Capítulo 5
La primera vez había sido un hotel de la rue Valette, andaban por ahí
vagando y parándose en los portales, la llovizna después del almuerzo es
siempre amarga y había que hacer algo contra ese polvo helado, contra esos
impermeables que olían a goma, de golpe la Maga se apretó contra Oliveira y se
miraron como tontos, HOTEL, la vieja detrás del roñoso escritorio los saludó
comprensivamente y qué otra cosa se podía hacer con ese sucio tiempo.
Arrastraba una pierna, era angustioso verla subir parándose en cada escalón
para remontar la pierna enferma mucho más gruesa que la otra, repetir la
maniobra hasta el cuarto piso. Olía a blando, a sopa, en la alfombra del pasillo
alguien había tirado un líquido azul que dibujaba como un par de alas. La pieza
tenía dos ventanas con cortinas rojas, zurcidas y llenas de retazos; una luz
húmeda se filtraba como un ángel hasta la cama de acolchado amarillo.
La Maga había pretendido inocentemente hacer literatura, quedarse al lado de
la ventana fingiendo mirar la calle mientras Oliveira verificaba la falleba de la
puerta. Debía tener un esquema prefabricado de esas cosas, o quizá le sucedían
siempre de la misma manera, primero se dejaba la cartera en la mesa, se
buscaban los cigarrillos, se miraba la calle, se fumaba aspirando a fondo el humo,
se hacía un comentario sobre el empapelado, se esperaba, evidentemente se
esperaba, se cumplían todos los gestos necesarios para darle al hombre su mejor
papel, dejarle todo el tiempo necesario la iniciativa. En algún momento se habían puesto a reír, era demasiado tonto. Tirado en un rincón, el acolchado amarillo
quedó como un muñeco informe contra la pared.
Se acostumbraron a comparar los acolchados, las puertas, las lámparas, las
cortinas; las piezas de los hoteles del cinquième arrondissement eran mejores que
las del sixième para ellos, en el septième no tenían suerte, siempre pasaba algo,
golpes en la pieza de al lado o los caños hacían un ruido lúgubre, ya por entonces
Oliveira le había contado a la Maga la historia de Troppmann, la Maga
escuchaba pegándose contra él, tendría que leer el relato de Turguéniev, era
increíble todo lo que tendría que leer en esos dos años (no se sabía por qué eran
dos), otro día fue Petiot, otra vez Weidmann, otra vez Christie, el hotel acababa
casi siempre por darles ganas de hablar de crímenes, pero también a la Maga la
invadía de golpe una marea de seriedad, preguntaba con los ojos fijos en el cielo
raso si la pintura sienesa era tan enorme como afirmaba Etienne, si no sería
necesario hacer economías para comprarse un tocadiscos y las obras de Hugo
Wolf, que a veces canturreaba interrumpiéndose a la mitad, olvidada y furiosa. A
Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porque nada podía ser más
importante para ella y al mismo tiempo, de una manera difícilmente
comprensible, estaba como por debajo de su placer, se alcanzaba en él un
momento y por eso se adhería desesperadamente y lo prolongaba, era como un
despertarse y conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona
siempre un poco crepuscular que encantaba a Oliveira temeroso de perfecciones,
pero la Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos y a todo lo que
oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarla
profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo
de él y lo arrebataba, se daba entonces como una bestia frenética, los ojos
perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua
rodando por una montaña, arrancando el tiempo con las uñas, entre hipos y un
ronquido quejumbroso que duraba interminablemente. Una noche le clavó los
dientes, le mordió el hombro hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir de lado, un poco perdido ya, y hubo un confuso pacto sin palabras, Oliveira sintió como
si la Maga esperara de él la muerte, algo en ella que no era su yo despierto, una
oscura forma reclamando una aniquilación, la lenta cuchillada boca arriba que
rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los
terrores. Sólo esa vez, excentrado como un matador mítico para quien matar es
devolver el toro al mar y el mar al cielo, vejó a la Maga en una larga noche de la
que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la dobló y la usó como a un
adolescente, la conoció y le exigió las servidumbres de la más triste puta, la
magnificó a constelación, la tuvo entre los brazos oliendo a sangre, le hizo beber
el semen que corre por la boca como el desafío al Logos, le chupó la sombra del
vientre y de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa
última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a la mujer, la
exasperó con piel y pelo y baba y quejas, la vació hasta lo último de su fuerza
magnífica, la tiró contra una almohada y una sábana y la sintió llorar de felicidad
contra su cara que un nuevo cigarrillo devolvía a la noche del cuarto y del hotel.
Más tarde a Oliveira le preocupó que ella se creyera colmada, que los juegos
buscaran ascender a sacrificio. Temía sobre todo la forma más sutil de la gratitud
que se vuelve cariño canino, no quería que la libertad, única ropa que le caía bien
a la Maga, se perdiera en una feminidad diligente. Se tranquilizó porque la
vuelta de la Maga al plano del café negro y la visita al bidé se vio señalada por
una recaída en la peor de las confusiones. Maltratada de absoluto durante esa
noche, abierta a una porosidad de espacio que late y se expande, sus primeras
palabras de este lado tenían que azotarla como látigos, y su vuelta al borde de la
cama, imagen de una consternación progresiva que busca neutralizarse con
sonrisas y una vaga esperanza, dejó particularmente satisfecho a Oliveira. Puesto
que no la amaba, puesto que el deseo cesaría (porque no la amaba, y el deseo
cesaría), evitar como la peste toda sacralización de los juegos. Durante días,
durante semanas, durante algunos meses, cada cuarto de hotel y cada plaza, cada
postura amorosa y cada amanecer en un café de los mercados: circo feroz, operación sutil y balance lúcido. Se llegó así a saber que la Maga esperaba
verdaderamente que Horacio la matara, y que esa muerte debía ser de fénix, el
ingreso al concilio de los filósofos, es decir a las charlas del Club de la Serpiente:
la Maga quería aprender, quería ins-truir-se. Horacio era exaltado, concitado a la
función del sacrificador lustral, y puesto que casi nunca se alcanzaban porque en
pleno diálogo eran tan distintos y andaban por tan opuestas cosas (y eso ella lo
sabía, lo comprendía muy bien), entonces la única posibilidad de encuentro
estaba en que Horacio la matara en el amor donde ella podía conseguir
encontrarse con él, en el cielo de los cuartos de hotel se enfrentaban iguales y
desnudos y allí podía consumarse la resurrección del fénix después que él la
hubiera estrangulado deliciosamente, dejándole caer un hilo de baba en la boca
abierta, mirándola extático como si empezara a reconocerla, a hacerla de verdad
suya, a traerla de su lado.
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