Quinquela Martín

domingo, 9 de mayo de 2021

"Juguetes" de Osvaldo Soriano

 

El primer regalo del que tengo memoria debe haber sido aquel camión de madera que

mi padre me hizo para un cumpleaños. No me gustó y no lo usé nunca quizá porque lo había

hecho él y no se parecía a los de lata pintada que vendían en los negocios. Muchos años

después lo encontré en casa de uno de mis primos que se lo había dado a su hijo. Era un

Chevrolet 47 verde, con volquete, ruedas de retamo y el capó que se abría. Las ruedas y los

ejes seguían en su lugar y las diminutas bisagras de las puertas estaban oxidadas pero todavía

funcionaban.

Mi padre se daba maña para hacer de todo sin ganar un peso. En San Luis construyó

una casa en un baldío de horizonte dudoso, cubierto de yuyos y algarrobales. El gobierno de

Perón le había dado un crédito para vivienda y él se sentía vagamente humillado por haberlo

merecido. Nunca supe cómo hacía para ocultar su condición de antiperonista virulento, de

yrigoyenista nostálgico en los tiempos del Plan Quinquenal. En cambio yo me criaba en aquel

clima de Nueva Argentina en la que los únicos privilegiados éramos los niños, sobre todo los

que llevábamos el luto por Evita.

En el día de Reyes, que para colmo es el de mi cumpleaños, el correo regalaba

juguetes a los chicos que fueran a buscarlos. Muñecas, trompos, una pelota de goma, cosas de

nada que los pibes mostraban a la tarde en la vereda. Por más peronistas que fuéramos, a los

hijos de los "contreras" se nos notaba la bronca y el orgullo de ser diferentes. A mi padre no le

gustaba que yo hiciera cola en el correo para recibir algo que él no podía comprarme. Por eso

me hizo aquel camión con sus propias manos, para mostrarme que mi viejo era él y no el

lejano dictador que nos embelesaba por radio y aparecía en las tapas de todas las revistas.

Pero a mí el camión no me gustaba y a escondidas le escribí una carta al mismísimo

General. No recuerdo bien: creo que en el sobre puse "Excelentísimo General Don Juan

Domingo Perón, Buenos Aires". En casa siempre había estampillas coloradas con la cara de

San Martín así que despaché la carta y enseguida me olvidé. Para remediar su fracaso con el

camión, mi padre me compró un barquito verde y blanco que no funcionó nunca pero del que

me acuerdo siempre. Como no tenía hermanos, nadie me lo disputaba y pasaba horas

haciéndolo navegar. Me acomodaba bajo la copa de un árbol para protegerme del terrible sol

puntano y allí imaginaba aventuras tan buenas como las que traían El Tony, Fantasía y Rayo

Rojo. No sé, creo que unas veces yo era Tarzán y otras el Corsario Negro conduciendo,

intrépido, a sus sesenta valientes.

El tiempo parecía interminable entonces. Ser mayor era tener diecisiete años y ésa era

la edad de mis héroes en el momento de combatir o de amar. Y allí íbamos, Tarzán, el

Corsario, Kit Carson y yo, en busca de una rubia suave y maternal que se esfumaba en las

sombras de nuestra noche imaginaria. No sé quién era; tal vez Lana Turner, Evita, o la

radiante esposa del bicicletero de la esquina. Creo que hacíamos con ella algo inconfesable y

delicioso, mecidos por la brisa de la tarde o azotados por el torbellino del viento chorrillero.

Entre tanto, mi padre ocultaba el pasto que habíamos puesto para que comieran los camellos

de los Reyes Magos. Recuerdo que lo seguí a hurtadillas aquella noche en que me regaló el

camión y lo vi arrojar el pasto por encima de la tapia.

Era un tipo de voz temible, mi padre; de gestos dulces y reflexiones amargas. Nada

de lo que a él le gustaba me interesaba a mí. Amaba las matemáticas y leía gruesos libros

llenos de ecuaciones y extraños dibujos. Me hablaba del Congreso y sus facultades cuando

para mí sólo contaba el general. Me daba pena verlo soñar con una máquina de fotos, una

Leica que nunca podría pagar. A medida que crecíamos y nos enterábamos por el cine, el

Corsario, Tarzán, Kit Carson y yo distinguíamos por la trompa un Chevrolet 37 de uno del 35,

un Ford A del 30 de otro del 31.

Una mañana se detuvo frente a casa un Buick con tres hombres de sombrero. Lo

buscaban a mi padre y él salió presuroso, con el pucho entre los labios. Llevaba el único traje

que tenía para ir a la oficina y sólo Dios sabe cómo hacía mi madre para tenérselo siempre

listo. La imagen de mi padre (alto, pelo blanco, idéntico a las fotos de Dashiell Hammett) me

es indisociable del cigarrillo en los labios. Lo dejaba consumirse ahí, y se estaba horas

mirando un libro de logaritmos, acompañado por una voluta de humo que flotaba hacia la

lámpara.

El Buick arrancó y yo supe enseguida que era un modelo 39. Para el Corsario y Kit

Carson era del 38, pero yo estaba seguro porque tenía la parrilla más ancha y generosa y atrás

la carrocería bajaba en picada disimulando el baúl. Mi madre se quedó en silencio y cuando

se ponía así era mejor mantenerse a distancia. No sé por qué, yo me olía plata, la plata que

faltaba, la que permitiría que mi padre se comprara la Leica y mi madre cambiara los zapatos.

Plata para que me compraran Puño Fuerte y El Tony todas las semanas. Tal vez el Misterix, que

era carísimo. "Una fragata", solía decir mi padre, "¡quién tuviera una fragata!". La fragata era

el imposible billete de mil y mi padre había imaginado todas las maneras de gastarlo.

Ninguna incluía revistas de historietas ni matinés con Dick Tracy y la habitación donde él

soñaba se llenaba de voltímetros, catalizadores de células fotoeléctricas y otras cosas tan

inservibles como ésas.

Pero tampoco esa vez fue plata. Cuando volvió, a mediodía, mi padre estaba pálido

pero sonriente. No se decidía entre el orgullo y la bronca. La ceniza del cigarrillo le caía sobre

el banderín azul y blanco que apretujaba con los dedos humedecidos.

— Me dio la mano —le dijo a mi madre y me miró de reojo—. Me dio la mano y me

dijo: "Cómo le va, Soriano".

— ¿Y cómo te conoció? —preguntó mi madre, asustada.

— No sé. Me conoció el desgraciado.

En los días de más furia solía llamarlo "degenerado mental", pero aquel mediodía

estaba demasiado impresionado porque el General, que iba a Mendoza en tren, se había detenido en la estación de San Luis para saludar a todos los funcionarios por su nombre. Uno

por uno, hasta llegar al sobrestante de Obras Sanitarias José Vicente Soriano, responsable de

las aguas que consumía la población de San Luis.

Después de aquel apretón de manos, mi padre fingió odiarlo todavía más y por las

noches, a la hora de la cena, bajaba la voz como un filibustero listo para el abordaje: "¡No me

voy a morir sin verlo caer!", decía, y yo me estremecía de miedo a verlo caer. Corría entonces

a mirarlo sonreír en las figuritas, entre Grillo, Pescia, Fanny Navarro y Benavídez y me

parecía invencible. Por las tardes, mientras preparaba el barco, veía pasar a la rubia mujer del

bicicletero y el mundo de Tarzán, Kit Carson y el Corsario Negro volvía a su orden natural e

inmutable.

No sé por qué cuento esto. Me vienen a la memoria un arco y una flecha. Una espada

de madera, un autito de carrera y el camión que tanto desprecié. También me acuerdo de la

imponente llegada de un camión amarillo. Por fortuna mi padre no estaba en casa. Tocaron el

timbre y salió mi madre:

—Presidencia de la Nación —dijo un tipo de uniforme. Y bajaron una inmensa caja en

la que decía "Perón cumple, Evita dignifica".

Mi madre intuía, azorada, la traición del hijo. "Ya vas a ver cuando llegue tu padre",

gruñía mientras yo contaba las diez camisetas blancas con vivos rojos y una amarilla para el

arquero. También había una pelota con cierre de tiento y una carta del General. "Que lo

disfrutes", decía. Y también: "Pónganle el nombre de Evita al cuadro".

Mi padre quería tirar la carta al fuego. Iba a pasar algún tiempo antes de que Perón

cayera y muchos años más hasta que pudiera darse el gran gusto de su vida. Yo ya era

grande, vivía en la Avenida de Mayo y él se había venido a Buenos Aires a buscar otro

trabajo. Cuando pasó a buscarme traía la Leica envuelta en sedas y con un manual en tres

idiomas. Fuimos a un bar y rebosante de orgullo me mostró su juguete. De verdad era

precioso. Lentes suizos, disparador automático, qué sé yo. Le pregunté si era muy cara y me

contestó con un gesto de desdén. "Vos págame los cigarrillos", dijo.

A los dos o tres meses fui a visitarlo a una ruinosa pensión de Morón y lo encontré

nervioso y esquivo. "¿Dónde está la Leica?", le pregunté como al descuido y enseguida me di

cuenta de que íbamos a pasar un rato en silencio. Le di un paquete de cigarrillos y cuando se

puso uno entre los labios, murmuró: "Se la llevaron ayer, los degenerados... No alcancé a

pagar la cuota, ¿sabés?".

Nos dimos un abrazo y nos pusimos a llorar. Mi padre por la Leica y yo por el camión

aquel.

1 comentario:

  1. Me hizo recordar la importancia que tuvo mi muñeca llamada Verónica, fue inseparable durante muchos años de mi niñez.

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