La primera gran paliza de mi vida me la dio mi padre en la ciudad de Río Cuarto
cuando tendría nueve o diez años. No sé con qué cacharro estaba jugando sin atender las
advertencias y cuando mi viejo vino a hablarme me retobé y le tiré algo contundente a la zona
donde duele más. Después de unos cuantos saltos y flexiones que me hicieron despanzurrar
de risa, mi padre me enderezó de una patada y me calzó tantos bofetones que me olvidé de
contarlos.
Enseguida se arrepintió. Mi viejo era calentón pero rara vez pegaba. Si no le
entendían por las buenas, sacaba la lapicera y se ponía a explicar con un dibujo. Una sola vez
lo vi pelear en la capital de San Luis y tuvo sus razones. Había poca presión de agua y Obras
Sanitarias multaba a los que lavaban los coches con agua de la canilla. Mi padre salía de
inspección en la bicicleta y me llevaba sentado en el caño para enseñarme dónde se terminaba
exactamente la ciudad. Ésa era mi obsesión en aquellos tiempos. Saber dónde, en qué punto
exactamente, una cosa dejaba de ser lo que era y se transformaba en otra.
Lo cierto es que íbamos buscando los límites del pueblo por una calle de tierra,
zigzagueando entre la polvareda con una de aquellas bicicletas peronistas de ruedas anchas y
cuadro pesado en las que se desplazaban los funcionarios de la repartición y los vigilantes de
patrulla. A lo lejos divisamos a un grandote que tomaba mate y manguereaba alegremente un
Chevrolet 42 de techo azul. Yo adoraba los coches, era hincha de Oscar Gálvez y soñaba con
ser grande para manejar uno y conquistar a todas las chicas de la provincia. El de esa tarde
tenía los cromados relucientes y gomas con bandas blancas que necesitaban muchas horas de
manguera para quedar impecables. El tipo estaría preparándolo para salir de joda en esos
tiempos de Alberto Castillo. Mi padre calzó la bicicleta contra el cordón de la vereda y fue a
decirle, sonriente y engominado, que estaba derrochando el agua destinada a la población. En
los jodidos tiempos del General y Evita Capitana había demasiado Estado. Poner en peligro la
salud de la gente podía acarrearle a cualquiera un sumario y una larga temporada a la
sombra. Seguro que mi padre no quería terminar rapado y caminando entre dos vigilantes
por las calles del pueblo, como les pasó al gerente de Agua y Energía que se olvidó de cerrar
un pozo en la vereda y al almacenero que tenía una balanza retocada. Entonces se, armó de
todo su coraje y como el tipo se le reía en la cara, medio sobrador y jodón, sacó el talonario de
multas y ahí nomás le labró un acta de infracción, o algo parecido.
El grandote se encocoró. Anunció su calidad de integrante de no sé qué rama del
justicialismo y abrió más fuerte la manguera para que viéramos cómo nos hacía brillar el auto broches de ciclista. Mi viejo le alcanzó la boleta para que la firmara mientras le discurseaba un
edicto peronista de los que él detestaba, pero que eran ley sagrada.
La gresca empezó cuando el grandote arrugó el papel, lo tiró a la alcantarilla y sacó
un sonoro "que se te mueran los hijos, la puta que te parió". En ese tiempo yo no sabía muy
bien qué era morirse, pero a mi viejo se le subió la sangre a la cabeza y le tiró un derechazo
que me lo convirtió para siempre en Colt el Justiciero. Después también él recibió lo suyo y
cuando llegaron los vigilantes fuimos todos a parar a la comisaría. A mí me llevaron a casa de
inmediato porque como todo el mundo sabía los únicos privilegiados éramos los niños. A mi
viejo lo soltaron más tarde, con algunos moretones, bastante despeinado y un poco rengo. Al
grandote le aplicaron el edicto y le cobraron la multa porque el General había mandado pegar
por todas partes unos afiches de frondosa redacción: Así como la gota de agua horada la piedra,
una canilla mal cenada horada la riqueza de Ia Nación.
Tiempo después, frente a un peleador de nombre Orellana, que estaba dándome una
paliza contra las cuerdas de un ring de Neuquén, traté de recordar cómo diablos hizo mi
padre para sacar una derecha tan buena y tan sorprendente contra al regador justicialista. El
tal Orellana me castigaba al hígado para ablandarme los brazos y yo lo agarraba como podía
mientras rogaba que tocaran la campana. Era un torneo intercolegial en el que me había
anotado para no parecer menos hombre que los del curso de tornería. Pero un día nos
avisaron que teníamos que presentarnos en el gimnasio y a mi madre casi le da un infarto del
susto. El viejo se quitó los anteojos, me dio un reto y enseguida me facilitó la plata para el
colectivo porque prefería que yo mismo arreglara los líos en los que me metía.
Al principio éramos todos malos y bastante miedosos. De verlo a Gatica en las fotos
del diario yo sabía que había que poner un guante firme para proteger la cara y tirar el otro
hacia adelante para mantener alejado al rival. Con eso me bastó para ganarle a un eslovaco de
nariz grande y nombre complicado que venía agrandado del Normal Cipolletti. También a un
italiano raquítico de la Escuela de General Roca al que saqué en dos vueltas después que me
pegó uno de los sopapos más sonoros que he oído en mi vida. Entonces, como nos pasa a esa
edad y también en otras más ridículas, creí que yo era el mejor y que con sólo extender mi
puño mágico los otros se caerían como los limones de los árboles. Mi padre detestaba el boxeo
y dominaba las matemáticas, la física y muchas otras cosas inservibles en este país. En aquel
valle de bardas salvajes me hablaba de algoritmos y memorias artificiales cuando las
computadoras eran una ilusión de veinte toneladas y yo creía que podía ser campeón
neuquino de peso mediano. Hasta que me agarró Orellana que venía de Zapala y me dio una
paliza metódica y sarcástica, pegando y cantando al mismo tiempo, y ahí se terminó mi
carrera con los guantes. Machucado, con la cara toda cortada, volví arrastrándome a casa y
me convencí de que mi futuro estaba en algún alto lugar del fútbol nacional.
No sospechaba que años después, en un piquete de huelga de los embaladores de
manzanas del Alto Valle, vería cargar a los cosacos de la Libertadora mientras los cabecitas
cantaban a todo pulmón la Marcha Peronista. Era mi primer trabajo entre dos temporadas de
colegio. No recuerdo bien si la huelga era por plata o por la vuelta de Perón. Había gente que
miraba al cielo ansiosa por descubrir el avión negro que traería de regreso al General,
esperaban que se asomara a la ventanilla y saludara con brazos abiertos y la sonrisa. Yo ya no
cantaba lo mismo que ellos pero la paliza fue la misma para todos, con caballos pechadores y
cachiporras de goma. Tirábamos bolitas para que resbalaran los caballos pero no sé por qué
los que caíamos éramos nosotros. Aprendíamos ser argentinos, a correr y escondernos, a
escapar, a perder.
En los discos y por la radio sonaba Billy Cafaro, un prodigio fugaz. Durante los
recreos nos peleábamos a tortas mientras Aramburu y Rojas fusilaban en los basurales de
León Suárez. El cajón de Evita se iba de viaje y los cosacos pegaban, los caballos pegaban,
todos pegaban. Lástima que mi padre no estuviera allí con sus talonarios de multas y sus
libros de electrónica para sacar el sorprendente derechazo de Colt el Justiciero.
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