Quinquela Martín

viernes, 30 de octubre de 2020

“El desafío” de Mario Vargas Llosa

 

Estábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del "Río Bar” apareció Leónidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo. -¿Qué pasa? -preguntó León. Leónidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros. -Me muero de sed. Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leónidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.

-Justo va a pelear esta noche -dijo, con una voz rara. Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo. -Me encargó que les avisara -agregó Leónidas. -Quiere que vayan. Finalmente, Briceño preguntó:-

¿Cómo fue? -Se encontraron esta tarde en Catacaos. -Leónidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. -Ya se imaginan lo demás. . . -Bueno -dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace. -Si -repitió Leónidas, con un aire ido.

-Tal vez es mejor que sea así. Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del "Río Bar” pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían. -Son casi las nueve -dijo León. -Mejor nos vamos. Salimos.

-Bueno, muchachos -dijo Leónidas. -Gracias por la cerveza. -¿Va a ser en "La Balsa", ¿no? -preguntó Briceño. -Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo. El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parecía divertirse.

--El Cojo lo va a matar -dijo, de pronto, Briceño. -Cállate -dijo León. Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba. -¿Otra vez a la calle? -dijo ella. -Sí. Tengo que arreglar un asunto.

El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto. -Tienes que levantarte temprano -insistió ella. -¿Te has olvidado que trabajas los domingos? -No te preocupes -dije. -Regreso en unos minutos. Caminé de vuelta hacía el "Río Bar”  me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.

-¿Es cierto lo de la pelea? -Sí. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas. -No necesito que me adviertas -dijo. -Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos. -El Cojo es un asco de hombre. -Era tu amigo antes. . . -comenzó a decir Moisés, pero se contuvo. Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado. -¿Quieres que yo vaya? -me preguntó. -No. Con nosotros basta, gracias. -Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. -Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso.

-Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá. -Hubiera querido verlo al Cojo -dije. -Cuando está furioso su cara es muy chistosa. Moisés se rió. -Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas. Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del "Río Bar” vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leónidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).

-Acabo de llegar -dijo. -¿Qué es de los otros? -Ya vienen. Deben estar en camino. Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.

-¿Cómo fue lo de esta tarde? Encogió los hombros e hizo un ademán vago. -Nos encontramos en el "Carro Hundido". Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura. -¿Eres muy hombre? -gritó el Cojo. -Más que tú -gritó Justo. -Quietos, bestias -decía el cura. -¿En "La Balsa” esta noche entonces? -gritó el Cojo. -Bueno -dijo Justo. -Eso fue todo. La gente que estaba en el "Río Bar” había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.

-He traído esto -dije, alcanzándole el pañuelo. Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó. -Son iguales -dijo. -Me quedaré con la mía, nomás. Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando. -No tengo hora -dijo Justo -Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos. A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.

-Hermanito -dijo León -Usted lo va a hacer trizas. -De eso ni hablar -dijo Briceño. -El Cojo no tiene nada que hacer contigo. Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría. -Bajemos por aquí -dijo León -Es más corto. -No -dijo Justo. -Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora. Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cauce del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacía el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se hundían, como si anduviéramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.

-Hay muchas nubes -dijo; -la luna no va a servir de mucho esta noche. -Haremos fogatas -dijo Justo. -¿Estás loco? -dije. -¿Quieres que venga la policía? -Se puede arreglar -dijo Briceño sin convicción. -Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras. Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir. -Ahí está "La Balsa” -dijo León. En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cauce. Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, "La Balsa” se alejaba más de la ciudad.

Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de "La Balsa", pero así lo designaban todos. -Ellos ya están ahí -dijo León. Nos detuvimos a unos cinco metros de "La Balsa. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo. -Anda tú -dijo Justo. Avancé despacio hacía el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.

-¡Quieto! -gritó alguien. -¿Quién es? -Julián -grité -Julián Huertas. ¿Están ciegos? A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas. -Ya nos íbamos -dijo. -Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran. -Quiero entenderme con un hombre -grité, sin responderle -No con este muñeco. -¿Eres muy valiente? -preguntó el Chalupas, con voz descompuesta. -¡Silencio! -dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacía mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había visto.

-¿Por qué has traído a Leónidas? -dijo el Cojo, con voz ronca. -¿A Leónidas? ¿Quién ha traído al Leónidas? El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó. -¡Qué pasa conmigo! -dijo. Mirando al Cojo fijamente. -No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estás buscando pretextos para no pelear, dijo. El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.

-No se meta, viejo -dijo el cojo amablemente. -No voy a pelearme con usted. -No creas que estoy tan viejo -dijo Leónidas. -He revolcado a muchos que eran mejores que tú. -Está bien, viejo -dijo el Cojo. -Le creo. -Se dirigió a mí:-¿Están listos? -Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos. El Cojo se rió. -Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes. Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo se hielo.

-¿Tienes fósforos, viejo? Leónidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso. -Está bien -dije. Chunga caminó entre Leónidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Briceño estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.

-¿Quién le dijo a usted que viniera? -preguntó Justo, severamente. -Nadie me dijo. -afirmó Leónidas, en voz alta. -Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas? Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió. -Perdón -dije, palpando la arena en busca de la navaja. -Se me escapó. Aquí está. -Las gracias se te van a quitar pronto -dijo Chunga. Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacía "La Balsa".

Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cauce, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos. -¡Listos! -exclamó una voz, del otro lado. -¡Listos! -grité yo.

En el bloque de hombres que estaba junto a "La Balsa” hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra renqueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leónidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.

-No te le acerques ni un momento. -El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. -Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme. . . Ya, vaya, pórtese como un hombre. . . Justo escuchó a Leónidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo. Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas.

De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies.

Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacía fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijas. Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacia delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso.

El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes. -Ya está -murmuró Briceño. -lo rasgó.

-En el hombro -dijo Leónidas. -Pero apenas. Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo.

Éste lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. "No te acerques tanto". Dijo Leónidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo.

Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo.

"¡Sal de ahí!", dijo Leónidas muy despacio. "¿Por qué demonios peleas tan cerca?”. Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga.

Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo.

Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de qué brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacía el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.

Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes.

"Hay que pararlos, dijo la voz de León. Ya basta". Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacía ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo. En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices.

"Vamos", dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez sí nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.

-¡Julián! -grito el Cojo. -¡Dile que se rinda! Me volví a mirar a Leónidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacía atrás:

-¡Don Leónidas! -gritó de nuevo con acento furioso e implorante. -¡Dígale que se rinda! -¡Calla y pelea! -bramó Leónidas, sin vacilar. Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leónidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo.

Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacía los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de mala agua varada.

Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leónidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad.

-No llore, viejo -dijo León. -No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras. Leónidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo. A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté. -¿Lo llevamos a su casa, don Leónidas? -Sí -dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.

 

“Quisiera que me recuerden” de Joaquín Enrique Areta

  

Quisiera que me recuerden sin llorar ni lamentarme

Quisiera que me recuerden por haber hecho caminos

Por haber marcado un rumbo

Porque emocioné su alma

Porque se sintieron queridos,

Protegidos y ayudados

Porque interpreté sus ansias porque canalicé su amor.

Quisiera que me recuerden junto a la risa de los felices

La seguridad de los justos

El sufrimiento de los humildes.

Quisiera que me recuerden con piedad por mis errores

Con comprensión por mis debilidades

Con cariño por mis virtudes,

Si no es así, prefiero el olvido,

Que será el más duro castigo

Por no cumplir mi deber de HOMBRE.

 

Joaquín Enrique Areta, poeta y escritor argentino.

“Tu voz” de Alejandra Pizarnik

 

Emboscado en mi escritura
cantas en mi poema.
Rehén de tu dulce voz
petrificada en mi memoria.
Pájaro asido a su fuga.
Aire tatuado por un ausente.
Reloj que late conmigo
para que nunca despierte.


“Autopsicografía” de Fernando Pessoa

 

El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que llega a fingir que es dolor
el dolor que de veras siente.

Y los que leen lo que escribe,
en el dolor leído sienten bien,
no los dos que él tuvo
mas sólo el que ellos no tienen.

Y así en los raíles
gira, entreteniendo la razón,
ese tren de cuerda
que se llama el corazón.

“Alguien que no soy yo” María Sanz

 

Alguien que no soy yo lleva la cuenta
de las horas felices, de las tardes
en que tuvo al amor como aliado,
de las noches libradas cuerpo a cuerpo.

Alguien que no soy yo sale de casa
y rompe sus cadenas, como aquellos
que, tras cumplir con su dolor, un día
cualquiera se fugaron de la muerte.

Ese alguien eleva
su corazón al cielo;
abarca el horizonte
y elige su destino,
aunque al final se interne
dentro de mí y escriba.

“Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos” de Miguel Hernández

 

Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos,

que son dos hormigueros solitarios,

y son mis manos sin las tuyas varios

intratables espinos a manojos..

 

No me encuentro los labios sin tus rojos,

que me llenan de dulces campanarios,

sin ti mis pensamientos son calvarios

criando nardos y agostando hinojos.

 

No sé qué es de mi oreja sin tu acento,

ni hacia qué polo yerro sin tu estrella,

y mi voz sin tu trato se afemina.

 

Los olores persigo de tu viento

y la olvidada imagen de tu huella,

que en ti principia, amor, y en mí termina.

 

viernes, 23 de octubre de 2020

“Boca de sapo” de Isabel Allende

 

Eran tiempos muy duros en el sur. No en el sur de este país, sino del mundo, donde

las estaciones están cambiadas y el invierno no ocurre en Navidad, como en las

naciones cultas, sino en la mitad del año, como en las regiones bárbaras. Piedra,

coirón y hielo, extensas llanuras que hacia Tierra del Fuego se desgranan en un rosario

de islas, picachos de cordillera nevada cerrando el horizonte a lo lejos, silencio

instalado allí desde el nacimiento de los tiempos e interrumpido a veces por el suspiro

subterráneo de los glaciares deslizándose lentamente hacia el mar. Es una naturaleza

áspera, habitada por hombres rudos. A comienzos del siglo no había nada allí que los

ingleses pudieran llevarse, pero obtuvieron concesiones para criar ovejas. En pocos

años los animales se multiplicaron en tal forma que de lejos parecían nubes atrapadas

a ras del suelo, se comieron toda la vegetación y pisotearon los últimos altares -de las

culturas indígenas. En ese lugar Hermelinda se ganaba la vida con juegos de fantasía.


En medio del páramo se alzaba, como una torta abandonada, la gran casa de la

Compañía Ganadera, rodeada por un césped absurdo, defendido contra los abusos del

clima por la esposa del administrador, quien no pudo resignarse a vivir fuera del

corazón del Imperio Británico y siguió vistiéndose de gala para cenar a solas con su

marido, un flemático caballero sumido en el orgullo de obsoletas tradiciones. Los

peones criollos vivían en las barracas del campamento, separados de sus patrones por

cercas de arbustos espinudos y rosas silvestres, que intentaban en vano limitar la

inmensidad de la pampa y crear para los extranjeros la ilusión de una suave campiña

inglesa.


Vigilados por los guardias de la gerencia, atormentados por el frío y sin tomar una

sopa casera durante meses, los trabajadores sobrevivían a la desventura, tan

desamparados como el ganado a su cargo. Por las tardes no faltaba quien cogiera la

guitarra y entonces el paisaje se llenaba de canciones sentimentales. Era tanta la

penuria de amor, a pesar de la piedra lumbre puesta por el cocinero en la comida para

apaciguar los deseos del cuerpo y las urgencias del recuerdo, que los peones yacían

con las ovejas y hasta con alguna foca, si se acercaba a la costa y lograban cazarla.

Esas bestias tienen grandes mamas, como senos de madre, y al quitarles la piel,

cuando aún están vivas, calientes, palpitantes, un hombre muy necesitado puede

cerrar los ojos e imaginar que abraza a una sirena. A pesar de estos inconvenientes los

obreros se divertían más que sus patrones, gracias a los juegos ilícitos de Hermelinda.


Ella era la única mujer joven en toda la extensión de esa tierra, aparte de la dama

inglesa, quien sólo cruzaba el cerco de las rosas para matar liebres a escopetazos y en

esas ocasiones apenas se alcanzaba a vislumbrar el velo de su sombrero en medio de

una polvareda de infierno y un clamor de perros perdigueros. Hermelinda, en cambio,

era una hembra cercana y precisa, con una atrevida mezcla de sangre en las venas y

muy buena disposición para festejar. Había escogido ese oficio de consuelo por pura y

simple vocación, le gustaban casi todos los hombres en general y muchos en

particular. Entre ellos reinaba como una abeja emperatriz. Amaba en ellos el olor del

trabajo y del deseo, la voz ronca, la barba de dos días, el cuerpo vigoroso y al mismo

tiempo tan vulnerable en sus manos, la índole combativa y el corazón ingenuo.


Conocía la ilusoria fortaleza y la debilidad extrema de sus clientes, pero de ninguna de

esas condiciones se aprovechaba, por el contrario, de ambas se compadecía. En su

brava naturaleza había trazos de ternura maternal y a menudo la noche la encontraba

cosiendo parches en una camisa, cocinando una gallina para algún trabajador enfermo

o escribiendo cartas de amor para novias remotas. Hacía su fortuna sobre un colchón

relleno con lana cruda, bajo un techo de cinc agujereado, que producía música de mácula,

se reía con gusto y le sobraban agallas, mucho más de lo que una oveja

aterrorizada o una pobre foca sin cuero podían ofrecer. En cada abrazo, por breve que

fuera, ella se revelaba como una amiga entusiasta y traviesa. La fama de sus sólidas

piernas de jinete y sus pechos invulnerables al uso había recorrido seiscientos

kilómetros de provincia agreste y sus enamorados viajaban de lejos para pasar un rato

en su compañía. Los viernes llegaban galopando desaforados desde extremos tan

apartados, que las bestias, cubiertas de espuma, caían desmayadas. Los patrones

ingleses prohibían el consumo de alcohol, pero Hermelinda se las arreglaba para

destilar un aguardiente clandestino con el que mejoraba el ánimo y arruinaba el hígado

de sus huéspedes, y que también servía para encender sus lámparas a la hora de la

diversión. Las apuestas comenzaban después de la tercera ronda de licor, cuando

resultaba imposible concentrar la vista o agudizar el entendimiento.


Hermelinda había descubierto la manera de obtener beneficios seguros sin hacer

trampas. Aparte de los naipes y los dados, los hombres disponían de varios juegos y

siempre el premio único era su persona. Los perdedores le entregaban su dinero y

quienes ganaban también se lo daban, pero obtenían el derecho de disfrutar un rato

muy breve en su compañía, sin subterfugios ni preliminares, no porque a ella le faltara

buena voluntad, sino porque no disponía de tiempo para dar a todos una atención más

esmerada. Los participantes en la Gallina ciega se quitaban los pantalones, pero

conservaban los chalecos, los gorros y las botas forradas en piel de cordero, para

defenderse del frío antártico que silbaba entre los tablones. Ella les vendaba los ojos y

comenzaba la persecución. A veces se formaba tal alboroto que las risas y los jadeos

cruzaban la noche más allá de las rosas y llegaban a oídos de los ingleses, quienes

permanecían impasibles, fingiendo que se trataba sólo del capricho del viento en la

pampa, mientras continuaban bebiendo con parsimonia su última taza de té de Ceylán

antes de irse a la cama. El primero que le ponía la mano encima a Hermelinda lanzaba

un cacareo exultante y bendecía su buena suerte, mientras la aprisionaba en sus

brazos. El Columpio era otro de los juegos. La mujer se sentaba sobre una tabla

colgada del techo por dos cuerdas. Desafiando las miradas apremiantes de los

hombres, flexionaba las piernas y todos podían ver que nada llevaba bajo sus enaguas

amarillas. Los jugadores ordenados en fila, tenían una sola oportunidad de embestirla

y quien lograba su objetivo se veía atrapado entre los muslos de la bella, en un

revuelo de enaguas, balanceado, remecido hasta los huesos y finalmente elevado al

cielo. Pero muy pocos lo conseguían y la mayoría rodaba por el suelo entre las

carcajadas de los demás.


En el juego de El Sapo un hombre podía perder en quince minutos la paga del mes.

Hermelinda dibujaba una raya de tiza en el suelo y a cuatro pasos de distancia trazaba

un amplio círculo, dentro del cual se recostaba, con las rodillas abiertas’ sus piernas

doradas a la luz de las lámparas de aguardiente.’ Aparecía entonces el oscuro centro de

su cuerpo, abierto como una fruta, como una alegre boca de sapo, mientras el aire del

cuarto se volvía denso y caliente. Los jugadores se colocaban detrás de la marca de

tiza y lanzaban buscando el blanco. Algunos eran expertos tiradores, de pulso tan

seguro que podían detener un animal despavorido en plena carrera lanzándole entre

las patas dos boleadoras de piedra atadas por una cuerda, pero Hermelinda tenía una

manera imperceptible de escamotear el cuerpo, de escabullirse para que en el último

instante la moneda perdiera el rumbo. Las que aterrizaban dentro del círculo de tiza,

pertenecían a la mujer. Si alguna entraba en la puerta, otorgaba a su dueño el tesoro

del sultán, dos horas detrás de la cortina a solas con ella, en completo regocijo, para

buscar consuelo por todas las penurias pasadas y soñar con los placeres del paraíso.


Decían, quienes habían vivido esas dos horas preciosas, que Hermelinda conocía

antiguos secretos amorosos y era capaz de conducir a un hombre hasta los umbrales

de su propia muerte y traerlo de vuelta convertido en un sabio.


Hasta el día en que apareció Pablo, el asturiano, muy pocos habían ganado ese par de

horas prodigiosas, aunque varios habían disfrutado algo similar, pero no por unos

céntimos, sino por la mitad de su salario. Para entonces ella había acumulado una

pequeña fortuna, pero la idea de retirarse a una vida más convencional no se le había

ocurrido todavía, en verdad disfrutaba mucho de su trabajo y se sentía orgullosa de los

chispazos felices que podía ofrecerle a los peones. Pablo era un hombre enjuto, de

huesos de pollo y manos de infante, cuyo aspecto físico se contradecía con la tremenda

tenacidad de su temperamento. Al lado de la opulenta y jovial Hermelinda, él parecía

un mequetrefe enfurruñado, pero aquellos que al verlo llegar pensaron que podían

reírse un rato a su costa, se llevaron una sorpresa desagradable. El pequeño forastero

reaccionó como una víbora a la primera provocación, dispuesto a batirse con quien se

le pusiera por delante, pero la trifulca se agotó antes de comenzar, porque la primera

regla de Hermelinda era que bajo su techo no se peleaba. Una vez establecida su

dignidad, Pablo se sosegó. Tenía una expresión decidida y algo fúnebre, hablaba poco

y cuando lo hacía quedaba en evidencia su acento de España. Había salido de su patria

escapando de la policía y vivía del contrabando a través de los desfiladeros de los

Andes. Hasta entonces había sido un ermitaño hosco y pendenciero, que se burlaba del

clima, las ovejas y los ingleses. No pertenecía en ningún lado y no reconocía amores ni

deberes, pero ya no era tan joven y la soledad se le estaba instalando en los huesos. A

veces despertaba al amanecer sobre el suelo helado, envuelto en su negra manta de

Castilla y con la montura por almohada, sintiendo que todo el cuerpo le dolía. No era

un dolor de músculos entumecidos, sino de tristezas acumuladas y de abandono.


Estaba harto de deambular como un lobo, pero tampoco estaba hecho para la

mansedumbre doméstica. Llegó hasta esas tierras porque oyó el rumor de que al final

del mundo había una mujer capaz de torcer la dirección del viento, y quiso verla con

sus propios ojos. La enorme distancia y los riesgos del camino no lograron hacerlo

desistir y cuando por fin se encontró en la bodega y tuvo a Hermelinda al alcance de la

mano, vio que ella estaba fabricada de su mismo recio metal y decidió que después de

un viaje tan largo no valía la pena seguir viviendo sin ella. Se instaló en un rincón del

cuarto a observarla con cuidado y a calcular sus posibilidades.


El asturiano poseía tripas de acero y pudo ingerir varios vasos del licor de Hermelinda

sin que se le aguaran los ojos. No aceptó quitarse la ropa para La Ronda de San

Miguel, para el Mandandirun-dirun-dán ni para otras competencias que le parecieron

francamente infantiles, pero al final de la noche, cuando llegó el momento culminante

del Sapo, se sacudió los resabios del alcohol y se incorporó al coro de hombres en

torno del círculo de tiza. Hermelinda le pareció hermosa y salvaje como una leona de

las montañas. Sintió alborotársele el instinto de cazador y el vago dolor del

desamparo, que le había atormentado los huesos durante todo el viaje, se le convirtió

en gozosa anticipación. Vio los pies calzados con botas cortas, las medias tejidas

sujetas con elásticos bajo las rodillas, los huesos largos y los músculos tensos de esas

piernas de oro entre los vuelos de las enaguas amarillas y supo que tenía una sola

oportunidad de conquistarla. Tomó posición, afirmando los pies en el suelo y

balanceando el tronco hasta encontrar el eje mismo de su existencia, y con una mirada

de cuchillo paralizó a la mujer en su sitio y la obligó a renunciar a sus trucos de

contorsionista. O tal vez las cosas no sucedieron así, sino que fue ella quien lo escogió

entre los demás para agasajarlo con el regalo de su compañía. Pablo aguzó la vista,

exhaló todo el aire del pecho y después de unos segundos de concentración absoluta, 

lanzó la moneda. Todos la vieron hacer un arco perfecto y entrar limpiamente en el

lugar preciso. Una salva de aplausos y silbidos envidiosos celebró la hazaña. Impasible,

el contrabandista se acomodó el cinturón, dio tres pasos largos al frente, cogió a la

mujer de la mano y la puso de pie, dispuesto a probarle en dos horas justas que ella

tampoco podría ya prescindir de él. Salió casi arrastrándola y los demás se quedaron

mirando sus relojes y bebiendo, hasta que pasó el tiempo del premio, pero ni

Hermelinda ni el extranjero aparecieron. Transcurrieron tres horas, cuatro, toda la

noche, amaneció y sonaron las campanas de la gerencia llamando al trabajo, sin que

se abriera la puerta.


Al mediodía los amantes salieron del cuarto. Pablo no cruzó ni una mirada con nadie,

partió a ensillar su caballo, otro para Hermelinda y una mula para cargar el equipaje.

La mujer vestía pantalón y chaqueta de viaje y llevaba una bolsa de lona repleta de

monedas atada a la cintura. Había una nueva expresión en sus ojos y un bamboleo

satisfecho en su trasero memorable. Ambos acomodaron con parsimonia los bártulos

en el lomo de los animales, se subieron a los caballos y echaron a andar. Hermelinda

hizo una vaga señal de despedida a sus desolados admiradores y siguió a Pablo, el

asturiano, por las llanuras peladas, sin mirar hacia atrás. Nunca más regresó.


Fue tanta la consternación provocada por la partida de Hermelinda, que para divertir a

sus trabajadores la Compañía Ganadera instaló columpios, compró dardos y flechas

para tiro al blanco e hizo traer de Londres un enorme sapo de loza pintada con la boca

abierta, para que los peones afinaran la puntería lanzándole monedas; pero ante la

indiferencia general, estos juguetes acabaron decorando la terraza de la gerencia,

donde los ingleses aún los usan para combatir el tedio al atardecer.