Los arenales lamen la fachada del tambo y allí acaban: desde el hueco
que sirve de puerta o por entre los carrizos, la mirada resbala sobre
una superficie blanca y lánguida hasta encontrar el cielo. Detrás
del tambo, la tierra es dura y áspera, y a menos de un kilómetro comienzan
los cerros bruñidos, cada uno más alto que el anterior y estrechamente
unidos; las cumbres se incrustan en las
nubes como agujas o hachas. A la izquierda, angosto, sinuoso, estirándose
al borde de la arena y creciendo sin tregua hasta desaparecer
entre dos lomas, ya muy lejos del tambo, está el bosque; matorrales,
plantas salvajes y una hierba seca y rampante que lo oculta
todo, el terreno quebrado, las culebras, las minúsculas ciénagas. Pero
el bosque es sólo un anuncio de la selva, un simulacro: acaba al final
La mujer levanta la botella con las manos y bebe, lentamente, a pequeños
sorbos. En el mostrador sucio y agujereado, brilla una jarra
de leche. El hombre espanta de un manotazo a las moscas que revolotean
alrededor, alza la jarra y bebe un largo trago. Sus labios quedan
cubiertos por un bozal de nata que la lengua, segundos después,
borra ruidosamente.
-¡Ah! -dice, relamiéndose-. Qué buena estaba la leche, señora Merceditas.
Fijo que es de cabra, ¿no? Me ha gustado mucho. ¿Ya terminó
la botella? ¿Por qué no se abre otra? ¡Salud!
La mujer obedece sin protestar; el hombre devora dos plátanos y una
naranja.
-Oiga, señora Merceditas, no sea usted un viva. La cerveza se le está
derramando por el cuello. Le va a mojar su vestido. No desperdicie
así las cosas. Abra otra botella y tómesela en honor de Numa. ¡Salud!
El hombre continúa repitiendo "salud”hasta que en el mostrador hay
cuatro botellas vacías. La mujer tiene los ojos vidriosos; eructa, escupe,
se sienta sobre un costal de fruta.
¡Dios mío! -dice el hombre-. ¡Qué mujer! Es usted una borrachita,
señora Merceditas. Perdone que se lo diga.
-Esto que haces con una pobre vieja te va a pesar, Jamaiquino. Ya lo
verás.
-Tiene la lengua algo trabada.
-¿De veras? -dice el hombre, aburridamente-. A propósito, ¿a qué
hora vendrá Numa?
-¿Numa?
¡Oh, es usted terrible, señora Merceditas, cuando no quiere entender
las cosas! ¿A qué hora vendrá?
-Eres un negro sucio, Jamaiquino. Numa te va a matar.
¡No diga esas palabras, señora Merceditas! -Bosteza-. Bueno, creo
que tenemos todavía para un rato. Seguramente hasta la noche. Vamos
a echar un sueñecito, ¿le parece bien?
Se levanta y sale. Va hacía la cabra. El animal lo mira con desconfianza.
La desata. Regresa al tambo haciendo girar la cuerda como
una hélice y silbando: la mujer no está. En el acto, desaparece la perezosa,
lasciva calma de sus gestos. Recorre a grandes saltos el local,
maldiciendo. Luego, avanza hacía el bosquecillo seguido por la cabra.
Esta descubre a la mujer tras de un arbusto, comienza a lamerla. El
Jamaiquino ríe viendo las miradas rencorosas que lanza la mujer a la
cabra. Hace un simple ademán y doña Merceditas se dirige al tambo.
-De veras que es usted una mujer terrible, si señor. ¡Qué ocurrencias
tiene!
Le ata los pies y las manos. Luego la carga fácilmente y la deposita
sobre el mostrador. Se la queda mirando con malicia y, de pronto,
comienza a hacerle cosquillas en las plantas de los pies, que son rugosas
y anchas. La mujer se retuerce con las carcajadas; su rostro
revela desesperación. El mostrador es estrecho y, con los estremecimientos,
doña Merceditas se aproxima al canto: por fin rueda pesadamente
al suelo.
¡Qué mujer tan terrible, si señor! -repite-. Se hace la desmayada y
me está espiando con un ojo. ¡Usted no tiene cura, señora Merceditas!
La cabra, la cabeza metida en la habitación, observa a la mujer, fijamente.
El relincho de los caballos sobreviene al final de la tarde; ya oscurece.
La señora Merceditas levanta la cara y escucha, los ojos muy
abiertos.
-Son ellos -dice el Jamaiquino. Se para de un salto. Los caballos siguen
relinchando y piafando. Desde la puerta del tambo, el hombre
grita, colérico:-¿Se ha vuelto loco, Teniente? ¿Se ha vuelto loco?
En un recodo del cerro, de unas rocas, surge el Teniente; es pequeño
y rechoncho: lleva botas de montar, su rostro suda. Mira cautelosamente.
-¿Está usted loco? -repite el Jamaiquino-. ¿Qué le pasa?
-No me levantes la voz, negro -dice el Teniente-. Acabamos de llegar.
¿Qué ocurre?
-¿Cómo qué ocurre? Mande a su gente que se lleve lejos los caballos.
¿No sabe usted su oficio?
El Teniente enrojece.
-Todavía no estás libre, negro -dice-. Más respeto.
-Esconda los caballos y córteles la lengua si quiere. Pero que no se
los sienta. Y espere ahí. Yo le daré la señal.
-El Jamaiquino despliega la boca y la sonrisa que se dibuja en su rostro
es insolente-. ¿No ve que ahora tiene que obedecerme?
El Teniente duda unos segundos.
-Pobre de ti si no viene -dice. Y, volviendo la cabeza, ordena-: Sargento
Lituma, esconda los caballos.
-A la orden, mi Teniente -dice alguien detrás del cerro. Se oye ruido
de cascos. Luego, el silencio.
-Así me gusta -dice El Jamaiquino-. Hay que ser obediente. Muy bien,
general. Bravo, comandante. Lo felicito, capitán. No se mueva de ese
sitio. Le daré el aviso.
El Teniente le muestra el puño y desaparece entre las rocas. El Jamaiquino
entra al tambo. Los ojos de la mujer están llenos de odio.
-Traidor -murmura-. Has venido con la policía. ¡Maldito!
¡Qué educación, Dios mío, qué educación la suya, señora Meceditas!
No he venido con la policía. He venido solo. Me he encontrado con el
Teniente aquí. A usted le consta.
-Numa no vendrá -dice la mujer-. Y los policías te llevarán de nuevo
a la cárcel. Y cuando salgas, Numa te matará.
-Tiene usted malos sentimientos, señora Merceditas, no hay duda.
¡Las cosas que me pronostica!
-Traidor -repite la mujer; ha conseguido sentarse y se mantiene muy
tiesa-. ¿Crees que Numa es tonto?
-¿Tonto? Nada de eso. Es una cacatúa de vivo. Pero no se desespere,
señora Merceditas. Seguro que vendrá.
-No vendrá. Él no es como tú. Tiene amigos. Le avisarán que aquí
está la policía.
-¿Cree usted? Yo no creo, no tendrán tiempo. La policía ha venido
por otro lado, por detrás de los cerros. Yo he cruzado el arenal solo.
En todos los pueblos preguntaba: "¿La señora Merceditas sigue en el
tambo? Acaban de soltarme y voy a torcerle el pescuezo". Más de
veinte personas deben haber corrido a contárselo a Numa. ¿Cree usted
siempre que no vendrá? ¡Dios mío, qué cara ha puesto, señora
Merceditas!
-Si le pasa algo a Numa -balbucea la mujer, roncamente-lo vas a lamentar
toda tu vida, Jamaiquino.
Este encoge los hombros. Enciende un cigarrillo y principia a silbar.
Después va hasta el mostrador, coge la lámpara de aceite y la prende.
La cuelga en uno de los carrizos de la puerta.
-Se está haciendo de noche -dice-. Venga usted por acá, señora Merceditas.
Quiero que Numa la vea sentada en la puerta, esperándolo.
¡Ah, es cierto! No puede usted moverse. Perdóneme, soy muy olvidadizo.
Se inclina y la levanta en brazos. La deja en la arena, delante del
tambo. La luz de la lámpara cae sobre la mujer y suaviza la piel de su
rostro: parece más joven.
-¿Por qué haces esto, Jamaiquino? -La voz de doña Merceditas es,
ahora, débil.
-¿Por qué? -dice el Jamaiquino-. Usted no ha estado en la cárcel, ¿no
es verdad, señora Merceditas? Pasan los días y uno no tiene nada
que hacer. Se aburre uno mucho allí, le aseguro. Y se pasa mucha
hambre. Oiga, me estaba olvidando de un detalle. No puede estar
con la boca abierta, no se vaya a poner a dar gritos cuando venga
Numa. Además podría tragarse una mosca.
Se ríe. Registra la habitación y encuentra un trapo. Con el venda media
cara a doña Merceditas. La examina un buen rato, divertido.
-Permítame que le diga que tiene un aspecto muy cómico así, señora
Merceditas. No sé qué parece.
En la oscuridad del fondo del tambo, el Jamaiquino se yergue como
una serpiente: elásticamente y sin bulla. Permanece inclinado sobre
si mismo, las manos apoyadas en el mostrador. Dos metros adelante,
en el cono de luz, la mujer está rígida, la cara avanzada, como olfateando
el aire: también ha oído. Ha sido un ruido leve pero muy claro,
proveniente de la izquierda, que se destacó sobre el
canto de los grillos. Brota otra vez, más largo: las ramas del bosquecillo
crujen y se quiebran, algo se acerca al umbo. "No está solo, susurra
el Jamaiquino. Mi chica. “Mete la mano en el bolsillo, saca el
silbato y se lo pone entre los labios. Aguarda, sin moverse. La mujer
se agita y el Jamaiquino maldice entre dientes. La ve retorcerse en el
sitio y mover la cabeza como un péndulo, tratando de librarse de la
venda. El ruido ha cesado: ¿está ya en la arena, que apaga las pisadas?
La mujer tiene la cara vuelta hacía la izquierda y sus ojos, como
los de una iguana aplastada, sobresalen de las órbitas. "Los ha
visto", murmura el Jamaiquino. Coloca la punta de la lengua en el silbato:
el metal es cortante. Doña Merceditas continúa moviendo la
cabeza y gruñe con angustia. La cabra da un balido y el Jamaiquino
se agazapa. Unos segundos después ve una sombra que desciende
sobre la mujer y un brazo desnudo que se estira hacía la venda. Sopla
con todas sus fuerzas a la vez que se arroja de un salto contra el
recién llegado. El silbato puebla la noche como un incendio y se pierde
entre las injurias que estallan a derecha e izquierda, seguidas de
pasos precipitados. Los dos hombres han caído sobre la mujer. El Teniente
es rápido: cuando el Jamaiquino se incorpora, una de sus manos
aferra a Numa por los pelos y la otra sostiene el revólver junto a
su sien. Cuatro guardias con fusiles los rodean.
¡Corran! -grita el Jamaiquino a los guardias-. Los otros están en el
bosque. ¡Rápido! Se van a escapar. ¡Rápido!
¡Quietos! -dice el Teniente. No le quita los ojos de encima a Numa.
Éste, con el rabillo del ojo, trata de localizar el revólver. Parece sereno;
sus manos cuelgan a los lados.
-Sargento Lituma, amárrelo.
Lituma deja el fusil en el suelo y desenrolla la soga que tiene en la
cintura. Ata a Numa de los pies y luego lo esposa. La cabra se ha
aproximado, y después de oler las piernas de Numa, comienza a lamerlas,
suavemente.
-Los caballos, sargento Lituma.
El Teniente mete el revólver en la cartuchera y se inclina hacía la mujer.
Le quita la venda y las amarras. Doña Merceditas se pone de pie,
aparta a la cabra de un golpe en el lomo y se acerca a Numa. Le pasa
la mano por la frente, sin decir nada.
-¿Qué te ha hecho? -dice Numa.
-Nada -dice la mujer-. ¿Quieres fumar?
-Teniente -insiste el Jamaiquino-. ¿Se da usted cuenta que ahí
nomás, en el bosque, están los otros? ¿No los ha oído? Deben ser
tres o cuatro, por lo menos. ¿Qué espera para mandar a buscarlos?
-Silencio, negro -dice el Teniente, sin mirarlo. Prende un fósforo y
enciende el cigarrillo que la mujer ha puesto en la boca de Numa.
Éste comienza a chupar largas pitadas; tiene el cigarrillo entre los
dientes y arroja el humo por la nariz-. He venido a buscar a éste. A
nadie más.
-Bueno -dice el Jamaiquino-. Peor para usted si no sabe su oficio. Yo
ya cumplí. Estoy libre.
-Si -dice el Teniente-. Estás libre.
-Los caballos, mi Teniente -dice Lituma. Sujeta las riendas de cinco
animales.
-Súbalo a su caballo, Lituma -dice el Teniente-. Irá con usted.
El sargento y otro guardia cargan a Numa y, después de desatarle los
pies, lo sientan en el caballo. Lituma monta tras él. El Teniente se
aproxima a los caballos y coge las riendas del suyo.
-Oiga, Teniente, ¿con quién voy yo?
-¿Tú? -dice el Teniente, con un pie en el estribo-. ¿Tú?
-Si -dice el Jamaiquino-. ¿Quién si no yo?
-Estás libre -dice el Teniente-. No tienes que venir con nosotros. Puedes
ir donde quieras.
Lituma y los otros guardias, desde los caballos, ríen.
-¿Qué broma es ésta? -dice el Jamaiquino. Le tiembla la voz-. ¿No
va a dejarme aquí, verdad, mi Teniente? Usted está oyendo esos
ruidos Ahí en el bosque. Yo me he portado bien. He cumplido. No
puede hacerme eso.
-Si vamos rápido, sargento Lituma -dice el Teniente-, llegaremos a
Piura al amanecer. Por el arenal es preferible viajar de noche. Los
animales se cansan menos.
-Mi Teniente -grita el Jamaiquino; ha cogido las riendas del caballo
del oficial y las agita, frenético-. ¡Usted no va a dejarme aquí! ¡No
puede hacer una cosa tan perversa!
El Teniente saca un píe del estribo y empuja al Jamaiquino, lejos.
-Tendremos que galopar de rato en rato -dice el Teniente-. ¿Cree usted
que llueva, sargento Lituma?
-No creo, mi Teniente. El cielo está clarito.¡
No puede irse sin mi! -clama el Jamaiquino, a voz en cuello.
La señora Merceditas comienza a reír a carcajadas, cogiéndose el
estómago.
-Vamos -dice el Teniente.¡
Teniente! -grita el Jamaiquino-. ¡Teniente, le ruego!
Los caballos se alejan, despacio. El Jamaiquino lo mira, atónito. La
luz de la lámpara ilumina su cara desencajada. La señora Merceditas
sigue riendo estruendosamente. De pronto, calla. Alza las manos
hasta su boca, como una bocina.
-¡Numa! -grita-. Te llevaré fruta los domingos.
Luego, vuelve a reír, a grandes voces. En el bosquecillo brota un rumor
de ramas y hojas secas que se quiebran.
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