Me lo contó una mujer en Comodoro Rivadavia. Sucedió hace
mucho, antes aun de que surgiera aquella inesperada consecuencia de la espera
de siglos que atraería a los hombres de lugares apartados para erigir las
torres negras contra el cielo limpio. Sí, fue antes del petróleo; bastante
antes; fue en la época aquella en que la soledad de estas tierras era empujada
por el blanco vellón que un chico de tres años hubiera podido patear por el
suelo y aun levantar sobre su cabeza y, sin embargo, con peso suficiente como
para desarraigar definitivamente de algún lugar de Europa a los padres de ese
chico, o como para desplazar el virginal, indefinido e injustificable desierto
contra la cordillera y contra el mar, en un continuo trajinar de los seres
gregarios cuyo balido impotente y desolado se perdería entre el viento de los
cañadones y cuyas huellas definidas y trascendentales marcarían los sinuosos
caminos hacia las aguadas y los dormideros. A unas treinta leguas de Comodoro
Rivadavia vivió el hombre aquel, en un paraje denominado Pampa Fría, con la
mujer aquella que había conocido en una de sus idas periódicas al pueblo, con
sus dos caballos cargueros y sus innumerables perros y el escarceo casi
elegante de su mula zaina, que él utilizaba de sillera por no haber podido
enseñarle a cabrestear. La conoció ahí, contra la puerta de esa casa, en
aquella calle que más tarde se llamaría San Martín, y por la cual él marcharía
tres o cuatro veces por año a buscar su bolsa de fariña, o
de yerba, y la provisión de víveres y vicios, y más adelante harina y hasta
azúcar y, por último, un día a la mujer aquella que, después de aquel breve
trocar de miradas y tal vez algún ceremonioso estrechar de manos, iniciaría esa
especie de idilio, acuerdo, o simple afinidad, que haría a los vecinos de
Comodoro Rivadavia levantar la vista una mañana y contemplar la desaliñada
figura del “búlgaro” en su mula zaina, rodeado por sus perros, con sus caballos
cargueros aplastados de bolsas y maletas y, encima de ellos, a la mujer tomando
rumbo hacia el oeste. Vivieron allí en la “Pampa Fría” esas dos personas,
luchando siempre contra los elementos fuertes, cocinando la misma comida y
lavando a veces la misma ropa gruesa, saliendo juntos a caballo a repuntar la
majada o a tirar leña, o a limpiar aguadas, notándose sólo la diferencia de
sexos en las abrigadas noches sobre los cueros tendidos en el piso de la
cocina, con los ásperos camisones que ambos usaban, y las caricias torpes y
primitivas que coronaban a veces los fatigosos días mientras todavía duraban
las brasas en el brasero de lata y afuera los perros junto a los recados
toreaban a la noche. Y las mañanas aquellas en que el mate caliente, sostenido
entre los dedos sucios y la bombilla plateada y dos veces soldada, era
desplazado de uno hacia otro durante la larga y silenciosa hora en que
esperaban el amanecer, sentados en los toscos banquitos de madera que por fin
él abandonaría para salir de la cocina, insensible al frío en su saco de cuero,
sintiendo el crujir de la helada bajo sus alpargatas deformes, llevando la
cabezada con el freno brillante, sostenida en el brazo izquierdo, balanceando
su cuerpo en la misma forma como lo habría hecho seguramente su padre, y tal
vez su abuelo, con el balde de leche o el farol pesado, en las mañanas brumosas
de su lejana e irrecordada Bulgaria. Y después, él volviendo hacia la cocina
ahora sin la cabezada, a buscar el rebenque, y volviendo a salir, mientras
ella, inclinada sobre una lata, vaciaba el mate de yerba vieja, sin percibirse
de parte de él ni de ella la menor palabra o gesto que denotara una despedida,
una señal, un algo que indicara la separación por cuatro, cinco o seis horas,
de aquellas dos personas unidas por esa fuerza, a veces superior al amor o a la
amistad, que consiste en la identificación, el reflejo, cómoda adaptabilidad o
simple y desesperada unión de subsistencia. Él volvía pasado el medio día
preguntando entonces: –¿Pusiste el asado? –Sí. De nuevo los mates, uno tras
otro, en el silencio descansado interrumpido por alguna frase. –¿Te aguantó el
“Corbata”? –Tuvo que traerlo por delante, se cansó aguada Sauce. –Sí, es muy
cachorro, el perro ese se te va a morir algún día. –Yo conozco, yo también ser
chico, yo también correr, yo nunca morirme. De nuevo el silencio, mientras
seguían los mates y él sacaba la asadera del horno y daba vuelta la carne.
–¿Vas a trabajar hoy en el pozo? –Sí, trabajar pozo. El pozo aquel había sido
iniciado años atrás en la durísima arcilla de detrás de la casa, en una tozuda,
cerrada e implacable intentona de encontrar agua, desde el día en que vio en
ese lugar unas plantitas de junquillo, y cuyas consecuencias fueron meses y
meses de agotadores golpes de piqueta y de improductivos movimientos de pala; y
más adelante, ayudado por su mujer y la yegua mansa, que él había hecho caballa
y después de pecho, en interminables viajes de roldana hasta llegar a una
profundidad de veinte metros sin que la menor muestra de agua, o siquiera de
humedad, coronasen sus esfuerzos. –Vas a tener que hacerte ayudar, si no no vas
a terminar nunca. –Semana que viene venir don Couyido a ayudar pozo. Así fue en
efecto; ocho días más tarde, entre el furioso torear de los perros, se lo vio
venir al chileno Couyido, dibujado apenas en la lontananza ventosa,
identificado por los galgos barcinos, el cojudo moro y la manta castilla
recortada contra el cielo. Desmontó, entonces, con la coordinada serie de
movimientos de su pesada agilidad, saludó al “búlgaro” con un “buenas”
parsimonioso, mientras ajustaba el gruesísimo cabestro a la mata de molle junto
a la entrada, y su paso oscilante y pendular parecía buscar apoyo en el gastado
rebenque que colgaba de su muñeca, mientras el opaco tintineo de su única
espuela se aplastaba en el polvo de la entrada de la cocina. Le dio la mano a
la mujer con el brazo rígido y los dedos duros y la mirada desviada con
respetuosa inclinación bajo la visera grasienta de su gorra inglesa. Fueron
días de duro trabajo, los dos hombres dentro del pozo, y la mujer con la yegua
mansa, haciendo interminables viajes de roldana y vaciando luego el balde de la
amarillenta arcilla, con la compleja cantidad de parcos movimientos y un número
de palabras seguramente menor a las que pudiesen contarse con los dedos de
una mano, y los sonidos secos de tierra y de distancia que desde el fondo del
pozo indicaban el rítmico desplazar de la pala y la aguda penetración de la
piqueta, que se detendrían de tanto en tanto, mientras el chillido de la rueda
de la roldana indicaba el parsimonioso alejar de la yegua y la lenta subida del
balde contra el circular, intenso y nitidísimo azul, que los bordes del pozo
recortaban contra el cielo. Y al terminar el lento, improductivo y penoso
trabajo diario, ataban las herramientas a los costados del balde, que subía
entonces para ser desenganchado por la mujer, que bajaba después la soga por
donde subiría primero el chileno, y después el búlgaro, sudorosos y sucios para
ir a lavarse a la cocina, mientras ella desensillaba la yegua y entraba en la
casa a esperar su turno, junto a la palangana enlozada y la toalla amarilla. Se
lavaba ella las manos y los antebrazos, y también la cara, terminando la
operación con una humedecida de su cabeza fuerte, echándola hacia atrás y
pasándose las manos por el pelo áspero, en una forma masculina y perentoria,
mientras sus facciones duras se reflejaban en el pedazo de espejo que colgaba
de un clavo, al lado de la jabonera vacía y el almanaque viejo con la mujer
sonriente, en la desolada y sucia pared de la cocina. Y ahora, el diálogo
pesado y sin motivo, como complemento del mate, con las palabras apenas
necesarias para expresar una idea que giraría seguramente alrededor de
animales, o cosas, o de hechos concretos y pasados, de fácil y cómoda
exposición, y luego los silencios llenos de vacíos pensamientos, mientras las
miradas opacas de cansancio y las caras brillantes de trabajo, en la inmóvil
tensión de esas sencillísimas vidas, se aflojaban de tanto en tanto ante la
suave contemplación de las brasas de la cocina, o de los breves juegos y
movimientos de la gata negra junto al sucio cajoncito de Cooper debajo de la
mesa. Vivieron las tres personas aquellas durante varios días, siempre juntas,
comiendo, trabajando y descansando juntas, y hasta durmiendo también en el mismo
piso de la cocina abrigada, levantándose antes del amanecer, y sólo separándose
cuando el “búlgaro” salía a buscar capones para carnear, o a picar leña,
quedándose entonces la mujer con el chileno Couyido en su silenciosa y
compartida sociabilidad, cambiándose a veces una que otra mirada en una audaz,
atrevida y casi curiosa incursión a través de las barreras delimitadas por la
diferencia de sexos. Una vez se quedaron los dos mirándose sobre la mesa
donde ella preparaba la masa de las tortas, solazándose ambos en aquel tosco,
elemental y primario flirteo, que continuó después varias veces, durante esos
días y días subsiguientes hasta que una tarde, aprovechando la ausencia
momentánea del “búlgaro” él la abrazó contra la pared de la cocina, en una simple
e inconfundible manifestación de sentimientos que ella contestó con un leve
movimiento de su mano hacia la cara del hombre, como una especie de tenue
caricia, o casi curiosa constatación; y luego se besaron ásperamente para
separarse en seguida, y luego volver a besarse, con la torpe vehemencia de su
inexperta, pero no inocente, novedad. El le dijo esa vez: –¿Querís venirte
conmigo? –¿Adónde? –Tengo mil pesos en el tirador, los gané en la señalada de
los “Menucos”. –¿Y el “búlgaro”? –Dejámelo a mí. –¿Qué vas hacer? –Ya lo tengo
pensado; mañana después de doce cuando terminemos el trabajo, atamos las
herramientas al balde y vos lo subís. Después bajás la soga y subo yo primero
como siempre. Después no bajamos más la soga y nos vamos. Total aquí no pasa
nunca nadie. Se va a quedar sequito ahí en el fondo, y si alguien lo encuentra
alguna vez va a creer que fue un accidente. –No, no puedo hacer eso; si es un
hombre muy bueno. –¿Te querís quedar toda la vida acá con el “búlgaro” ese?
–No, eso tampoco. –Y bueno, entonces algo hay que hacer. –Y sí, algo hay que
hacer. Llegó más tarde el “búlgaro” con el montón de leña que acababa de
cortar, que tiró en un cajón mientras decía: –Don Couyido, le voy dejar pangaré
de nochero para que mañana temprano usted carnear. –Está bien. –Por el cerrito
bayo va a encontrar capones. Tenga cuidado perros; yo andar poniendo veneno.
–¿Mucho zorro este año? –Sí, bastante. –¿Cuántos cueros tiene ya? –Diez y
nueve. –Está bueno. Y esa mañana siguiente cuando, antes del amanecer, salió
Couyido con el cuello de su poncho levantado, recortándose momentáneamente en
la puerta de la cocina, y cuando el crujir de sus pasos por la helada se fue
perdiendo en la madrugada oscura, el “búlgaro” se sentó bruscamente y sacudió a
la mujer. –Despertá, despertá. –¿Qué? ¿Qué hay? ¿Qué pasa? –Tiene como mil
pesos en tirador. –¿Quién? ¿Qué te pasa? ¿Qué decís? –Don Couyido tiene como
mil pesos en tirador. –¿Y de hay? –Más tarde dejamos en pozo. Vos subís primero
herramientas; después yo esta vez subir primero y él quedar dentro. Nosotros
guardar mil pesos. –Pero ¿cómo vamos a hacer eso? –Con mil pesos poblar campo
en otro lado con buen agua, si no quedarnos toda vida en este lugar. Algo hay
que hacer. –Y sí, algo hay que hacer. Fue esa tarde entonces que reanudaron su
tarea los tres miembros de aquel doble complot, cuya culminación definitiva
dependería de la mujer cuyos pasos, seguros y breves junto a la yegua mansa,
iban dejando en la arena del suelo las huellas de alpargatas y herraduras que,
en su continuo ir y venir, se confundían superpuestas, mientras los hombres,
ahí abajo, inclinados con sus herramientas, sin mirarse siquiera, trabajando
ambos, no ahora en la búsqueda del agua lejana, sino en el aumento de unos
pocos centímetros de esa tumba donde moriría de hambre y de sed el dueño de lo
que cada uno codiciaba, sin odio, sin desesperación, sin pasión de lujuria o de
codicia, sino con el simple principio de tomar lo necesario, con la tremenda
lógica que el desierto imponía, y cuyas consecuencias, vistas, suavizadas y
casi perdonadas ahora a través del tiempo y la distancia nos hacen comprender
la fuerza aquella que permitió a la Nación Argentina colonizar, poblar, e
incluso civilizar, esa inmensa extensión llamada Patagonia. Y llegó la hora de
terminar el trabajo; llenaron por última vez el balde de arcilla amarillenta, y
ataron la pala y la piqueta a la misma soga, que subió despacio hasta la negra
roldana, y se quedó muy quieta, allí junto al cielo. Y los hombres miraron
arriba, y esperaron y esperaron. Y después los pasos de la yegua mansa. Y
después el silencio de la tierra sola.
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