Quinquela Martín

domingo, 25 de abril de 2021

"Mecánicos" de Osvaldo Soriano

 

Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en

la serenidad del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes

del pavimento que un día, indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963

cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo

tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre

reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque

con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo sólo tiene

obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas,

distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén.

Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó qué haría al regresar. Ni él ni

yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del

fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca

conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado

piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico. Cuando le

dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que en la

conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se

equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento.

Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre

era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que

Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me

prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus

vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder armarlo de nuevo.

Yo no le hice caso pero él se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un

taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban los

viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos entraban de prepo al taller, se

llevaban las que tenía a medio pagar y de paso le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre

endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines, manómetros y

relojes, que nadie sabía para qué servían.

A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tiré en la cama dispuesto a dormir

todo el día. Pero a las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi pieza.

Mi madre no me permitía fumar y el entrenador tampoco, así que cuando me ofrecía el

paquete yo sonreía y lo seguía por el pasillo poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo sorprendía que yo pudiera saltar un metro para peinar la pelota

que bajaba del techo y meterla por la claraboya del taller.

—Sos un cabeza hueca —me decía.

Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había

envejecido antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos

pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la

memoria y apenas si recuerda el día en que lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar

del Plata.

Me miró y dijo: "Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar,

no nos tiene que sobrar ni una arandela, así aprendes". Era un día feriado, sin fútbol ni cine.

Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio se presentó a comer gratis y a ver

televisión. Pero antes de que llegara el cura mi padre me pidió que eligiera por dónde

empezar. Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de un blanco lechoso

que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le abría el calzoncillo y

las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los ejes y

empezó a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba

bronca porque creía que nunca más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre

los árboles.

Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas, francesas y suecas. A mediodía,

cuando el cura asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio coche desarmado. Los dos

estábamos negros de aceite y habíamos perdido por completo el control de la operación. Mi

padre había desmontado todo el tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la

cabeza por abajo del tablero de instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y

trataba de arrancar el maldito cigüeñal. De vez en cuando mi viejo gritaba "¡Carajo, qué mal

trabajan los franceses!" y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras arrancaba con furia el

cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino en una mano y la botella

en la otra y de pronto le preguntó a mi padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un

silencio y el otro casi se pierde los tallarines gratis:

—Doce —le contestó de mal humor mi viejo, que era devoto de cristos y apóstoles—.

Y con la ayuda de Dios todavía tengo que pagar otras veinticuatro.

Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas diminutas y

tontas desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la sacamos al

patio para lavarla con la manguera. La segunda tarde mi madre nos desconoció de tan sucios

que estábamos y nos prohibió entrar a la casa. Dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y

allí nos traía de comer. Vivíamos en trance, convencidos de que un técnico diplomado en el

Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no podían dejarse derrotar por las astucias de

un ingeniero francés. Fue entonces cuando mi padre decidió comprimir el motor y aligerar la

dirección para que el coche cumpliera una performance digna de su genio. Hizo un diseño en

la pared y me preguntó, desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era más atrayente que la

mecánica. Yo no me acordaba cuál pieza concordaba con otra ni qué gancho entraba en qué

agujero y una noche mi padre salió a buscar al cura para que con un responso lo ayudara a

rehacer el embrague. Al fin, una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie,

erguido y lustroso, más limpio que el día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba era la

radio que el cura nos había robado en el momento del recogimiento y la oración.Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de

noventa octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las

vergüenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había abandonado por los rumores que

corrían en la cuadra y mi madre tuvo que lavarnos a los dos con una estopa embebida en

querosene. En el suelo brillaba, redonda y solitaria, una inquietante arandela de bronce, pero

igual el coche arrancó al primer impulso de llave. Mi padre estaba convencido de haberme

dado una lección para toda la vida. Adujo que la arandela se había caído de una caja de

herramientas y la pateó con desdén mientras se paseaba alrededor del Gordini, orgulloso

como una gallo de riña. Después me guiñó un ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la

noche lo encontré en el hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas

partes.

—Anda —me dijo—. Preséntate al regimiento como mecánico, que te salvas de los

bailes y las guardias.

Ese año hice más de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a Ítalo

Calvino mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y cuando

publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de que en realidad su futuro estaba

en la literatura. Enseguida escribió un cuento de suspenso titulado La luz mala, que inventó de

cabo a rabo. Como Kafka, murió inédito y desconocido de los críticos. Por fortuna para él su

único enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.

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