Quinquela Martín

jueves, 1 de abril de 2021

"Gorilas" de Osvaldo Soriano

 

Nunca olvidaré aquellos lluviosos días de setiembre del 55. Aunque para mí fueron

de viento y de sol porque vivíamos en el Valle de Río Negro y los odios se atemperaban por

la distancia y la pesadumbre del desierto. Mandaba el General y a mí me resultaba

incomprensible que alguien se opusiera a su reino de duendes protectores. Mi padre, en

cambio, llevaba diez años de amargura corriendo por el país del tirano que no lo dejaba

crecer. Una vez me explicó que Frondizi había tenido que huir en calzoncillos al Uruguay

para salvarse de las hordas fascistas. Y se quedó mirándome a ver qué opinaba yo, que

tendría nueve o diez años. A mí me parecía cómico un tipo en calzoncillos a lunares nadando

por el río de la Plata, perseguido por comanches y bucaneros con el cuchillo entre los dientes.


No nos entendíamos. Mi peronismo, que duró hasta los trece o catorce años, era una

cachetada a la angustia de mi viejo, un sueño irreverente de los tiempos de Evita Capitana.

Años después me iba a anotar al lado de otros perdedores, pero aquel año en que empezó la

tragedia escuchaba por la radio la Marcha de la Libertad y las bravuconadas de ese miserable

que se animaba a levantarse contra la autoridad del General. El tipo todavía era

contraalmirante y no se sabía nada de él. Ni siquiera que había sido cortesano de Eva.

Todavía no había fusilado civiles ni prohibido a la mitad del país. Era apenas un fantasma de

anteojos negros que bombardeaba Puerto Belgrano y avanzaba en un triste barco de papel.

Era una fragata bien sólida, pero a mí me parecía que a la mañana siguiente, harto de tanta

insolencia, el General iba a hundirlo con sólo arrojar una piedra al mar.


Recuerdo a mi padre quemando cigarrillos, con la cabeza inclinada sobre la radio

enorme. Lo sobresaltaban los ruidos de las ondas cortas y quizás un vago temor de que

alguien le leyera el pensamiento. A ratos golpeaba la pared y murmuraba: "Cae el hijo de

puta, esta vez sí qué cae". Yo no quería irme a dormir sin estar seguro de qué el General

arrojaría su piedra al mar. Tres meses atrás la marina había bombardeado la Plaza de Mayo a

medio día, cuando la gente salía a comer, y el odio se nos metió entre las uñas, por los ojos y

para siempre. A mi padre por el fracaso y el bochorno, a mí porque era como si un intruso

viniera a robarme los chiches de lata. Me cuesta verme así: ¿qué era Perón para mí? ¿Una

figurita del álbum, la más repetida?, ¿los juguetes del correo?, ¿la voz de Evita que nos había

pedido cuidarlo de los traidores? Se me iba la edad de los Reyes Magos y no quería aceptar

las razones de mi padre ni los gritos de mi madre.


Creo que allá en el Valle no se suspendieron las clases. Una tarde vinieron unos 

milicos que destrozaron a martillazos la estatua de Evita. 

Al salir del colegio vi a un montón de gorilas que apedreaban una casa. 

Los chicos bajábamos la cabeza y caminábamos bien cerca de la pared. 

El día que Perón se refugió en la cañonera paraguaya mi madre preparó

ravioles y mi padre abrió una botella de vino bueno. "Lo voy a cagar a Domínguez", dijo, ya

un poco borracho, y buscó los ojos de mi madre. Domínguez era el capataz peronista que le

amargaba la existencia. El tipo que me dejaba subir a la caja del camión cuando salían a

instalar el agua. Creo que mamá le hizo una seña y el viejo me miró, afligido. "¿Por qué me

salió un hijo así?", dijo y me ordenó arrancar el retrato de Evita que tenía en mi pieza. Lonardi

hablaba por radio pero el héroe era Rojas. Para convencerme, mi padre me contaba de unos

comunistas asesinados y otra vez de Frondizi en calzoncillos. No les tenía simpatía a los

comunistas pero ya que estaban muertos, ¿por qué no acordarse de ellos? Yo no quise bajar el

retrato y mi padre no se atrevió a entrar en mi cuarto. "Está bien, pero deja la puerta cerrada,

que yo no lo vea", me gritó y fue a terminar el vino y comerse los ravioles.


Fue un año difícil. Terminé mal la primaria y empecé mal el industrial de Neuquén.

Hasta que Rodolfo Walsh publicó Operación Masacre no supimos de los fusilamientos

clandestinos de José León Suárez, ordenados por Rojas. Mi viejo seguía enojado con Perón

pero se amigó con el capataz Domínguez. Alguien vino a tentarlo en nombre de Balbín. En

ese entonces yo me había puesto del lado de Frondizi, tal vez por aquella imagen del tipo en

calzoncillos que se aleja nadando hacia la costa del Uruguay, y entonces mi padre se negó a

entrar en política.


En el verano del 58 empecé a trabajar en un galpón donde empacaban manzanas para

la exportación y en febrero se largó la huelga más terca de los tiempos de la Libertadora.

Largas jornadas en la calle, marchas, colectas y asados con fútbol mientras el sindicato

prolongaba la protesta. Un judío de traje polvoriento nos leía presuntos mensajes de Perón.

Un día cayó con un Geloso flamante y un carrete de cinta en el bolsillo. Le decían El Ruso;

tenía unos anteojos sin marco que dos por tres se le caían al suelo y había que alcanzárselos

porque sin ellos quedaba indefenso. Desde la cinta hablaba Perón, o alguien con voz parecida.

El General anunciaba un regreso inminente y los rojos ya no eran sus enemigos, decía. Al

final de la cinta nos hablaba al oído y decía que se le encogía el corazón al pensar en esa

heroica huelga nuestra ahí entre las bardas del desierto.


Alguien, un italiano charlatán, sospechó que el que hablaba no era el General. En

aquel tiempo no conocíamos los grabadores y la máquina que reproducía la voz parecía

demasiado sorprendente y perfecta para ser auténtica. El Ruso no tenía pinta de peronista y la

gente empezaba a desconfiarle. Mi padre y yo no nos hablábamos, o casi, pero si existía

alguien en aquellos parajes capaz de confirmar que la máquina y la voz eran confiables, ése

era él. Le conté lo que pasaba y en nombre de la asamblea le pedí que verificara si era

auténtico el Geloso del Ruso. Todavía lo veo llegar, levantando polvareda con la Tehuelche

que me había ayudado a comprar. Esquivó las barreras que habíamos colocado para cortar el

camino y se metió en un pajonal porque venía clandestino. Al principio todos lo miraron feo

por su aspecto de radical del pueblo. Un chileno bajito lo trató de profesor y eso contribuyó a

que se agrandara un poco. Se puso los anteojos, saludó al Ruso y pidió ver el aparato.

Era una joya. Apenas conocíamos el plástico y aquello era todo de plástico. Mi viejo lo

miraba como aturdido, con cara de no entender un pito de voces grabadas y perillas de

colores. El Ruso desenrolló un cable que había enchufado en la oficina tomada y colocó la

cinta con cuidado, como si agarrara un picaflor por las alas. Y Perón habló de nuevo.


Sinarquía, imperialismo, multinacionales, algo que hoy sonaría como una sarta de macanas.

El General recordó la Constitución justicialista, que impedía la entrega al capitalismo

internacional de los servicios públicos y las riquezas naturales. Todos miraban a mi padre que

escuchaba en silencio. Ensimismado, sacó los carretes y tocó la banda marrón con la punta de

la lengua. Después pidió un destornillador y desarmó el aparato. Yo sabía que estaba

deslumbrado y que alguna vez, en el taller del fondo, intentaría construir uno mejor. Pero esa

tarde, mientras el Ruso se sostenía los anteojos con un dedo, mi viejo levantó la vista hacia la

asamblea y murmuró: "Es Perón, no tengan duda". Rearmó el Geloso pieza por pieza

mientras escuchaba la ovación sonriente, como si fuera para él. Yo le miraba la corbata raída y

las uñas limpias. Aquel hombre podía reconocer la voz de Perón entre miles, con ruido de

fondo y bajo fuego de morteros. Tanto lo había odiado, admirado quizás.


Dos días después llegaron los cosacos y nos molieron a palos. Así era entonces la

vida. El Ruso perdió los lentes y el Geloso. Mientras corría no paraba de cantar La

Internacional. A mí me hicieron un tajo en la cabeza y a los chilenos los metieron presos por

agitadores. Al volver a casa, de madrugada, encontré a mi padre en su escritorio, dibujando

de memoria los circuitos del grabador. Me hizo señas de que fuera al lavadero para no

despertar a mi madre y puso agua a calentar. Allá en el patio, frente al taller en el que iba a

reinventar el Geloso, me ayudó a lavar la herida y me hizo un vendaje a la bartola, porque no

sabía de esas cosas. "Parece mentira —me dijo— antes cada cosa estaba en su lugar; ahora, en

cambio, me parece que son las cosas las que están en lugar nuestro." Y no me habló más del

asunto.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Se ha habilitado la moderación de comentarios. El autor del blog debe aprobar todos los comentarios.