Quinquela Martín

domingo, 30 de mayo de 2021

"Cien años de soledad" Gabriel García Márquez

 

Capítulo II

Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI, la bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el estampido de los cañones, que perdió el control de los nervios y se sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la dejaron convertida en una esposa inútil para toda la vida. No podía sentarse sino de medio lado, acomodada en cojines, y algo extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió a caminar en público. Renunció a toda clase de hábitos sociales obsesionada por la idea de que su cuerpo despedía un olor a chamusquina. El alba la sorprendía en el patio sin atreverse a dormir, porque soñaba que los ingleses con sus feroces perros de asalto se metían por la ventana del dormitorio y la sometían a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante aragonés con quien tenía dos hijos, se gastó media tienda en medicinas y entretenimientos buscando la manera de aliviar sus terrores. Por último liquidó el negocio y llevó la familia a vivir lejos del mar, en una ranchería de indios pacíficos situada en las estribaciones de la sierra, donde le construyó a su mujer un dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde entrar los piratas de sus pesadillas.

En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un criollo cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan productiva que en pocos años hicieron una fortuna. Varios siglos más tarde, el tataranieto del criollo se casó con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos años de casualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha, Era un simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes trataron de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de ninguna mujer, y que le costo la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio Buendía, con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con una sola frase: «No me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar.» Así que se casaron con una fiesta de banda y cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de conseguir que rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el corpulento y voluntarioso marido la violara dormida, Úrsula se ponía antes de acostarse un pantalón rudimentario que su madre le fabricó con lona de velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas, que se cerraba por delante con una gruesa hebilla de hierro. Así estuvieron varios meses. Durante el día, él pastoreaba sus gallos de pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche, forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia que ya parecía un sustituto del acto de amor, hasta que la intuición popular olfateó que algo irregular estaba ocurriendo, y soltó el rumor de que Úrsula seguía virgen un año después de casada, porque su marido era impotente. José Arcadio Buendía fue el último que conoció el rumor.

-Ya ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gente -le dijo a su mujer con mucha calma.

-Déjalos que hablen -dijo ella-. Nosotros sabemos que no es cierto.

De modo que la situación siguió igual por otros seis meses, hasta el domingo trágico en que José Arcadio Buendía le gano una pelea de gallos a Prudencio Aguilar. Furioso, exaltado por la sangre de su animal, el perdedor se apartó de José Arcadio Buendía para que toda la gallera pudiera oír lo que iba a decirle.

-Te felicito -gritó-. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer.

José Arcadio Buendía, sereno, recogió su gallo. «Vuelvo en seguida», dijo a todos. Y luego, a Prudencio Aguilar:

-Y tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar.

Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la puerta de la gallera, donde se había concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma dirección certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó a los tigres de la región, le atravesó la garganta. Esa noche, mientras se velaba el cadáver en la gallera, José Arcadio Buendía entró en el dormitorio cuando su mujer se estaba poniendo el pantalón de castidad. Blandiendo la lanza frente a ella, le ordenó: «Quítate eso.» Úrsula no puso en duda la decisión de su marido. «Tú serás responsable de lo que pase», murmuró. José Arcadio Buendía clavó la lanza en el piso de tierra.

-Si has de parir iguanas, criaremos iguanas -dijo-. Pero no habrá más muertos en este pueblo por culpa tuya.

Era una buena noche de junio, fresca y con luna, y estuvieron despiertos y retozando en la cama hasta el amanecer, indiferentes al viento que pasaba por el dormitorio, cargado con el llanto de los parientes de Prudencio Aguilar.

El asunto fue clasificado como un duelo de honor, pero a ambos les quedó un malestar en la conciencia. Una noche en que no podía dormir, Úrsula salió a tomar agua en el patio y vio a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido, con una expresión muy triste, tratando de cegar con un tapón de esparto el hueco de su garganta. No le produjo miedo, sino lástima. Volvió al cuarto a contarle a su esposo lo que había visto, pero él no le hizo caso. «Los muertos no salen -dijo-. Lo que pasa es que no podemos con el peso de la conciencia.» Dos noches después, Úrsula volvió a ver a Prudencio Aguilar en el baño, lavándose con el tapón de esparto la sangre cristalizada del cuello. Otra noche lo vio paseándose bajo la lluvia. José Arcadio Buendía, fastidiado por las alucinaciones de su mujer, salió al patio armado con la lanza. Allí estaba el muerto con su expresión triste.

-Vete al carajo -le gritó José Arcadio Buendía-. Cuantas veces regreses volveré a matarte.

Prudencio Aguilar no se fue, ni José Arcadio Buendía se atrevió arrojar la lanza. Desde entonces no pudo dormir bien.

Lo atormentaba la inmensa desolación con que el muerto lo había mirado desde la lluvia, la honda nostalgia con que añoraba a los vivos, la ansiedad con que registraba la casa buscando agua para mojar su tapón de esparto. «Debe estar sufriendo mucho -le decía a Úrsula-. Se ve que está muy solo.» Ella estaba tan conmovida que la próxima vez que vio al muerto destapando las ollas de la hornilla comprendió lo que buscaba, y desde entonces le puso tazones de agua por toda la casa. Una noche en que lo encontró lavándose las heridas en su propio cuarto, José Arcadio Buendía no pudo resistir más.

-Está bien, Prudencio -le dijo-. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo.

Fue así como emprendieron la travesía de la sierra. Varios amigos de José Arcadio Buendía, jóvenes como él, embullados con la aventura, desmantelaron sus casas y cargaron con sus mujeres y sus hijos hacia la tierra que nadie les había prometido. Antes de partir, José Arcadio Buendía enterró la lanza en el patio y degolló uno tras otro sus magníficos gallos de pelea, confiando en que en esa forma le daba un poco de paz a Prudencio Aguilar. Lo único que se llevó Úrsula fue un baúl con sus ropas de recién casada, unos pocos útiles domésticos y el cofrecito con las piezas de oro que heredó de su padre. No se trazaron un itinerario definido. Solamente procuraban viajar en sentido contrario al camino de Riohacha para no dejar ningún rastro ni encontrar gente conocida. Fue un viaje absurdo. A los catorce meses, con el estómago estragado por la carne de mico y el caldo de culebras, Úrsula dio a luz un hijo con todas sus partes humanas. Había hecho la mitad del camino en una hamaca colgada de un palo que dos hombres llevaban en hombros, porque la hinchazón le desfiguró las piernas, y las varices se le reventaban como burbujas. Aunque daba lástima verlos con los vientres templados y los ojos lánguidos, los niños resistieron el viaje mejor que sus padres, y la mayor parte del tiempo les resultó divertido. Una mañana, después de casi dos años de travesía, fueron los primeros mortales que vieron la vertiente occidental de la sierra. Desde la cumbre nublada contemplaron la inmensa llanura acuática de la ciénaga grande, explayada hasta el otro lado del mundo. Pero nunca encontraron el mar. Una noche, después de varios meses de andar perdidos por entre los pantanos, lejos ya de los últimos indígenas que encontraron en el camino, acamparon a la orilla de un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente de vidrio helado. Años después, durante la segunda guerra civil, el coronel Aureliano Buendía trató de hacer aquella misma ruta para tomarse a Riohacha por sorpresa, y a los seis días de viaje comprendió que era una locura. Sin embargo, la noche en que acamparon junto al río, las huestes de su padre tenían un aspecto de náufragos sin escapatoria, pero su número había aumentado durante la travesía y todos estaban dispuestos (y lo consiguieron) a morirse de viejos. José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo. Al día siguiente convenció a sus hombres de que nunca encontrarían el mar. Les ordenó derribar los árboles para hacer un claro junto al río, en el lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea.

José Arcadio Buendia no logró descifrar el sueño de las casas con paredes de espejos hasta el día en que conoció el hielo. Entonces creyó entender su profundo significado. Pensó que en un futuro próximo podrían fabricarse bloques de hielo en gran escala, a partir de un material tan cotidiano como el agua, y construir con ellos las nuevas casas de la aldea. Macondo dejaría de ser un lugar ardiente, cuyas bisagras y aldabas se torcían de calor, para convertirse en una ciudad invernal. Si no perseveró en sus tentativas de construir una fábrica de hielo, fue porque entonces estaba positivamente entusiasmado con la educación de sus hijos, en especial la de Aureliano, que había revelado desde el primer momento una rara intuición alquímica. El laboratorio había sido desempolvado. Revisando las notas de Melquíades, ahora serenamente, sin la exaltación de la novedad, en prolongadas y pacientes sesiones trataron de separar el oro de Úrsula del cascote adherido al fondo del caldero. El joven José Arcadio participó apenas en el proceso. Mientras su padre sólo tenía cuerpo y alma para el atanor, el voluntarioso primogénito, que siempre fue demasiado grande para su edad, se convirtió en un adolescente monumental. Cambió de voz. El bozo se le pobló de un vello incipiente. Una noche Úrsula entró en el cuarto cuando él se quitaba la ropa para dormir, y experimentó un confuso sentimiento de vergüenza y piedad: era el primer hombre que veía desnudo, después de su esposo, y estaba tan bien equipado para la vida, que le pareció anormal. Úrsula, encinta por tercera vez, vivió de nuevo sus terrores de recién casada.

Por aquel tiempo iba a la casa una mujer alegre, deslenguada, provocativa, que ayudaba en los oficios domésticos y sabía leer el porvenir en la baraja. Úrsula le habló de su hijo. Pensaba que su desproporción era algo tan desnaturalizado como la cola de cerdo del primo. La mujer soltó una risa expansiva que repercutió en toda la casa como un reguero de vidrio. «Al contrario -dijo-. Será feliz». Para confirmar su pronóstico llevó los naipes a la casa pocos días después, y se encerró con José Arcadio en un depósito de granos contiguo a la cocina. Colocó las barajas con mucha calma en un viejo mesón de carpintería, hablando de cualquier cosa, mientras el muchacho esperaba cerca de ella más aburrido que intrigado. De pronto extendió la mano y lo tocó. «Qué bárbaro», dijo, sinceramente asustada, y fue todo lo que pudo decir. José Arcadio sintió que los huesos se le llenaban de espuma, que tenía un miedo lánguido y unos terribles deseos de llorar. La mujer no le hizo ninguna insinuación. Pero José Arcadio la siguió buscando toda la noche en el olor de humo que ella tenía en las axilas y que se le quedó metido debajo del pellejo. Quería estar con ella en todo momento, quería que ella fuera su madre, que nunca salieran del granero y que le dijera qué bárbaro, y que lo volviera a tocar y a decirle qué bárbaro. Un día no pudo soportar más y fue a buscarla a su casa. Hizo una visita formal, incomprensible, sentado en la sala sin pronunciar una palabra. En ese momento no la deseó. La encontraba distinta, enteramente ajena a la imagen que inspiraba su olor, como si fuera otra. Tomó el café y abandonó la casa deprimido. Esa noche, en el espanto de la vigilia, la volvió a desear con una ansiedad brutal, pero entonces no la quería como era en el granero, sino como había sido aquella tarde.

Días después, de un modo intempestivo, la mujer lo llamó a su casa, donde estaba sola con su madre, y lo hizo entrar en el dormitorio con el pretexto de enseñarle un truco de barajas. Entonces lo tocó con tanta libertad que él sufrió una desilusión después del estremecimiento inicial, y experimentó más miedo que placer. Ella le pidió que esa noche fuera a buscarla. Él estuvo de acuerdo, por salir del paso, sabiendo que no seria capaz de ir. Pero esa noche, en la cama ardiente, comprendió que tenía que ir a buscarla aunque no fuera capaz. Se vistió a tientas, oyendo en la oscuridad la reposada respiración de su hermano, la tos seca de su padre en el cuarto vecino, el asma de las gallinas en el patio, el zumbido de los mosquitos, el bombo de su corazón y el desmesurado bullicio del mundo que no había advertido hasta entonces, y salió a la calle dormido. Deseaba de todo corazón que la puerta estuviera atrancada, y no simplemente ajustada, como ella le había prometido. Pero estaba abierta. La empujó con la punta de los dedos y los goznes soltaron un quejido lúgubre y articulado que tuvo una resonancia helada en sus entrañas. Desde el instante en que entró, de medio lado y tratando de no hacer ruido, sintió el olor. Todavía estaba en la salita donde los tres hermanos de la mujer colgaban las hamacas en posiciones que él ignoraba y que no podía determinar en las tinieblas, así que le faltaba atravesarla a tientas, empujar la puerta del dormitorio y orientarse allí de tal modo que no fuera a equivocarse de cama. Lo consiguió. Tropezó con los hicos de las hamacas, que estaban más bajas de lo que él había supuesto, y un hombre que roncaba hasta entonces se revolvió en el sueño y dijo con una especie de desilusión: «Era miércoles.» Cuando empujó la puerta del dormitorio, no pudo impedir que raspara el desnivel del piso. De pronto, en la oscuridad absoluta, comprendió con una irremediable nostalgia que estaba completamente desorientado. En la estrecha habitación dormían la madre, otra hija con el marido y dos niños, y la mujer que tal vez no lo esperaba. Habría podido guiarse por el olor si el olor no hubiera estado en toda la casa, tan engañoso y al mismo tiempo tan definido como había estado siempre en su pellejo. Permaneció inmóvil un largo rato, preguntándose asombrado cómo había hecho para llegar a ese abismo de desamparo, cuando una mano con todos los dedos extendidos, que tanteaba en las tinieblas, le tropezó la cara. No se sorprendió, porque sin saberlo lo había estado esperando. Entonces se confió a aquella mano, y en un terrible estado de agotamiento se dejó llevar hasta un lugar sin formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como un costal de papas y lo voltearon al derecho y al revés, en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no olía más a mujer, sino a amoníaco, y donde trataba de acordarse del rostro de ella y se encontraba con el rostro de Úrsula, confusamente consciente de que estaba haciendo algo que desde hacía mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer, pero que nunca se había imaginado que en realidad se pudiera hacer, sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía dónde estaban los pies v dónde la cabeza, ni los pies de quién ni la cabeza de quién, y sintiendo que no podía resistir más el rumor glacial de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y aquella soledad espantosa. Se llamaba Pilar Ternera. Había formado parte del éxodo que culminó con la fundación de Macondo, arrastrada por su familia para separarla del hombre que la violó a los catorce años y siguió amándola hasta los veintidós, pero que nunca se decidió a hacer pública la situación porque era un hombre ajeno. Le prometió seguirla hasta el fin del mundo, pero más tarde, cuando arreglara sus asuntos, y ella se había cansado de esperarlo identificándolo siempre con los hombres altos y bajos, rubios y morenos, que las barajas le prometían por los caminos de la tierra y los caminos del mar, para dentro de tres días, tres meses o tres años. Había perdido en la espera la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito de la ternura, pero conservaba intacta la locura del corazón, Trastornado por aquel juguete prodigioso, José Arcadio buscó su rastro todas las noches a través del laberinto del cuarto. En cierta ocasión encontró la puerta atrancada, y tocó varias veces, sabiendo que si había tenido el arresto de tocar la primera vez tenía que tocar hasta la última, y al cabo de una espera interminable ella le abrió la puerta. Durante el día, derrumbándose de sueño, gozaba en secreto con los recuerdos de la noche anterior. Pero cuando ella entraba en la casa, alegre, indiferente, dicharachera, él no tenía que hacer ningún esfuerzo para disimular su tensión, porque aquella mujer cuya risa explosiva espantaba a las palomas, no tenía nada que ver con el poder invisible que lo enseñaba a respirar hacia dentro y a controlar los golpes del corazón, y le había permitido entender por qué los hombres le tienen miedo a la muerte. Estaba tan ensimismado que ni siquiera comprendió la alegría de todos cuando su padre y su hermano alborotaron la casa con la noticia de que habían logrado vulnerar el cascote metálico y separar el oro de Úrsula.

En efecto, tras complicadas y perseverantes jornadas, lo habían conseguido. Úrsula estaba feliz, y hasta dio gracias a Dios por la invención de la alquimia, mientras la gente de la aldea se

apretujaba en el laboratorio, y les servían dulce de guayaba con galletitas para celebrar el prodigio, y José Arcadio Buendía les dejaba ver el crisol con el oro rescatado, como si acabara de inventarío. De tanto mostrarlo, terminó frente a su hijo mayor, que en los últimos tiempos apenas se asomaba por el laboratorio. Puso frente a sus ojos el mazacote seco y amarillento, y le preguntó: «¿Qué te parece?» José Arcadio, sinceramente, contestó:

-Mierda de perro.

Su padre le dio con el revés de la mano un violento golpe en la boca que le hizo saltar la sangre y las lágrimas. Esa noche Pilar Ternera le puso compresas de árnica en la hinchazón, adivinando el frasco y los algodones en la oscuridad, y le hizo todo lo que quiso sin que él se molestara, para amarlo sin lastimarlo Lograron tal estado de intimidad que un momento después, sin darse cuenta, estaban hablando en murmullos.

-Quiero estar solo contigo -decía él-. Un día de estos le cuento todo a todo el mundo y se acaban los escondrijos.

Ella no trató de apaciguarlo.

-Sería muy bueno -dijo-. Si estamos solos, dejamos la lámpara encendida para vernos bien, y yo puedo gritar todo lo que quiera sin que nadie tenga que meterse y tú me dices en la oreja todas las porquerías que se te ocurran.

Esta conversación, el rencor mordiente que sentía contra su padre, y la inminente posibilidad del amor desaforado, le inspiraron una serena valentía. De un modo espontáneo, sin ninguna preparación, le contó todo a su hermano.

Al principio el pequeño Aureliano sólo comprendía el riesgo, la inmensa posibilidad de peligro que implicaban las aventuras de su hermano, pero no lograba concebir la fascinación del objetivo. Poco a poco se fue contaminando de ansiedad. Se hacía contar las minuciosas peripecias, se identificaba con el sufrimiento y el gozo del hermano, se sentía asustado y feliz. Lo esperaba despierto hasta el amanecer, en la cama solitaria que parecía tener una estera de brasas, y seguían hablando sin sueño hasta la hora de levantarse, de modo que muy pronto padecieron ambos la misma somnolencia, sintieron el mismo desprecio por la alquimia y la sabiduría de su padre, y se refugiaron en la soledad. «Estos niños andan como zurumbáticos -decía Úrsula-. Deben tener lombrices.» Les preparó una repugnante pócima de paico machacado, que ambos bebieron con imprevisto estoicismo, y se sentaron al mismo tiempo en sus bacinillas once veces en un solo día, y expulsaron unos parásitos rosados que mostraron a todos con gran júbilo, porque les permitieron desorientar a Úrsula en cuanto al origen de sus distraimientos y languideces. Aureliano no sólo podía entonces entender, sino que podía vivir como cosa propia las experiencias de su hermano, porque en una ocasión en que éste explicaba con muchos pormenores el mecanismo del amor, lo interrumpió para preguntarle: «¿Qué se siente?» José Arcadio le dio una respuesta inmediata:

-Es como un temblor de tierra.

Un jueves de enero, a las dos de la madrugada, nació Amaranta. Antes de que nadie entrara en el cuarto, Úrsula la examinó minuciosamente. Era liviana y acuosa como una lagartija, pero todas sus partes eran humanas, Aureliano no se dio cuenta de la novedad sino cuando sintió la casa llena de gente. Protegido por la confusión salió en busca de su hermano, que no estaba en la cama desde las once, y fue una decisión tan impulsiva que ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse cómo haría para sacarlo del dormitorio de Pilar Ternera. Estuvo rondando la casa varias horas, silbando claves privadas, hasta que la proximidad del alba lo obligó a regresar. En el cuarto de su madre, jugando con la hermanita recién nacida y con una cara que se le caía de inocencia, encontró a José Arcadio.

Úrsula había cumplido apenas su reposo de cuarenta días, cuando volvieron los gitanos. Eran los mismos saltimbanquis y malabaristas que llevaron el hielo. A diferencia de la tribu de Melquíades, habían demostrado en poco tiempo que no eran heraldos del progreso, sino mercachifles de diversiones. Inclusive cuando llevaron el hielo, no lo anunciaron en función de su utilidad en la vida de los hombres, sino como una simple curiosidad de circo. Esta vez, entre muchos otros juegos de artificio, llevaban una estera voladora. Pero no la ofrecieron como un aporte fundamental al desarrollo del transporte, como un objeto de recreo. La gente, desde luego, desenterró sus últimos pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz sobre las casas de la aldea. Amparados por la deliciosa impunidad del desorden colectivo, José Arcadio y Pilar vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios dichosos entre la muchedumbre, y hasta llegaron a sospechar que el amor podía ser un sentimiento más reposado y profundo que la felicidad desaforada pero momentánea de sus noches secretas. Pilar, sin embargo, rompió el encanto. Estimulada por el entusiasmo con que José Arcadio disfrutaba de su compañía, equivocó la forma y la ocasión, y de un solo golpe le echó el mundo encima. «Ahora si eres un hombre», le dijo. Y corno él no entendió lo que ella quería decirle, se lo explicó letra por letra:

-Vas a tener un hijo.

José Arcadio no se atrevió a salir de su casa en varios días. Le bastaba con escuchar la risotada trepidante de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los artefactos de alquimia habían revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio Buendía recibió con alborozo al hijo extraviado y lo inició en la búsqueda de la piedra filosofal, que había por fin emprendido. Una tarde se entusiasmaron los muchachos con la estera voladora que pasó veloz al nivel de la ventana del laboratorio llevando al gitano conductor y a varios niños de la aldea que hacían alegres saludos con la mano, y José Arcadio Buendía ni siquiera la miró. «Déjenlos que sueñen -dijo-. Nosotros volaremos mejor que ellos con recursos más científicos que ese miserable sobrecamas.» A pesar de su fingido interés, José Arcadio no entendió nunca los poderes del huevo filosófico, que simplemente le parecía un frasco mal hecho. No lograba escapar de su preocupación. Perdió el apetito y el sueño, sucumbió al mal humor, igual que su padre ante el fracaso de alguna de sus empresas, y fue tal su trastorno que el propio José Arcadio Buendía lo relevó de los deberes en el laboratorio creyendo que había tomado la alquimia demasiado a pecho. Aureliano, por supuesto, comprendió que la aflicción del hermano no tenía origen en la búsqueda de la piedra filosofal, pero no consiguió arrancarle una confidencia. Habia perdido su antigua espontaneidad. De cómplice y comunicativo se hizo hermético y hostil. Ansioso de soledad, mordido por un virulento rencor contra el mundo, una noche abandonó la cama como de costumbre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse con el tumulto de la feria. Después de deambular por entre toda suerte de máquinas de artificio, Sin interesarse por ninguna, se fijó en algo que no estaba en juego; una gitana muy joven, casi una niña, agobiada de abalorios, la mujer más bella que José Arcadio había visto en su vida. Estaba entre la multitud que presenciaba el triste espectáculo del hombre que se convirtió en víbora por desobedecer a sus padres.

José Arcadio no puso atención. Mientras se desarrollaba el triste interrogatorio del hombre-víbora, se había abierto paso por entre la multitud hasta la primera fila en que se encontraba la gitana, y se había detenido detrás de ella. Se apretó contra sus espaldas. La muchacha trató de separarse, pero José Arcadio se apretó con más fuerza contra sus espaldas. Entonces ella lo sintió. Se quedó inmóvil contra él, temblando de sorpresa y pavor, sin poder creer en la evidencia, y por último volvió la cabeza y lo miró con una sonrisa trémula. En ese instante dos gitanos metieron al hombre-víbora en su jaula y la llevaron al interior de la tienda. El gitano que dirigía el espectáculo anunció:

-Y ahora, señoras y señores, vamos a mostrar la prueba terrible de la mujer que tendrá que ser decapitada todas las noches a esta hora durante ciento cincuenta años, como castigo por haber visto lo que no debía.

José Arcadio y la muchacha no presenciaron la decapitación. Fueron a la carpa de ella, donde se besaron con una ansiedad desesperada mientras se iban quitando la ropa. La gitana se deshizo de sus corpiños superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje almidonado, de su inútil corsé alambrado, de su carga de abalorios, y quedó prácticamente convertida en nada. Era una ranita lánguida, de senos incipientes y piernas tan delgadas que no le ganaban en diámetro a los brazos de José Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que compensaban su fragilidad. Sin embargo, José Arcadio no podía responderle porque estaban en una especie de carpa pública, por donde los gitanos pasaban con sus cosas de circo y arreglaban sus asuntos, y hasta se demoraban junto a la cama a echar una partida de dados. La lámpara colgada en la vara central iluminaba todo el ámbito. En una pausa de las caricias, José Arcadio se estiró desnudo en la cama, sin saber qué hacer, mientras la muchacha trataba de alentarlo. Una gitana de carnes espléndidas entró poco después acompañada de un hombre que no hacia parte de la farándula, pero que tampoco era de la aldea, y ambos empezaron a desvestirse frente a la cama. Sin proponérselo, la mujer miró a José Arcadio y examinó con una especie de fervor patético su magnifico animal en reposo. -Muchacho -exclamó-, que Dios te la conserve.

La compañera de José Arcadio les pidió que los dejaran tranquilos, y la pareja se acostó en el suelo, muy cerca de la cama.

La pasión de los otros despertó la fiebre de José Arcadio. Al primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo. Pero soportó el impacto con una firmeza de carácter y una valentía admirables. José Arcadio se sintió entonces levantado en vilo hacia un estado de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarató en un manantial de obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha por los oídos y le salían por la boca traducidas a su idioma. Era jueves. La noche del sábado José Arcadio se amarró un trapo rojo en la cabeza y se fue con los gitanos.

Cuando Úrsula descubrió su ausencia, lo buscó por toda la aldea. En el desmantelado campamento de los gitanos no había más que un reguero de desperdicios entre las cenizas todavía humeantes de los fogones apagados. Alguien que andaba por ahí buscando abalorios entre la basura le dijo a Úrsula que la noche anterior había visto a su hijo en el tumulto de la farándula, empujando una carretilla con la jaula del hombre-víbora. «¡Se metió de gitano!», le gritó ella a su marido, quien no había dado la menor señal de alarma ante la desaparición.

-Ojalá fuera cierto -dijo José Arcadio Buendía, machacando en el mortero la materia mil veces machacada y recalentada y vuelta a machacar-. Así aprenderá a ser hombre.

Úrsula preguntó por dónde se habían ido los gitanos. Siguió preguntando en el camino que le indicaron, y creyendo que todavía tenía tiempo de alcanzarlos, siguió alejándose de la aldea, hasta que tuvo conciencia de estar tan lejos que ya no pensó en regresar. José Arcadio Buendía no descubrió la falta de su mujer sino a las ocho de la noche, cuando dejó la materia recalentándose en una cama de estiércol, y fue a ver qué le pasaba a la pequeña Amaranta que estaba ronca de llorar. En pocas horas reunió un grupo de hombres bien equipados, puso a Amaranta en manos de una mujer que se ofreció para amamantaría, y se perdió por senderos invisibles en pos de Úrsula. Aureliano los acompañó. Unos pescadores indígenas, cuya lengua desconocían, les indicaron por señas al amanecer que no habían visto pasar a nadie. Al cabo de tres días de búsqueda inútil, regresaron a la aldea.

Durante varias semanas, José Arcadio Buendía se dejó vencer por la consternación. Se ocupaba como una madre de la pequeña Amaranta. La bañaba y cambiaba de ropa, la llevaba a ser amamantada cuatro veces al día y hasta le cantaba en la noche las canciones que Úrsula nunca supo cantar. En cierta ocasión, Pilar Ternera se ofreció para hacer los oficios de la casa mientras regresaba Úrsula. Aureliano, cuya misteriosa intuición se había sensibilizado en la desdicha, experimentó un fulgor de clarividencia al verla entrar. Entonces supo que de algún modo inexplicable ella tenía la culpa de la fuga de su hermano y la consiguiente desaparición de su madre, y la acosó de tal modo, con una callada e implacable hostilidad, que la mujer no volvió a la casa.

El tiempo puso las cosas en su puesto. José Arcadio Buendía y su hijo no supieron en qué momento estaban otra vez en el laboratorio, sacudiendo el polvo, prendiendo fuego al atanor, entregados una vez más a la paciente manipulación de la materia dormida desde hacía varios meses en su cama de estiércol. Hasta Amaranta, acostada en una canastilla de mimbre, observaba con curiosidad la absorbente labor de su padre y su hermano en el cuartito enrarecido por los vapores del mercurio. En cierta ocasión, meses después de la partida de Úrsula, empezaron a suceder cosas extrañas. Un frasco vacío que durante mucho tiempo estuvo olvidado en un armario se hizo tan pesado que fue imposible moverlo. Una cazuela de agua colocada en la mesa de trabajo hirvió sin fuego durante media hora hasta evaporarse por completo. José Arcadio Buendía y su hijo observaban aquellos fenómenos con asustado alborozo, sin lograr explicárselos, pero interpretándolos como anuncios de la materia. Un día la canastilla de Amaranta empezó a moverse con un impulso propio y dio una vuelta completa en el cuarto, ante la consternación de Aureliano, que se apresuró a detenerla. Pero su padre no se alteró. Puso la canastilla en su puesto y la amarró a la pata de una mesa, convencido de que el acontecimiento esperado era inminente. Fue en esa ocasión cuando Aureliano le oyó decir:

-Si no temes a Dios, témele a los metales.

De pronto, casi cinco meses después de su desaparición, volvió Úrsula. Llegó exaltada, rejuvenecida, con ropas nuevas de un estilo desconocido en la aldea. José Arcadio Buendía apenas si pudo resistir el impacto. «¡Era esto -gritaba-. Yo sabia que iba a ocurrir.» Y lo creía de veras, porque en sus prolongados encierros, mientras manipulaba la materia, rogaba en el fondo de su corazón que el prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal, ni la liberación del soplo que hace vivir los metales, ni la facultad de convertir en oro las bisagras y cerraduras de la casa, sino lo que ahora había ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero ella no compartía su alborozo. Le dio un beso convencional, como si no hubiera estado ausente más de una hora, y le dijo:

-Asómate a la puerta.

José Arcadio Buendía tardó mucho tiempo para restablecerse la perplejidad cuando salió a la calle y vio la muchedumbre. No eran gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores. Traían mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos, puros y simples accesorios terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad cotidiana. Venían del otro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde había pueblos que recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar. Úrsula no había alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta que su marido no pudo descubrir en su frustrada búsqueda de los grandes inventos.

"Arte poética" de Jorge Luis Borges

 

Mirar el río hecho de tiempo y agua

Y recordar que el tiempo es otro río,

Saber que nos perdemos como el río

Y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño

Que sueña no soñar y que la muerte

Que teme nuestra carne es esa muerte

De cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo

De los días del hombre y de sus años,

Convertir el ultraje de los años

En una música, un rumor y un símbolo,

Ver en la muerte el sueño, en el ocaso

Un triste oro, tal es la poesía

Que es inmortal y pobre. La poesía

Vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara

Nos mira desde el fondo de un espejo;

El arte debe ser como ese espejo

Que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,

Lloró de amor al divisar su Itaca

Verde y humilde. El arte es esa Itaca

De verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable

Que pasa y queda y es cristal de un mismo

Heráclito inconstante, que es el mismo

Y es otro, como el río interminable.

"Palizas" de Osvaldo Soriano

 

La primera gran paliza de mi vida me la dio mi padre en la ciudad de Río Cuarto

cuando tendría nueve o diez años. No sé con qué cacharro estaba jugando sin atender las

advertencias y cuando mi viejo vino a hablarme me retobé y le tiré algo contundente a la zona

donde duele más. Después de unos cuantos saltos y flexiones que me hicieron despanzurrar

de risa, mi padre me enderezó de una patada y me calzó tantos bofetones que me olvidé de

contarlos.

Enseguida se arrepintió. Mi viejo era calentón pero rara vez pegaba. Si no le

entendían por las buenas, sacaba la lapicera y se ponía a explicar con un dibujo. Una sola vez

lo vi pelear en la capital de San Luis y tuvo sus razones. Había poca presión de agua y Obras

Sanitarias multaba a los que lavaban los coches con agua de la canilla. Mi padre salía de

inspección en la bicicleta y me llevaba sentado en el caño para enseñarme dónde se terminaba

exactamente la ciudad. Ésa era mi obsesión en aquellos tiempos. Saber dónde, en qué punto

exactamente, una cosa dejaba de ser lo que era y se transformaba en otra.

Lo cierto es que íbamos buscando los límites del pueblo por una calle de tierra,

zigzagueando entre la polvareda con una de aquellas bicicletas peronistas de ruedas anchas y

cuadro pesado en las que se desplazaban los funcionarios de la repartición y los vigilantes de

patrulla. A lo lejos divisamos a un grandote que tomaba mate y manguereaba alegremente un

Chevrolet 42 de techo azul. Yo adoraba los coches, era hincha de Oscar Gálvez y soñaba con

ser grande para manejar uno y conquistar a todas las chicas de la provincia. El de esa tarde

tenía los cromados relucientes y gomas con bandas blancas que necesitaban muchas horas de

manguera para quedar impecables. El tipo estaría preparándolo para salir de joda en esos

tiempos de Alberto Castillo. Mi padre calzó la bicicleta contra el cordón de la vereda y fue a

decirle, sonriente y engominado, que estaba derrochando el agua destinada a la población. En

los jodidos tiempos del General y Evita Capitana había demasiado Estado. Poner en peligro la

salud de la gente podía acarrearle a cualquiera un sumario y una larga temporada a la

sombra. Seguro que mi padre no quería terminar rapado y caminando entre dos vigilantes

por las calles del pueblo, como les pasó al gerente de Agua y Energía que se olvidó de cerrar

un pozo en la vereda y al almacenero que tenía una balanza retocada. Entonces se, armó de

todo su coraje y como el tipo se le reía en la cara, medio sobrador y jodón, sacó el talonario de

multas y ahí nomás le labró un acta de infracción, o algo parecido.

El grandote se encocoró. Anunció su calidad de integrante de no sé qué rama del

justicialismo y abrió más fuerte la manguera para que viéramos cómo nos hacía brillar el auto broches de ciclista. Mi viejo le alcanzó la boleta para que la firmara mientras le discurseaba un

edicto peronista de los que él detestaba, pero que eran ley sagrada.

La gresca empezó cuando el grandote arrugó el papel, lo tiró a la alcantarilla y sacó

un sonoro "que se te mueran los hijos, la puta que te parió". En ese tiempo yo no sabía muy

bien qué era morirse, pero a mi viejo se le subió la sangre a la cabeza y le tiró un derechazo

que me lo convirtió para siempre en Colt el Justiciero. Después también él recibió lo suyo y

cuando llegaron los vigilantes fuimos todos a parar a la comisaría. A mí me llevaron a casa de

inmediato porque como todo el mundo sabía los únicos privilegiados éramos los niños. A mi

viejo lo soltaron más tarde, con algunos moretones, bastante despeinado y un poco rengo. Al

grandote le aplicaron el edicto y le cobraron la multa porque el General había mandado pegar

por todas partes unos afiches de frondosa redacción: Así como la gota de agua horada la piedra,

una canilla mal cenada horada la riqueza de Ia Nación.

Tiempo después, frente a un peleador de nombre Orellana, que estaba dándome una

paliza contra las cuerdas de un ring de Neuquén, traté de recordar cómo diablos hizo mi

padre para sacar una derecha tan buena y tan sorprendente contra al regador justicialista. El

tal Orellana me castigaba al hígado para ablandarme los brazos y yo lo agarraba como podía

mientras rogaba que tocaran la campana. Era un torneo intercolegial en el que me había

anotado para no parecer menos hombre que los del curso de tornería. Pero un día nos

avisaron que teníamos que presentarnos en el gimnasio y a mi madre casi le da un infarto del

susto. El viejo se quitó los anteojos, me dio un reto y enseguida me facilitó la plata para el

colectivo porque prefería que yo mismo arreglara los líos en los que me metía.

Al principio éramos todos malos y bastante miedosos. De verlo a Gatica en las fotos

del diario yo sabía que había que poner un guante firme para proteger la cara y tirar el otro

hacia adelante para mantener alejado al rival. Con eso me bastó para ganarle a un eslovaco de

nariz grande y nombre complicado que venía agrandado del Normal Cipolletti. También a un

italiano raquítico de la Escuela de General Roca al que saqué en dos vueltas después que me

pegó uno de los sopapos más sonoros que he oído en mi vida. Entonces, como nos pasa a esa

edad y también en otras más ridículas, creí que yo era el mejor y que con sólo extender mi

puño mágico los otros se caerían como los limones de los árboles. Mi padre detestaba el boxeo

y dominaba las matemáticas, la física y muchas otras cosas inservibles en este país. En aquel

valle de bardas salvajes me hablaba de algoritmos y memorias artificiales cuando las

computadoras eran una ilusión de veinte toneladas y yo creía que podía ser campeón

neuquino de peso mediano. Hasta que me agarró Orellana que venía de Zapala y me dio una

paliza metódica y sarcástica, pegando y cantando al mismo tiempo, y ahí se terminó mi

carrera con los guantes. Machucado, con la cara toda cortada, volví arrastrándome a casa y

me convencí de que mi futuro estaba en algún alto lugar del fútbol nacional.

No sospechaba que años después, en un piquete de huelga de los embaladores de

manzanas del Alto Valle, vería cargar a los cosacos de la Libertadora mientras los cabecitas

cantaban a todo pulmón la Marcha Peronista. Era mi primer trabajo entre dos temporadas de

colegio. No recuerdo bien si la huelga era por plata o por la vuelta de Perón. Había gente que

miraba al cielo ansiosa por descubrir el avión negro que traería de regreso al General,

esperaban que se asomara a la ventanilla y saludara con brazos abiertos y la sonrisa. Yo ya no

cantaba lo mismo que ellos pero la paliza fue la misma para todos, con caballos pechadores y

cachiporras de goma. Tirábamos bolitas para que resbalaran los caballos pero no sé por qué

los que caíamos éramos nosotros. Aprendíamos ser argentinos, a correr y escondernos, a

escapar, a perder.

En los discos y por la radio sonaba Billy Cafaro, un prodigio fugaz. Durante los

recreos nos peleábamos a tortas mientras Aramburu y Rojas fusilaban en los basurales de

León Suárez. El cajón de Evita se iba de viaje y los cosacos pegaban, los caballos pegaban,

todos pegaban. Lástima que mi padre no estuviera allí con sus talonarios de multas y sus

libros de electrónica para sacar el sorprendente derechazo de Colt el Justiciero.

"Abrí la verja de hierro" de Fayad Jamís

Abrí la verja de hierro,
Sentí como chirriaba, tropecé en algún tronco
y miré una ventana encendida, pero la madrugada
devoraba las hojas y tú no estabas allí diciéndome
que el mundo está roto y oxidado. Entré,
subí en silencio las escaleras, abrí otra puerta,
me quité el saco, me senté, me dije estoy sudando,
comencé a golpear mi pobre máquina de hablar,
de roncar y de morir (tú dormías, tú duermes, tú
no sabes
cuánto te amo), me quité la corbata y la camisa,
me puse el alma nueva que me hiciste esta tarde,
seguí tecleando y maldiciendo, amándote 
y mordiéndome
los puños. Y de pronto llegaron hasta mí 
otras voces:
iban cantando cosas imposibles y bellas, iban
encendiendo
la mañana, recordaban besos que se pudrieron
en el río,
labios que destruyó la ausencia. Y yo no quise decir nada
más: no quiero hablar, acaso en el chirrido
de la verja rompí cruelmente el aire de tu sueño.
Qué importa entrar o salir o desnacer. 
Me quito los zapatos
y los lanzo ciego, amorosamente, contra el mundo

Fayad Jamís, poeta mexicano.

"Papalotl" de Teresa Riggen

 Papalotl

La larva había presentido, en un 

breve éxtasis, que un día ella volaría. 

Michel Tournier Vendredi ou les limbes  du Pacifique 

Es mayo 

la primera lluvia crepita al buscarte en la hojarasca, 

descubre restos de alas bajo los oyameles. 

No los tuyos. 

Más allá el aire sin orillas 

tu peso es sólo un batir de alas, 

mariposa monarca. 

La terca llovizna lava el pino 

es hora de las abluciones. 

Ya nada pueden hacemos. 

Es dulce pensar en la última ráfaga 

por fin estas libre del viscoso líquido 

que te ataba la hoja de asclepia. 

Consumirla poco a poco 

es no dejar de dónde asirse. 

Siempre será mayo. 

Abro las alas a mi ración de viento. 

Más allá despiertan las crisálidas néctares corolas. 

El cielo no baja ni el árbol sube. 

Nada más lejano al Valle de los Muertos 

que este bosque cerca de Angangueo. 

Comienza tu primer día papalotl del monte. 

Me coloco la aurora donde puedo.

"Tríptico de la noche (I)" de Teófilo Cid

 

¡Oh noche! ¡Oh noche! Detén a los paseantes con el rumor de aurora de tus astros extasiados.

El amor es la razón de tus árboles dormidos, del silencio que corre por tus venas aurorales porque en ti las bocas son nidos y las palabras aves que pronuncian tu mensaje.

¡Oh noche! Detén a los paseantes que surgieron como una onda física, como un axioma en flor. Detenlos en la aurora de sus besos, perfílalos de umbral contra el silencio, que sea eterno el ángulo que dibujan sus deseos. ¡Oh noche! Tú que tienes el valor del día y que escondes en tu índole un sol nuevo.

Tú puedes contra el tiempo revivir en verdes pinos, azular el espacio detenido en una huella, hacer que el lecho vibre con un ópalo… ¡Oh noche! Tú que puedes detener a los amantes, detén a estos viajeros que han llegado sin aliento. Son ellos los viajeros que ayer partieron desde un beso y que ahora se pasean por un nimbo sin designios. Ahora sus pupilas centellean, cruzan sus espadas para quedar impresas en panoplia eternizada. Ellos tienen un secreto que compartir contigo, un secreto que un pensil de instinto ha levantado. ¡Oh noche! Detén a los amantes con el rumor de aurora de tus astros extasiados.

lunes, 24 de mayo de 2021

"Los cachorros" de Mario Vargas Llosa

 Capítulo 1

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre

todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr

olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y

eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año,

cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat. Hermano Leoncio,

¿cierto que viene uno nuevo?, ¿para el “Tercero A”, Hermano? Sí, el

Hermano Leoncio apartaba de un manotón el moño que le cubría la

cara. Ahora a callar. Apareció una mañana, a la hora de la formación,

de la mano de su papá, y el Hermano Lucio lo puso a la cabeza de la

fila porque era más chiquito todavía que Rojas, y en la clase el Hermano

Leoncio lo sentó atrás, con nosotros, en esa carpeta vacía, jovencito.

¿Cómo se llamaba? Cuéllar, ¿y tú? Choto, ¿y tú? Chingolo,

¿y tú? Mañuco, ¿y tú? Lalo. ¿Miraforino? Sí, desde el mes pasado,

antes vivía en San Antonio y ahora en Mariscal Castilla, cerca del Cine

Colina.

Era chanconcito (pero no sobón): la primera semana salió quinto y la

siguiente tercero y después siempre primero hasta el accidente, ahí

comenzó a flojear y a sacarse malas notas. Los catorce Incas, Cuéllar,

decía el Hermano Leoncio, y él se los recitaba sin respirar, los

Mandamientos, las tres estrofas del Himno Marista, la poesía Mi bandera

de López Albújar: sin respirar. Qué trome, Cuéllar, le decía Lalo

y el Hermano muy buena memoria, jovencito; y a nosotros ¡aprendan,

bellacos! El se lustraba las uñas en la solapa del saco y miraba a

toda la clase por encima del hombro, sobrándose (de a mentiras, en

el fondo no era sobrado, sólo un poco loquibambio y juguetón. Y,

además, buen compañero. Nos soplaba en los exámenes y en los recreos

nos convidaba chupetes, ricacho, tofis, suertudo, le decía Choto,

te dan más propina que a nosotros cuatro, y él por las buenas notas

que se sacaba, y nosotros menos mal que eres buena gente,

chanconcito, eso lo salvaba). Las clases de la Primaria terminaban a

las cuatro, a las cuatro y diez el Hermano Lucio hacía romper filas y a

las cuatro y cuarto ellos estaban en la cancha de fútbol. Tiraban los

maletines al pasto, los sacos, las corbatas, rápido Chingolo rápido,

ponte en el arco antes que lo pesquen otros, y en su jaula Judas se

volvía loco, guau, paraba el rabo, guau guau, les mostraba los colmillos,

guau guau guau, tiraba saltos mortales, guau guau guau guau,

sacudía los alambres. Pucha diablo si se escapa un día, decía Chingolo, 

y Mañuco si se escapa hay que quedarse quietos, los daneses

sólo mordían cuando olían que les tienes miedo, ¿quién te lo dijo?, mi

viejo, y Choto yo me treparía al arco, ahí no lo alcanzaría, y Cuéllar

sacaba su puñalito y chas chas lo soñaba, deslonjaba y enterrabaaaaaauuuu,

mirando al cielo. uuuuuuaaauuuu, las dos manos en la boca,

auauauauauuuuu: ¿qué tal gritaba Tarzán? Jugaban apenas hasta

las cinco pues a esa hora salía la Media y a nosotros los grandes

nos corrían de la cancha a las buenas o a las malas. Las lenguas

afuera, sacudiéndonos y sudando recogían libros, sacos y corbatas y

salíamos a la calle. Bajaban por la Diagonal haciendo pases de basquet

con los maletines, chápate ésta papacito, cruzábamos el Parque

a la altura de Las Delicias, ¡la chapé! ¿viste, mamacita?, y en la bodeguita

de la esquina de D'Onofrio comprábamos barquillos ¿de vainilla?,

¿mixtos?, echa un poco más, cholo, no estafes, un poquito de

limón, tacaño, una yapita de fresa. Y después seguían bajando por la

Diagonal, el Violín Gitano, sin hablar. La calle Porta, absortos en los

helados, un semáforo, shhp chupando shhhp y saltando hasta el edificio

San Nicolás y ahí Cuéllar se despedía, hombre, no te vayas todavía,

vamos al Terrazas, le pedirían la pelota al Chino, ¿no quería

jugar por la selección de la clase?, hermano, para eso había que entrenarse

un poco, ven vamos anda, sólo hasta las seis, un partido de

fulbito en el Terrazas. Cuéllar. No podía, su papa no lo dejaba, tenía

qua hacer las tareas. Lo acompañaban hasta su casa. ¿cómo iba a

entrar al equipo de la clase si no se entrenaba? y por fin acabábamos

yéndonos al Terrazas solos. Buena gente pero muy chancón, decía

Choto, por los estudios descuida el deporte, y Lalo no era culpa

suya, su viejo debía ser un fregado, y Chingolo claro, él se moría por

venir con ellos y Mañuco iba a estar bien difícil que entrara al equipo,

no tenia físico, ni patada, ni resistencia, se cansaba ahí mismo, ni

nada. Pero cabecea bien, decía Choto, y además era hincha nuestro,

había que meterlo como sea decía Lalo, y Chingolo para que esté con

nosotros y Mañuco sí, lo meteríamos, ¡aunque iba a estar más difícil

Pero Cuéllar que era terco y se moría por jugar en el equipo, se entrenó

tanto en el verano que al año siguiente se ganó el puesto de

interior izquierdo en la selección de la clase: mens sana in corpora

sano, decía el Hermano Agustin, ¿ya veíamos?, se puede ser buen

deportista y aplicado en los estudios, que siguiéramos su ejemplo.

¿Cómo has hecho?, le decía Lalo, ¿de dónde esa cintura, esos pases,

esa codicia de pelota, esos tiros al ángulo? Y él: lo había entrenado

su primo el Chispas y su padre lo llevaba al Estadio todos los domingos

y ahí, viendo a los craks, les aprendía los trucos ¿captábamos?

Se había pasado los tres meses sin ir a las matinés ni a las playas,

sólo viendo y jugando fútbol mañana y tarde, toquen esas pantorrillas,

¿no se habían puesto duras? Si, ha mejorado mucho, le decía Choto al Hermano Lucio, 

de veras, y Lalo es un delantero ágil y trabajador,

y Chingolo qué bien organizaba el ataque y, sobre todo, no

perdía la moral, y Mañuco ¿vio cómo baja hasta el arco a buscar pelota

cuando el enemigo va dominando, Hermano Lucio hay que meterlo

al equipo. Cuéllar se reía feliz, se soplaba las uñas y se las lustraba

en la camiseta de “Cuarto A”, mangas blancas y pechera azul:

ya está, le decíamos, ya lo metimos pero no te sobres. En julio, para

el Campeonato Interaños, el Hermano Agustin autorizó al equipo de

Cuarto A a entrenarse dos veces por semana, los lunes y los viernes,

a la hora de Dibujo y Música. Después del segundo recreo, cuando el

patio quedaba vacío, mojadito por la garúa, lustrado como un

chimpún nuevecito, los once seleccionados bajaban a la cancha, nos

cambiábamos el uniforme y, con zapatos de fútbol y buzos negros,

salían de los camarines en fila india, a paso gimnástico, encabezados

por Lalo, el capitán. En todas las ventanas de las aulas aparecían caras

envidiosas que espiaban sus carreras, había un vientecito frío que

arrugaba las aguas de la piscina (¿tú te bañarías?, después del

match, ahora no. brrrr qué frío), sus saques, y movía las copas de los

eucaliptos y ficus del Parque que asomaban sobre el muro amarillo

del Colegio, sus penales y la mañana se iba volando: entrenamos regio,

decía Cuéliar, bestial, ganaremos. Una hora después el Hermano

Lucio tocaba el silbato y, mientras se desaguaban las aulas y los años

formaban en el patio, los seleccionados nos vestíamos para ir a sus

casas a almorzar. Pero Cuéllar se demoraba porque (te copias todas

las de los craks, decía Chingolo, ¿quién te crees?, ¿Toto Terry? ) se

metía siempre a la ducha después de los entrenamientos. A veces

ellos se duchaban también, guau, pero ese día, guau guau, cuando

Judas se apareció en la puerta de los camarines, guau guau guau,

sólo Lalo y Cuéllar se estaban bañando: guau guau guau guau. Choto,

Chingolo y Mañuco saltaron por las ventanas, Lalo chilló se escapó

mira hermano y alcanzó a cerrar la puertecita de la ducha en el hocico

mismo del danés. Ahí, encogido, losetas blancas, azulejos y chorritos

de agua, temblando, oyó los ladridos de Judas, el llanto de Cuéllar,

sus gritos, y oyó aullidos, saltos, choques, resbalones y después

sólo ladridos, y un montón de tiempo después, les juro (pero cuánto,

decía Chingolo, ¿dos minutos? . más hermano, y Choto ¿cinco?, más

mucho más), el vozarrón del Hermano Lucio, las lisuras de Leoncio

¿en español, Lalo?, sí, también en francés, ¿le entendías?, no, pero

se imaginaba que eran lisuras, idiota, por la furia de su voz), los carambas,

Dios mío, fueras, sapes, largo largo, la desesperación de los

Hermanos, su terrible susto. Abrió la puerta y ya se lo llevaban cargado,

lo vio apenas entre las sotanas negras, ¿desmayado?, sí, ¿calato,

Lalo?, sí y sangrando, hermano, palabra, qué horrible: el baño

entero era purita sangre. Qué más, qué pasó después mientras yo me vestía, 

decía Lalo, y Chingolo el Hermano Agustín y el Hermano

Lucio metieron a Cuéllar en la camioneta de la Dirección, los vimos

desde la escalera, y Choto arrancaron a ochenta (Mañuco cien) por

hora, tocando bocina y bocina como los bomberos, como una ambulancia.

Mientras tanto el Hermano Leoncio perseguía a Judas que iba

y venía por el patio dando brincos, volantines, lo agarraba y lo metía

a su jaula y por entre los alambres (quería matarlo, decía Choto, si lo

hubieras visto, asustaba) lo azotaba sin misericordia, colorado, el

moño bailándole sobre la cara. Esa semana, la misa del domingo, el

rosario del viernes y las oraciones del principio y del fin de las clases

fueron por el restablecimiento de Cuéllar, pero los Hermanos se enfurecían

si los alumnos hablaban entre ellos del accidente, nos chapaban

y un cocacho, silencio, toma, castigado hasta las seis. Sin embargo

ése fue el único tema de conversación en los recreos y en las

aulas, y el lunes siguiente cuando, a la salida del Colegio, fueron a

visitarlo a la Clínica Americana, vimos que no tenía nada en la cara

ni en las manos. Estaba en un cuartito lindo, hola Cuéllar, paredes

blancas y cortinas cremas, ¿ya te sanaste, cumpita?, junto a un

jardín con florecitas, pasto y un árbol. Ellos lo estábamos vengando,

Cuéllar, en cada recreo pedrada y pedrada contra la jaula de Judas y

él bien hecho, prontito no le quedaría un hueso sano al desgraciado,

se reía, cuando saliera iríamos al Colegio de noche y entraríamos por

los techos, viva el jovencito pam pam, el Águila Enmascarada chas

chas, y le haríamos ver estrellas, de buen humor pero flaquito y pálido,

a ese perro, como él a mí. Sentadas a la cabecera de Cuéllar había

dos señoras que nos dieron chocolates y se salieron al jardín, corazón,

quédate conversando con tus amiguitos, se fumarían un cigarrillo

y volverían, la del vestido blanco es mi mamá, la otra una tía.

Cuenta, Cuéllar, hermanito, qué pasó, ¿le había dolido mucho?,

muchísimo, ¿dónde lo había mordido?, ahí pues, y se muñequeó, ¿en

la pichulita?, sí, coloradito, y se rió y nos reímos y las señoras desde

la ventana adiós, adiós corazón, y a nosotros sólo un momentito más

porque Cuéllar todavía no estaba curado y él chist, era un secreto, su

viejo no quería, tampoco su vieja, que nadie supiera, mi cholo, mejor

no digas nada, para qué, había sido en la pierna nomás, corazón ¿ya?

La operación duró dos horas, les dijo, volvería al Colegio dentro de

diez días, fíjate cuántas vacaciones qué más quieres le había dicho el

doctor. Nos fuimos y en la clase todos querían saber, ¿le cosieron la

barriga, cierto?, ¿con aguja e hilo, cierto? Y Chingolo cómo se empavó

cuando nos contó, ¿sería pecado hablar de eso?, Lalo no, qué

iba a ser, a él su mamá le decía cada noche antes de acostarse ¿ya

te enjuagaste la boca, ya hiciste pipí?, y Mañuco pobre Cuéllar, qué

dolor tendría, si un pelotazo ahí sueña a cualquiera cómo sería un

mordisco y sobre todo piensa en los colmillos que se gasta Judas, cojan piedras, 

vamos a la cancha, a la una, a las dos, a las tres, guau

guau guau guau, ¿le gustaba?, desgraciado, que tomara y aprendiera.

Pobre Cuéllar, decía Choto, ya no podría lucirse en el Campeonato

que empieza mañana, y Mañoco tanto entrenarse de balde y lo peor

es que, decía Lalo, esto nos ha debilitado el equipo, hay que rajarse

si no queremos quedar a la cola, muchachos, juren que se rajarán.


"Humo" de Alejandra Pizarnik

 

marcos rozados en callado hueso

agitan un cocktail humeante

miles de calorías desaparecen

ante la repicante austeridad

de los humos vistos de atrás

dos manos de trébol roto

casi enredan los dientes separados

y castigan las oscuras encías

bajo ruidos recibidos al segundo

los pelos ríen moviendo

las huellas de varios marcianos

cognac boudeaux-amarillento

rasca retretes sanguíneos

tres voces fonean tres besos

para mí para ti para mí

pescar la calandria eufórica

en chapas latosas

ascendente faena!

"El de las quinas" de Fernando Pessoa

 

Los dioses venden cuando dan.
Gloria se compra con desgracia.
¡Pobres felices, porque sólo
son lo que pasa!

¡Baste a quien baste lo que bástale,
lo que para bastarle basta!
La vida es breve, vasta el alma;
tener es tardar.

Fue con desgracia y con vileza
como al Cristo definió Dios:
así lo opuso a la Naturaleza
e Hijo lo ungió.