A tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste,
avanzaban los
implacables y escasos conquistadores de América. Lo contaron
las
voces de los vencidos. Después de la matanza de Cholula,
Moctezuma
envió nuevos emisarios al encuentro de Hernán Cortés, quien
avanzó
rumbo al valle de México. Los enviados regalaron a los
españoles
collares de oro y banderas de plumas de quetzal. Los
españoles «estaban
deleitándose. Como si fueran monos levantaban el oro, como
que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba
y se
les iluminaba el corazón. Como que cierto es que eso anhelan
con
gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre
furiosa de
eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro», dice el
texto
náhuatl preservado en el Códice Florentino. Más adelante,
cuando
Cortés llegó a Tenochtitlán, la espléndida capital azteca,
los españoles
entraron en la casa del tesoro, «y luego hicieron una gran
bola de oro,
y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo lo que
restaba,
por valioso que fuera: con lo cual todo ardió. Y en cuanto
al oro, los
españoles lo redujeron a barras...».
Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había perdido
Tenochtitlán,
la reconquistó en 1521. «Y ya no teníamos escudos, ya no
teníamos
macanas, y nada teníamos que comer, ya nada comimos.» La
ciudad,
devastada, incendiada y cubierta de cadáveres, cayó. «Y toda
la noche
llovió sobre nosotros.» La horca y el tormento no fueron
suficientes:
los tesoros arrebatados no colmaban nunca las exigencias de
la imaginación,
y durante largos años excavaron los españoles el fondo del
lago de México en busca del oro y los objetos preciosos
presuntamente
escondidos por los indios.
Pedro de Alvarado y sus hombres se abatieron sobre Guatemala
y «eran tantos los indios que mataron, que se hizo un río de
sangre,
que viene a ser el Olimtepeque», y también «el día se volvió
colorado
por la mucha sangre que hubo aquel día». Antes de la batalla
decisiva, «y vístose los indios atormentados, les dijeron a
los españoles
que no les atormentaran más, que allí les tenían mucho oro,
plata, diamantes y esmeraldas que les tenían los capitanes
Nehaib
Ixquín, Nehaib hecho águila y león. Y luego se dieron a los
españoles
y se quedaron con ellos...».
Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa,
le
arrancó un rescate en «andas de oro y plata que pesaban más
de
veinte mil marcos de plata fina, un millón y trescientos
veintiséis mil
escudos de oro finísimo...». Después se lanzó sobre el
Cuzco. Sus
soldados creían que estaban entrando en la Ciudad de los
Césares,
tan deslumbrante era la capital del imperio incaico, pero no
demoraron
en salir del estupor y se pusieron a saquear el Templo del
Sol:
«Forcejeando, luchando entre ellos, cada cual procurando
llevarse
del tesoro la parte del león, los soldados, con cota de
malla, pisoteaban
joyas e imágenes, golpeaban los utensilios de oro o les
daban
martillazos para reducirlos a un formato más fácil y
manuable... Arrojaban
al crisol, para convertir el metal en barras, todo el tesoro
del
templo: las placas que habían cubierto los muros, los
asombrosos
árboles forjados, pájaros y otros objetos del jardín».
Hoy día, en el Zócalo, la inmensa plaza desnuda del centro
de la
capital de México, la catedral católica se alza sobre las
ruinas del
templo más importante de Tenochtitlán, y el palacio de
gobierno está
emplazado sobre la residencia de Cuauhtémoc, el jefe azteca
ahorcado
por Cortés. Tenochtitlán fue arrasada. El Cuzco corrió, en
el Perú,
suerte semejante, pero los conquistadores no pudieron abatir
del
todo sus muros gigantescos y hoy puede verse, al pie de los
edificios
coloniales, el testimonio de piedra de la colosal
arquitectura incaica.
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