Quinquela Martín

domingo, 16 de mayo de 2021

"Las venas abiertas de América Latina" de Eduardo Galeano

 

PRIMERA PARTE LA POBREZA DEL HOMBRE COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA

EL SIGNO DE LA CRUZ EN LAS EMPUÑADURAS DE LAS ESPADAS

Cuando Cristóbal Colón se lanzó a atravesar los grandes espacios

vacíos al oeste de la Ecúmene, había aceptado el desafío de las leyendas.

Tempestades terribles jugarían con sus naves, como si fueran

cáscaras de nuez, y las arrojarían a las bocas de los monstruos; la gran

serpiente de los mares tenebrosos, hambrienta de carne humana,

estaría al acecho. Sólo faltaban mil años para que los fuegos

purificadores del Juicio Final arrasaran el mundo, según creían los

hombres del siglo xv, y el mundo era entonces el mar Mediterráneo

con sus costas de ambigua proyección hacia el África y Oriente. Los

navegantes portugueses aseguraban que el viento del oeste traía cadáveres

extraños y a veces arrastraba leños curiosamente tallados,

pero nadie sospechaba que el mundo sería, pronto, asombrosamente

multiplicado.

América no sólo carecía de nombre. Los noruegos no sabían que

la habían descubierto hacía largo tiempo, y el propio Colón murió,

después de sus viajes, todavía convencido de que había llegado al Asia

por la espalda. En 1492, cuando la bota española se clavó por primera

vez en las arenas de las Bahamas, el Almirante creyó que estas islas

eran una avanzada del Japón. Colón llevaba consigo un ejemplar del

libro de Marco Polo, cubierto de anotaciones en los márgenes de las

páginas. Los habitantes de Cipango, decía Marco Polo, «poseen oro

en enorme abundancia y las minas donde lo encuentran no se agotan

jamás... También hay en esta isla perlas del más puro oriente en gran

cantidad. Son rosadas, redondas y de gran tamaño y sobrepasan en

valor a las perlas blancas». La riqueza de Cipango había llegado a

oídos del Gran Khan Kublai, había despertado en su pecho el deseo

de conquistarla: él había fracasado. De las fulgurantes páginas de

Marco Polo se echaban al vuelo todos los bienes de la creación; había

casi trece mil islas en el mar de la India con montañas de oro y perlas,

y doce clases de especias en cantidades inmensas, además de la pimienta

blanca y negra. La pimienta, el jengibre, el clavo de olor, la

nuez moscada y la canela eran tan codiciados como la sal para conservar

la carne en invierno sin que se pudriera ni perdiera sabor. Los

Reyes Católicos de España decidieron financiar la aventura del acceso

directo a las fuentes, para liberarse de la onerosa cadena de intermediarios

y revendedores que acaparaban el comercio de las especias

y las plantas tropicales, las muselinas y las armas blancas que

provenían de las misteriosas regiones del oriente. El afán de metales

preciosos, medio de pago para el tráfico comercial, impulsó también

la travesía de los mares malditos. Europa entera necesitaba plata; ya

casi estaban exhaustos los filones de Bohemia, Sajonia y el Tirol.

España vivía el tiempo de la reconquista. 1492 no fue sólo el año del

descubrimiento de América, el nuevo mundo nacido de aquella equivocación

de consecuencias grandiosas. Fue también el año de la recuperación

de Granada. Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, que

habían superado con su matrimonio el desgarramiento de sus dominios,

abatieron a comienzos de 1492 el último reducto de la religión

musulmana en suelo español. Había costado casi ocho siglos recobrar

lo que se había perdido en siete años1, y la guerra de reconquista había

agotado el tesoro real. Pero ésta era una guerra santa, la guerra cristiana

contra el Islam, y no es casual, además, que en ese mismo año 1492,

ciento cincuenta mil judíos declarados fueran expulsados del país. España

adquiría realidad como nación alzando espadas cuyas empuñaduras

dibujaban el signo de la cruz. La reina Isabel se hizo madrina de

la Santa Inquisición. La hazaña del descubrimiento de América no

podría explicarse sin la tradición militar de guerra de cruzadas que

imperaba en la Castilla medieval, y la Iglesia no se hizo rogar para dar

carácter sagrado a la conquista de las tierras incógnitas del otro lado

del mar. El papa Alejandro VI, que era valenciano, convirtió a la reina

Isabel en dueña y señora del Nuevo Mundo. La expansión del reino de

Castilla ampliaba el reino de Dios sobre la tierra.

Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón dirigió en

persona la campaña militar contra los indígenas de la Dominicana.

Un puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros

especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más

de quinientos, enviados a España, fueron vendidos como esclavos en

Sevilla y murieron miserablemente2. Pero algunos teólogos protestaron

y la esclavización de los indios fue formalmente prohibida al

nacer el siglo XVI. En realidad, no fue prohibida sino bendita: antes de

cada entrada militar, los capitanes de conquista debían leer a los indios,

ante escribano público, un extenso y retórico Requerimiento que

los exhortaba a convertirse a la santa fe católica: «Si no lo hiciéreis, o

en ello dilación maliciosamente pusiéreis, certifícoos que con la ayuda

de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré

guerra por todas las partes y manera que yo pudiere, y os sujetaré al

yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad y tomaré vuestras

mujeres y hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé, y dispondré

de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros

bienes y os haré todos los males y daños que pudiere...»3.

América era el vasto imperio del Diablo, de redención imposible

o dudosa, pero la fanática misión contra la herejía de los nativos se

confundía con la fiebre que desataba, en las huestes de la conquista,

el brillo de los tesoros del Nuevo Mundo. Bernal Díaz del Castillo,

soldado de Hernán Cortés en la conquista de México, escribe que

han llegado a América «por servir a Dios y a Su Majestad y también

por haber riquezas».

Colón quedó deslumbrado, cuando alcanzó el atolón de San Salvador,

por la colorida transparencia del Caribe, el paisaje verde, la

dulzura y la limpieza del aire, los pájaros espléndidos y los mancebos

«de buena estatura, gente muy hermosa» y «harto mansa» que allí

habitaba. Regaló a los indígenas «unos bonetes colorados y unas cuentas

de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco

valor con que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que

era maravilla». Les mostró las espadas. Ellos no las conocían, las tomaban

por el filo, se cortaban. Mientras tanto, cuenta el Almirante en su

diario de navegación, «yo estaba atento y trabajaba de saber si había

oro, y vide que algunos de ellos traían un pedazuelo colgando en un 

agujero que tenían a la nariz, y por señas pude entender que yendo al

Sur o volviendo la isla por el Sur, que estaba allí un Rey que tenía

grandes vasos dello, y tenía muy mucho». Porque «del oro se hace

tesoro, y con él quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega a

que echa las ánimas al Paraíso». En su tercer viaje Colón seguía creyendo

que andaba por el mar de la China cuando entró en las costas de

Venezuela; ello no le impidió informar que desde allí se extendía una

tierra infinita que subía hacia el Paraíso Terrenal. También Américo

Vespucio, explorador del litoral de Brasil mientras nacía el siglo XVI,

relataría a Lorenzo de Médicis: «Los árboles son de tanta belleza y

tanta blandura que nos sentíamos estar en el Paraíso Terrenal...»4. Con

despecho escribía Colón a los reyes, desde Jamaica, en 1503: «Cuando

yo descubrí las Indias, dije que eran el mayor señorío rico que hay en el

mundo. Yo dije del oro, perlas, piedras preciosas, especierías...».

Una sola bolsa de pimienta valía, en el medievo, más que la vida de

un hombre, pero el oro y la plata eran las llaves que el Renacimiento

empleaba para abrir las puertas del Paraíso en el cielo y las puertas del

mercantilismo capitalista en la tierra. La epopeya de los españoles y

los portugueses en América combinó la propagación de la fe cristiana

con la usurpación y el saqueo de las riquezas nativas. El poder

europeo se extendía para abrazar el mundo. Las tierras vírgenes,

densas de selvas y de peligros, encendían la codicia de los capitanes,

los hidalgos caballeros y los soldados en harapos lanzados a la conquista

de los espectaculares botines de guerra: creían en la gloria, «el

sol de los muertos», y en la audacia. «A los osados ayuda fortuna»,

decía Cortés. El propio Cortés había hipotecado todos sus bienes

personales para equipar la expedición a México. Salvo contadas excepciones

como fue el caso de Colón o Magallanes, las aventuras no

eran costeadas por el Estado, sino por los conquistadores mismos, o

por los mercaderes y banqueros que los financiaban5.

Nació el mito de Eldorado, el monarca bañado en oro que los

indígenas inventaron para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro

hasta Walter Raleigh, muchos lo persiguieron en vano por las

selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco. El espejismo del «cerro

que manaba plata» se hizo realidad en 1545, con el descubrimiento

de Potosí, pero antes habían muerto, vencidos por el hambre y por la

enfermedad o atravesados a flechazos por los indígenas, muchos de

los expedicionarios que intentaron, infructuosamente, dar alcance al

manantial de la plata remontando el río Paraná.

Había, sí, oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la

meseta de México y en el altiplano andino. Hernán Cortés reveló para

España, en 1519, la fabulosa magnitud del tesoro azteca de

Moctezuma, y quince años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate,

un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro

hizo pagar al inca Atahualpa antes de estrangularlo. Años antes, con

el oro arrancado de las Antillas había pagado la Corona los servicios

de los marinos que habían acompañado a Colón en su primer viaje6.

Finalmente, la población de las islas del Caribe dejó de pagar tributos,

porque desapareció: los indígenas fueron completamente exterminados

en los lavaderos de oro, en la terrible tarea de revolver las

arenas auríferas con el cuerpo a medias sumergido en el agua, o

roturando los campos hasta más allá de la extenuación, con la espalda

doblada sobre los pesados instrumentos de labranza traídos desde

España. Muchos indígenas de la Dominicana se anticipaban al destino

impuesto por sus nuevos opresores blancos: mataban a sus hijos y

se suicidaban en masa. El cronista oficial Fernández de Oviedo interpretaba

así, a mediados del siglo XVI, el holocausto de los antillanos:

«Muchos de ellos, por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no

trabajar, y otros se ahorcaron por sus manos propias»7. 


1 J. H. Elliott, La España imperial, Barcelona, 1965.

2 L. Capitán y Henri Lorin, El trabajo en América, antes y después de Colón,

Buenos Aires, 1948.

3 Daniel Vidart, Ideología y realidad de América, Montevideo, 1968.

4 Luis Nicolau D’Olwer, Cronistas de las culturas precolombinas, México, 1963.

El abogado Antonio de León Pinelo dedicó dos tomos enteros a demostrar

que el Edén estaba en América. En El Paraíso en el Nuevo Mundo (Madrid,

1656), incluyó un mapa de América del Sur en el que puede verse, al centro,

el jardín del Edén regado por el Amazonas, el Río de la Plata, el Orinoco y el

Magdalena. El fruto prohibido era el plátano. El mapa indicaba el lugar

exacto de donde había partido el Arca de Noé, cuando el Diluvio Universal.

5 J. M. Ots Capdequí, El Estado español en las Indias, México, 1941.

6 Earl J. Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain (1501-

1650), Massachusetts, 1934.

7 Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, Madrid,

1959. La interpretación hizo escuela. Me asombra leer, en el último

libro del técnico francés René Dumont, Cuba, est-il socialiste?, París, 1970:

«Los indios no fueron totalmente exterminados. Sus genes subsisten en los

cromosomas cubanos. Ellos sentían una tal aversión por la tensión que exige

el trabajo continuo, que algunos se suicidaron antes que aceptar el trabajo

forzado...».


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