Quinquela Martín

domingo, 22 de agosto de 2021

“20 poemas de amor y una canción desesperada” de Pablo Neruda

 

Juegas todos los días con la luz del universo.

Sutil visitadora, llegas en la flor y en el agua.

Eres más que esta blanca cabecita que aprieto

como un racimo entre mis manos cada día.

 

A nadie te pareces desde que yo te amo.

Déjame tenderte entre guirnaldas amarillas.

Quién escribe tu nombre con letras de humo entre las estrellas del sur?

Ah déjame recordarte cómo eras entonces, cuando aún no existías.

 

De pronto el viento aúlla y golpea mi ventana cerrada.

El cielo es una red cuajada de peces sombríos.

Aquí vienen a dar todos los vientos, todos.

Se desviste la lluvia.

 

Pasan huyendo los pájaros.

El viento. El viento.

Yo sólo puedo luchar contra la fuerza de los hombres.

El temporal arremolina hojas oscuras

y suelta todas las barcas que anoche amarraron al cielo.

 

Tú estás aquí. Ah tú no huyes.

Tú me responderás hasta el último grito.

Ovíllate a mi lado como si tuvieras miedo.

Sin embargo alguna vez corrió una sombra extraña por tus ojos.

 

Ahora, ahora también, pequeña, me traes madreselvas,

y tienes hasta los senos perfumados.

Mientras el viento triste galopa matando mariposas

yo te amo, y mi alegría muerde tu boca de ciruela.

 

Cuanto te habrá dolido acostumbrarte a mí,

a mi alma sola y salvaje, a mi nombre que todos ahuyentan.

Hemos visto arder tantas veces el lucero besándonos los ojos

y sobre nuestras cabezas destorcerse los crepúsculos en abanicos girantes.

 

Mis palabras llovieron sobre ti acariciándote.

Amé desde hace tiempo tu cuerpo de nácar soleado.

Hasta te creo dueña del universo.

Te traeré de las montañas flores alegres, copihues,

avellanas oscuras, y cestas silvestres de besos.

 

Quiero hacer contigo

lo que la primavera hace con los cerezos.


"Una idea" de Julio Cortázar


Una idea incandescente se me vino esta mañana
una antorcha que flameaba en lo alto de mi mente
pero sola y sin refuerzos talvez pierda la batalla
ya librada de hace tiempo por tu brillo y un cobarde

un cobarde que vacila entre el olvido y tras la nada
que vacila tras tus pasos y tu melódica mirada
que se pierde encandilado tras el grito de tus ojos
que se aturde enceguecido tras el brillo de tu nombre

que se esconde tras las letras de algún otro nombre
y aún así no se atreve a gritar de quien se esconde
que hace frente tan valiente a enredadas tempestades
y se escapa como un niño al descubrirse a tu lado

que amanece al medio día y se duerme al despedirte
que susurra tan potente y que grita tan despacio
que camina tan de prisa y con los ojos bien cerrados
sin valor por la cornisa que conduce a tu palacio

Una idea de coraje se me vino esta mañana
de sentarnos frente a frente y quitarme el camuflaje
de soplar mis emociones y transformarlas en palabras
en palabras que te expliquen como cae el agua helada

Una idea tan sublime como tantas que me diste
tan tardía y predecible como tantas he tenido
pero sola y sin refuerzos de valor y otros aliados
ha perdido la batalla
ya es de noche
ya te fuiste.

«COMO UNOS PUERCOS HAMBRIENTOS ANSÍAN EL ORO» de Eduardo Galeano

 

A tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste, avanzaban los

implacables y escasos conquistadores de América. Lo contaron las

voces de los vencidos. Después de la matanza de Cholula, Moctezuma

envió nuevos emisarios al encuentro de Hernán Cortés, quien avanzó

rumbo al valle de México. Los enviados regalaron a los españoles

collares de oro y banderas de plumas de quetzal. Los españoles «estaban

deleitándose. Como si fueran monos levantaban el oro, como

que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba y se

les iluminaba el corazón. Como que cierto es que eso anhelan con

gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa de

eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro», dice el texto

náhuatl preservado en el Códice Florentino. Más adelante, cuando

Cortés llegó a Tenochtitlán, la espléndida capital azteca, los españoles

entraron en la casa del tesoro, «y luego hicieron una gran bola de oro,

y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo lo que restaba,

por valioso que fuera: con lo cual todo ardió. Y en cuanto al oro, los

españoles lo redujeron a barras...».

Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había perdido Tenochtitlán,

la reconquistó en 1521. «Y ya no teníamos escudos, ya no teníamos

macanas, y nada teníamos que comer, ya nada comimos.» La ciudad,

devastada, incendiada y cubierta de cadáveres, cayó. «Y toda la noche

llovió sobre nosotros.» La horca y el tormento no fueron suficientes:

los tesoros arrebatados no colmaban nunca las exigencias de la imaginación,

y durante largos años excavaron los españoles el fondo del

lago de México en busca del oro y los objetos preciosos presuntamente

escondidos por los indios.

Pedro de Alvarado y sus hombres se abatieron sobre Guatemala

y «eran tantos los indios que mataron, que se hizo un río de sangre,

que viene a ser el Olimtepeque», y también «el día se volvió colorado

por la mucha sangre que hubo aquel día». Antes de la batalla

decisiva, «y vístose los indios atormentados, les dijeron a los españoles

que no les atormentaran más, que allí les tenían mucho oro,

plata, diamantes y esmeraldas que les tenían los capitanes Nehaib

Ixquín, Nehaib hecho águila y león. Y luego se dieron a los españoles

y se quedaron con ellos...».

Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le

arrancó un rescate en «andas de oro y plata que pesaban más de

veinte mil marcos de plata fina, un millón y trescientos veintiséis mil

escudos de oro finísimo...». Después se lanzó sobre el Cuzco. Sus

soldados creían que estaban entrando en la Ciudad de los Césares,

tan deslumbrante era la capital del imperio incaico, pero no demoraron

en salir del estupor y se pusieron a saquear el Templo del Sol:

«Forcejeando, luchando entre ellos, cada cual procurando llevarse

del tesoro la parte del león, los soldados, con cota de malla, pisoteaban

joyas e imágenes, golpeaban los utensilios de oro o les daban

martillazos para reducirlos a un formato más fácil y manuable... Arrojaban

al crisol, para convertir el metal en barras, todo el tesoro del

templo: las placas que habían cubierto los muros, los asombrosos

árboles forjados, pájaros y otros objetos del jardín».

Hoy día, en el Zócalo, la inmensa plaza desnuda del centro de la

capital de México, la catedral católica se alza sobre las ruinas del

templo más importante de Tenochtitlán, y el palacio de gobierno está

emplazado sobre la residencia de Cuauhtémoc, el jefe azteca ahorcado

por Cortés. Tenochtitlán fue arrasada. El Cuzco corrió, en el Perú,

suerte semejante, pero los conquistadores no pudieron abatir del

todo sus muros gigantescos y hoy puede verse, al pie de los edificios

coloniales, el testimonio de piedra de la colosal arquitectura incaica.

“Contémplala: es muy bella” de FAYAD JAMÍS

 

Contémplala: es muy bella, su risa golpea
la costa,
toda de iras y espumas. Pero no intentes
decirle lo que piensas. Ella está en otro mundo
(tú no eres más que un extranjero de sus ojos,
de su edad)
Dile, en todo caso, que te gustan sardinas fritas,
sobre todo una tarde en que llueve un inolvidable
vino blanco. Háblale del hermoso fuego 
de tu patria.

Ella es clara y oscura como la lluvia 
en que reina
su ciudad. Sus ojos se detienen en un punto
movedizo
entre la estación del amor y un tiempo
imprevisible.
Claro que a veces olvidas (por un instante, 
es cierto)
tu oficio de notario, y, como ser humano al fin,
te pones a hablar líricamente de política.

Lo mejor
que puedes hacer es convencerte de que la poesía
te completa,
comprobar que has cruzado el lindero del horror
y la angustia,
escribir que una tarde recorriste 
la bella ciudad empedrada
para encontrar lo que no podía ser el amor
sino el poco de sueño
que recuerda un gran sueño.

“Una mañana más” de Fátima Tahiri Simouh

  

La alarma del despertador irrumpía en mis oídos como una ametralladora, con la ilusión de que fuese una simple pesadilla abrí un poco el ojo derecho.

 

-¡Dios mío, las siete y media!- me decía mientras hundía la cabeza en mi almohada.

 

Alargué la mano y la apagué. Me di la vuelta colocándome boca arriba y empecé a mirar el techo perdiéndome en cada una de las gotas de ese gotelé tan anticuado. No había solución, por más que quisiese encontrarla, era lunes y tenía que levantarme para ir a la universidad. Al levantarme suspiré de forma profunda y me dije:

 

-Tranquila Mariam, cuando vuelvas te echas una siesta- una frase que me repito cada mañana, como la gran mayoría de la humanidad, para consolarme y hacer que la separación de mi cama sea más amena. Después de hacer ejercicio con el nórdico para arreglar la cama, me dirigí arrastrando los pies de forma desanimada para afrontar el ritual matutino de todos los días: las peleas por el baño, llegar a hacerme el café y vestirme para salir pitando a coger el tren. Cuando llegué a la puerta del baño me encontré a mi madre en el pasillo, que un día más, me hizo el mismo reproche:

 

– Mariam, por favor, todas las mañanas igual. Tienes que levantarte más pronto ¡venga que vas a llegar tarde a clase!

 

-Sí mamá- respondía a regañadientes porque en el fondo sabía que tenía razón.

Me duché y me lavé los dientes rápidamente. Al mirarme al espejo descubrí que me había salido un grano justo en la parte inferior del labio.

 

-¡Fenomenal, ahí en toda la cara! No me podía salir en la frente para poder taparlo con el velo, ¡no!, tenía que salir allí para fastidiarme el día- me dije a mi misma mirándome al espejo. Cerré la puerta del baño enfadada y me fui a mi habitación. Una vez allí me vestí para realizar la oración del alba. De entre todos los hábitos de la mañana supone el único suspiro en el que puedo relajar mi cuerpo y mente. Unos minutos en los que respiro profundamente y me dejo llevar por los sentimientos que recorren mi cuerpo. Amor, misericordia, tristeza y esperanza para un futuro mejor. Al acabar supliqué a Dios que me diese fuerzas y salud para mí y mi familia. Inmediatamente doblé la alfombrilla y abrí el armario. Había llegado la hora. Tenía que elegir qué ponerme.

 

-¡Vamos allá!- exclamé medio suspirando a la vez que palpaba y veía las prendas-A ver, pues, eh, me pongo este vaquero, el jersey negro y cojo el velo azul con fondo de flores que le queda tan bien…..espera, pero…¿dónde está? ¡Ay míralo en la silla! ¡Puuff me lo puse ayer! No puedo repetir van a pensar que soy una guarra., una mora guarra. Bueno, venga, voy poniéndome los pantalones y ya se me ocurrirá que me pongo.

 

El procedimiento de ponerme los pantalones no iba como esperaba. No conseguía subirlos. Metí tripa. Dejé de respirar. Después decidí hacer las dos cosas a la vez tumbada en la cama intentando subirme la cremallera. Nada, no había solución. Me lo quité y lo tiré al suelo. Tendré que ponerme a dieta. Pensé inmediatamente.

 

-Esto de los pantalones pitillo es un invento para que dejemos de pensar porque, ¡como cuesta tanto ponérselos y tienes que estar pendiente de no engordar ni un kilo para que no te lleguen pequeños!….¡Dejas de pensar en lo que realmente importa a tu alrededor y empiezas a consumir cremas y dietas absurdas para poder ponerte este tipo de ropa!….¡Y así te conviertes en una valioso objeto consumista para las grandes multinacionales!- me explicaba a mi misma para entender la ridícula situación en la que estaba.

 

-El cuerpo, el cuerpo y el cuerpo- decía en bajito a la par que volvía al armario a buscar ropa para ponerme. La elección de la ropa como mujer musulmana española suponía una batalla todas las mañanas y mi cuerpo era el terreno de combate. Mi obsesión era buscar algo que me hiciese parecer una chica española más sin dejar de parecer musulmana . Ya tenía bastante con aguantar las miradas por llevar un velo en la cabeza. Así que, por lo menos que, cuando la gente me vea el resto del cuerpo no se extrañe tanto o moleste.

 

-¿Molestar, pero cómo qué molestar? ¿Por qué mi cuerpo y mi forma de gestionarlo tiene que molestar? ¿Por qué tengo que explicarme? ¿Por qué todos los días tengo que mostrar que soy una chica más? ¡Eh, gente mirad, soy normal, me pongo ropa como vosotros! ¡No me llegan los pitillos porque soy una zampa bollos! Pero no es preocupéis que como el resto de mortales mañana me pongo a dieta ¡joder, qué mierda!….. Venga Mariam, ¡concéntrate! Y no digas palabrotas. Es una mañana más. Tú puedes.

 

Saqué un pantalón negro, una blusa estampada de nueva temporada y un velo de color beis. Ahora la cuestión era colocarme el velo y maquillarme, que no era tarea fácil. A veces la tela del velo es rígida y no hay manera de doblarla bien, se te quedan unos pliegues que parece que lleves montañas en la cabeza; a veces es al contrario, la tela no para de resbalarse y te salen los pelos por todos los lados, y claro, en ese momento siempre está el típico gracioso o graciosa que dice:

 

-¡Anda, se te sale el pelo y eres morena!-y con una sonrisa estúpida mientras me lo coloco bien digo:

 

-Sí-pensado en mis adentros con ironía que si no hubiese sido por él o ella a día de hoy no sabría cuál es el color de mi pelo.

 

Me maquillé lo mejor que pude para disimular las ojeras y el grano inoportuno y empecé a colocarme el velo. Cada pliegue que realizaba me recordaba que aunque yo hubiese elegido ponérmelo como una chica decide llevar minifalda o dejar de llevar tacones por convicción, estaba condenada el resto de mi vida a quedar como un trozo de tela que simbolizaba algo que yo no había elegido. Poco importaba quién era y qué pensaba. Esa tela representaba una religión de millones de personas, las enemistades y contradicciones entre Islam y Occidente, el peligro del terrorismo, la opresión a la mujer y mi condición de mora ignorante que no sabe español aunque no lo fuera. Mi cuerpo y mi elección pasaban a formar parte de una debate de lucha de civilizaciones. ¿Algún día dejaré de ser vista como un velo andante, como una amenaza, como una chica a la que hay que salvar? ¿Alguna vez podré hablar y ser escuchada como la Mariam, mujer , española y estudiante de economía sin representar a los millones de musulmanes del mundo? ¿Qué es lo que tengo que hacer?….

 

-¡Mariam!-el gritó de mi madre cuando abrió de repente la puerta de mi habitación me asustó¡Sigues aquí!¡Pero se puede saber qué tonterías sigues haciendo que ni has desayunado y vas a perder el tren!

 

-Ya, mamá pero…..-balbuceaba sin saber qué decir.

 

-Venga, hija, toma tu taza de café para llevar y sal corriendo para llegar a clase. No pierdas más el tiempo.

 

Me puse el abrigo, cogí la mochila y pegué un sorbo al café mientras mi madre me abría la puerta.

 

Al bajar las escaleras me encontré a nuestro portero, José, que entre risas me dijo:

 

-Qué Mariam, hija, ¿una mañana más?

 

Y con una sonrisa de resentimiento respondí:

 

-Sí. Una mañana más.

 

 

“Aprisionada por la espuma” de Eunice Odio

 

I

Aprisionada en cárceles de espuma, en la medida de tu cuerpo, no veo pasar la noche, sólo veo el día que entra por tus axilas transparentes y te desnuda.

Veo, amor mío, el lecho donde estamos y compartimos las dádivas, los cielos… Todo lo que nos negó y afirmó como lo que somos: mil años de alegría corporal y materia sin sombra y palabras que se dicen diurnamente porque vienen del aire y hay que oírlas y decirlas a través de los árboles y en lo que no se escribe porque aún no se inventa su nombre; porque su júbilo todavía no ha sido descubierto y las flores de su alrededor aún no son cosas del viento (aún no han ido a un invierno ni regresado a la primavera).

II

Voy a tu cuerpo igual que ir a los ríos, igual que van los ríos a los pájaros y ellos al espacio desatado y florido.

Vengo de ti a la era donde todo es de todos: los que llegan, los que se han ido, los que aún no han venido, los que no volverán…

Porque eso es tu cuerpo: un adentro, un afuera compartido por mí y por el viento, por el mar y los seres que lo guardan; por el color y las embestidas del otoño, y las andanzas del verano ¡que viste cosas silvestres y es custodio de las abejas y funde las hierbas en un crisol matutino, en una prolongación de azucenas.


lunes, 16 de agosto de 2021

“Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez


«Estoy pensando otra vez en Prudencia Aguilar.» No durmieron un minuto, pero al día siguiente se sentían tan descansadas que se olvidaron de la mala noche. Aureliano comentó asombrado a la hora del almuerzo que se sentía muy bien a pesar de que había pasado toda la noche en el laboratorio dorando un prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el día de su cumpleaños. No se alarmaran hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin sueño, y cayeran en la cuenta de que llevaban más de cincuenta horas sin dormir.

-Los niños también están despiertos -dijo la india con su convicción fatalista-. Una vez que entra en la casa, nadie escapa a la peste.

Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Úrsula, que había aprendido de su madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero no consiguieran dormir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estada de alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en su mecedor en un rincón de la cocina, Rebeca soñó que un hombre muy parecido a ella, vestido de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón de oro, le llevaba una rama de rosas. Lo acompañaba una mujer de manos delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña en el pelo. Úrsula comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca, pero aunque hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su certidumbre de que nunca los había visto. Mientras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de caramelo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niñas y adultos chupaban encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendió despierto a todo el pueblo. Al principio nadie se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque entonces había tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto, que pronto no tuvieran nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada con los brazos cruzados, contando el número de notas que tenía el valse de los relajes. Los que querían dormir, no por cansancio, sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedida que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, Y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.

Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadido el pueblo, reunió a los jefes de familia para explicarles lo que sabía sobre la enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga. Fue así como se quitaron a los chivos las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas y se pusieron a la entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas de los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel tiempo recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos supieran que estaba sano. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no había duda de que la enfermedad sólo sé transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas de insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.

Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varios meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de las primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que herviría para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.

En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrita claves para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegada a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de Jasé Arcadio Buendía.

Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada por la incertidumbre y sus manos parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venían del mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negra, mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetas estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades.

Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresada porque no pudo soportar la soledad. Repudiado por su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su fidelidad a la vida, decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la muerte, dedicada a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia. José Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a sí mismo y a todas sus familias plasmadas en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol, se quedó mudo de estupor. De esa época databa el oxidado daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo erizado y ceniciento, el acartonado cuello de la camisa prendido con un botón de cobre, y una expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía muerta de risa como «un general asustado. En verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado la diáfana mañana de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba que la gente se iba gastando poco a poco a medida que su imagen pasaba a las placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre, fue Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien olvidó sus antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa, aunque nunca permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según sus propias palabras textuales) no quería quedar para burla de sus nietos. Aquella mañana vistió a los niños con sus ropas mejores, les empolvó la cara y les dio una cucharada de jarabe de tuétano a cada uno para que pudieran permanecer absolutamente inmóviles durante casi dos minutos frente a la aparatosa cámara de Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que existió jamás, Aureliano apareció vestido de terciopelo negro, entre Amaranta y Rebeca. Tenía la misma languidez y la misma mirada clarividente que había de tener años más tarde frente al pelotón de fusilamiento. Pero aún no había sentido la premonición de su destino. Era un orfebre experto, estimado en toda la ciénaga por el preciosismo de su trabajo. En el taller que compartía con el disparatado laboratorio de Melquíades, apenas si se le oía respirar. Parecía refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el gitano interpretaban a gritos las predicciones de Nostradamus, entre un estrépito de frascos y cubetas, y el desastre de los ácidos derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos y traspiés que daban a cada instante. Aquella consagración al trabajo, el buen juicio con que administraba sus intereses, le habían permitido a Aureliano ganar en poco tiempo más dinero que Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el mundo se extrañaba de que fuera ya un hambre hecho y derecho y no se le hubiera conocido mujer. En realidad no la había tenido.

Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano trotamundos de casi doscientos años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas par él mismo. En ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un recado que mandar a un acontecimiento que divulgar, le pagaba dos centavos para que lo incluyera en su repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de su madre por pura casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su hijo José Arcadio. Francisco el Hombre, así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de Macondo durante la peste del insomnio y una noche reapareció sin ningún anuncio en la tienda de Catarino. Todo el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en el mundo. En esa ocasión llegaron con él una mujer tan gorda que cuatro indios tenían que llevarla cargada en un mecedor, y una mulata adolescente de aspecto desamparado que la protegía del sol con un paraguas. Aureliano fue esa noche a la tienda de Catarina. Encontró a Francisco el Hombre, como un camaleón monolítico, sentado en medio de un círculo de curiosas. Cantaba las noticias con su vieja voz descordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico que le regaló Sir Walter Raleigh en la Guayana, mientras llevaba el compás con sus grandes pies caminadores agrietados por el salitre. Frente a una puerta del fondo por donde entraban y salían algunos hombres, estaba sentada y se abanicaba en silencio la matrona del mecedor. Catarina, con una rosa de fieltro en la oreja, vendía a la concurrencia tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasión para acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no debía. Hacia la media noche el calor era insoportable. Aureliano escuchó las noticias hasta el final sin encontrar ninguna que le interesara a su familia. Se disponía a regresar a casa cuando la matrona le hizo una señal con la mano.

“Agua de lumbre” de Alejandra Pizarnik

 

Sí. Llueve...

el cielo gime montones desteñidos

sombras mojadas recogen sus trozos

cavidades barrosas tremendas

mezquinas gotas de agua sulfurada

si bien no sé cómo recojo las masas

de ver si me agita la pálida lumbre

tremendo espesor de perros y gatos

las gotas siguen.

“Serena voz imperfecta” de Fernando Pessoa

 

Serena voz imperfecta, elegida

para hablar a los dioses muertos

la ventana que falta a tu palacio da

para el Puerto todos los puertos.

 

Chispa de la idea de una voz sonando

lirios en las manos de las princesas soñadas,

yo soy la marea de pensarte, Orlando

la Ensenada todas las ensenadas.

 

Brumas marinas esquinas del sueño...

Ventanas dando al Tedio los charcos...

Y yo miro a mi Fin que me mira, tristón,

desde la cubierta del Barco todos los barcos...

“Razón de todas las cosas” de Eduardo Espina

 

De tal manera imaginaria, las cosas sucedían

para que todo fuera donosura en lo desusado:

la racha entrometida del dedo en el deshabillé,

la sevicia por la blusa azul al soltarla basta el

desacato de desabotonar de las polainas a las

bragas en remedo de ilusiones todo lo demás,

y así el pulso, la unción en marcha él y el final.

Aposento de nombre en la pradera soleosa y

mudo a moverse a dar desvelo de júbilo pero

igual, no. Nadie en la piel más de la cuenta.

En la ducha los afeites hermosean el enredo

y regresa el agua a la noche donde se bañan.

El amor es la única imposibilidad necesaria

“Anhelo” de Dolores Veintimilla de Galindo

 

¡Oh! ¿dónde está ese mundo que soñé

allá en los años de mi edad primera?

¿Dónde ese mundo que en mi mente orlé

de blancas flores … ? Todo fue quimera!

 

Hoy de mí misma nada me ha quedado,

pasaron ya mis horas de ventura,

y sólo tengo un corazón llagado

y un alma ahogada en llanto y amargura.

 

¿Por qué tan pronto la ilusión pasé?

¿Por qué en quebranto se trocó mi risa

y mi sueño fugaz se disipó

cual leve nube al soplo de la brisa …?

 

Vuelve a mis ojos óptica ilusión,

vuelve, esperanza, a amenizar mi vida,

vuelve, amistad, sublime inspiración …

yo quiero dicha aun cuando sea mentira.

“La rosa perfecta” de Dorothy Parker

Solo una rosa me envió desde que nos conocimos.

Supo elegir con mucha ternura el mensajero:

Corazón profundo, puro, con unas gotas de fragancia aún húmedas—

La rosa perfecta.

Así conocí el lenguaje de esa florcita que me decía:

Mis pétalos frágiles atesoran un corazón.

Este amor supo así encontrar su amuleto en

La rosa perfecta.

Me pregunto por qué nadie nunca me envió en cambio

La limusina perfecta. ¿Podrían decírmelo?

Ya sé… está mi suerte echada, y siempre he de recibir solo

La rosa perfecta.

 

domingo, 8 de agosto de 2021

“María la boba” de Isabel Allende

  

María, la boba, creía en el amor. Eso la convirtió en una leyenda viviente. A su entierro

acudieron todos los vecinos, hasta los policías y el ciego del quiosco, quien rara vez

abandonaba su negocio. La calle República quedó vacía, y en señal de duelo colgaron

cintas negras en los balcones y apagaron los faroles rojos de las casas. Cada persona

tiene su historia y en ese barrio son casi siempre tristes, historias de pobrezas e

injusticias acumuladas, de violencias padecidas, de hijos muertos antes de nacer y de

amantes que se van, pero la de María era diferente, tenía un brillo elegante que

echaba a volar la imaginación ajena. Se las arregló para ejercer su oficio sola,

administrándose sin bulla, discretamente. Nunca tuvo la menor curiosidad por el

alcohol ni por las drogas, ni siquiera le interesaban los consuelos de cinco pesos que

vendían las adivinas y las profetas del vecindario. Parecía a salvo de los tormentos de

la esperanza, protegida por la calidad de su amor inventado. Era una mujercita de

aspecto inofensivo, de corta estatura, facciones y gestos finos, toda mansedumbre y

suavidad, pero las veces que algún chulo intentó ponerle la mano encima se encontró

con una fiera babeante, puras garras y colmillos, dispuesta a devolver cada golpe, así

se le fuera la vida. Aprendieron a dejarla en paz. Mientras las otras mujeres pasaban

su existencia escondiendo moretones bajo espesas capas de maquillaje barato, ella

envejecía respetada, con un cierto aire de reina en harapos. No tenía ninguna

conciencia del prestigio de su nombre ni de la leyenda que habían bordado a costa de

ella. Era una prostituta vieja con alma de doncella.

En sus recuerdos figuraban con insistencia un baúl asesino y un hombre moreno con

olor a mar, y así sus amigas descubrieron uno a uno los retazos de su vida y los

unieron con paciencia, agregando lo que faltaba con recursos de fantasía, hasta

reconstruirle un pasado. No era, desde luego, como las demás mujeres de ese lugar.

Venía de un mundo remoto, donde la piel es más pálida y el castellano tiene un acento

rotundo, de consonantes duras. Nació para gran dama, eso deducían las otras mujeres

por su forma rebuscada de hablar y por sus modales extraños, y si alguna duda cabía,

al morir la disipó. Se fue con la dignidad intacta. No padecía ninguna enfermedad

conocida, no estaba asustada ni respiraba por los oídos como los moribundos

comunes, simplemente anunció que ya no soportaba más el tedio de estar viva, se

colocó su vestido de fiesta, se pintó los labios de rojo y abrió las cortinas de hule que

daban acceso a su cuarto, para que todos pudieran acompañarla.

-Ahora me llegó el tiempo de morir -fue su única explicación.

Se recostó en su cama, con la espalda apoyada sobre tres almohadones, con fundas

almidonadas para la ocasión, y se bebió sin respirar una jarra grande de chocolate

espeso. Las otras mujeres se rieron, pero cuando cuatro horas después no hubo

manera de despertarla comprendieron que su decisión era absoluta y echaron a correr

la voz por el barrio. Algunos acudieron sólo por curiosidad, pero la mayoría se presentó

con verdadera aflicción, quedándose allí para acompañarla. Sus amigas colaron café

para ofrecer a las visitas, porque les pareció de mal gusto servir licor, no fueran a

confundir aquello con una celebración. A eso de las seis de la tarde, María sufrió un

estremecimiento, abrió los párpados, miró a su alrededor sin distinguir los rostros y

enseguida abandonó este mundo.

Eso fue todo. Alguien sugirió que tal vez había tragado veneno con el chocolate, en

cuyo caso todos serían culpables por no haberla llevado a tiempo al hospital, pero

nadie prestó atención a tales maledicencias.

-Si María decidió partir, estaba en su derecho, porque no tenía hijos ni padres que

cuidar -sentenció la señora de la casa.

No quisieron velarla en un establecimiento funerario, porque la quietud premeditada de

su muerte fue un suceso solemne en la calle República y era justo que sus últimas

horas antes de bajar a la tierra transcurrieran en el ambiente donde había vivido y no

como una extranjera de cuyo duelo nadie quiere hacerse cargo. Hubo opiniones sobre

si velar muertos en esa casa atraería mala suerte para el alma de la difunta o las de

los clientes, y por si acaso quebraron un espejo para rodear el ataúd y trajeron agua

bendita de la capilla del Seminario, para salpicar por los rincones. Esa noche no se

trabajó en el local, no hubo música ni risas, pero tampoco hubo llantos. Instalaron el

cajón sobre una mesa en la sala, los vecinos prestaron sillas y allí se acomodaron los

visitantes a tomar café y conversar en voz baja. En el centro estaba María con la

cabeza apoyada sobre un cojín de raso, las manos cruzadas y la foto de su niño

muerto sobre el pecho. En el transcurso de la noche le fue cambiando el tono de la

piel, hasta acabar oscura como el chocolate.

Me enteré de la historia de María durante esas largas horas en que velamos su ataúd.

Sus compañeras contaron que nació en tiempos de la Primera Guerra, en una provincia

al sur del continente, donde los árboles pierden las hojas en la mitad del año y el frío

cala los huesos. Era hija de una soberbia familia de emigrantes españoles. Al revisar su

pieza encontraron en una caja de galletas algunos papeles quebradizos y amarillos,

entre ellos un certificado de nacimiento, fotografías y cartas. Su padre fue propietario

de una hacienda y, según un recorte de periódico desteñido por el tiempo, su madre

había sido pianista antes de casarse. Cuando María tenía doce años, atravesó distraída

un cruce de ferrocarril y la atropelló un tren de carga. La rescataron entre los rieles sin

daños aparentes, tenía sólo algunos rasguños y había perdido el sombrero. Sin

embargo, al poco tiempo, todos pudieron comprobar que el impacto había

transportado a la niña a un estado de inocencia del cual ya nunca regresaría. Olvidó

hasta los rudimentos escolares aprendidos antes del accidente, apenas recordaba

algunas lecciones de piano y el uso de la aguja de coser, y cuando le hablaban se

quedaba como ausente. Lo que no olvidó, en cambio, fueron las normas de urbanidad,

que conservó intactas hasta su último día.

El golpe de la locomotora dejó a María incapacitada para el razonamiento, la atención o

el rencor. Estaba, por lo tanto, bien equipada para la felicidad, pero no fue ésa su

suerte. Al cumplir dieciséis años, sus padres, deseosos de pasarle a otro la carga de

esa hija algo retardada, decidieron casarla antes de que se le marchitara la belleza, y

escogieron a un tal doctor Guevara, hombre de vida retirada y mal dispuesto para el

matrimonio, pero que les debía algún dinero y no pudo negarse cuando le sugirieron el

enlace. Ese mismo año se celebró la boda en privado, como correspondía a una novia

lunática y a un novio varias décadas mayor.

María llegó al lecho matrimonial con la mente de una criatura, aunque su cuerpo había

madurado y ya era el de una mujer. El tren arrasó con su curiosidad natural, pero no

pudo destruir la impaciencia de sus sentidos. Sólo contaba con lo aprendido al

observar los animales en la hacienda, sabía que el agua fría es buena para separar a

los perros que se quedan pegados durante el coito y que el gallo esponja las plumas y

cacarea cuando quiere pisar a la gallina, pero no encontró uso adecuado para esos

datos. En su noche de bodas vio avanzar en su dirección a un vejete tembloroso con

una bata de franela, abierta, y algo imprevisto bajo el ombligo. La sorpresa le produjo

un estreñimiento del cual no se atrevió a hablar y cuando empezó a hincharse como un

globo, se bebió un frasco de Agua de la Margarita -remedio antiescrufuloso y

reconstituyente, que en gran cantidad servía de purga- a causa de lo cual pasó

veintidós días sentada en la bacinilla, tan descompuesta que casi pierde algunos

órganos vitales, pero eso no tuvo la facultad de desinflarla. Pronto ya no pudo

en cama, alimentándose con caldo de gallina y dos litros de leche diarios, se levantó

más fuerte y lúcida de lo que nunca estuvo en su vida. Parecía curada de su estado de

sonambulismo perenne y hasta tuvo el ánimo para comprarse ropa elegante; sin

embargo, no alcanzó a lucir su nuevo ajuar, porque el señor Guevara sufrió un ataque

fulminante y murió sentado en el comedor, con la cuchara de sopa en la mano. María

se resignó a usar trajes de luto y sombreros con velo, enterrada en una tumba de

trapos. Así pasó dos años de negro, tejiendo chalecos para los pobres, entretenida con

sus perros falderos y con su hijo, a quien peinaba con rizos y vestía de niña, tal como

aparece en uno de los retratos encontrados en la caja de galletas, donde se lo puede

ver sentado sobre una piel de oso e iluminado por un rayo sobrenatural.

Para la viuda el tiempo se detuvo en un instante perpetuo, el aire de los cuartos

permaneció inmutable, con el mismo olor vetusto que dejó su marido. Siguió viviendo

en la misma casa, cuidada por sirvientes leales y vigilada de cerca por sus padres y

hermanos, que se turnaban para visitarla a diario, supervisar sus gastos y tomar hasta

las menores decisiones. Pasaban las estaciones, caían las hojas de los árboles en el

jardín y volvían a aparecer los colibríes del verano, sin cambios en su rutina. A veces

se preguntaba la causa de sus vestidos negros, porque había olvidado al decrépito

esposo que en un par de ocasiones la abrazara débilmente entre las sábanas de lino,

para luego, arrepentido de su lujuria, arrojarse a los pies de la Madona y azotarse con

una fusta de caballo. De vez en cuando abría el armario para sacudir los vestidos y no

resistía la tentación de despojarse de sus ropajes oscuros y probarse a escondidas los

trajes bordados de pedrerías, las estolas de piel, los zapatos de raso y los guantes de

cabritilla. Se miraba en la triple luna del espejo y saludaba a esa mujer ataviada para

un baile en la cual le costaba mucho reconocerse.

A los dos años de soledad el rumor de la sangre bullendo en su cuerpo se le hizo

intolerable. Los domingos en la puerta de la iglesia se retrasaba para ver pasar a los

hombres, atraída por el ronco sonido de sus voces, sus mejillas afeitadas y el aroma

del tabaco. Con disimulo levantaba el velo del sombrero y les sonreía. Su padre y sus

hermanos no tardaron en advertirlo y, convencidos de que esa tierra americana

corrompía hasta la decencia de las viudas, decidieron en consejo de familia enviarla

donde unos tíos en España, donde sin duda estaría a salvo de las tentaciones frívolas,

protegida por las sólidas tradiciones y el poder de la Iglesia. Así empezó el viaje que

cambiaría el destino de María, la boba.

Sus padres la embarcaron en un transatlántico acompañada por su hijo, una sirvienta

y los perros falderos. El complicado equipaje incluía, además de los muebles de la

habitación de María y su piano, una vaca que iba en la cala del barco, para proveer de

leche fresca al niño. Entre muchas maletas y cajas de sombrero, también llevaba un

enorme baúl con cantos y remaches de bronce, que contenía los vestidos de fiesta

rescatados de la naftalina. La familia no pensaba que en casa de los tíos María tuviera

oportunidad alguna de usarlos, pero no quisieron contrariarla. Los tres primeros días la

viajera no pudo abandonar su litera, vencida por el mareo, pero finalmente se

acostumbró al bamboleo del barco y consiguió levantarse. Entonces llamó a la sirvienta

para que le ayudara a desempacar la ropa para la larga travesía.

La existencia de María estuvo marcada por desgracias súbitas, como ese tren que le

arrebató el espíritu y la lanzó de vuelta a una infancia irreversible. Estaba ordenando

los vestidos en el armario de su cabina, cuando el niño se asomó al baúl abierto. En

ese instante un sacudón de la nave cerró de golpe la pesada tapa y el filo metálico le

dio a la criatura en el cuello, desnucándola. Se necesitaron tres marineros para

desprender a la madre del baúl maldito y una dosis de láudano capaz de tumbar a un

atleta para impedir que se arrancara el pelo a mechones y se destrozara la cara con las

uñas. Pasó horas aullando y luego entró en un estado crepuscular, meciéndose de lado

a lado, como en los tiempos en que ganó fama de idiota. El capitán del buque anunció

la infausta nueva por un altoparlante, leyó un breve responso y luego ordenó envolver

el pequeño cadáver con una bandera y lanzarlo por la borda, porque ya estaban en

medio del océano y no tenía cómo preservarlo hasta el próximo puerto.

Varios días después de la tragedia, María salió con paso incierto a tomar aire por

primera vez en la cubierta. Era una noche tibia y del fondo del mar subía un olor

inquietante de algas, de mariscos, de buques sumergidos, que le entró por las narices

y le recorrió las venas con el efecto de una sacudida telúrica. Se encontraba mirando el

horizonte, con la mente en blanco y la piel erizada desde los talones hasta la nuca,

cuando escuchó un silbido insistente y al dar media vuelta descubrió dos pisos más

abajo una silueta alumbrada por la luna, haciéndole señas. Bajó las escalerillas en

trance, se aproximó al hombre moreno que la llamaba, sumisa se dejó quitar los velos

y los ropones de luto y lo acompañó detrás de un rollo de cuerdas. Vapuleada por un

impacto similar al del tren, aprendió en menos de tres minutos la diferencia entre un

marido anciano, acabado por el temor a Dios, y un insaciable marinero griego ardiendo

por la penuria de varias semanas de castidad oceánica. Deslumbrada, la mujer

descubrió sus propias posibilidades, se secó el llanto y le pidió más. Pasaron parte de

la noche conociéndose y sólo se separaron cuando oyeron la sirena de emergencia, un

terrible bramido de naufragio que alteró el silencio de los peces. Pensando que la

inconsolable madre se había arrojado al mar, la sirvienta había dado la voz de alarma

y toda la tripulación, menos el griego, la buscaba.

María se reunió con su amante detrás de las cuerdas cada noche, hasta que el buque

se aproximó a las costas del Caribe y el perfume dulzón de flores y frutos que

arrastraba la brisa acabó de perturbarle los sentidos. Aceptó entonces la proposición

de su compañero de abandonar la nave, donde penaba el fantasma del niño muerto y

donde había tantos ojos espiándolos, se metió el dinero del viaje en los refajos y se

despidió de su pasado de señora respetable. Descolgaron un bote y desaparecieron al

amanecer, dejando a bordo a la sirvienta, los perritos, la vaca y el baúl asesino. El

hombre remó con sus gruesos brazos de navegante hacia un puerto estupendo, que

surgió ante sus ojos a la luz del alba como una aparición de otro mundo, con sus

ranchos, sus palmeras y sus pájaros variopintos. Allí se instalaron los dos fugitivos

mientras les duró la reserva de dinero.

El marinero resultó pendenciero y bebedor. Hablaba una jerizonga incomprensible para

María y para los habitantes de ese lugar, pero conseguía comunicarse con morisquetas

y sonrisas. Ella sólo se despabilaba cuando él aparecía para practicar con ella las

maromas aprendidas en todos los lupanares desde Singapur hasta Valparaíso, y el

resto del tiempo permanecía atontada por una languidez mortal. Bañada por los

sudores del clima, la mujer inventó el amor sin compañero, aventurándose sola en

territorios alucinantes, con la audacia de quien no conoce los riesgos. El griego carecía

de intuición para adivinar que había abierto una compuerta, que él mismo no era sino

el instrumento de una revelación, y fue incapaz de valorar el regalo ofrecido por esa

mujer. Tenía a su lado a una criatura preservada en el limbo de una inocencia

invulnerable, decidida a explorar sus propios sentidos con la juguetona disposición de

un cachorro, pero él no supo seguirla. Hasta entonces ella no había conocido el

desenfado del placer, ni siquiera lo había imaginado, aunque siempre estuvo en su

sangre como el germen de una fiebre calcinante. Al descubrirlo supuso que se trataba

de la dicha celestial que las monjas del colegio le prometían a las niñas buenas en el

Más Allá. Sabía muy poco del mundo y era incapaz de mirar un mapa para ubicarse en

dispuso a gozarlo. Allí nadie la conocía, estaba a sus anchas por primera vez, lejos de

su casa, de la tutela inexorable de sus padres y hermanos, de las presiones sociales y

de los velos de misa, libre al fin para saborear el torrente de emociones que nacía en

su piel y penetraba por cada filamento hasta sus cavernas más profundas, donde se

volcaba en cataratas, dejándola exhausta y feliz.

La falta de malicia de María, su impermeabilidad al pecado o la humillación, acabaron

por aterrorizar al marinero. Las pausas entre cada abrazo se hicieron más largas, las

ausencias del hombre más frecuentes, creció el silencio entre los dos. El griego trató

de escapar de esa mujer con rostro de niña que lo llamaba sin cesar, húmeda,

turgente, abrasada, convencido de que la viuda a quien sedujo en alta mar se había

transformado en una perversa araña dispuesta a devorarlo como a una mosca en el

tumulto de la cama. En vano buscó alivio para su virilidad apabullada retozando con

las prostitutas, batiéndose a cuchillo y puñetazos con los chulos y apostando en peleas

de gallos el sobrante de sus juergas. Cuando se encontró con los bolsillo vacíos, se

aferró a esa excusa para desaparecer del todo. María lo esperó con paciencia durante

varias semanas. Por la radio se enteraba a veces de que algún marinero francés,

desertor de un barco británico, o un holandés escapado de una nave portuguesa, había

sido asesinado a navajazos en los barrios bravos del puerto, pero ella escuchaba la

noticia sin alterarse, porque aguardaba a un griego fugado de un transatlántico

italiano. Cuando ya no pudo seguir soportando la calentura de los huesos y la ansiedad

del alma, salió a pedir consuelo al primer hombre que pasaba. Lo cogió de la mano y le

pidió de la forma más gentil y educada, que le hiciera el favor de desnudarse para ella.

El desconocido vaciló un poco ante esa joven que en nada se parecía a las

profesionales del vecindario, pero cuya proposición era muy clara, a pesar del lenguaje

desusado. Calculó que podía distraer diez minutos de su tiempo con ella y la siguió, sin

sospechar que se vería sumergido en el torbellino de una pasión sincera. Asombrado y

conmovido, se fue a contárselo a todo el mundo, dejándole a María un billete sobre la

mesa. Pronto llegaron otros, atraídos por la murmuración de que había una mujer

capaz de vender por un rato la ilusión del amor. Todos los clientes se fueron

satisfechos. Así se convirtió María en la prostituta más célebre del puerto, cuyo nombre

los marineros se llevaron tatuado en los brazos para darlo a conocer en otros mares,

hasta que la leyenda le dio la vuelta al planeta.

El tiempo, la pobreza y el esfuerzo de burlar al desencanto destruyeron la frescura de

María. La piel se le volvió pardusca, adelgazó hasta los huesos y para mayor

comodidad se cortó el pelo como un preso, pero mantuvo sus modales elegantes y el

mismo entusiasmo por cada encuentro con un hombre, porque no veía en ellos a

sujetos anónimos, sino el reflejo de sí misma en brazos de su amante imaginario.

Confrontada con la realidad, no era capaz de percibir la sórdida urgencia del

compañero de turno, porque cada vez se entregaba con el mismo irrevocable amor,

adelantándose, como una novia atrevida, a los deseos del otro. Con la edad se le

desordenó la memoria, hablaba cosas disparatadas y para la época en que se trasladó

a la capital y se instaló en la calle República, no se acordaba de que alguna vez fue la

musa inspiradora de tantos versos improvisados por navegantes de todas las razas y

se quedaba perpleja cuando alguno viajaba desde el puerto hasta la ciudad, sólo para

comprobar si aún existía aquella de quien había oído en un lugar de Asia. Al hallarse

frente a ese mísero saltamontes, ese montón de huesos patéticos, esa mujercita de

nada, y ver la leyenda reducida a escombros, muchos daban media vuelta y se

marchaban desconcertados, pero otros se quedaban por lástima. Éstos recibían un

premio inesperado. María cerraba su cortina de hule y al punto cambiaba la calidad del

muchacha mitológica y no la de la anciana lastimosa que creyó ver en un principio.

A María se le fue borrando el pasado -su único recuerdo nítido era el terror de trenes y

baúles- y si no hubiera sido por la tenacidad de sus compañeras de oficio, nadie habría

conocido su historia. Vivió esperando el instante en que se abriera la cortina de su

habitación para dar paso al marinero griego, o a cualquier otro fantasma nacido de su

fantasía, quien la recogería en el círculo preciso de sus brazos para devolverle el

deleite compartido en la cubierta de un buque en alta mar, buscando siempre la

antigua ilusión en cada hombre de paso, iluminada por un amor imaginario, engañando

a las sombras con abrazos fugaces, con chispazos que se consumían antes de arder, y

cuando se aburrió de aguardar en vano y sintió que también el alma se le cubría de

escamas, decidió que era mejor dejar este mundo. Y con la misma delicadeza y

consideración de todos sus actos, recurrió entonces a la jarra de chocolate.