bastantes problemas con otra hija que volvía al amanecer y en coche
ajeno. Mi novia y yo teníamos quince años. Al caer la tarde, como el cine no daba función, nos
sentábamos en la plaza y nos hacíamos mimos hasta que aparecía el vigilante de la esquina.

No había gran cosa para divertirse en aquel pueblo. Las calles eran de tierra y para
ver el asfalto había que salir hasta la ruta que corría recta, entre bardas y chacras, desde
General Roca hasta Neuquén. Cualquier cosa que llegara de Buenos Aires se convertía en un
acontecimiento. Eran treinta y seis horas de tren o un avión semanal carísimo y peligroso, de
manera que sólo recuerdo la visita de un boxeador en decadencia que fue a Roca, al equipo de
Banfield, que llegó exhausto a Neuquén y a unos tipos que se hacían pasar por el trío Los
Panchos y llenaban el salón de fiestas del club Cipolletti. Los diarios de la Capital tardaban
tres días en llegar y no había ni una sola librería ni un lugar donde escuchar música o
representar teatro. Recuerdo un club de fotógrafos aficionados y la banda del regimiento que
una vez por mes venía a tocarle retretas a la patria. Entonces sólo quedaban el fútbol y las
carreras de motos, que empezaban a ponerse de moda.

Cuando su madre le dio aquella bofetada a mi novia, yo estaba en la Escuela
Industrial y todavía no había convertido mi primer gol. Jugaba en una de esas canchitas
hechas por los chicos del barrio, y de vez en cuando acertaba a meterla en el arco, pero esos
goles no contaban porque todos pensábamos hacer otros mejores, con público y con nuestras
novias temblando de admiración. Con toda seguridad éramos terriblemente machistas
porque crecíamos en un tiempo y en un mundo que eran así sin cuestionarse. Un mundo de
milicos levantiscos y jerarquías consagradas, de varones prostibularios y chicas hacendosas,
sobre el que pronto iba a caer como un aluvión el furioso jolgorio de los años sesenta.

Pero a fines de los cincuenta queríamos madurar pronto y triunfar en alguna cosa
viril y estúpida como las carreras de motos o los partidos de fútbol. Yo me di varios
coscorrones antes de convencerme de que no tenía ningún talento para las pistas. Mi padre
solía acompañarme para tocar el carburador o calibrar el encendido de la Tehuelche, pero mi
madre sufría demasiado y a mí las curvas y los rebajes me dejaban frío. La pelota era otra
cosa: yo tenía la impresión de ganarme unos segundos en el cielo cada vez que entraba al
área y me iba entre dos desesperados que presumían de carniceros y asesinos.

Me acuerdo de un número 2 viejo como de veintiséis años, de vincha y medalla de la Virgen,
que para asustar a los delanteros les contaba que debía una muerte en la provincia de La
Pampa. Lo recuerdo con cierto cariño, aunque me arruinó una pierna, porque era él quien me
marcaba el día que hice mi primer gol. Pegaba tanto el tipo, y con tanto entusiasmo que, como
al legendario Rubén Marino Navarro, lo llamaban Hacha Brava. Jugaba inamovible en la
Selección del Alto Valle y en ese lugar y en aquellos años pocos eran los árbitros que
arriesgaban la vida por una expulsión.

Mi novia no iba a los partidos. Estudiaba para maestra y todavía la veo con el
guardapolvo a la salida del colegio, buscándome con la mirada. Un día que mis padres
estaban de viaje le exigí que viniera a casa, pero todo fue un fracaso con llantos, reproches y
enojos. Tal vez leerá estas líneas y recordará el perfume de las manzanas de marzo, su miedo
y mi torpeza inaudita.

Por un par de meses, antes de que yo la conociera, ella había sido la novia de nuestro
zaguero central y alguien me dijo que el tipo se vanagloriaba de haberle puesto una mano
debajo de la blusa. Eso me lo hacía insoportable. Tan celoso estaba de aquella imagen del
pasado que casi dejé de saludarlo. El chico era alto, bastante flaco y pateaba como un caballo.
Yo me mordía los labios, allá arriba, en la soledad del número 9, cuando me fauleaban y él se
llevaba la gloria del tiro libre puesto en un ángulo como un cañonazo. Si lo nombro hoy,
todavía receloso, es porque participó de aquella victoria memorable y porque sin su gol el
mío no habría tenido la gloria que tiene.

Mi novia admitía haberlo besado, pero negaba que el odioso personaje le hubiera
puesto la mano en el escote. A veces yo me resignaba a creerle y otras sentía como si una
aguja me atravesara las tripas. Escuchábamos a Billy Cafaro y quizás a Eddie Pequenino pero
yo no iba a bailar porque eso me parecía cosa de blandos. En realidad nunca me animé y si
más tarde, ya en Tandil, caí en algún asalto o en una fiesta del club Independiente, fue porque
estaba completamente borracho y perseguía a una rubia inabordable.

Pasábamos el tiempo en el cine, acariciándonos por debajo del tapado que nos cubría
las piernas, y creíamos que su padre no se enteraba. Tal vez era así: andaba inclinado,
ausente, masticando el charuto apagado, neurótico por el humo y el calor de la cabina de
proyección. Pero la madre no nos sacaba el ojo de encima y aquella desgraciada tarde de
invierno irrumpió en la boletería y empezó a darle de cachetadas a mi novia.

Después supe que hacíamos el amor todos los días, pero en aquel entonces suponía
que había una sola manera posible y que si ella la aceptaba, el más glorioso momento de la
existencia habría ocurrido al fin. Y ese instante, en una vida vulgar, sólo es comparable a otro
instante, cuando la pelota entra en un arco de verdad por primera vez, y no hay Dios más
feliz que ese tipo que festeja con los brazos abiertos gritándole al cielo.

Ese tipo, hace treinta años, soy yo. Todavía voy, en un eterno replay, a buscar los
abrazos y escucho en sordina el ruido de la tribuna. Sé que estas confesiones contribuyen a mi
desprestigio en la alta torre de los escritores, pero ahí sigo, al acecho entre el 5 que me empuja
y Hacha Brava que me agarra de la camiseta mientras estamos empatados y un wing de jopo
a la brillantina tira un centro rasante, al montón, a lo que pase. Se me ha cortado la
respiración pero estoy lúcido y frío como un asesino a sueldo. Nuestro zaguero central acaba
de empatar con un terrible disparo de treinta metros que he festejado sin abrazarlo y en este
contragolpe, casi sobre el final, intuyo secretamente que mi vida cambiará para siempre.

El miedo de perderme en la maraña de piernas, en el infierno de gritos y codazos, ya
pasó. El 10, que es un veterano de mil batallas, llega en diagonal y pifia porque la pierna
derecha sólo le sirve para tenerse parado. Inexorablemente, ese gesto fallido descoloca a toda
la defensa y la pelota sale dando vueltas a espaldas del 5 que gira desesperado para
empujarla al córner. Entonces aparezco yo, como el muchachito de la película, ahuecando el
pie para que el tiro no se levante y le pego fuerte, cruzado, y aunque parezca mentira aquella
imagen todavía perdura en mí, cualquiera sea el hotel donde esté.

Igual que la otra, a la hora de la siesta, en una butaca rota del cine desierto. Nos
besamos y sin buscarlo, porque las cachetadas todavía le arden en la cara, mi primera novia
se abandona por fin y me recibe mientras sus pechos que alguna vez consintieron la caricia de
nuestro despreciable zaguero central tiritan y trotan, brincan y broncan, hoy que nuestras
vidas están junto a otros y mi hotel queda tan lejos del suyo.

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