María, la boba, creía en el amor. Eso la convirtió en una
leyenda viviente. A su entierro
acudieron todos los vecinos, hasta los policías y el ciego
del quiosco, quien rara vez
abandonaba su negocio. La calle República quedó vacía, y en
señal de duelo colgaron
cintas negras en los balcones y apagaron los faroles rojos
de las casas. Cada persona
tiene su historia y en ese barrio son casi siempre tristes,
historias de pobrezas e
injusticias acumuladas, de violencias padecidas, de hijos
muertos antes de nacer y de
amantes que se van, pero la de María era diferente, tenía un
brillo elegante que
echaba a volar la imaginación ajena. Se las arregló para
ejercer su oficio sola,
administrándose sin bulla, discretamente. Nunca tuvo la
menor curiosidad por el
alcohol ni por las drogas, ni siquiera le interesaban los
consuelos de cinco pesos que
vendían las adivinas y las profetas del vecindario. Parecía
a salvo de los tormentos de
la esperanza, protegida por la calidad de su amor inventado.
Era una mujercita de
aspecto inofensivo, de corta estatura, facciones y gestos
finos, toda mansedumbre y
suavidad, pero las veces que algún chulo intentó ponerle la
mano encima se encontró
con una fiera babeante, puras garras y colmillos, dispuesta
a devolver cada golpe, así
se le fuera la vida. Aprendieron a dejarla en paz. Mientras
las otras mujeres pasaban
su existencia escondiendo moretones bajo espesas capas de
maquillaje barato, ella
envejecía respetada, con un cierto aire de reina en harapos.
No tenía ninguna
conciencia del prestigio de su nombre ni de la leyenda que
habían bordado a costa de
ella. Era una prostituta vieja con alma de doncella.
En sus recuerdos figuraban con insistencia un baúl asesino y
un hombre moreno con
olor a mar, y así sus amigas descubrieron uno a uno los
retazos de su vida y los
unieron con paciencia, agregando lo que faltaba con recursos
de fantasía, hasta
reconstruirle un pasado. No era, desde luego, como las demás
mujeres de ese lugar.
Venía de un mundo remoto, donde la piel es más pálida y el
castellano tiene un acento
rotundo, de consonantes duras. Nació para gran dama, eso
deducían las otras mujeres
por su forma rebuscada de hablar y por sus modales extraños,
y si alguna duda cabía,
al morir la disipó. Se fue con la dignidad intacta. No
padecía ninguna enfermedad
conocida, no estaba asustada ni respiraba por los oídos como
los moribundos
comunes, simplemente anunció que ya no soportaba más el
tedio de estar viva, se
colocó su vestido de fiesta, se pintó los labios de rojo y
abrió las cortinas de hule que
daban acceso a su cuarto, para que todos pudieran
acompañarla.
-Ahora me llegó el tiempo de morir -fue su única
explicación.
Se recostó en su cama, con la espalda apoyada sobre tres
almohadones, con fundas
almidonadas para la ocasión, y se bebió sin respirar una
jarra grande de chocolate
espeso. Las otras mujeres se rieron, pero cuando cuatro
horas después no hubo
manera de despertarla comprendieron que su decisión era
absoluta y echaron a correr
la voz por el barrio. Algunos acudieron sólo por curiosidad,
pero la mayoría se presentó
con verdadera aflicción, quedándose allí para acompañarla.
Sus amigas colaron café
para ofrecer a las visitas, porque les pareció de mal gusto
servir licor, no fueran a
confundir aquello con una celebración. A eso de las seis de
la tarde, María sufrió un
estremecimiento, abrió los párpados, miró a su alrededor sin
distinguir los rostros y
enseguida abandonó este mundo.
Eso fue todo. Alguien sugirió que tal vez había tragado
veneno con el chocolate, en
cuyo caso todos serían culpables por no haberla llevado a
tiempo al hospital, pero
nadie prestó atención a tales maledicencias.
-Si María decidió partir, estaba en su derecho, porque no
tenía hijos ni padres que
cuidar -sentenció la señora de la casa.
No quisieron velarla en un establecimiento funerario, porque
la quietud premeditada de
su muerte fue un suceso solemne en la calle República y era
justo que sus últimas
horas antes de bajar a la tierra transcurrieran en el
ambiente donde había vivido y no
como una extranjera de cuyo duelo nadie quiere hacerse
cargo. Hubo opiniones sobre
si velar muertos en esa casa atraería mala suerte para el
alma de la difunta o las de
los clientes, y por si acaso quebraron un espejo para rodear
el ataúd y trajeron agua
bendita de la capilla del Seminario, para salpicar por los
rincones. Esa noche no se
trabajó en el local, no hubo música ni risas, pero tampoco
hubo llantos. Instalaron el
cajón sobre una mesa en la sala, los vecinos prestaron
sillas y allí se acomodaron los
visitantes a tomar café y conversar en voz baja. En el
centro estaba María con la
cabeza apoyada sobre un cojín de raso, las manos cruzadas y
la foto de su niño
muerto sobre el pecho. En el transcurso de la noche le fue
cambiando el tono de la
piel, hasta acabar oscura como el chocolate.
Me enteré de la historia de María durante esas largas horas
en que velamos su ataúd.
Sus compañeras contaron que nació en tiempos de la Primera
Guerra, en una provincia
al sur del continente, donde los árboles pierden las hojas
en la mitad del año y el frío
cala los huesos. Era hija de una soberbia familia de
emigrantes españoles. Al revisar su
pieza encontraron en una caja de galletas algunos papeles
quebradizos y amarillos,
entre ellos un certificado de nacimiento, fotografías y
cartas. Su padre fue propietario
de una hacienda y, según un recorte de periódico desteñido
por el tiempo, su madre
había sido pianista antes de casarse. Cuando María tenía
doce años, atravesó distraída
un cruce de ferrocarril y la atropelló un tren de carga. La
rescataron entre los rieles sin
daños aparentes, tenía sólo algunos rasguños y había perdido
el sombrero. Sin
embargo, al poco tiempo, todos pudieron comprobar que el
impacto había
transportado a la niña a un estado de inocencia del cual ya
nunca regresaría. Olvidó
hasta los rudimentos escolares aprendidos antes del
accidente, apenas recordaba
algunas lecciones de piano y el uso de la aguja de coser, y
cuando le hablaban se
quedaba como ausente. Lo que no olvidó, en cambio, fueron
las normas de urbanidad,
que conservó intactas hasta su último día.
El golpe de la locomotora dejó a María incapacitada para el
razonamiento, la atención o
el rencor. Estaba, por lo tanto, bien equipada para la
felicidad, pero no fue ésa su
suerte. Al cumplir dieciséis años, sus padres, deseosos de
pasarle a otro la carga de
esa hija algo retardada, decidieron casarla antes de que se
le marchitara la belleza, y
escogieron a un tal doctor Guevara, hombre de vida retirada
y mal dispuesto para el
matrimonio, pero que les debía algún dinero y no pudo
negarse cuando le sugirieron el
enlace. Ese mismo año se celebró la boda en privado, como
correspondía a una novia
lunática y a un novio varias décadas mayor.
María llegó al lecho matrimonial con la mente de una criatura,
aunque su cuerpo había
madurado y ya era el de una mujer. El tren arrasó con su
curiosidad natural, pero no
pudo destruir la impaciencia de sus sentidos. Sólo contaba
con lo aprendido al
observar los animales en la hacienda, sabía que el agua fría
es buena para separar a
los perros que se quedan pegados durante el coito y que el
gallo esponja las plumas y
cacarea cuando quiere pisar a la gallina, pero no encontró
uso adecuado para esos
datos. En su noche de bodas vio avanzar en su dirección a un
vejete tembloroso con
una bata de franela, abierta, y algo imprevisto bajo el
ombligo. La sorpresa le produjo
un estreñimiento del cual no se atrevió a hablar y cuando
empezó a hincharse como un
globo, se bebió un frasco de Agua de la Margarita -remedio
antiescrufuloso y
reconstituyente, que en gran cantidad servía de purga- a
causa de lo cual pasó
veintidós días sentada en la bacinilla, tan descompuesta que
casi pierde algunos
órganos vitales, pero eso no tuvo la facultad de
desinflarla. Pronto ya no pudo
en cama, alimentándose con caldo de gallina y dos litros de
leche diarios, se levantó
más fuerte y lúcida de lo que nunca estuvo en su vida.
Parecía curada de su estado de
sonambulismo perenne y hasta tuvo el ánimo para comprarse
ropa elegante; sin
embargo, no alcanzó a lucir su nuevo ajuar, porque el señor
Guevara sufrió un ataque
fulminante y murió sentado en el comedor, con la cuchara de
sopa en la mano. María
se resignó a usar trajes de luto y sombreros con velo,
enterrada en una tumba de
trapos. Así pasó dos años de negro, tejiendo chalecos para
los pobres, entretenida con
sus perros falderos y con su hijo, a quien peinaba con rizos
y vestía de niña, tal como
aparece en uno de los retratos encontrados en la caja de
galletas, donde se lo puede
ver sentado sobre una piel de oso e iluminado por un rayo
sobrenatural.
Para la viuda el tiempo se detuvo en un instante perpetuo,
el aire de los cuartos
permaneció inmutable, con el mismo olor vetusto que dejó su
marido. Siguió viviendo
en la misma casa, cuidada por sirvientes leales y vigilada
de cerca por sus padres y
hermanos, que se turnaban para visitarla a diario,
supervisar sus gastos y tomar hasta
las menores decisiones. Pasaban las estaciones, caían las
hojas de los árboles en el
jardín y volvían a aparecer los colibríes del verano, sin
cambios en su rutina. A veces
se preguntaba la causa de sus vestidos negros, porque había
olvidado al decrépito
esposo que en un par de ocasiones la abrazara débilmente
entre las sábanas de lino,
para luego, arrepentido de su lujuria, arrojarse a los pies
de la Madona y azotarse con
una fusta de caballo. De vez en cuando abría el armario para
sacudir los vestidos y no
resistía la tentación de despojarse de sus ropajes oscuros y
probarse a escondidas los
trajes bordados de pedrerías, las estolas de piel, los
zapatos de raso y los guantes de
cabritilla. Se miraba en la triple luna del espejo y
saludaba a esa mujer ataviada para
un baile en la cual le costaba mucho reconocerse.
A los dos años de soledad el rumor de la sangre bullendo en su
cuerpo se le hizo
intolerable. Los domingos en la puerta de la iglesia se
retrasaba para ver pasar a los
hombres, atraída por el ronco sonido de sus voces, sus
mejillas afeitadas y el aroma
del tabaco. Con disimulo levantaba el velo del sombrero y
les sonreía. Su padre y sus
hermanos no tardaron en advertirlo y, convencidos de que esa
tierra americana
corrompía hasta la decencia de las viudas, decidieron en
consejo de familia enviarla
donde unos tíos en España, donde sin duda estaría a salvo de
las tentaciones frívolas,
protegida por las sólidas tradiciones y el poder de la
Iglesia. Así empezó el viaje que
cambiaría el destino de María, la boba.
Sus padres la embarcaron en un transatlántico acompañada por
su hijo, una sirvienta
y los perros falderos. El complicado equipaje incluía,
además de los muebles de la
habitación de María y su piano, una vaca que iba en la cala
del barco, para proveer de
leche fresca al niño. Entre muchas maletas y cajas de
sombrero, también llevaba un
enorme baúl con cantos y remaches de bronce, que contenía
los vestidos de fiesta
rescatados de la naftalina. La familia no pensaba que en
casa de los tíos María tuviera
oportunidad alguna de usarlos, pero no quisieron
contrariarla. Los tres primeros días la
viajera no pudo abandonar su litera, vencida por el mareo,
pero finalmente se
acostumbró al bamboleo del barco y consiguió levantarse.
Entonces llamó a la sirvienta
para que le ayudara a desempacar la ropa para la larga
travesía.
La existencia de María estuvo marcada por desgracias súbitas,
como ese tren que le
arrebató el espíritu y la lanzó de vuelta a una infancia
irreversible. Estaba ordenando
los vestidos en el armario de su cabina, cuando el niño se
asomó al baúl abierto. En
ese instante un sacudón de la nave cerró de golpe la pesada
tapa y el filo metálico le
dio a la criatura en el cuello, desnucándola. Se necesitaron
tres marineros para
desprender a la madre del baúl maldito y una dosis de
láudano capaz de tumbar a un
atleta para impedir que se arrancara el pelo a mechones y se
destrozara la cara con las
uñas. Pasó horas aullando y luego entró en un estado
crepuscular, meciéndose de lado
a lado, como en los tiempos en que ganó fama de idiota. El
capitán del buque anunció
la infausta nueva por un altoparlante, leyó un breve responso
y luego ordenó envolver
el pequeño cadáver con una bandera y lanzarlo por la borda,
porque ya estaban en
medio del océano y no tenía cómo preservarlo hasta el
próximo puerto.
Varios días después de la tragedia, María salió con paso
incierto a tomar aire por
primera vez en la cubierta. Era una noche tibia y del fondo
del mar subía un olor
inquietante de algas, de mariscos, de buques sumergidos, que
le entró por las narices
y le recorrió las venas con el efecto de una sacudida
telúrica. Se encontraba mirando el
horizonte, con la mente en blanco y la piel erizada desde
los talones hasta la nuca,
cuando escuchó un silbido insistente y al dar media vuelta
descubrió dos pisos más
abajo una silueta alumbrada por la luna, haciéndole señas.
Bajó las escalerillas en
trance, se aproximó al hombre moreno que la llamaba, sumisa
se dejó quitar los velos
y los ropones de luto y lo acompañó detrás de un rollo de
cuerdas. Vapuleada por un
impacto similar al del tren, aprendió en menos de tres
minutos la diferencia entre un
marido anciano, acabado por el temor a Dios, y un insaciable
marinero griego ardiendo
por la penuria de varias semanas de castidad oceánica.
Deslumbrada, la mujer
descubrió sus propias posibilidades, se secó el llanto y le
pidió más. Pasaron parte de
la noche conociéndose y sólo se separaron cuando oyeron la
sirena de emergencia, un
terrible bramido de naufragio que alteró el silencio de los
peces. Pensando que la
inconsolable madre se había arrojado al mar, la sirvienta
había dado la voz de alarma
y toda la tripulación, menos el griego, la buscaba.
María se reunió con su amante detrás de las cuerdas cada
noche, hasta que el buque
se aproximó a las costas del Caribe y el perfume dulzón de
flores y frutos que
arrastraba la brisa acabó de perturbarle los sentidos.
Aceptó entonces la proposición
de su compañero de abandonar la nave, donde penaba el
fantasma del niño muerto y
donde había tantos ojos espiándolos, se metió el dinero del
viaje en los refajos y se
despidió de su pasado de señora respetable. Descolgaron un
bote y desaparecieron al
amanecer, dejando a bordo a la sirvienta, los perritos, la
vaca y el baúl asesino. El
hombre remó con sus gruesos brazos de navegante hacia un
puerto estupendo, que
surgió ante sus ojos a la luz del alba como una aparición de
otro mundo, con sus
ranchos, sus palmeras y sus pájaros variopintos. Allí se
instalaron los dos fugitivos
mientras les duró la reserva de dinero.
El marinero resultó pendenciero y bebedor. Hablaba una
jerizonga incomprensible para
María y para los habitantes de ese lugar, pero conseguía
comunicarse con morisquetas
y sonrisas. Ella sólo se despabilaba cuando él aparecía para
practicar con ella las
maromas aprendidas en todos los lupanares desde Singapur
hasta Valparaíso, y el
resto del tiempo permanecía atontada por una languidez
mortal. Bañada por los
sudores del clima, la mujer inventó el amor sin compañero,
aventurándose sola en
territorios alucinantes, con la audacia de quien no conoce
los riesgos. El griego carecía
de intuición para adivinar que había abierto una compuerta,
que él mismo no era sino
el instrumento de una revelación, y fue incapaz de valorar
el regalo ofrecido por esa
mujer. Tenía a su lado a una criatura preservada en el limbo
de una inocencia
invulnerable, decidida a explorar sus propios sentidos con
la juguetona disposición de
un cachorro, pero él no supo seguirla. Hasta entonces ella
no había conocido el
desenfado del placer, ni siquiera lo había imaginado, aunque
siempre estuvo en su
sangre como el germen de una fiebre calcinante. Al
descubrirlo supuso que se trataba
de la dicha celestial que las monjas del colegio le
prometían a las niñas buenas en el
Más Allá. Sabía muy poco del mundo y era incapaz de mirar un
mapa para ubicarse en
dispuso a gozarlo. Allí nadie la conocía, estaba a sus
anchas por primera vez, lejos de
su casa, de la tutela inexorable de sus padres y hermanos,
de las presiones sociales y
de los velos de misa, libre al fin para saborear el torrente
de emociones que nacía en
su piel y penetraba por cada filamento hasta sus cavernas
más profundas, donde se
volcaba en cataratas, dejándola exhausta y feliz.
La falta de malicia de María, su impermeabilidad al pecado o
la humillación, acabaron
por aterrorizar al marinero. Las pausas entre cada abrazo se
hicieron más largas, las
ausencias del hombre más frecuentes, creció el silencio
entre los dos. El griego trató
de escapar de esa mujer con rostro de niña que lo llamaba
sin cesar, húmeda,
turgente, abrasada, convencido de que la viuda a quien
sedujo en alta mar se había
transformado en una perversa araña dispuesta a devorarlo
como a una mosca en el
tumulto de la cama. En vano buscó alivio para su virilidad
apabullada retozando con
las prostitutas, batiéndose a cuchillo y puñetazos con los
chulos y apostando en peleas
de gallos el sobrante de sus juergas. Cuando se encontró con
los bolsillo vacíos, se
aferró a esa excusa para desaparecer del todo. María lo
esperó con paciencia durante
varias semanas. Por la radio se enteraba a veces de que
algún marinero francés,
desertor de un barco británico, o un holandés escapado de
una nave portuguesa, había
sido asesinado a navajazos en los barrios bravos del puerto,
pero ella escuchaba la
noticia sin alterarse, porque aguardaba a un griego fugado
de un transatlántico
italiano. Cuando ya no pudo seguir soportando la calentura
de los huesos y la ansiedad
del alma, salió a pedir consuelo al primer hombre que
pasaba. Lo cogió de la mano y le
pidió de la forma más gentil y educada, que le hiciera el
favor de desnudarse para ella.
El desconocido vaciló un poco ante esa joven que en nada se
parecía a las
profesionales del vecindario, pero cuya proposición era muy
clara, a pesar del lenguaje
desusado. Calculó que podía distraer diez minutos de su
tiempo con ella y la siguió, sin
sospechar que se vería sumergido en el torbellino de una
pasión sincera. Asombrado y
conmovido, se fue a contárselo a todo el mundo, dejándole a
María un billete sobre la
mesa. Pronto llegaron otros, atraídos por la murmuración de
que había una mujer
capaz de vender por un rato la ilusión del amor. Todos los
clientes se fueron
satisfechos. Así se convirtió María en la prostituta más
célebre del puerto, cuyo nombre
los marineros se llevaron tatuado en los brazos para darlo a
conocer en otros mares,
hasta que la leyenda le dio la vuelta al planeta.
El tiempo, la pobreza y el esfuerzo de burlar al desencanto
destruyeron la frescura de
María. La piel se le volvió pardusca, adelgazó hasta los
huesos y para mayor
comodidad se cortó el pelo como un preso, pero mantuvo sus
modales elegantes y el
mismo entusiasmo por cada encuentro con un hombre, porque no
veía en ellos a
sujetos anónimos, sino el reflejo de sí misma en brazos de
su amante imaginario.
Confrontada con la realidad, no era capaz de percibir la
sórdida urgencia del
compañero de turno, porque cada vez se entregaba con el
mismo irrevocable amor,
adelantándose, como una novia atrevida, a los deseos del
otro. Con la edad se le
desordenó la memoria, hablaba cosas disparatadas y para la
época en que se trasladó
a la capital y se instaló en la calle República, no se
acordaba de que alguna vez fue la
musa inspiradora de tantos versos improvisados por
navegantes de todas las razas y
se quedaba perpleja cuando alguno viajaba desde el puerto
hasta la ciudad, sólo para
comprobar si aún existía aquella de quien había oído en un
lugar de Asia. Al hallarse
frente a ese mísero saltamontes, ese montón de huesos
patéticos, esa mujercita de
nada, y ver la leyenda reducida a escombros, muchos daban
media vuelta y se
marchaban desconcertados, pero otros se quedaban por
lástima. Éstos recibían un
premio inesperado. María cerraba su cortina de hule y al
punto cambiaba la calidad del
muchacha mitológica y no la de la anciana lastimosa que
creyó ver en un principio.
A María se le fue borrando el pasado -su único recuerdo
nítido era el terror de trenes y
baúles- y si no hubiera sido por la tenacidad de sus
compañeras de oficio, nadie habría
conocido su historia. Vivió esperando el instante en que se
abriera la cortina de su
habitación para dar paso al marinero griego, o a cualquier
otro fantasma nacido de su
fantasía, quien la recogería en el círculo preciso de sus
brazos para devolverle el
deleite compartido en la cubierta de un buque en alta mar,
buscando siempre la
antigua ilusión en cada hombre de paso, iluminada por un
amor imaginario, engañando
a las sombras con abrazos fugaces, con chispazos que se
consumían antes de arder, y
cuando se aburrió de aguardar en vano y sintió que también
el alma se le cubría de
escamas, decidió que era mejor dejar este mundo. Y con la
misma delicadeza y
consideración de todos sus actos, recurrió entonces a la
jarra de chocolate.
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