Quinquela Martín

domingo, 9 de mayo de 2021

"UN VISITANTE" de Mario Vargas Llosa

 

Los arenales lamen la fachada del tambo y allí acaban: desde el hueco

que sirve de puerta o por entre los carrizos, la mirada resbala sobre

una superficie blanca y lánguida hasta encontrar el cielo. Detrás

del tambo, la tierra es dura y áspera, y a menos de un kilómetro comienzan

los cerros bruñidos, cada uno más alto que el anterior y estrechamente

unidos; las cumbres se incrustan en las

nubes como agujas o hachas. A la izquierda, angosto, sinuoso, estirándose

al borde de la arena y creciendo sin tregua hasta desaparecer

entre dos lomas, ya muy lejos del tambo, está el bosque; matorrales,

plantas salvajes y una hierba seca y rampante que lo oculta

todo, el terreno quebrado, las culebras, las minúsculas ciénagas. Pero

el bosque es sólo un anuncio de la selva, un simulacro: acaba al final

La mujer levanta la botella con las manos y bebe, lentamente, a pequeños

sorbos. En el mostrador sucio y agujereado, brilla una jarra

de leche. El hombre espanta de un manotazo a las moscas que revolotean

alrededor, alza la jarra y bebe un largo trago. Sus labios quedan

cubiertos por un bozal de nata que la lengua, segundos después,

borra ruidosamente.

-¡Ah! -dice, relamiéndose-. Qué buena estaba la leche, señora Merceditas.

Fijo que es de cabra, ¿no? Me ha gustado mucho. ¿Ya terminó

la botella? ¿Por qué no se abre otra? ¡Salud!

La mujer obedece sin protestar; el hombre devora dos plátanos y una

naranja.

-Oiga, señora Merceditas, no sea usted un viva. La cerveza se le está

derramando por el cuello. Le va a mojar su vestido. No desperdicie

así las cosas. Abra otra botella y tómesela en honor de Numa. ¡Salud!

El hombre continúa repitiendo "salud”hasta que en el mostrador hay

cuatro botellas vacías. La mujer tiene los ojos vidriosos; eructa, escupe,

se sienta sobre un costal de fruta.

¡Dios mío! -dice el hombre-. ¡Qué mujer! Es usted una borrachita,

señora Merceditas. Perdone que se lo diga.

-Esto que haces con una pobre vieja te va a pesar, Jamaiquino. Ya lo

verás.

-Tiene la lengua algo trabada.

-¿De veras? -dice el hombre, aburridamente-. A propósito, ¿a qué

hora vendrá Numa?

-¿Numa?

¡Oh, es usted terrible, señora Merceditas, cuando no quiere entender

las cosas! ¿A qué hora vendrá?

-Eres un negro sucio, Jamaiquino. Numa te va a matar.

¡No diga esas palabras, señora Merceditas! -Bosteza-. Bueno, creo

que tenemos todavía para un rato. Seguramente hasta la noche. Vamos

a echar un sueñecito, ¿le parece bien?

Se levanta y sale. Va hacía la cabra. El animal lo mira con desconfianza.

La desata. Regresa al tambo haciendo girar la cuerda como

una hélice y silbando: la mujer no está. En el acto, desaparece la perezosa,

lasciva calma de sus gestos. Recorre a grandes saltos el local,

maldiciendo. Luego, avanza hacía el bosquecillo seguido por la cabra.

Esta descubre a la mujer tras de un arbusto, comienza a lamerla. El

Jamaiquino ríe viendo las miradas rencorosas que lanza la mujer a la

cabra. Hace un simple ademán y doña Merceditas se dirige al tambo.

-De veras que es usted una mujer terrible, si señor. ¡Qué ocurrencias

tiene! 

Le ata los pies y las manos. Luego la carga fácilmente y la deposita

sobre el mostrador. Se la queda mirando con malicia y, de pronto,

comienza a hacerle cosquillas en las plantas de los pies, que son rugosas

y anchas. La mujer se retuerce con las carcajadas; su rostro

revela desesperación. El mostrador es estrecho y, con los estremecimientos,

doña Merceditas se aproxima al canto: por fin rueda pesadamente

al suelo.

¡Qué mujer tan terrible, si señor! -repite-. Se hace la desmayada y

me está espiando con un ojo. ¡Usted no tiene cura, señora Merceditas!

La cabra, la cabeza metida en la habitación, observa a la mujer, fijamente.

El relincho de los caballos sobreviene al final de la tarde; ya oscurece.

La señora Merceditas levanta la cara y escucha, los ojos muy

abiertos.

-Son ellos -dice el Jamaiquino. Se para de un salto. Los caballos siguen

relinchando y piafando. Desde la puerta del tambo, el hombre

grita, colérico:-¿Se ha vuelto loco, Teniente? ¿Se ha vuelto loco?

En un recodo del cerro, de unas rocas, surge el Teniente; es pequeño

y rechoncho: lleva botas de montar, su rostro suda. Mira cautelosamente.

-¿Está usted loco? -repite el Jamaiquino-. ¿Qué le pasa?

-No me levantes la voz, negro -dice el Teniente-. Acabamos de llegar.

¿Qué ocurre?

-¿Cómo qué ocurre? Mande a su gente que se lleve lejos los caballos.

¿No sabe usted su oficio?

El Teniente enrojece.

-Todavía no estás libre, negro -dice-. Más respeto.

-Esconda los caballos y córteles la lengua si quiere. Pero que no se

los sienta. Y espere ahí. Yo le daré la señal.

-El Jamaiquino despliega la boca y la sonrisa que se dibuja en su rostro

es insolente-. ¿No ve que ahora tiene que obedecerme?

El Teniente duda unos segundos.

-Pobre de ti si no viene -dice. Y, volviendo la cabeza, ordena-: Sargento

Lituma, esconda los caballos.

-A la orden, mi Teniente -dice alguien detrás del cerro. Se oye ruido

de cascos. Luego, el silencio.

-Así me gusta -dice El Jamaiquino-. Hay que ser obediente. Muy bien,

general. Bravo, comandante. Lo felicito, capitán. No se mueva de ese

sitio. Le daré el aviso.

El Teniente le muestra el puño y desaparece entre las rocas. El Jamaiquino

entra al tambo. Los ojos de la mujer están llenos de odio.

-Traidor -murmura-. Has venido con la policía. ¡Maldito!

¡Qué educación, Dios mío, qué educación la suya, señora Meceditas!

No he venido con la policía. He venido solo. Me he encontrado con el

Teniente aquí. A usted le consta.

-Numa no vendrá -dice la mujer-. Y los policías te llevarán de nuevo

a la cárcel. Y cuando salgas, Numa te matará.

-Tiene usted malos sentimientos, señora Merceditas, no hay duda.

¡Las cosas que me pronostica!

-Traidor -repite la mujer; ha conseguido sentarse y se mantiene muy

tiesa-. ¿Crees que Numa es tonto?

-¿Tonto? Nada de eso. Es una cacatúa de vivo. Pero no se desespere,

señora Merceditas. Seguro que vendrá.

-No vendrá. Él no es como tú. Tiene amigos. Le avisarán que aquí

está la policía.

-¿Cree usted? Yo no creo, no tendrán tiempo. La policía ha venido

por otro lado, por detrás de los cerros. Yo he cruzado el arenal solo.

En todos los pueblos preguntaba: "¿La señora Merceditas sigue en el

tambo? Acaban de soltarme y voy a torcerle el pescuezo". Más de

veinte personas deben haber corrido a contárselo a Numa. ¿Cree usted

siempre que no vendrá? ¡Dios mío, qué cara ha puesto, señora

Merceditas!

-Si le pasa algo a Numa -balbucea la mujer, roncamente-lo vas a lamentar

toda tu vida, Jamaiquino.

Este encoge los hombros. Enciende un cigarrillo y principia a silbar.

Después va hasta el mostrador, coge la lámpara de aceite y la prende.

La cuelga en uno de los carrizos de la puerta.

-Se está haciendo de noche -dice-. Venga usted por acá, señora Merceditas.

Quiero que Numa la vea sentada en la puerta, esperándolo.

¡Ah, es cierto! No puede usted moverse. Perdóneme, soy muy olvidadizo.

Se inclina y la levanta en brazos. La deja en la arena, delante del

tambo. La luz de la lámpara cae sobre la mujer y suaviza la piel de su

rostro: parece más joven.

-¿Por qué haces esto, Jamaiquino? -La voz de doña Merceditas es,

ahora, débil.

-¿Por qué? -dice el Jamaiquino-. Usted no ha estado en la cárcel, ¿no

es verdad, señora Merceditas? Pasan los días y uno no tiene nada

que hacer. Se aburre uno mucho allí, le aseguro. Y se pasa mucha

hambre. Oiga, me estaba olvidando de un detalle. No puede estar

con la boca abierta, no se vaya a poner a dar gritos cuando venga

Numa. Además podría tragarse una mosca.

Se ríe. Registra la habitación y encuentra un trapo. Con el venda media

cara a doña Merceditas. La examina un buen rato, divertido.

-Permítame que le diga que tiene un aspecto muy cómico así, señora

Merceditas. No sé qué parece.

En la oscuridad del fondo del tambo, el Jamaiquino se yergue como

una serpiente: elásticamente y sin bulla. Permanece inclinado sobre

si mismo, las manos apoyadas en el mostrador. Dos metros adelante,

en el cono de luz, la mujer está rígida, la cara avanzada, como olfateando

el aire: también ha oído. Ha sido un ruido leve pero muy claro,

proveniente de la izquierda, que se destacó sobre el

canto de los grillos. Brota otra vez, más largo: las ramas del bosquecillo

crujen y se quiebran, algo se acerca al umbo. "No está solo, susurra

el Jamaiquino. Mi chica. “Mete la mano en el bolsillo, saca el

silbato y se lo pone entre los labios. Aguarda, sin moverse. La mujer

se agita y el Jamaiquino maldice entre dientes. La ve retorcerse en el

sitio y mover la cabeza como un péndulo, tratando de librarse de la

venda. El ruido ha cesado: ¿está ya en la arena, que apaga las pisadas?

La mujer tiene la cara vuelta hacía la izquierda y sus ojos, como

los de una iguana aplastada, sobresalen de las órbitas. "Los ha

visto", murmura el Jamaiquino. Coloca la punta de la lengua en el silbato:

el metal es cortante. Doña Merceditas continúa moviendo la

cabeza y gruñe con angustia. La cabra da un balido y el Jamaiquino

se agazapa. Unos segundos después ve una sombra que desciende

sobre la mujer y un brazo desnudo que se estira hacía la venda. Sopla

con todas sus fuerzas a la vez que se arroja de un salto contra el

recién llegado. El silbato puebla la noche como un incendio y se pierde

entre las injurias que estallan a derecha e izquierda, seguidas de

pasos precipitados. Los dos hombres han caído sobre la mujer. El Teniente

es rápido: cuando el Jamaiquino se incorpora, una de sus manos

aferra a Numa por los pelos y la otra sostiene el revólver junto a

su sien. Cuatro guardias con fusiles los rodean.

¡Corran! -grita el Jamaiquino a los guardias-. Los otros están en el

bosque. ¡Rápido! Se van a escapar. ¡Rápido!

¡Quietos! -dice el Teniente. No le quita los ojos de encima a Numa.

Éste, con el rabillo del ojo, trata de localizar el revólver. Parece sereno;

sus manos cuelgan a los lados.

-Sargento Lituma, amárrelo.

Lituma deja el fusil en el suelo y desenrolla la soga que tiene en la

cintura. Ata a Numa de los pies y luego lo esposa. La cabra se ha

aproximado, y después de oler las piernas de Numa, comienza a lamerlas,

suavemente.

-Los caballos, sargento Lituma.

El Teniente mete el revólver en la cartuchera y se inclina hacía la mujer.

Le quita la venda y las amarras. Doña Merceditas se pone de pie,

aparta a la cabra de un golpe en el lomo y se acerca a Numa. Le pasa

la mano por la frente, sin decir nada.

-¿Qué te ha hecho? -dice Numa.

-Nada -dice la mujer-. ¿Quieres fumar?

-Teniente -insiste el Jamaiquino-. ¿Se da usted cuenta que ahí

nomás, en el bosque, están los otros? ¿No los ha oído? Deben ser

tres o cuatro, por lo menos. ¿Qué espera para mandar a buscarlos?

-Silencio, negro -dice el Teniente, sin mirarlo. Prende un fósforo y

enciende el cigarrillo que la mujer ha puesto en la boca de Numa.

Éste comienza a chupar largas pitadas; tiene el cigarrillo entre los

dientes y arroja el humo por la nariz-. He venido a buscar a éste. A

nadie más.

-Bueno -dice el Jamaiquino-. Peor para usted si no sabe su oficio. Yo

ya cumplí. Estoy libre.

-Si -dice el Teniente-. Estás libre.

-Los caballos, mi Teniente -dice Lituma. Sujeta las riendas de cinco

animales.

-Súbalo a su caballo, Lituma -dice el Teniente-. Irá con usted.

El sargento y otro guardia cargan a Numa y, después de desatarle los

pies, lo sientan en el caballo. Lituma monta tras él. El Teniente se

aproxima a los caballos y coge las riendas del suyo.

-Oiga, Teniente, ¿con quién voy yo?

-¿Tú? -dice el Teniente, con un pie en el estribo-. ¿Tú?

-Si -dice el Jamaiquino-. ¿Quién si no yo?

-Estás libre -dice el Teniente-. No tienes que venir con nosotros. Puedes

ir donde quieras.

Lituma y los otros guardias, desde los caballos, ríen.

-¿Qué broma es ésta? -dice el Jamaiquino. Le tiembla la voz-. ¿No

va a dejarme aquí, verdad, mi Teniente? Usted está oyendo esos

ruidos Ahí en el bosque. Yo me he portado bien. He cumplido. No

puede hacerme eso.

-Si vamos rápido, sargento Lituma -dice el Teniente-, llegaremos a

Piura al amanecer. Por el arenal es preferible viajar de noche. Los

animales se cansan menos.

-Mi Teniente -grita el Jamaiquino; ha cogido las riendas del caballo

del oficial y las agita, frenético-. ¡Usted no va a dejarme aquí! ¡No

puede hacer una cosa tan perversa!

El Teniente saca un píe del estribo y empuja al Jamaiquino, lejos.

-Tendremos que galopar de rato en rato -dice el Teniente-. ¿Cree usted

que llueva, sargento Lituma?

-No creo, mi Teniente. El cielo está clarito.¡

No puede irse sin mi! -clama el Jamaiquino, a voz en cuello.

La señora Merceditas comienza a reír a carcajadas, cogiéndose el

estómago.

-Vamos -dice el Teniente.¡

Teniente! -grita el Jamaiquino-. ¡Teniente, le ruego!

Los caballos se alejan, despacio. El Jamaiquino lo mira, atónito. La

luz de la lámpara ilumina su cara desencajada. La señora Merceditas

sigue riendo estruendosamente. De pronto, calla. Alza las manos

hasta su boca, como una bocina.

-¡Numa! -grita-. Te llevaré fruta los domingos.

Luego, vuelve a reír, a grandes voces. En el bosquecillo brota un rumor

de ramas y hojas secas que se quiebran.

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