Estábamos bebiendo cerveza,
como todos los sábados, cuando en la puerta del "Río Bar” apareció Leónidas;
de inmediato notamos en su cara que ocurría algo. -¿Qué pasa? -preguntó León. Leónidas
arrastró una silla y se sentó junto a nosotros. -Me muero de sed. Le serví un
vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leónidas sopló
lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego
bebió de un trago hasta la última gota.
-Justo va a pelear esta
noche -dijo, con una voz rara. Quedamos callados un momento. León bebió,
Briceño encendió un cigarrillo. -Me encargó que les avisara -agregó Leónidas.
-Quiere que vayan. Finalmente, Briceño preguntó:-
¿Cómo fue? -Se encontraron
esta tarde en Catacaos. -Leónidas limpió su frente con la mano y fustigó el
aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. -Ya se imaginan lo
demás. . . -Bueno -dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con
todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace. -Si
-repitió Leónidas, con un aire ido.
-Tal vez es mejor que sea
así. Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes,
habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza.
El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las
parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a
abandonar sus escondites. Por la puerta del "Río Bar” pasaba mucha gente.
Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que
hablaban en voz alta y reían. -Son casi las nueve -dijo León. -Mejor nos vamos.
Salimos.
-Bueno, muchachos -dijo Leónidas.
-Gracias por la cerveza. -¿Va a ser en "La Balsa", ¿no? -preguntó
Briceño. -Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo. El
viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en
las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía
custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al
Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado,
descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era
bonita y parecía divertirse.
--El Cojo lo va a matar
-dijo, de pronto, Briceño. -Cállate -dijo León. Nos separamos en la esquina de
la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol
y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta
en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba. -¿Otra vez a la
calle? -dijo ella. -Sí. Tengo que arreglar un asunto.
El chico estaba dormido, en
sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto. -Tienes que levantarte
temprano -insistió ella. -¿Te has olvidado que trabajas los domingos? -No te
preocupes -dije. -Regreso en unos minutos. Caminé de vuelta hacía el "Río
Bar” me senté al mostrador. Pedí una
cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me
tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.
-¿Es cierto lo de la pelea?
-Sí. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas. -No necesito que me
adviertas -dijo. -Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se
lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya
sabemos. -El Cojo es un asco de hombre. -Era tu amigo antes. . . -comenzó a
decir Moisés, pero se contuvo. Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero
a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado. -¿Quieres que yo vaya? -me
preguntó. -No. Con nosotros basta, gracias. -Bueno. Avísame si puedo ayudar en
algo. Justo es también mi amigo. -Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme
permiso.
-Anoche estuvo aquí el Cojo
con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos.
Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá.
-Hubiera querido verlo al Cojo -dije. -Cuando está furioso su cara es muy
chistosa. Moisés se rió. -Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo.
Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas. Acabé la cerveza y salí a
caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del "Río Bar”
vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una
chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de
perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado,
sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo
a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la
comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un
golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leónidas aseguraba que había
nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al
ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
-Acabo de llegar -dijo.
-¿Qué es de los otros? -Ya vienen. Deben estar en camino. Justo me miró de
frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.
-¿Cómo fue lo de esta tarde?
Encogió los hombros e hizo un ademán vago. -Nos encontramos en el "Carro
Hundido". Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el
Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se
me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura. -¿Eres
muy hombre? -gritó el Cojo. -Más que tú -gritó Justo. -Quietos, bestias -decía
el cura. -¿En "La Balsa” esta noche entonces? -gritó el Cojo. -Bueno -dijo
Justo. -Eso fue todo. La gente que estaba en el "Río Bar” había
disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo
estábamos nosotros.
-He traído esto -dije,
alcanzándole el pañuelo. Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía
exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra
navaja de su bolsillo y comparó. -Son iguales -dijo. -Me quedaré con la mía,
nomás. Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando. -No tengo hora -dijo
Justo -Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos. A la altura del
puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la
mano.
-Hermanito -dijo León -Usted
lo va a hacer trizas. -De eso ni hablar -dijo Briceño. -El Cojo no tiene nada
que hacer contigo. Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse
puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta
alegría. -Bajemos por aquí -dijo León -Es más corto. -No -dijo Justo. -Demos la
vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora. Era extraño ese temor,
porque siempre habíamos bajado al cauce del río, descolgándonos por el tejido
de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego
doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el
minúsculo camino hacía el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición.
La arena estaba tibia y nuestros pies se hundían, como si anduviéramos sobre un
mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.
-Hay muchas nubes -dijo; -la
luna no va a servir de mucho esta noche. -Haremos fogatas -dijo Justo. -¿Estás
loco? -dije. -¿Quieres que venga la policía? -Se puede arreglar -dijo Briceño
sin convicción. -Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a
oscuras. Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir. -Ahí está "La
Balsa” -dijo León. En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho
del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes
del ancho del cauce. Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía
levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año,
"La Balsa” se alejaba más de la ciudad.
Nadie sabía tampoco quién le
puso el nombre de "La Balsa", pero así lo designaban todos. -Ellos ya
están ahí -dijo León. Nos detuvimos a unos cinco metros de "La Balsa. En
el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos
esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de
descubrir al Cojo. -Anda tú -dijo Justo. Avancé despacio hacía el tronco,
procurando que mi rostro conservara una expresión serena.
-¡Quieto! -gritó alguien.
-¿Quién es? -Julián -grité -Julián Huertas. ¿Están ciegos? A mi encuentro salió
un pequeño bulto. Era el Chalupas. -Ya nos íbamos -dijo. -Pensábamos que
Justito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran. -Quiero entenderme
con un hombre -grité, sin responderle -No con este muñeco. -¿Eres muy valiente?
-preguntó el Chalupas, con voz descompuesta. -¡Silencio! -dijo el Cojo. Se
habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacía mí. Era alto, mucho
más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su
rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña,
los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de
esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus
labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El
Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz
en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie
se la había visto.
-¿Por qué has traído a Leónidas?
-dijo el Cojo, con voz ronca. -¿A Leónidas? ¿Quién ha traído al Leónidas? El
cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más
allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó. -¡Qué pasa conmigo!
-dijo. Mirando al Cojo fijamente. -No necesito que me traigan, He venido solo,
con mis pies, porque me dio la gana. Si estás buscando pretextos para no
pelear, dijo. El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y,
rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.
-No se meta, viejo -dijo el
cojo amablemente. -No voy a pelearme con usted. -No creas que estoy tan viejo
-dijo Leónidas. -He revolcado a muchos que eran mejores que tú. -Está bien,
viejo -dijo el Cojo. -Le creo. -Se dirigió a mí:-¿Están listos? -Sí. Di a tus
amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos. El Cojo se rió. -Tú bien
sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes. Uno
de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo.
Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del
filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal
parecía un trozo se hielo.
-¿Tienes fósforos, viejo? Leónidas
prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió
las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí
a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso. -Está bien -dije. Chunga
caminó entre Leónidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Briceño estaba
fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros
de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal
vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.
-¿Quién le dijo a usted que
viniera? -preguntó Justo, severamente. -Nadie me dijo. -afirmó Leónidas, en voz
alta. -Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas? Justo no contestó. Le
hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo
sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y
éste se encogió. -Perdón -dije, palpando la arena en busca de la navaja. -Se me
escapó. Aquí está. -Las gracias se te van a quitar pronto -dijo Chunga. Luego,
como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja,
nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacía
"La Balsa".
Estuvimos unos minutos en
silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa
cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos
costados del cauce, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era
casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos. -¡Listos!
-exclamó una voz, del otro lado. -¡Listos! -grité yo.
En el bloque de hombres que
estaba junto a "La Balsa” hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra
renqueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos
grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había
piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus
brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi
lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leónidas dio un
salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la
espalda. Estaba a mi lado.
-No te le acerques ni un
momento. -El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. -Siempre de
lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la
cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme. . . Ya, vaya,
pórtese como un hombre. . . Justo escuchó a Leónidas con la cabeza baja. Creí
que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta
de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo. Después se
alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su
mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía
reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo. Quedaron unos instantes
inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban,
observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con
ira en las navajas.
De lejos, semiocultos por la
oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a
pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de
dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la
arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando,
comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició
sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los
hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies.
Sus posturas eran idénticas;
el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacía fuera, la mano
apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto
por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura
del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y
sus manos permanecían fijas. Imperceptiblemente, los dos habían ido
inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para
lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacia
delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma,
que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido,
comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro,
deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso.
El Cojo giraba sobre el
sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo
la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como
hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobro el otro con
todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes.
-Ya está -murmuró Briceño. -lo rasgó.
-En el hombro -dijo Leónidas.
-Pero apenas. Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba
su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez,
se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la
guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su
contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia
y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a
Justo a detenerse y a seguirlo.
Éste lo perseguía a pasos
muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba
de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la
arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el
vacío. "No te acerques tanto". Dijo Leónidas, junto a mí, en voz tan
baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y
ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga,
recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba
de la vista a Justo.
Uno, dos, tal vez tres
segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los
combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos
durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un
costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos
volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó
a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me
esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la
piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los
adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo.
"¡Sal de ahí!",
dijo Leónidas muy despacio. "¿Por qué demonios peleas tan cerca?”.
Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje
secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo. Agazapados,
atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la
velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al
movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que
buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante,
quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo
izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las
veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca
cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su
piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas,
con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio,
acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga.
Abrí los ojos a tiempo para
ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las
ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y
la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire,
recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La
salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó
indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a
nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el
gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo.
Con el choque, la noche que
nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como
chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo
estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir
quién era quién, sin saber de qué brazo partían esos golpes, qué garganta
profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el
aire, temblando hacía el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados,
las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer,
hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.
Debimos estar anhelantes y
ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras
incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro
de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como
imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron
a un metro de distancia, acezantes.
"Hay que pararlos, dijo
la voz de León. Ya basta". Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo
había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida
y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno
sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue
breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo.
Me aprestaba a correr hacía ellos cuando, quizá adivinando mi intención,
alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose
peor que un borracho. Era el Cojo. En el forcejeo, habían perdido hasta las
mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos
vértices.
"Vamos", dijo
León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se
incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo
la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión
horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se
tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz
que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez sí nos hubiera
tomado de sorpresa en las tinieblas.
-¡Julián! -grito el Cojo.
-¡Dile que se rinda! Me volví a mirar a Leónidas, pero encontré atravesado el
rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos:
estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda,
apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió
arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de
vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil,
saltando hacía atrás:
-¡Don Leónidas! -gritó de
nuevo con acento furioso e implorante. -¡Dígale que se rinda! -¡Calla y pelea!
-bramó Leónidas, sin vacilar. Justo había intentado nuevamente un asalto, pero
nosotros, sobre todo Leónidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su
vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni
siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo.
Con la angustia que nacía de
lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose,
los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se
fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco.
Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacía los suyos y,
todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho,
notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras
mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se
hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de mala agua varada.
Briceño y León se quitaron
sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos.
Yo busqué la manta de Leónidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le
cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al
hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en
dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la
ciudad.
-No llore, viejo -dijo León.
-No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras. Leónidas
no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo. A la altura de
los primeros ranchos de Castilla, pregunté. -¿Lo llevamos a su casa, don Leónidas?
-Sí -dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le
decía.