Quinquela Martín

domingo, 25 de abril de 2021

"Rayuela" de Julio Cortázar

 Capítulo 5


La primera vez había sido un hotel de la rue Valette, andaban por ahí

vagando y parándose en los portales, la llovizna después del almuerzo es

siempre amarga y había que hacer algo contra ese polvo helado, contra esos

impermeables que olían a goma, de golpe la Maga se apretó contra Oliveira y se

miraron como tontos, HOTEL, la vieja detrás del roñoso escritorio los saludó

comprensivamente y qué otra cosa se podía hacer con ese sucio tiempo.

Arrastraba una pierna, era angustioso verla subir parándose en cada escalón

para remontar la pierna enferma mucho más gruesa que la otra, repetir la

maniobra hasta el cuarto piso. Olía a blando, a sopa, en la alfombra del pasillo

alguien había tirado un líquido azul que dibujaba como un par de alas. La pieza

tenía dos ventanas con cortinas rojas, zurcidas y llenas de retazos; una luz

húmeda se filtraba como un ángel hasta la cama de acolchado amarillo.

La Maga había pretendido inocentemente hacer literatura, quedarse al lado de

la ventana fingiendo mirar la calle mientras Oliveira verificaba la falleba de la

puerta. Debía tener un esquema prefabricado de esas cosas, o quizá le sucedían

siempre de la misma manera, primero se dejaba la cartera en la mesa, se

buscaban los cigarrillos, se miraba la calle, se fumaba aspirando a fondo el humo,

se hacía un comentario sobre el empapelado, se esperaba, evidentemente se

esperaba, se cumplían todos los gestos necesarios para darle al hombre su mejor

papel, dejarle todo el tiempo necesario la iniciativa. En algún momento se habían puesto a reír, era demasiado tonto. Tirado en un rincón, el acolchado amarillo

quedó como un muñeco informe contra la pared.

Se acostumbraron a comparar los acolchados, las puertas, las lámparas, las

cortinas; las piezas de los hoteles del cinquième arrondissement eran mejores que

las del sixième para ellos, en el septième no tenían suerte, siempre pasaba algo,

golpes en la pieza de al lado o los caños hacían un ruido lúgubre, ya por entonces

Oliveira le había contado a la Maga la historia de Troppmann, la Maga

escuchaba pegándose contra él, tendría que leer el relato de Turguéniev, era

increíble todo lo que tendría que leer en esos dos años (no se sabía por qué eran

dos), otro día fue Petiot, otra vez Weidmann, otra vez Christie, el hotel acababa

casi siempre por darles ganas de hablar de crímenes, pero también a la Maga la

invadía de golpe una marea de seriedad, preguntaba con los ojos fijos en el cielo

raso si la pintura sienesa era tan enorme como afirmaba Etienne, si no sería

necesario hacer economías para comprarse un tocadiscos y las obras de Hugo

Wolf, que a veces canturreaba interrumpiéndose a la mitad, olvidada y furiosa. A

Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porque nada podía ser más

importante para ella y al mismo tiempo, de una manera difícilmente

comprensible, estaba como por debajo de su placer, se alcanzaba en él un

momento y por eso se adhería desesperadamente y lo prolongaba, era como un

despertarse y conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona

siempre un poco crepuscular que encantaba a Oliveira temeroso de perfecciones,

pero la Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos y a todo lo que

oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarla

profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo

de él y lo arrebataba, se daba entonces como una bestia frenética, los ojos

perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua

rodando por una montaña, arrancando el tiempo con las uñas, entre hipos y un

ronquido quejumbroso que duraba interminablemente. Una noche le clavó los

dientes, le mordió el hombro hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir de lado, un poco perdido ya, y hubo un confuso pacto sin palabras, Oliveira sintió como

si la Maga esperara de él la muerte, algo en ella que no era su yo despierto, una

oscura forma reclamando una aniquilación, la lenta cuchillada boca arriba que

rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los

terrores. Sólo esa vez, excentrado como un matador mítico para quien matar es

devolver el toro al mar y el mar al cielo, vejó a la Maga en una larga noche de la

que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la dobló y la usó como a un

adolescente, la conoció y le exigió las servidumbres de la más triste puta, la

magnificó a constelación, la tuvo entre los brazos oliendo a sangre, le hizo beber

el semen que corre por la boca como el desafío al Logos, le chupó la sombra del

vientre y de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa

última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a la mujer, la

exasperó con piel y pelo y baba y quejas, la vació hasta lo último de su fuerza

magnífica, la tiró contra una almohada y una sábana y la sintió llorar de felicidad

contra su cara que un nuevo cigarrillo devolvía a la noche del cuarto y del hotel.

Más tarde a Oliveira le preocupó que ella se creyera colmada, que los juegos

buscaran ascender a sacrificio. Temía sobre todo la forma más sutil de la gratitud

que se vuelve cariño canino, no quería que la libertad, única ropa que le caía bien

a la Maga, se perdiera en una feminidad diligente. Se tranquilizó porque la

vuelta de la Maga al plano del café negro y la visita al bidé se vio señalada por

una recaída en la peor de las confusiones. Maltratada de absoluto durante esa

noche, abierta a una porosidad de espacio que late y se expande, sus primeras

palabras de este lado tenían que azotarla como látigos, y su vuelta al borde de la

cama, imagen de una consternación progresiva que busca neutralizarse con

sonrisas y una vaga esperanza, dejó particularmente satisfecho a Oliveira. Puesto

que no la amaba, puesto que el deseo cesaría (porque no la amaba, y el deseo

cesaría), evitar como la peste toda sacralización de los juegos. Durante días,

durante semanas, durante algunos meses, cada cuarto de hotel y cada plaza, cada

postura amorosa y cada amanecer en un café de los mercados: circo feroz, operación sutil y balance lúcido. Se llegó así a saber que la Maga esperaba

verdaderamente que Horacio la matara, y que esa muerte debía ser de fénix, el

ingreso al concilio de los filósofos, es decir a las charlas del Club de la Serpiente:

la Maga quería aprender, quería ins-truir-se. Horacio era exaltado, concitado a la

función del sacrificador lustral, y puesto que casi nunca se alcanzaban porque en

pleno diálogo eran tan distintos y andaban por tan opuestas cosas (y eso ella lo

sabía, lo comprendía muy bien), entonces la única posibilidad de encuentro

estaba en que Horacio la matara en el amor donde ella podía conseguir

encontrarse con él, en el cielo de los cuartos de hotel se enfrentaban iguales y

desnudos y allí podía consumarse la resurrección del fénix después que él la

hubiera estrangulado deliciosamente, dejándole caer un hilo de baba en la boca

abierta, mirándola extático como si empezara a reconocerla, a hacerla de verdad

suya, a traerla de su lado.

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