Quinquela Martín

domingo, 22 de agosto de 2021

«COMO UNOS PUERCOS HAMBRIENTOS ANSÍAN EL ORO» de Eduardo Galeano

 

A tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste, avanzaban los

implacables y escasos conquistadores de América. Lo contaron las

voces de los vencidos. Después de la matanza de Cholula, Moctezuma

envió nuevos emisarios al encuentro de Hernán Cortés, quien avanzó

rumbo al valle de México. Los enviados regalaron a los españoles

collares de oro y banderas de plumas de quetzal. Los españoles «estaban

deleitándose. Como si fueran monos levantaban el oro, como

que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba y se

les iluminaba el corazón. Como que cierto es que eso anhelan con

gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa de

eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro», dice el texto

náhuatl preservado en el Códice Florentino. Más adelante, cuando

Cortés llegó a Tenochtitlán, la espléndida capital azteca, los españoles

entraron en la casa del tesoro, «y luego hicieron una gran bola de oro,

y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo lo que restaba,

por valioso que fuera: con lo cual todo ardió. Y en cuanto al oro, los

españoles lo redujeron a barras...».

Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había perdido Tenochtitlán,

la reconquistó en 1521. «Y ya no teníamos escudos, ya no teníamos

macanas, y nada teníamos que comer, ya nada comimos.» La ciudad,

devastada, incendiada y cubierta de cadáveres, cayó. «Y toda la noche

llovió sobre nosotros.» La horca y el tormento no fueron suficientes:

los tesoros arrebatados no colmaban nunca las exigencias de la imaginación,

y durante largos años excavaron los españoles el fondo del

lago de México en busca del oro y los objetos preciosos presuntamente

escondidos por los indios.

Pedro de Alvarado y sus hombres se abatieron sobre Guatemala

y «eran tantos los indios que mataron, que se hizo un río de sangre,

que viene a ser el Olimtepeque», y también «el día se volvió colorado

por la mucha sangre que hubo aquel día». Antes de la batalla

decisiva, «y vístose los indios atormentados, les dijeron a los españoles

que no les atormentaran más, que allí les tenían mucho oro,

plata, diamantes y esmeraldas que les tenían los capitanes Nehaib

Ixquín, Nehaib hecho águila y león. Y luego se dieron a los españoles

y se quedaron con ellos...».

Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le

arrancó un rescate en «andas de oro y plata que pesaban más de

veinte mil marcos de plata fina, un millón y trescientos veintiséis mil

escudos de oro finísimo...». Después se lanzó sobre el Cuzco. Sus

soldados creían que estaban entrando en la Ciudad de los Césares,

tan deslumbrante era la capital del imperio incaico, pero no demoraron

en salir del estupor y se pusieron a saquear el Templo del Sol:

«Forcejeando, luchando entre ellos, cada cual procurando llevarse

del tesoro la parte del león, los soldados, con cota de malla, pisoteaban

joyas e imágenes, golpeaban los utensilios de oro o les daban

martillazos para reducirlos a un formato más fácil y manuable... Arrojaban

al crisol, para convertir el metal en barras, todo el tesoro del

templo: las placas que habían cubierto los muros, los asombrosos

árboles forjados, pájaros y otros objetos del jardín».

Hoy día, en el Zócalo, la inmensa plaza desnuda del centro de la

capital de México, la catedral católica se alza sobre las ruinas del

templo más importante de Tenochtitlán, y el palacio de gobierno está

emplazado sobre la residencia de Cuauhtémoc, el jefe azteca ahorcado

por Cortés. Tenochtitlán fue arrasada. El Cuzco corrió, en el Perú,

suerte semejante, pero los conquistadores no pudieron abatir del

todo sus muros gigantescos y hoy puede verse, al pie de los edificios

coloniales, el testimonio de piedra de la colosal arquitectura incaica.

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