Capítulo 6
La técnica consistía en citarse vagamente en un barrio a cierta hora. Les
gustaba desafiar el peligro de no encontrarse, de pasar el día solos, enfurruñados
en un café o en un banco de plaza, leyendo-un-libro-más. La teoría del libro-más
era de Oliveira, y la Maga la había aceptado por pura ósmosis. En realidad para
ella casi todos los libros eran libro-menos, hubiese querido llenarse de una
inmensa sed y durante un tiempo infinito (calculable entre tres y cinco años) leer
la ópera omnia de Goethe, Homero, Dylan Thomas, Mauriac, Faulkner,
Baudelaire, Roberto Arlt, San Agustín y otros autores cuyos nombres la
sobresaltaban en las conversaciones del Club. A eso Oliveira respondía con un
desdeñoso encogerse de hombros, y hablaba de las deformaciones rioplatenses,
de una raza de lectores a fulltime, de bibliotecas pululantes de marisabidillas
infieles al sol y al amor, de casas donde el olor a la tinta de imprenta acaba con la
alegría del ajo. En esos tiempos leía poco, ocupadísimo en mirar los árboles, los
piolines que encontraba por el suelo, las amarillas películas de la Cinemateca y
las mujeres del barrio latino. Sus vagas tendencias intelectuales se resolvían en
meditaciones sin provecho y cuando la Maga le pedía ayuda, una fecha o una
explicación, las proporcionaba sin ganas, como algo inútil. Pero es que vos ya lo
sabés, decía la Maga, resentida. Entonces él se tomaba el trabajo de señalarle la
diferencia entre conocer y saber, y le proponía ejercicios de indagación
individual que la Maga no cumplía y que la desesperaban.
De acuerdo en que en ese terreno no lo estarían nunca, se citaban por ahí y
casi siempre se encontraban. Los encuentros eran a veces tan increíbles que
Oliveira se planteaba una vez más el problema de las probabilidades y le daba
vuelta por todos lados, desconfiadamente. No podía ser que la Maga decidiera
doblar en esa esquina de la rue de Vaugirard exactamente en el momento en que
él, cinco cuadras más abajo, renunciaba a subir por la rue de Buci y se orientaba
hacia la rue Monsieur le Prince sin razón alguna, dejándose llevar hasta
distinguirla de golpe, parada delante de una vidriera, absorta en la
contemplación de un mono embalsamado. Sentados en un café reconstruían
minuciosamente los itinerarios, los bruscos cambios, procurando explicarlos
telepáticamente, fracasando siempre, y sin embargo se habían encontrado en
pleno laberinto de calles, casi siempre acababan por encontrarse y se reían como
locos, seguros de un poder que los enriquecía. A Oliveira lo fascinaban las
sinrazones de la Maga, su tranquilo desprecio por los cálculos más elementales.
Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente
confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella simple fatalidad.
«¿Y si no me hubieras encontrado?», le preguntaba. «No sé, ya ves que estás
aquí...» Inexplicablemente la respuesta invalidaba la pregunta, mostraba sus
adocenados resortes lógicos. Después de eso Oliveira se sentía más capaz de
luchar contra sus prejuicios bibliotecarios, y paradójicamente la Maga se rebelaba
contra su desprecio hacia los conocimientos escolares. Así andaban, Punch and
Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se quiere que el amor
termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor, esa palabra...
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