Quinquela Martín

miércoles, 5 de mayo de 2021

"WALIMAI" de Isabel Allende

 

El nombre que me dio mi padre es Walimai, que en la lengua de nuestros hermanos

del norte quiere decir viento. Puedo contártelo, porque ahora eres como mi propia hija

y tienes mi permiso para nombrarme, aunque sólo cuando estemos en familia. Se debe

tener mucho cuidado con los nombres de las personas y de los seres vivos, porque al

pronunciarlos se toca su corazón y entramos dentro de su fuerza vital. Así nos

saludamos como parientes de sangre. No entiendo la facilidad de los extranjeros para

llamarse unos a otros sin asomo de temor, lo cual no sólo es una falta de respeto,

también puede ocasionar graves peligros. He notado que esas personas hablan con la

mayor liviandad, sin tener en cuenta que hablar es también ser. El gesto y la palabra

son el pensamiento del hombre. No se debe hablar en vano, eso le he enseñado a mis

hijos, pero mis consejos no siempre se escuchan. Antiguamente los tabúes y las

tradiciones eran respetados. Mis abuelos y los abuelos de mis abuelos recibieron de

sus abuelos los conocimientos necesarios. Nada cambiaba para ellos. Un hombre con

una buena enseñanza podía recordar cada una de las enseñanzas recibidas y así sabía

cómo actuar en todo momento. Pero luego vinieron los extranjeros hablando contra la

sabiduría de los ancianos y empujándonos fuera de nuestra tierra. Nos internamos

cada vez más adentro de la selva, pero ellos siempre nos alcanzan, a veces tardan

años, pero finalmente llegan de nuevo y entonces nosotros debemos destruir los

sembrados, echarnos a la espalda los niños, atar los animales y partir. Así ha sido

desde que me acuerdo: dejar todo y echar a correr como ratones y no como grandes

guerreros y los dioses que poblaron este territorio en la antigüedad. Algunos jóvenes

tienen curiosidad por los blancos y mientras nosotros viajamos hacia lo profundo del

bosque para seguir viviendo como nuestros antepasados, otros emprenden el camino

contrario. Consideramos a los que se van como si estuvieran muertos, porque muy

pocos regresan y quienes lo hacen han cambiado tanto que no podemos reconocerlos

como parientes.

Dicen que en los años anteriores a mi venida al mundo no nacieron suficientes

hembras en nuestro pueblo y por eso mi padre tuvo que recorrer largos caminos para

buscar esposa en otra tribu. Viajó por los bosques, siguiendo las indicaciones de otros

que recorrieron esa ruta con anterioridad por la misma razón, y que volvieron con

mujeres forasteras. Después de mucho tiempo, cuando mi padre ya comenzaba a

perder la esperanza de encontrar compañera, vio a una muchacha al pie de una alta

cascada, un río que caía del cielo. Sin acercarse demasiado, para no espantarla, le

habló en el tono que usan los cazadores para tranquilizar a su presa, y le explicó su

necesidad de casarse. Ella le hizo señas para que se aproximara, lo observó sin

disimulo y debe haberle complacido el aspecto del viajero, porque decidió que la idea

del matrimonio no era del todo descabellada. Mi padre tuvo que trabajar para su

suegro hasta pagarle el valor de la mujer. Después de cumplir con los ritos de la boda,

los dos hicieron el viaje de regreso a nuestra aldea.

Yo crecí con mis hermanos bajo los árboles, sin ver nunca el sol. A veces caía un árbol

herido y quedaba un hueco en la cúpula profunda del bosque, entonces veíamos el ojo

azul del cielo. Mis padres me contaron cuentos, me cantaron canciones y me

enseñaron lo que deben saber los hombres para sobrevivir sin ayuda, sólo con su arco

y sus flechas. De este modo fui libre. Nosotros, los Hijos de la Luna, no podemos vivir

sin libertad. Cuando nos encierran entre paredes o barrotes nos volcamos hacia

adentro, nos ponemos ciegos y sordos y en pocos días el espíritu se nos despega de

los huesos del pecho y nos abandona. A veces nos volvemos como animales

miserables, pero casi siempre preferimos morir. Por eso nuestras casas no tienen

muros, sólo un techo inclinado para detener el viento y desviar la lluvia, bajo el cual

colgamos nuestras hamacas muy juntas, porque nos gusta escuchar los sueños de las

mujeres y los niños y sentir el aliento de los monos, los perros y las lapas, que

duermen bajo el mismo alero. Los primeros tiempos viví en la selva sin saber que

existía mundo más allá de los acantilados y los ríos. En algunas ocasiones vinieron

amigos visitantes de otras tribus y nos contaron rumores de Boa Vista y de El Platanal,

de los extranjeros y sus costumbres, pero creíamos que eran sólo cuentos para hacer

reír. Me hice hombre y llegó mi turno de conseguir una esposa, pero decidí esperar

porque prefería andar con los solteros, éramos alegres y nos divertíamos. Sin

embargo, yo no podía dedicarme al juego y al descanso como otros, porque mi familia

es numerosa: hermanos, primos, sobrinos, varias bocas que alimentar, mucho trabajo

para un cazador.

Un día llegó un grupo de hombres pálidos a nuestra aldea. Cazaban con pólvora, desde

lejos, sin destreza ni valor, eran incapaces de trepar a un árbol o de clavar un pez con

una lanza en el agua, apenas podían moverse en la selva, siempre enredados en sus

mochilas, sus armas y hasta en sus propios pies. No se vestían de aire, como nosotros,

sino que tenían unas ropas empapadas y hediondas, eran sucios y no conocían las

reglas de la decencia, pero estaban empeñados en hablarnos de sus conocimientos y

de sus dioses. Los comparamos con lo que nos habían contado sobre los blancos y

comprobamos la verdad de esos chismes. Pronto nos enteramos que éstos no eran

misioneros, soldados ni recolectores de caucho, estaban locos, querían la tierra y

llevarse la madera, también buscaban piedras. Les explicamos que la selva no se

puede cargar a la espalda y transportar como un pájaro muerto, pero no quisieron

escuchar razones. Se instalaron cerca de nuestra aldea. Cada uno de ellos era como un

viento de catástrofe, destruía a su paso todo lo que tocaba, dejaba un rastro de

desperdicio, molestaba a los animales y a las personas. Al principio cumplimos con las

reglas de la cortesía y les dimos el gusto, porque eran nuestros huéspedes, pero ellos

no estaban satisfechos con nada, siempre querían más, hasta que, cansados de esos

juegos, iniciamos la guerra con todas las ceremonias habituales. No son buenos

guerreros, se asustan con facilidad y tienen los huesos blandos. No resistieron los

garrotazos que les dimos en la cabeza. Después de eso abandonamos la aldea y nos

fuimos hacia el este, donde el bosque es impenetrable, viajando grandes trechos por

las copas de los árboles para que no nos alcanzaran sus compañeros. Nos había

llegado la noticia de que son vengativos y que por cada uno de ellos que muere,

aunque sea en una batalla limpia, son capaces de eliminar a toda una tribu incluyendo

a los niños. Descubrimos un lugar donde establecer otra aldea. No era tan bueno, las

mujeres debían caminar horas para buscar agua limpia, pero allí nos quedamos porque

creímos que nadie nos buscaría tan lejos. Al cabo de un año, en una ocasión en que

tuve que alejarme mucho siguiendo la pista de un puma, me acerqué demasiado a un

campamento de soldados. Yo estaba fatigado y no había comido en varios días, por

eso mi entendimiento estaba aturdido. En vez de dar media vuelta cuando percibí la

presencia de los soldados extranjeros, me eché a descansar. Me cogieron los soldados.

Sin embargo no mencionaron los garrotazos propinados a los otros, en realidad no me

preguntaron nada, tal vez no conocían a esas personas o no sabían que yo soy

Walimai. Me llevaron a trabajar con los caucheros, donde había muchos hombres de

otras tribus, a quienes habían vestido con pantalones y obligaban a trabajar, sin

considerar para nada sus deseos. El caucho requiere mucha dedicación y no había

suficiente gente por esos lados, por eso debían traernos a la fuerza. Ése fue un período

sin libertad y no quiero hablar de ello. Me quedé solo para ver si aprendía algo, pero

desde el principio supe que iba a regresar donde los míos. Nadie puede retener por

mucho tiempo a un guerrero contra su voluntad.

Se trabajaba de sol a sol, algunos sangrando a los árboles para quitarles gota a gota la

vida, otros cocinando el líquido recogido para espesarlo y convertirlo en grandes bolas.

El aire libre estaba enfermo con el olor de la goma quemada y el aire en los

dormitorios comunes lo estaba con el sudor de los hombres. En ese lugar nunca pude

respirar a fondo. Nos daban de comer maíz, plátano y el extraño contenido de unas

latas, que jamás probé porque nada bueno para los humanos puede crecer en unos

tarros. En un extremo del campamento habían instalado una choza grande donde

mantenían a las mujeres. Después de dos semanas trabajando con el caucho, el

capataz me entregó un trozo de papel y me mandó donde ellas. También me dio una

taza de licor, que yo volqué en el suelo, porque he visto cómo esa agua destruye la

prudencia. Hice la fila, con todos los demás. Yo era el último y cuando me tocó entrar

en la choza, el sol ya se había puesto y comenzaba la noche, con su estrépito de sapos

y loros.

Ella era de la tribu de los Ila, los de corazón dulce, de donde vienen las muchachas

más delicadas. Algunos hombres viajan durante meses para acercarse a los lla, les

llevan regalos y cazan para ellos, en la esperanza de conseguir una de sus mujeres. Yo

la reconocí a pesar de su aspecto de lagarto, porque mi madre también era una Ila.

Estaba desnuda sobre un petate, atada por el tobillo con una cadena fija en el suelo,

aletargada, como si hubiera aspirado por la nariz el «yopo» de la acacia, tenía el olor

de los perros enfermos y estaba mojada por el rocío de todos los hombres que

estuvieron sobre ella antes que yo. Era del tamaño de un niño de pocos años, sus

huesos sonaban como piedrecitas en el río. Las mujeres lla se quitan todos los vellos

del cuerpo, hasta las pestañas, se adornan las orejas con plumas y flores, se

atraviesan palos pulidos en las mejillas y la nariz, se pintan dibujos en todo el cuerpo

con los colores rojo del onoto, morado de la palmera y negro del carbón. Pero ella ya

no tenía nada de eso. Dejé mi machete en el suelo y la saludé como hermana,

imitando algunos cantos de pájaros y el ruido de los ríos. Ella no respondió. Le golpeé

con fuerza el pecho, para ver si su espíritu resonaba entre las costillas, pero no hubo

eco, su alma estaba muy débil y no podía contestarme. En cuclillas a su lado le di de

beber un poco de agua y la hablé en la lengua de mi madre. Ella abrió los ojos y miró

largamente. Comprendí.

Antes que nada me lavé sin malgastar el agua limpia. Me eché un buen sorbo a la boca

y lo lancé en chorros finos contra mis manos, que froté bien y luego empapé para

limpiarme la cara. Hice lo mismo con ella, para quitarle el rocío de los hombres. Me

saqué los pantalones que me había dado el capataz. De la cuerda que me rodeaba la

cintura colgaban mis palos para hacer fuego, algunas puntas de flechas, mi rollo de

tabaco, mi cuchillo de madera con un diente de rata en la punta y una bolsa de cuero

bien firme, donde tenía un poco de curare. Puse un poco de esa pasta en la punta de

mi cuchillo, me incliné sobre la mujer y con el instrumento envenenado le abrí un corte

en el cuello. La vida es un regalo de los dioses. El cazador mata para alimentar a su

familia, él procura no probar la carne de su presa y prefiere la que otro cazador le

ofrece. A veces, por desgracia, un hombre mata a otro en la guerra, pero jamás puede

hacer dañó a una mujer o a un niño. Ella me miró con grandes ojos, amarillos como la

miel, y me parece que intentó sonreír agradecida. Por ella yo había violado el primer

tabú de los Hijos de la Luna y tendría que pagar mi vergüenza con muchos trabajos de

expiación. Acerqué mi oreja a su boca y ella murmuró su nombre. Lo repetí dos veces

en mi mente para estar bien seguro pero sin pronunciarlo en alta voz, porque no se

debe mentar a los muertos para no perturbar su paz, y ella ya lo estaba, aunque

todavía palpitara su corazón. Pronto vi que se le paralizaban los músculos del vientre,

del pecho y de los miembros, perdió el aliento, cambió de color, se le escapó un

suspiro y su cuerpo se murió sin luchar, como mueren las criaturas pequeñas.

De inmediato sentí que el espíritu se le salía por las narices y se introducía en mí,

aferrándose a mi esternón. Todo el peso de ella cayó sobre mí y tuve que hacer un

esfuerzo para ponerme de pie, me movía con torpeza, como si estuviera bajo el agua.

Doblé su cuerpo en la posición del descanso último, con las rodillas tocando el mentón,

la até con las cuerdas del petate, hice una pila con los restos de la paja y usé mis palos

para hacer fuego. Cuando vi que la hoguera ardía segura, salí lentamente de la choza,

trepé el cerco del campamento con mucha dificultad, porque ella me arrastraba hacia

abajo, y me dirigí al bosque. Había alcanzado los primeros árboles cuando escuché las

campanas de alarma.

Toda la primera jornada caminé sin detenerme ni un instante. Al segundo día fabriqué

un arco y unas flechas y con ellos pude cazar para ella y también para mí. El guerrero

que carga el peso de otra vida humana debe ayunar por diez días, así se debilita el

espíritu del difunto, que finalmente se desprende y se va al territorio de las almas. Si

no lo hace, el espíritu engorda con los alimentos y crece dentro del hombre hasta

sofocarlo. He visto algunos de hígado bravo morir así. Pero antes de cumplir con esos

requisitos yo debía conducir el espíritu de la mujer lla hacia la vegetación más oscura,

donde nunca fuera hallado. Comí muy poco, apenas lo suficiente para no matarla por

segunda vez. Cada bocado en mi boca sabía a carne podrida y cada sorbo de agua era

amargo, pero me obligué a tragar para nutrirnos a los dos. Durante una vuelta

completa de la luna me interné selva adentro llevando el alma de la mujer, que cada

día pesaba más. Hablamos mucho. La lengua de los Ila es libre y resuena bajo los

árboles con un largo eco. Nosotros nos comunicamos cantando, con todo el cuerpo,

con los ojos, con la cintura, los pies. Le repetí las leyendas que aprendí de mi madre y

de mi padre, le conté mi pasado y ella me contó la primera parte del suyo, cuando era

una muchacha alegre que jugaba con sus hermanos a revolcarse en el barro y

balancearse de las ramas más altas. Por cortesía, no mencionó su último tiempo de

desdichas y de humillaciones. Cacé un pájaro blanco, le arranqué las mejores plumas y

le hice adornos para las orejas. Por las noches mantenía encendida una pequeña

hoguera, para que ella no tuviera frío y para que los jaguares y las serpientes no

molestaran su sueño. En el río la bañé con cuidado, frotándola con ceniza y flores

machacadas, para quitarle los malos recuerdos.

Por fin un día llegamos al sitio preciso y ya no teníamos más pretextos para seguir

andando. Allí la selva era tan densa que en algunas partes tuve que abrir paso rompiendo la vegetación con mi machete y hasta con los dientes, y debíamos hablar en voz baja,

para no alterar el silencio del tiempo. Escogí un lugar cerca de un hilo de agua, levanté

un techo de hojas e hice una hamaca para ella con tres trozos largos de corteza. Con

mi cuchillo me afeité la cabeza y comencé mi ayuno.

Durante el tiempo que caminamos juntos la mujer y yo nos amamos tanto que ya no

deseábamos separarnos, pero el hombre no es dueño de la vida, ni siquiera de la

propia, de modo que tuve que cumplir con mi obligación. Por muchos días no puse

nada en mi boca, sólo unos sorbos de agua. A medida que las fuerzas se debilitaban

ella se iba desprendiendo de mi abrazo, y su espíritu, cada vez más etéreo, ya no me

pesaba como antes. A los cinco días ella dio sus primeros pasos por los alrededores,

mientras yo dormitaba, pero no estaba lista para seguir su viaje sola y volvió a mi

lado. Repitió esas excursiones en varias oportunidades, alejándose cada vez un poco

más. El dolor de su partida era para mí tan terrible como una quemadura y tuve que

recurrir a todo el valor aprendido de mi padre para no llamarla por su nombre en voz

alta atrayéndola así de vuelta conmigo para siempre. A los doce días soñé que ella

volaba como un tucán por encima de las copas de los árboles y desperté con el cuerpo

muy liviano y con deseos de llorar. Ella se había ido definitivamente. Cogí mis armas y

caminé muchas horas hasta llegar a un brazo del río. Me sumergí en el agua hasta la

cintura, ensarté un pequeño pez con un palo afilado y me lo tragué entero, con

escamas y cola. De inmediato lo vomité con un poco de sangre, como debe ser. Ya no

me sentí triste. Aprendí entonces que algunas veces la muerte es más poderosa que el

amor. Luego me fui a cazar para no regresar a mi aldea con las manos vacías.

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