Quinquela Martín

domingo, 16 de mayo de 2021

"Rayuela" de Julio Cortázar

 Capítulo 6

La técnica consistía en citarse vagamente en un barrio a cierta hora. Les

gustaba desafiar el peligro de no encontrarse, de pasar el día solos, enfurruñados

en un café o en un banco de plaza, leyendo-un-libro-más. La teoría del libro-más

era de Oliveira, y la Maga la había aceptado por pura ósmosis. En realidad para

ella casi todos los libros eran libro-menos, hubiese querido llenarse de una

inmensa sed y durante un tiempo infinito (calculable entre tres y cinco años) leer

la ópera omnia de Goethe, Homero, Dylan Thomas, Mauriac, Faulkner,

Baudelaire, Roberto Arlt, San Agustín y otros autores cuyos nombres la

sobresaltaban en las conversaciones del Club. A eso Oliveira respondía con un

desdeñoso encogerse de hombros, y hablaba de las deformaciones rioplatenses,

de una raza de lectores a fulltime, de bibliotecas pululantes de marisabidillas

infieles al sol y al amor, de casas donde el olor a la tinta de imprenta acaba con la

alegría del ajo. En esos tiempos leía poco, ocupadísimo en mirar los árboles, los

piolines que encontraba por el suelo, las amarillas películas de la Cinemateca y

las mujeres del barrio latino. Sus vagas tendencias intelectuales se resolvían en

meditaciones sin provecho y cuando la Maga le pedía ayuda, una fecha o una

explicación, las proporcionaba sin ganas, como algo inútil. Pero es que vos ya lo

sabés, decía la Maga, resentida. Entonces él se tomaba el trabajo de señalarle la

diferencia entre conocer y saber, y le proponía ejercicios de indagación

individual que la Maga no cumplía y que la desesperaban.

De acuerdo en que en ese terreno no lo estarían nunca, se citaban por ahí y

casi siempre se encontraban. Los encuentros eran a veces tan increíbles que

Oliveira se planteaba una vez más el problema de las probabilidades y le daba

vuelta por todos lados, desconfiadamente. No podía ser que la Maga decidiera

doblar en esa esquina de la rue de Vaugirard exactamente en el momento en que

él, cinco cuadras más abajo, renunciaba a subir por la rue de Buci y se orientaba

hacia la rue Monsieur le Prince sin razón alguna, dejándose llevar hasta

distinguirla de golpe, parada delante de una vidriera, absorta en la

contemplación de un mono embalsamado. Sentados en un café reconstruían

minuciosamente los itinerarios, los bruscos cambios, procurando explicarlos

telepáticamente, fracasando siempre, y sin embargo se habían encontrado en

pleno laberinto de calles, casi siempre acababan por encontrarse y se reían como

locos, seguros de un poder que los enriquecía. A Oliveira lo fascinaban las

sinrazones de la Maga, su tranquilo desprecio por los cálculos más elementales.

Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente

confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella simple fatalidad.

«¿Y si no me hubieras encontrado?», le preguntaba. «No sé, ya ves que estás

aquí...» Inexplicablemente la respuesta invalidaba la pregunta, mostraba sus

adocenados resortes lógicos. Después de eso Oliveira se sentía más capaz de

luchar contra sus prejuicios bibliotecarios, y paradójicamente la Maga se rebelaba

contra su desprecio hacia los conocimientos escolares. Así andaban, Punch and

Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se quiere que el amor

termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor, esa palabra...


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