Quinquela Martín

sábado, 10 de abril de 2021

"Tosca" de Isabel Allende

 

Su padre la sentó al piano a los cinco años y a los diez Maurizia Rugieri dio su primer

recital en el Club Garibaldi, vestida de organza rosada y botines de charol, ante un

público benévolo, compuesto en su mayoría por miembros de la colonia italiana. Al

término de la presentación pusieron varios ramos de flores a sus pies y el presidente

del club le entregó una placa conmemorativa y una muñeca de loza, adornada con

cintas y encajes.


-Te saludamos, Maurizia Rugieri, como a un genio precoz, un nuevo Mozart. Los

grandes escenarios del mundo te esperan -declamó.

La niña aguardó que se callara el aplauso y, por encima del llanto orgulloso de su

madre, hizo oír su voz con una altanería inesperada.

-Ésta es la última vez que toco el piano. Lo que yo quiero es ser cantante -anunció y

salió de la sala arrastrando a la muñeca por un pie.

Una vez que se repuso del bochorno, su padre la colocó en clases de canto con un

severo maestro, quien por cada nota falsa le daba un golpe en las manos, lo cual no

logró matar el entuasiasmo de la niña por la ópera. Sin embargo, al término de la

adolescencia se vio que tenía una voz de pájaro, apenas suficiente para arrullar a un

infante en la cuna, de modo que debió de cambiar sus pretensiones de soprano por un

destino más banal. A los diecinueve años se casó con Ezio Longo, inmigrante de

primera generación en el país, arquitecto sin título y constructor de oficio, quien se

había propuesto fundar un imperio sobre cemento y acero y a los treinta y cinco años

ya lo tenía casi consolidado.


Ezio Longo se enamoró de Maurizia Rugieri con la misma determinación empleada en

sembrar la capital con sus edificios. Era de corta estatura, sólidos huesos, un cuello de

animal de tiro y un rostro enérgico y algo brutal, de labios gruesos y ojos negros. Su

trabajo lo obligaba a vestirse con ropa rústica y de tanto estar al sol tenía la piel

oscura y cruzada de surcos, como cuero curtido. Era de carácter bonachón y generoso,

reía con facilidad y gustaba de la música popular y de la comida abundante y sin

ceremonias. Bajo esa apariencia algo vulgar se encontraba un alma refinada y una

delicadeza que no sabía traducir en gestos o palabras. Al contemplar a Maurizia a

veces se le llenaban los ojos de lágrimas y el pecho de una oprimente ternura, que él

disimulaba de un manotazo, sofocado de vergüenza. Le resultaba imposible expresar

sus sentimientos y creía que cubriéndola de regalos y soportando con estoica paciencia

sus extravagantes cambios de humor y sus dolencias imaginarias, compensaría las

fallas de su repertorio de amante. Ella provocaba en él un deseo perentorio, renovado

cada día con el ardor de los primeros encuentros, la abrazaba exacerbado, tratando de

salvar el abismo entre los dos, pero toda su pasión se estrellaba contra los remilgos de

Maurizia, cuya imaginación permanecía afiebrada por lecturas románticas y discos de

Verdi y Puccini. Ezio se dormía vencido por las fatigas del día, agobiado por pesadillas

de paredes torcidas y escaleras en espiral, y despertaba al amanecer para sentarse en

la cama a observar a su mujer dormida con tal atención que aprendió a adivinarle los

sueños. Hubiera dado la vida por que ella respondiera a sus sentimientos con igual

intensidad. Le construyó una desmesurada mansión sostenida por columnas, donde la

mezcolanza de estilos y la profusión de adornos confundían el sentido de orientación, y

donde cuatro sirvientes trabajaban sin descanso sólo para pulir bronces, sacar brillo a

los pisos, limpiar las pelotillas de cristal de las lámparas y sacudir los muebles de patas

doradas y las falsas alfombras persas importadas de España. La casa tenía un pequeño

anfiteatro en el jardín, con altoparlantes y luces de escenario mayor, en el cual

Maurizia Rugieri solía cantar para sus invitados. Ezio no habría admitido ni en trance

para no poner en evidencia las lagunas de su cultura, sino sobre todo por respeto a las

inclinaciones artísticas de su mujer. Era un hombre optimista y seguro de sí mismo,

pero cuando Maurizia anunció llorando que estaba encinta, a él le vino de golpe una

incontrolable aprensión, sintió que el corazón se le partía como un melón, que no había

cabida para tanta dicha en este valle de lágrimas. Se le ocurrió que alguna catástrofe

fulminante desbarataría su precario paraíso y se dispuso a defenderlo contra cualquier

interferencia.


La catástrofe fue un estudiante de medicina con quien Maurizia se tropezó en un

tranvía. Para entonces había nacido el niño -una criatura tan vital como su padre, que

parecía inmune a todo daño, inclusive al mal de ojo- y la madre ya había recuperado la

cintura. El estudiante se sentó junto a Maurizia en el trayecto al centro de la ciudad, un

joven delgado y pálido, con perfil de estatua romana. Iba leyendo la partitura de Tosca

y silbando entre dientes un aria del último acto. Ella sintió que todo el sol del mediodía

se le eternizaba en las mejillas y un sudor de anticipación le empapaba el corpiño. Sin

poder evitarlo tarareó las palabras del infortunado Mario saludando al amanecer, antes

de que el pelotón de fusilamiento acabara con sus días. Así, entre dos líneas de la

partitura, comenzó el romance. El joven se llamaba Leonardo Gómez y era tan

entusiasta del bel canto como Maurizia.


Durante los meses siguientes el estudiante obtuvo su título de médico y ella vivió una

por una todas las tragedias de la ópera y algunas de la literatura universal, la mataron

sucesivamente don José, la tuberculosis, una tumba egipcia, una daga y veneno, amó

cantando en italiano, francés y alemán, fue Aída, Carmen y Lucía de Lamermoor, y en

cada ocasión Leonardo Gómez era el objeto de su pasión inmortal. En la vida real

compartían un amor casto, que ella anhelaba consumar sin atreverse a tomar la

iniciativa, y que él combatía en su corazón por respeto a la condición de casada de

Maurizia. Se vieron en lugares públicos y algunas veces enlazaron sus manos en la

zona sombría de algún parque, intercambiaron notas firmadas por Tosca y Mario y

naturalmente llamaron Scarpia a Ezio Longo, quien estaba tan agradecido por el hijo,

por su hermosa mujer y por los bienes otorgados por el cielo, y tan ocupado

trabajando para ofrecerle a su familia toda la seguridad posible, que de no haber sido

por un vecino que vino a contarle el chisme de que su esposa paseaba demasiado en

tranvía, tal vez nunca se habría enterado de lo que ocurría a sus espaldas.


Ezio Longo se había preparado para enfrentar la contingencia de una quiebra en sus

negocios, una enfermedad y hasta un accidente de su hijo, como imaginaba en sus

peores momentos de terror supersticioso, pero no se le había ocurrido que un melifluo

estudiante pudiera arrebatarle a su mujer delante de las narices. Al saberlo estuvo a

punto de soltar una carcajada, porque de todas las desgracias, ésa le parecía la más

fácil de resolver, pero después de ese primer impulso, una rabia ciega le trastornó el

hígado. Siguió a Maurizia hasta una discreta pastelería, donde la sorprendió bebiendo

chocolate con su enamorado. No pidió explicaciones. Cogió a su rival por la ropa, lo

levantó en vilo y lo lanzó contra la pared en medio de un estrépito de loza rota y

chillidos de la clientela. Luego tomó a su mujer por un brazo y la llevó hasta su coche,

uno de los últimos Mercedes Benz importados al país, antes de que la Segunda Guerra

Mundial arruinara las relaciones comerciales con Alemania. La encerró en casa y puso

dos albañiles de su empresa al cuidado de las puertas. Maurizia pasó dos días llorando

en la cama, sin hablar y sin comer. Entretanto Ezio Longo había tenido tiempo de

meditar y la ira se le había transformado en una frustración sorda que le trajo a la

memoria el abandono de su infancia, la pobreza de su juventud, la soledad de su

existencia y toda esa inagotable hambre de cariño que lo acompañaron hasta que

conoció a Maurizia Rugieri y creyó haber conquistado a una diosa. Al tercer día no

aguantó más y entró en la pieza de su mujer.


-Por nuestro hijo, Maurizia, debes sacarte de la cabeza esas fantasías. Ya sé que no

soy muy romántico, pero si me ayudas, puedo cambiar. Yo no soy hombre para

aguantar cuernos y te quiero demasiado para dejarte ir. Si me das la oportunidad, te

haré feliz, te lo juro.

Por toda respuesta ella se volvió contra la pared y prolongó su ayuno dos días más. Su

marido regresó.

-Me gustaría saber qué carajo es lo que te falta en este mundo, a ver si puedo dártelo

-le dijo, derrotado.

-Me falta Leonardo. Sin él me voy a morir. -Está bien. Puedes ir con ese mequetrefe si

quieres, pero no volverás a ver a nuestro hijo nunca más.

Ella hizo sus maletas, se vistió de muselina, se puso un sombrero con un velo y llamó

a un coche de alquiler. Antes de partir besó al niño sollozando y le susurró al oído que

muy pronto volvería a buscarlo. Ezio Longo -quien en una semana había perdido seis

kilos y la mitad del cabello- le quitó a la criatura de los brazos.


Maurizia Rugieri llegó a la pensión donde vivía su enamorado y se encontró con que

éste se había ido hacía dos días a trabajar como médico en un campamento petrolero,

en una de esas provincias calientes, cuyo nombre evocaba indios y culebras. Le costó

convencerse de que él había partido sin despedirse, pero lo atribuyó a la paliza recibida

en la pastelería, concluyó que Leonardo era un poeta y que la brutalidad de su marido

debió desconcertarlo. Se instaló en un hotel y en los días siguientes mandó telegramas

a todos los puntos imaginables. Por fin logró ubicar a Leonardo Gómez para anunciarle

que por él había renunciado a su único hijo, desafiado a su marido, a la sociedad y al

mismo Dios y que su decisión de seguirlo en su destino, hasta que la muerte los

separara, era absolutamente irrevocable.


El viaje fue una pesada expedición en tren, en camión y en algunas partes por vía

fluvial. Maurizia jamás había salido sola fuera de un radio de treinta cuadras alrededor

de su casa, pero ni la grandeza del paisaje ni las incalculables distancias pudieron

atemorizarla. Por el camino perdió un par de maletas y su vestido de muselina quedó

convertido en un trapo amarillo de polvo, pero llegó por fin al cruce del río donde debía

esperarla Leonardo. Al bajarse del vehículo vio una piragua en la orilla y hacia allá

corrió con los jirones del velo volando a su espalda y su largo cabello escapando en

rizos del sombrero. Pero en vez de su Mario, encontró a un negro con casco de

explorador y dos indios melancólicos con los remos en las manos. Era tarde para

retroceder. Aceptó la explicación de que el doctor Gómez había tenido una emergencia

y se subió al bote con el resto de su maltrecho equipaje, rezando para que aquellos

hombres no fueran bandoleros o caníbales. No lo eran, por fortuna, y la llevaron sana

y salva por el agua a través de un extenso territorio abrupto y salvaje, hasta el lugar

donde la aguardaba su enamorado. Eran dos villorrios, uno de largos dormitorios

comunes donde habitaban los trabajadores; y otro, donde vivían los empleados, que

consistía en las oficinas de la compañía, veinticinco casas prefabricadas traídas en

avión desde los Estados Unidos, una absurda cancha de golf y una pileta de agua

verde que cada mañana amanecía llena de enormes sapos, todo rodeado de un cerco

metálico con un portón custodiado por dos centinelas. Era un campamento de hombres

de paso, allí la existencia giraba en torno de ese lodo oscuro que emergía del fondo de

la tierra como un inacabable vómito de dragón. En aquellas soledades no había más

mujeres que algunas sufridas compañeras de los trabajadores; los gringos y los

capataces viajaban a la ciudad cada tres meses para visitar a sus familias. La llegada

de la esposa del doctor Gómez, como la llamaron, trastornó la rutina por unos días,

hasta que se acostumbraron a verla pasear con sus velos, su sombrilla y sus zapatos

de baile, como un personaje escapado de otro cuento.


Maurizia Rugieri no permitió que la rudeza de esos hombres o el calor de cada día la

vencieran, se propuso vivir su destino con grandeza y casi lo logró. Convirtió a

Leonardo Gómez en el héroe de su propio melodrama, adornándolo con virtudes

utópicas y exaltando hasta la demencia la calidad de su amor, sin detenerse a medir la

respuesta de su amante para saber si él la seguía al mismo paso en esa desbocada

carrera pasional. Si Leonardo Gómez daba muestras de quedarse muy atrás, ella lo

atribuía a su carácter tímido y su mala salud, empeorada por ese clima maldito. En

verdad, tan frágil parecía él, que ella se curó definitivamente de todos sus antiguos

malestares para dedicarse a cuidarlo. Lo acompañaba al primitivo hospital y aprendió

los menesteres de enfermera para ayudarlo. Atender víctimas de malaria o curar

horrendas heridas de accidentes en los pozos le parecía mejor que permanecer

encerrada en su casa, sentada bajo un ventilador, leyendo por centésima vez las

mismas revistas añejas y novelas románticas. Entre jeringas y apósitos podía

imaginarse a sí misma como una heroína de la guerra, una de esas valientes mujeres

de las películas que veían a veces en el club del campamento. Se negó con una

determinación suicida a percibir el deterioro de la realidad, empeñada en embellecer

cada instante con palabras, ante la imposibilidad de hacerlo de otro modo. Hablaba de

Leonardo Gómez -a quien siguió llamando Mario- como de un santo dedicado al

servicio de la humanidad, y se impuso la tarea de mostrarle al mundo que ambos eran

los protagonistas de un amor excepcional, lo cual acabó por desalentar a cualquier

empleado de la Compañía que pudiera haberse sentido inflamado por la única mujer

blanca del lugar. A la barbarie del campamento, Maurizia la llamó contacto con la

naturaleza e ignoró los mosquitos, los bichos venenosos, las iguanas, el infierno del

día, el sofoco de la noche y el hecho de que no podía aventurarse sola más allá del

portón. Se refería a su soledad, su aburrimiento y su deseo natural de recorrer la

ciudad, vestirse a la moda, visitar a sus amigas e ir al teatro, como una ligera

nostalgia. A lo único que no pudo cambiarle el nombre fue a ese dolor animal que la

doblaba en dos al recordar a su hijo, de modo que optó por no mencionarlo jamás.

Leonardo Gómez trabajó como médico del campamento durante más de diez años,

hasta que las fiebres y el clima acabaron con su salud. Llevaba mucho tiempo dentro

del cerco protector de la Compañía Petrolera, no tenía ánimo para iniciarse en un

medio más agresivo y, por otra parte, aún recordaba la furia de Ezio Longo cuando lo

reventó contra la pared, así que ni siquiera consideró la eventualidad de volver a la

capital. Buscó otro puesto en algún rincón perdido donde pudiera seguir viviendo en

paz, y así llegó un día a Agua Santa con su mujer, sus instrumentos de médico y sus

discos de ópera. Era la década de los cincuenta y Maurizia Rugieri se bajó del autobús

vestida a la moda, con un estrecho traje a lunares y un enorme sombrero de paja

negra, que había encargado por catálogo a Nueva York, algo nunca visto por esos

lados. De todas maneras, los acogieron con la hospitalidad de los pueblos pequeños y

en menos de veinticuatro horas todos conocían la leyenda de amor de los recién

llegados. Los llamaron Tosca y Mario, sin tener la menor idea de quiénes eran esos

personajes, pero Maurizia se encargó de hacérselos saber. Abandonó sus prácticas de

enfermera junto a Leonardo, formó un coro litúrgico para la parroquia y ofreció los

primeros recitales de canto en la aldea. Mudos de asombro, los habitantes de Agua

Santa la vieron transformada en Madame Butterfly sobre un improvisado escenario en

la escuela, ataviada con una estrambótica bata de levantarse, unos palillos de tejer en

el peinado, dos flores de plástico en las orejas y la cara pintada con yeso blanco,

trinando con su voz de pájaro. Nadie entendió ni una palabra del cantó, pero cuando

se puso de rodillas y sacó un cuchillo de cocina amenazando con enterrárselo en la

barriga, el público lanzó un grito de horror y un espectador corrió a disuadirla, le

arrebató el arma de las manos y la obligó a ponerse de pie. Enseguida se armó una

larga discusión sobre las razones para la trágica determinación de la dama japonesa, y

todos estuvieron de acuerdo en que el marino norteamericano que la había

abandonado era un desalmado, pero no valía la pena morir por él, puesto que la vida

es larga y hay muchos hombres en este mundo. La representación terminó en holgorio

cuando se improvisó una banda que interpretó unas cumbias y la gente se puso a

bailar. A esa noche memorable siguieron otras similares: canto, muerte, explicación

por parte de la soprano del argumento de la ópera, discusión pública y fiesta final.

El doctor Mario y la señora Tosca eran dos miembros selectos de la comunidad, él

estaba a cargo de la salud de todos y ella de la vida cultural y de informar sobre los

cambios en la moda. Vivía en una casa fresca y agradable, la mitad de la cual estaba

ocupada por el consultorio. En el patio tenían una guacamaya azul y amarilla, que

volaba sobre sus cabezas cuando salían a pasear por la plaza. Se sabía por dónde

andaban el doctor o su mujer porque el pájaro los acompañaba siempre a dos metros

de altura, planeando silenciosamente con sus grandes alas de animal pintarrajeado. En

Agua Santa vivieron muchos años, respetados por la gente, que los señalaba como un

ejemplo de amor perfecto.


En uno de esos ataques el doctor se perdió en los caminos de la fiebre y ya no pudo

regresar. Su muerte conmovió al pueblo. Temieron que su mujer cometiera un acto

fatal, con, o tantos que había representado cantando, así es que se turnaron para

acompañarla de día y de noche durante las semanas siguientes. Maurizia Rugieri se

vistió de luto de pies a cabeza, pintó de negro todos los muebles de la casa y arrastró

su dolor como una sombra tenaz que le marcó el rostro con dos profundos surcos junto

a la boca, sin embargo no intentó poner fin a su vida. Tal vez en la intimidad de su

cuarto, cuando estaba sola en la cama, sentía un profundo alivio porque ya no tenía

que seguir tirando de la pesada carreta de sus sueños, ya no era necesario mantener

vivo al personaje inventado para representarse a sí misma, ni seguir haciendo

malabarismos para disimular las flaquezas de un amante que nunca estuvo a la altura

de sus ilusiones. Pero el hábito del teatro estaba demasiado enraizado. Con la misma

paciencia infinita con que antes se creó una imagen de heroína romántica, en la viudez

construyó la leyenda de su desconsuelo. Se quedó en Agua Santa, siempre vestida de

negro, aunque el luto ya no se usaba desde hacía mucho tiempo, y se negó a cantar

de nuevo, a pesar de las súplicas de sus amigos, quienes pensaban que la ópera podría

darle consuelo. El pueblo estrechó el círculo alrededor de ella, como un fuerte abrazo,

para hacerle la vida tolerable y ayudarla en sus recuerdos. Con la complicidad de

todos, la imagen del doctor Gómez creció en la imaginación popular. Dos años después

hicieron una colecta para fabricar un busto de bronce que colocaron sobre una columna

en la plaza, frente a la estatua de piedra del libertador.


Ese mismo año abrieron la autopista que pasó frente a Agua Santa, alterando para

siempre el aspecto y el ánimo del pueblo. Al comienzo la gente se opuso al proyecto,

creyendo que sacarían a los pobres reclusos del Penal de Santa María para ponerlos,

engrillados, a cortar árboles y picar piedras, como decían los abuelos que había sido

construida la carretera en tiempos de la dictadura del Benefactor, pero pronto llegaron

los ingenieros de la ciudad con la noticia de que el trabajo lo realizarían máquinas

modernas, en vez de los presos. Detrás de ellos vinieron los topógrafos y después las

cuadrillas de obreros con cascos anaranjados y chalecos que brillaban en la oscuridad.

Las máquinas resultaron ser unas moles de hierro del tamaño de un dinosaurio, según

cálculos de la maestra de escuela, en cuyos flancos estaba pintado el nombre de la

empresa, Ezio Longo e Hijo. Ese mismo viernes llegaron el padre y el hijo a Agua

Santa para revisar las obras y pagar a los trabajadores.


Al ver los letreros y las máquinas de su antiguo marido, Maurizia Rugieri se escondió

en su casa con puertas y ventanas cerradas, con la insensata esperanza de

mantenerse fuera del alcance de su pasado. Pero durante veintiocho años había

soportado el recuerdo de su hijo ausente, como un dolor clavado en el centro del

cuerpo, y cuando supo que los dueños de la compañía constructora estaban en Agua

Santa almorzando en la taberna, no pudo seguir luchando contra su instinto. Se miró

en el espejo. Era una mujer de cincuenta y un años, envejecida por el sol del trópico y

el esfuerzo de fingir una felicidad quimérica, pero sus rasgos aún mantenían la nobleza

del orgullo. Se cepilló el cabello y lo peinó en un moño alto, sin intentar disimular las

canas, se colocó su mejor vestido negro y el collar de perlas de su boda, salvado de

tantas aventuras, y en un gesto de tímida coquetería se puso un toque de lápiz negro

en los ojos y de carmín en las mejillas y en los labios. Salió de su casa protegiéndose

del sol con el paraguas de Leonardo Gómez. El sudor le corría por la espalda, pero ya

no temblaba.


A esa hora las persianas de la taberna estaban cerradas para evitar el calor del

mediodía, de modo que Maurizia Rugieri necesitó un buen rato para acomodar los ojos

a la penumbra y distinguir en una de las mesas del fondo a Ezio Longo y el hombre

joven que debía ser su hijo. Su marido había cambiado mucho menos que ella, tal vez

porque siempre fue una persona sin edad. El mismo cuello de león, el mismo sólido

esqueleto, las mismas facciones torpes y ojos hundidos, pero ahora dulcificados por un

abanico de arrugas alegres producidas por el buen humor. Inclinado sobre su plato,

masticaba con entusiasmo, escuchando la charla del hijo. Maurizia los observó de lejos.

Su hijo debía andar cerca de los treinta años. Aunque tenía los huesos largos y la piel

delicada de ella, los gestos eran los de su padre, comía con igual placer, golpeaba la

mesa para enfatizar sus palabras, se reía de buena gana, era un hombre vital y

enérgico, con un sentido categórico de su propia fortaleza, bien dispuesto para la

lucha. Maurizia miró a Ezio Longo con ojos nuevos y vio por primera vez sus macizas

virtudes masculinas. Dio un par de pasos al frente, conmovida, con el aire atascado en

el pecho, viéndose a sí misma desde otra dimensión, como si estuviera sobre un

escenario representando el momento más dramático del largo teatro que había sido su

existencia, con los nombres de su marido y su hijo en los labios y la mejor disposición

para ser perdonada por tantos años de abandono. En ese par de minutos vio los

minuciosos engranajes de la trampa donde se había metido durante tres décadas de

alucinaciones. Comprendió que el verdadero héroe de la novela era Ezio Longo, y quiso

creer que él había seguido deseándola y esperándola durante todos esos años con el

amor persistente y apasionado que Leonardo Gómez nunca pudo darle porque no

estaba en su naturaleza.


En ese instante, cuando un solo paso más la habría sacado de la zona de la sombra y

puesto en evidencia, el joven se inclinó, aferró la muñeca de su padre y le dijo algo

con un guiño simpático. Los dos estallaron en carcajadas, palmoteándose los brazos,

desordenándose mutuamente el cabello, con una ternura viril y una firme complicidad

de la cual Maurizia Rugieri y el resto del mundo estaban excluidos. Ella vaciló por un

momento infinito en la frontera entre la realidad y el sueño, luego retrocedió, salió de

la taberna, abrió su paraguas negro y volvió a su casa con la guacamaya volando

sobre su cabeza, como un estrafalario arcángel de calendario.

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