Quinquela Martín

domingo, 4 de abril de 2021

"Rayuela" Julio Cortázar

 Capítulo 4

Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los

signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una

bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas

confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles

del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo. La Maga hablaba de

sus amigas de Montevideo, de años de infancia, de un tal Ledesma, de su padre.

Oliveira escuchaba sin ganas, lamentando un poco no poder interesarse;

Montevideo era lo mismo que Buenos Aires y él necesitaba consolidar una

ruptura precaria (¿qué estaría haciendo Traveler, ese gran vago, en qué líos

majestuosos se habría metido desde su partida? Y la pobre boba de Gekrepten, y

los cafés del centro), por eso escuchaba displicente y hacía dibujos en el

pedregullo con una ramita mientras la Maga explicaba por qué Chempe y

Graciela eran buenas chicas, y cuánto le había dolido que Luciana no fuera a

despedirla al barco, Luciana era una snob, eso no lo podía aguantar en nadie.

—¿Qué entendés por snob? —preguntó Oliveira, más interesado.

—Bueno —dijo la Maga, agachando la cabeza con el aire de quien presiente

que va a decir una burrada— yo me vine en tercera clase, pero creo que si

hubiera venido en segunda Luciana hubiera ido a despedirme.

—La mejor definición que he oído nunca —dijo Oliveira.

—Y además estaba Rocamadour —dijo la Maga.

Así fue como Oliveira se enteró de la existencia de Rocamadour, que en

Montevideo se llamaba modestamente Carlos Francisco. La Maga no parecía

dispuesta a proporcionar demasiados detalles sobre la génesis de Rocamadour,

aparte de que se había negado a un aborto y ahora empezaba a lamentarlo.

—Pero en el fondo no lo lamento, el problema es cómo voy a vivir, Madame

Irène me cobra mucho, tengo que tomar lecciones de canto, todo eso cuesta.

La Maga no sabía demasiado bien por qué había venido a París, y Oliveira se

fue dando cuenta de que con una ligera confusión en materia de pasajes,

agencias de turismo y visados, lo mismo hubiera podido recalar en Singapur que

en Ciudad del Cabo; lo único importante era haber salido de Montevideo,

ponerse frente a frente con eso que ella llamaba modestamente «la vida». La gran

ventaja de París era que sabía bastante francés (more Pitman) y que se podían ver

los mejores cuadros, las mejores películas, la Kultur en sus formas más preclaras.

A Oliveira lo enternecía este panorama (aunque Rocamadour había sido un

sosegate bastante desagradable, no sabía por qué), y pensaba en algunas de sus

brillantes amigas de Buenos Aires, incapaces de ir más allá de Mar del Plata a

pesar de tantas metafísicas ansiedades de experiencia planetaria. Esta mocosa,

con un hijo en los brazos para colmo, se metía en una tercera de barco y se

largaba a estudiar canto a París sin un vintén en el bolsillo. Por si fuera poco ya le

daba lecciones sobre la manera de mirar y de ver; lecciones que ella no

sospechaba, solamente su manera de pararse de golpe en la calle para espiar un

zaguán donde no había nada, pero más allá un vislumbre verde, un resplandor,

y entonces colarse furtivamente para que la portera no se enojara, asomarse al

gran patio con a veces una vieja estatua o un brocal con hiedra, o nada,

solamente el gastado pavimento de redondos adoquines, verdín en las paredes,

una muestra de relojero, un viejito tomando sombra en un rincón, y los gatos,

siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau kitten kat chat cat

gatoo grises y blancos y negros y de albañal, dueños del tiempo y de las baldosas

tibias, invariables amigos de la Maga que sabía hacerles cosquillas en la barriga y

les hablaba un lenguaje entre tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos y

advertencias. De golpe Oliveira se extrañaba andando con la Maga, de nada le

servía irritarse porque a la Maga se le volcaban casi siempre los vasos de cerveza

o sacaba el pie de debajo de una mesa justo para que el mozo tropezara y se

pusiera a maldecir; era feliz a pesar de estar todo el tiempo exasperado por esa

manera de no hacer las cosas como hay que hacerlas, de ignorar resueltamente

las grandes cifras de la cuenta y quedarse en cambio arrobada delante de la cola

de un modesto 3, o parada en medio de la calle (el Renault negro frenaba a dos

metros y el conductor sacaba la cabeza y puteaba con el acento de Picardía),

parada como si tal cosa para mirar desde el medio de la calle una vista del

Panteón a lo lejos, siempre mucho mejor que la vista que se tenía desde la

vereda. Y cosas por el estilo.

Oliveira ya conocía a Perico y a Ronald. La Maga le presentó a Etienne y

Etienne les hizo conocer a Gregorovius; el Club de la Serpiente se fue formando

en las noches de Saint-Germain-des-Prés. Todo el mundo aceptaba en seguida a

la Maga como una presencia inevitable y natural, aunque se irritaran por tener

que explicarle casi todo lo que se estaba hablando, o porque ella hacía volar un

cuarto kilo de papas fritas por el aire simplemente porque era incapaz de

manejar decentemente un tenedor y las papas fritas acababan casi siempre en el

pelo de los tipos de la otra mesa, y había que disculparse o decirle a la Maga que

era una inconsciente. Dentro del grupo la Maga funcionaba muy mal, Oliveira se

daba cuenta de que prefería ver por separado a todos los del Club, irse por la

calle con Etienne o con Babs, meterlos en su mundo sin pretender nunca meterlos

en su mundo pero metiéndolos porque era gente que no estaba esperando otra

cosa que salirse del recorrido ordinario de los autobuses y de la historia, y así de

una manera o de otra todos los del Club le estaban agradecidos a la Maga

aunque la cubrieran de insultos a la menor ocasión. Etienne, seguro de sí mismo

como un perro o un buzón, se quedaba lívido cuando la Maga le soltaba una de

las suyas delante de su último cuadro, y hasta Perico Romero condescendía a 

admitir que-para-ser-hembra-la-Maga-se-las-traía. Durante semanas o meses (la

cuenta de los días le resultaba difícil a Oliveira, feliz, ergo sin futuro) anduvieron

y anduvieron por París mirando cosas, dejando que ocurriera lo que tenía que

ocurrir, queriéndose y peleándose y todo esto al margen de las noticias de los

diarios, de las obligaciones de familia y de cualquier forma de gravamen fiscal o

moral.

Toc, toc.

—Despertémonos —decía Oliveira alguna que otra vez.

—Para qué —contestaba la Maga, mirando correr las péniches desde el Pont

Neuf—. Toc, toc, tenés un pajarito en la cabeza. Toc, toc, te picotea todo el

tiempo, quiere que le des de comer comida argentina. Toc, toc.

—Está bien —rezongaba Oliveira—. No me confundás con Rocamadour.

Vamos a acabar hablándole en glíglico al almacenero o a la portera, se va a armar

un lío espantoso. Mirá ese tipo que anda siguiendo a la negrita.

—A ella la conozco, trabaja en un café de la rue de Provence. Le gustan las

mujeres, el pobre tipo está sonado.

—¿Se tiró un lance con vos, la negrita?

—Por supuesto. Pero lo mismo nos hicimos amigas, le regalé mi rouge y ella

me dio un librito de un tal Retef, no... esperá, Retif...

—Ya entiendo, ya. ¿De verdad no te acostaste con ella? Debe ser curioso para

una mujer como vos.

—¿Vos te acostaste con un hombre, Horacio?

—Claro. La experiencia, entendés.

La Maga lo miraba de reojo, sospechando que le tomaba el pelo, que todo

venía porque estaba rabioso a causa del pajarito en la cabeza toc, toc, del pajarito

que le pedía comida argentina. Entonces se tiraba contra él con gran sorpresa de

un matrimonio que paseaba por la rue Saint-Sulpice, lo despeinaba riendo,

Oliveira tenía que sujetarle los brazos, empezaban a reírse, el matrimonio los

miraba y el hombre se animaba apenas a sonreír, su mujer estaba demasiado

escandalizada por esa conducta.

—Tenés razón —acababa confesando Oliveira—. Soy un incurable, che.

Hablar de despertarse cuando por fin se está tan bien así dormido.

Se paraban delante de una vidriera para leer los títulos de los libros. La Maga

se ponía a preguntar, guiándose por los colores y las formas. Había que situarle a

Flaubert, decirle que Montesquieu, explicarle cómo Raymond Radiguet,

informarla sobre cuándo Théophile Gautier. La Maga escuchaba, dibujando con

el dedo en la vidriera. «Un pajarito en la cabeza, quiere que le des de comer

comida argentina», pensaba Oliveira, oyéndose hablar. «Pobre de mí, madre

mía.»

—¿Pero no te das cuenta que así no se aprende nada? —acababa por decirle—.

Vos pretendés cultivarte en la calle, querida, no puede ser. Para eso abonate al

Reader’s Digest.

—Oh, no, esa porquería.

Un pajarito en la cabeza, se decía Oliveira. No ella, sino él. ¿Pero qué tenía ella

en la cabeza? Aire o gofio, algo poco receptivo. No era en la cabeza donde tenía

el centro. «Cierra los ojos y da en el blanco», pensaba Oliveira. «Exactamente el

sistema Zen de tirar al arco. Pero da en el blanco simplemente porque no sabe

que ése es el sistema. Yo en cambio... Toc toc. Y así vamos.»

Cuando la Maga preguntaba por cuestiones como la filosofía Zen (eran cosas

que podían ocurrir en el Club, donde se hablaba siempre de nostalgias, de

sapiencias tan lejanas como para que se las creyera fundamentales, de anversos

de medallas, del otro lado de la luna siempre), Gregorovius se esforzaba por

explicarle los rudimentos de la metafísica mientras Oliveira sorbía su pernod y

los miraba gozándolos. Era insensato querer explicarle algo a la Maga.

Fauconnier tenía razón, para gentes como ella el misterio empezaba

precisamente con la explicación. La Maga oía hablar de inmanencia y

trascendencia y abría unos ojos preciosos que le cortaban la metafísica a

Gregorovius. Al final llegaba a convencerse de que había comprendido el Zen, y

suspiraba fatigada. Solamente Oliveira se daba cuenta de que la Maga se

asomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos ellos buscaban

dialécticamente.

—No aprendas datos idiotas —le aconsejaba—. Por qué te vas a poner

anteojos si no los necesitas.

La Maga desconfiaba un poco. Admiraba terriblemente a Oliveira y a Etienne,

capaces de discutir tres horas sin parar. En torno a Etienne y Oliveira había como

un círculo de tiza, ella quería entrar en el círculo, comprender por qué el

principio de indeterminación era tan importante en la literatura, por qué Morelli,

del que tanto hablaban, al que tanto admiraban, pretendía hacer de su libro una

bola de cristal donde el micro y el macrocosmo se unieran en una visión

aniquilante.

—Imposible explicarte —decía Etienne—. Esto es el Meccano número 7 y vos

apenas estás en el 2.

La Maga se quedaba triste, juntaba una hojita al borde de la vereda y hablaba

con ella un rato, se la paseaba por la palma de la mano, la acostaba de espaldas o

boca abajo, la peinaba, terminaba por quitarle la pulpa y dejar al descubierto las

nervaduras, un delicado fantasma verde se iba dibujando contra su piel. Etienne

se la arrebataba con un movimiento brusco y la ponía contra la luz. Por cosas así

la admiraban, un poco avergonzados de haber sido tan brutos con ella, y la Maga

aprovechaba para pedir otro medio litro y si era posible algunas papas fritas.

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