Ni la intimidad de tu frente clara como una fiesta
ni la privanza de tu cuerpo, aún misterioso y
tácito de niña,
ni la sucesión de tu vida situándose en palabras o
acallamiento
serán favor tan misterioso
como mirar tu sueño implicado
en la vigilia de mis brazos.
Virgen milagrosamente otra vez por la virtud
absolutoria del sueño,
quieta y resplandeciente como una dicha en la
selección del recuerdo,
me darás esa orilla de tu vida que tú misma no
tienes.
Arrojado a quietud,
divisaré esa playa última de tu ser
y te veré por primera vez, quizá,
como Dios ha de verte,
desbaratada la ficción del tiempo,
sin el amor, sin mí.
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