«Estoy pensando otra vez en Prudencia Aguilar.» No durmieron
un minuto, pero al día siguiente se sentían tan descansadas que se olvidaron de
la mala noche. Aureliano comentó asombrado a la hora del almuerzo que se sentía
muy bien a pesar de que había pasado toda la noche en el laboratorio dorando un
prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el día de su cumpleaños. No se
alarmaran hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin
sueño, y cayeran en la cuenta de que llevaban más de cincuenta horas sin
dormir.
-Los niños también están despiertos -dijo la india con su
convicción fatalista-. Una vez que entra en la casa, nadie escapa a la peste.
Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio.
Úrsula, que había aprendido de su madre el valor medicinal de las plantas,
preparó e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero no consiguieran
dormir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estada de
alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que
los unos veían las imágenes soñadas por los otros. Era como si la casa se
hubiera llenado de visitantes. Sentada en su mecedor en un rincón de la cocina,
Rebeca soñó que un hombre muy parecido a ella, vestido de lino blanco y con el
cuello de la camisa cerrado por un botón de oro, le llevaba una rama de rosas.
Lo acompañaba una mujer de manos delicadas que separó una rosa y se la puso a
la niña en el pelo. Úrsula comprendió que el hombre y la mujer eran los padres
de Rebeca, pero aunque hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su
certidumbre de que nunca los había visto. Mientras tanto, por un descuido que
José Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de caramelo fabricados
en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niñas y adultos chupaban
encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces
rosados del insomnio y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo
que el alba del lunes sorprendió despierto a todo el pueblo. Al principio nadie
se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque entonces había tanto
que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto, que
pronto no tuvieran nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la
madrugada con los brazos cruzados, contando el número de notas que tenía el
valse de los relajes. Los que querían dormir, no por cansancio, sino por
nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se
reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos
chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo
capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que
les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador
decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les
contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador
decía que no les había pedida que dijeran que no, sino que si querían que les
contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador
decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que
les contara el cuento del gallo capón, Y nadie podía irse, porque el narrador
decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les
contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso
que se prolongaba por noches enteras.
Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste
había invadido el pueblo, reunió a los jefes de familia para explicarles lo que
sabía sobre la enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que
el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga. Fue así como se
quitaron a los chivos las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas y
se pusieron a la entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los
consejos y súplicas de los centinelas e insistían en visitar la población.
Todos los forasteros que por aquel tiempo recorrían las calles de Macondo
tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos supieran que estaba
sano. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no había
duda de que la enfermedad sólo sé transmitía por la boca, y todas las cosas de
comer y de beber estaban contaminadas de insomnio. En esa forma se mantuvo la
peste circunscrita al perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena,
que llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y
se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió
a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.
Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de
defenderlos durante varios meses de las evasiones de la memoria. La descubrió
por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de las primeros, había
aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el
pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre.
Su padre se lo dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó
con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en
el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del
olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días
después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del
laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le
bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le
comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su
niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en
práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo
entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared,
cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo,
puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas
posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran
las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue
más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra
ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a
luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas
para que produzca leche y a la leche hay que herviría para mezclarla con el
café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad
escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de
fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un
anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios
existe. En todas las casas se habían escrita claves para memorizar los objetas
y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza
moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada
por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante.
Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando
concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído
el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo
construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se
recordaba apenas como el hombre moreno que había llegada a principios de abril
y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de
oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al
último martes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas
prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la
máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los
maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad
de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad
de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario
giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una
manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más
necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas,
cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la
campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con
cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de
Jasé Arcadio Buendía.
Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que
llevaba el propósito de vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un
pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre
decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada por la incertidumbre y sus
manos parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venían del
mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía
lo encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negra,
mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo
saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo
y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió
olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más
cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.
Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de
entre ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio
Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los
ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala
absurda donde los objetas estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes
tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado
en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades.
Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos,
José Arcadio Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El
gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en
efecto, pero había regresada porque no pudo soportar la soledad. Repudiado por
su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su fidelidad
a la vida, decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto
por la muerte, dedicada a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia.
José Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se
vio a sí mismo y a todas sus familias plasmadas en una edad eterna sobre una
lámina de metal tornasol, se quedó mudo de estupor. De esa época databa el
oxidado daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo
erizado y ceniciento, el acartonado cuello de la camisa prendido con un botón
de cobre, y una expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía
muerta de risa como «un general asustado. En verdad, José Arcadio Buendía
estaba asustado la diáfana mañana de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo,
porque pensaba que la gente se iba gastando poco a poco a medida que su imagen
pasaba a las placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre, fue
Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien
olvidó sus antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en
la casa, aunque nunca permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según
sus propias palabras textuales) no quería quedar para burla de sus nietos.
Aquella mañana vistió a los niños con sus ropas mejores, les empolvó la cara y
les dio una cucharada de jarabe de tuétano a cada uno para que pudieran
permanecer absolutamente inmóviles durante casi dos minutos frente a la
aparatosa cámara de Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que
existió jamás, Aureliano apareció vestido de terciopelo negro, entre Amaranta y
Rebeca. Tenía la misma languidez y la misma mirada clarividente que había de
tener años más tarde frente al pelotón de fusilamiento. Pero aún no había
sentido la premonición de su destino. Era un orfebre experto, estimado en toda
la ciénaga por el preciosismo de su trabajo. En el taller que compartía con el
disparatado laboratorio de Melquíades, apenas si se le oía respirar. Parecía
refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el gitano interpretaban a gritos
las predicciones de Nostradamus, entre un estrépito de frascos y cubetas, y el
desastre de los ácidos derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos
y traspiés que daban a cada instante. Aquella consagración al trabajo, el buen
juicio con que administraba sus intereses, le habían permitido a Aureliano
ganar en poco tiempo más dinero que Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo,
pero todo el mundo se extrañaba de que fuera ya un hambre hecho y derecho y no
se le hubiera conocido mujer. En realidad no la había tenido.
Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano
trotamundos de casi doscientos años que pasaba con frecuencia por Macondo
divulgando las canciones compuestas par él mismo. En ellas, Francisco el Hombre
relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su
itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si
alguien tenía un recado que mandar a un acontecimiento que divulgar, le pagaba
dos centavos para que lo incluyera en su repertorio. Fue así como se enteró
Úrsula de la muerte de su madre por pura casualidad, una noche que escuchaba
las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su hijo José Arcadio.
Francisco el Hombre, así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de
improvisación de cantos, y cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció
de Macondo durante la peste del insomnio y una noche reapareció sin ningún
anuncio en la tienda de Catarino. Todo el pueblo fue a escucharlo para saber
qué había pasado en el mundo. En esa ocasión llegaron con él una mujer tan
gorda que cuatro indios tenían que llevarla cargada en un mecedor, y una mulata
adolescente de aspecto desamparado que la protegía del sol con un paraguas.
Aureliano fue esa noche a la tienda de Catarina. Encontró a Francisco el Hombre,
como un camaleón monolítico, sentado en medio de un círculo de curiosas.
Cantaba las noticias con su vieja voz descordada, acompañándose con el mismo
acordeón arcaico que le regaló Sir Walter Raleigh en la Guayana, mientras
llevaba el compás con sus grandes pies caminadores agrietados por el salitre.
Frente a una puerta del fondo por donde entraban y salían algunos hombres,
estaba sentada y se abanicaba en silencio la matrona del mecedor. Catarina, con
una rosa de fieltro en la oreja, vendía a la concurrencia tazones de guarapo
fermentado, y aprovechaba la ocasión para acercarse a los hombres y ponerles la
mano donde no debía. Hacia la media noche el calor era insoportable. Aureliano
escuchó las noticias hasta el final sin encontrar ninguna que le interesara a
su familia. Se disponía a regresar a casa cuando la matrona le hizo una señal
con la mano.
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