Quinquela Martín

domingo, 25 de abril de 2021

"Rayuela" de Julio Cortázar

 Capítulo 5


La primera vez había sido un hotel de la rue Valette, andaban por ahí

vagando y parándose en los portales, la llovizna después del almuerzo es

siempre amarga y había que hacer algo contra ese polvo helado, contra esos

impermeables que olían a goma, de golpe la Maga se apretó contra Oliveira y se

miraron como tontos, HOTEL, la vieja detrás del roñoso escritorio los saludó

comprensivamente y qué otra cosa se podía hacer con ese sucio tiempo.

Arrastraba una pierna, era angustioso verla subir parándose en cada escalón

para remontar la pierna enferma mucho más gruesa que la otra, repetir la

maniobra hasta el cuarto piso. Olía a blando, a sopa, en la alfombra del pasillo

alguien había tirado un líquido azul que dibujaba como un par de alas. La pieza

tenía dos ventanas con cortinas rojas, zurcidas y llenas de retazos; una luz

húmeda se filtraba como un ángel hasta la cama de acolchado amarillo.

La Maga había pretendido inocentemente hacer literatura, quedarse al lado de

la ventana fingiendo mirar la calle mientras Oliveira verificaba la falleba de la

puerta. Debía tener un esquema prefabricado de esas cosas, o quizá le sucedían

siempre de la misma manera, primero se dejaba la cartera en la mesa, se

buscaban los cigarrillos, se miraba la calle, se fumaba aspirando a fondo el humo,

se hacía un comentario sobre el empapelado, se esperaba, evidentemente se

esperaba, se cumplían todos los gestos necesarios para darle al hombre su mejor

papel, dejarle todo el tiempo necesario la iniciativa. En algún momento se habían puesto a reír, era demasiado tonto. Tirado en un rincón, el acolchado amarillo

quedó como un muñeco informe contra la pared.

Se acostumbraron a comparar los acolchados, las puertas, las lámparas, las

cortinas; las piezas de los hoteles del cinquième arrondissement eran mejores que

las del sixième para ellos, en el septième no tenían suerte, siempre pasaba algo,

golpes en la pieza de al lado o los caños hacían un ruido lúgubre, ya por entonces

Oliveira le había contado a la Maga la historia de Troppmann, la Maga

escuchaba pegándose contra él, tendría que leer el relato de Turguéniev, era

increíble todo lo que tendría que leer en esos dos años (no se sabía por qué eran

dos), otro día fue Petiot, otra vez Weidmann, otra vez Christie, el hotel acababa

casi siempre por darles ganas de hablar de crímenes, pero también a la Maga la

invadía de golpe una marea de seriedad, preguntaba con los ojos fijos en el cielo

raso si la pintura sienesa era tan enorme como afirmaba Etienne, si no sería

necesario hacer economías para comprarse un tocadiscos y las obras de Hugo

Wolf, que a veces canturreaba interrumpiéndose a la mitad, olvidada y furiosa. A

Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porque nada podía ser más

importante para ella y al mismo tiempo, de una manera difícilmente

comprensible, estaba como por debajo de su placer, se alcanzaba en él un

momento y por eso se adhería desesperadamente y lo prolongaba, era como un

despertarse y conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona

siempre un poco crepuscular que encantaba a Oliveira temeroso de perfecciones,

pero la Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos y a todo lo que

oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarla

profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo

de él y lo arrebataba, se daba entonces como una bestia frenética, los ojos

perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua

rodando por una montaña, arrancando el tiempo con las uñas, entre hipos y un

ronquido quejumbroso que duraba interminablemente. Una noche le clavó los

dientes, le mordió el hombro hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir de lado, un poco perdido ya, y hubo un confuso pacto sin palabras, Oliveira sintió como

si la Maga esperara de él la muerte, algo en ella que no era su yo despierto, una

oscura forma reclamando una aniquilación, la lenta cuchillada boca arriba que

rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los

terrores. Sólo esa vez, excentrado como un matador mítico para quien matar es

devolver el toro al mar y el mar al cielo, vejó a la Maga en una larga noche de la

que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la dobló y la usó como a un

adolescente, la conoció y le exigió las servidumbres de la más triste puta, la

magnificó a constelación, la tuvo entre los brazos oliendo a sangre, le hizo beber

el semen que corre por la boca como el desafío al Logos, le chupó la sombra del

vientre y de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa

última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a la mujer, la

exasperó con piel y pelo y baba y quejas, la vació hasta lo último de su fuerza

magnífica, la tiró contra una almohada y una sábana y la sintió llorar de felicidad

contra su cara que un nuevo cigarrillo devolvía a la noche del cuarto y del hotel.

Más tarde a Oliveira le preocupó que ella se creyera colmada, que los juegos

buscaran ascender a sacrificio. Temía sobre todo la forma más sutil de la gratitud

que se vuelve cariño canino, no quería que la libertad, única ropa que le caía bien

a la Maga, se perdiera en una feminidad diligente. Se tranquilizó porque la

vuelta de la Maga al plano del café negro y la visita al bidé se vio señalada por

una recaída en la peor de las confusiones. Maltratada de absoluto durante esa

noche, abierta a una porosidad de espacio que late y se expande, sus primeras

palabras de este lado tenían que azotarla como látigos, y su vuelta al borde de la

cama, imagen de una consternación progresiva que busca neutralizarse con

sonrisas y una vaga esperanza, dejó particularmente satisfecho a Oliveira. Puesto

que no la amaba, puesto que el deseo cesaría (porque no la amaba, y el deseo

cesaría), evitar como la peste toda sacralización de los juegos. Durante días,

durante semanas, durante algunos meses, cada cuarto de hotel y cada plaza, cada

postura amorosa y cada amanecer en un café de los mercados: circo feroz, operación sutil y balance lúcido. Se llegó así a saber que la Maga esperaba

verdaderamente que Horacio la matara, y que esa muerte debía ser de fénix, el

ingreso al concilio de los filósofos, es decir a las charlas del Club de la Serpiente:

la Maga quería aprender, quería ins-truir-se. Horacio era exaltado, concitado a la

función del sacrificador lustral, y puesto que casi nunca se alcanzaban porque en

pleno diálogo eran tan distintos y andaban por tan opuestas cosas (y eso ella lo

sabía, lo comprendía muy bien), entonces la única posibilidad de encuentro

estaba en que Horacio la matara en el amor donde ella podía conseguir

encontrarse con él, en el cielo de los cuartos de hotel se enfrentaban iguales y

desnudos y allí podía consumarse la resurrección del fénix después que él la

hubiera estrangulado deliciosamente, dejándole caer un hilo de baba en la boca

abierta, mirándola extático como si empezara a reconocerla, a hacerla de verdad

suya, a traerla de su lado.

"LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA" de Eduardo Galeano

 CIENTO VEINTE MILLONES DE NIÑOS EN EL CENTRO DE LA TORMENTA


La división internacional del trabajo consiste en que unos países se

especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo,

que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder

desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento

se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta.

Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones.

Éste ya no es el reino de las maravillas donde la realidad derrotaba a la

fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de la conquista,

los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la región sigue

trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades

ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre

y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con

destino a los países ricos que ganan, consumiéndolos, mucho más de

lo que América Latina gana produciéndolos. Son mucho más altos

los impuestos que cobran los compradores que los precios que reciben

los vendedores; y al fin y al cabo, como declaró en julio de 1968

Covey T. Oliver, coordinador de la Alianza para el Progreso, «hablar

de precios justos en la actualidad es un concepto medieval. Estamos

en plena época de la libre comercialización...».

Cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se

hace necesario construir para quienes padecen los negocios. Nuestros

sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para el

mercado externo dominante; proporcionan también caudalosos manantiales

de ganancias que fluyen de los empréstitos y las inversiones

extranjeras en los mercados internos dominados. «Se ha oído hablar

de concesiones hechas por América Latina al capital extranjero, pero no de concesiones hechas por los Estados Unidos al capital de otros

países... Es que nosotros no damos concesiones», advertía, allá por

1913, el presidente norteamericano Woodrow Wilson. Él estaba seguro:

«Un país –decía– es poseído y dominado por el capital que en él

se haya invertido». Y tenía razón. Por el camino hasta perdimos el

derecho de llamarnos americanos, aunque los haitianos y los cubanos

ya habían asomado a la historia, como pueblos nuevos, un siglo antes

de que los peregrinos del Mayflower se establecieran en las costas de

Plymouth. Ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados

Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub América, una

América de segunda clase, de nebulosa identificación.

Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento

hasta nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en

capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado

y se acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra,

sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y su

capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos

humanos. El modo de producción y la estructura de clases de

cada lugar han sido sucesivamente determinados, desde fuera, por su

incorporación al engranaje universal del capitalismo. A cada cual se

le ha asignado una función, siempre en beneficio del desarrollo de la

metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las

dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y

que por cierto también comprende, dentro de América Latina, la

opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras

adentro de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los

puertos ejercen sobre sus fuentes internas de víveres y mano de obra.

(Hace cuatro siglos, ya habían nacido dieciséis de las veinte ciudades

latinoamericanas más pobladas de la actualidad.)

Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso

y la miseria de América Latina no son otra cosa que el resultado de

su fracaso. Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron,

ganaron gracias a que nosotros perdimos: la historia del subdesarrollo

de América Latina integra, como se ha dicho, la historia del

desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo siempre

implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre nuestra

pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales

nativos. En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se transfigura en chatarra, y los alimentos se convierten en veneno. Potosí, Zacatecas y

Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de

los metales preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos, y

la ruina fue el destino de la pampa chilena del salitre y de la selva

amazónica del caucho; el nordeste azucarero de Brasil, los bosques

argentinos del quebracho o ciertos pueblos petroleros del lago de

Maracaibo tienen dolorosas razones para creer en la mortalidad de

las fortunas que la naturaleza otorga y el imperialismo usurpa. La

lluvia que irriga a los centros del poder imperialista ahoga los vastos

suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el bienestar

de nuestras clases dominantes –dominantes hacia dentro, dominadas

desde fuera– es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una

vida de bestias de carga.

La brecha se extiende. Hacia mediados del siglo anterior, el nivel

de vida de los países ricos del mundo excedía en un cincuenta por

ciento el nivel de los países pobres. El desarrollo desarrolla la desigualdad:

Richard Nixon anunció, en abril de 1969, en su discurso

ante la OEA, que a fines del siglo veinte el ingreso per cápita en

Estados Unidos será quince veces más alto que el ingreso en América

Latina. La fuerza del conjunto del sistema imperialista descansa en la

necesaria desigualdad de las partes que lo forman, y esa desigualdad

asume magnitudes cada vez más dramáticas. Los países opresores se

hacen cada vez más ricos en términos absolutos, pero mucho más en

términos relativos, por el dinamismo de la disparidad creciente. El

capitalismo central puede darse el lujo de crear y creer sus propios

mitos de opulencia, pero los mitos no se comen, y bien lo saben los

países pobres que constituyen el vasto capitalismo periférico. El ingreso

promedio de un ciudadano norteamericano es siete veces mayor

que el de un latinoamericano y aumenta a un ritmo diez veces

más intenso. Y los promedios engañan, por los insondables abismos

que se abren, al sur del río Bravo, entre los muchos pobres y los pocos

ricos de la región. En la cúspide, en efecto, seis millones de latinoamericanos

acaparan, según las Naciones Unidas, el mismo ingreso

que ciento cuarenta millones de personas ubicadas en la base de la

pirámide social. Hay sesenta millones de campesinos cuya fortuna

asciende a veinticinco centavos de dólar por día; en el otro extremo

los proxenetas de la desdicha se dan el lujo de acumular cinco mil

millones de dólares en sus cuentas privadas de Suiza o Estados Unidos, y derrochan en la ostentación y el lujo estéril –ofensa y desafío–

y en las inversiones improductivas, que constituyen nada menos que

la mitad de la inversión total, los capitales que América Latina podría

destinar a la reposición, ampliación y creación de fuentes de producción

y de trabajo. Incorporadas desde siempre a la constelación del

poder imperialista, nuestras clases dominantes no tienen el menor

interés en averiguar si el patriotismo podría resultar más rentable que

la traición o si la mendicidad es la única forma posible de la política

internacional. Se hipoteca la soberanía porque «no hay otro camino»;

las coartadas de la oligarquía confunden interesadamente la impotencia

de una clase social con el presunto vacío de destino de cada

nación.

Josué de Castro declara: «Yo, que he recibido un premio internacional

de la paz, pienso que, infelizmente, no hay otra solución que la

violencia para América Latina». Ciento veinte millones de niños se

agitan en el centro de esta tormenta. La población de América Latina

crece como ninguna otra; en medio siglo se triplicó con creces. Cada

minuto muere un niño de enfermedad o de hambre, pero en el año

2000 habrá seiscientos cincuenta millones de latinoamericanos, y la

mitad tendrá menos de quince años de edad: una bomba de tiempo.

Entre los doscientos ochenta millones de latinoamericanos hay, a fines

de 1970, cincuenta millones de desocupados o subocupados y cerca

de cien millones de analfabetos; la mitad de los latinoamericanos vive

apiñada en viviendas insalubres. Los tres mayores mercados de América

Latina –Argentina, Brasil y México– no alcanzan a igualar, sumados,

la capacidad de consumo de Francia o de Alemania occidental,

aunque la población reunida de nuestros tres grandes excede largamente

a la de cualquier país europeo. América Latina produce hoy día,

en relación con la población, menos alimentos que antes de la última

guerra mundial, y sus exportaciones per cápita han disminuido tres

veces, a precios constantes, desde la víspera de la crisis de 1929.

El sistema es muy racional desde el punto de vista de sus dueños

extranjeros y de nuestra burguesía de comisionistas, que ha vendido

el alma al Diablo a un precio que hubiera avergonzado a Fausto. Pero

el sistema es tan irracional para todos los demás, que cuanto más se

desarrolla más agudiza sus desequilibrios y sus tensiones, sus contradicciones

ardientes. Hasta la industrialización, dependiente y tardía,

que cómodamente coexiste con el latifundio y las estructuras de la desigualdad, contribuye a sembrar la desocupación en vez de ayudar

a resolverla; se extiende la pobreza y se concentra la riqueza en esta

región que cuenta con inmensas legiones de brazos caídos que se

multiplican sin descanso. Nuevas fábricas se instalan en los polos

privilegiados de desarrollo –San Pablo, Buenos Aires, Ciudad de

México– pero menos mano de obra se necesita cada vez.

El sistema no ha previsto esta pequeña molestia: lo que sobra es

gente. Y la gente se reproduce. Se hace el amor con entusiasmo y sin

precauciones. Cada vez queda más gente a la vera del camino, sin

trabajo en el campo, donde el latifundio reina con sus gigantescos

eriales, y sin trabajo en la ciudad, donde reinan las máquinas: el sistema

vomita hombres. Las misiones norteamericanas esterilizan masivamente

mujeres y siembran píldoras, diafragmas, espirales, preservativos

y almanaques marcados, pero cosechan niños; porfiadamente,

los niños latinoamericanos continúan naciendo, reivindicando su derecho

natural a obtener un sitio bajo el sol en estas tierras espléndidas

que podrían brindar a todos lo que a casi todos niegan.

A principios de noviembre de 1968, Richard Nixon comprobó en

voz alta que la Alianza para el Progreso había cumplido siete años de

vida y, sin embargo, se habían agravado la desnutrición y la escasez

de alimentos en América Latina. Pocos meses antes, en abril, George

W. Ball escribía en Life: «Por lo menos durante las próximas décadas,

el descontento de las naciones más pobres no significará una amenaza

de destrucción del mundo. Por vergonzoso que sea, el mundo ha

vivido, durante generaciones, dos tercios pobre y un tercio rico. Por

injusto que sea, es limitado el poder de los países pobres». Ball había

encabezado la delegación de los Estados Unidos a la Primera Conferencia

de Comercio y Desarrollo en Ginebra, y había votado contra

nueve de los doce principios generales aprobados por la conferencia

con el fin de aliviar las desventajas de los países subdesarrollados en el

comercio internacional.

Son secretas las matanzas de la miseria en América Latina; cada

año estallan, silenciosamente, sin estrépito alguno, tres bombas de

Hiroshima sobre estos pueblos que tienen la costumbre de sufrir con

los dientes apretados. Esta violencia sistemática, no aparente pero

real, va en aumento: sus crímenes no se difunden en la crónica roja,

sino en las estadísticas de la FAO. Ball dice que la impunidad es todavía

posible, porque los pobres no pueden desencadenar la guerra mundial, pero el Imperio se preocupa: incapaz de multiplicar los panes,

hace lo posible por suprimir a los comensales. «Combata la pobreza,

¡mate a un mendigo!», garabateó un maestro del humor negro

sobre un muro de la ciudad de La Paz. ¿Qué se proponen los

herederos de Malthus sino matar a todos los próximos mendigos

antes de que nazcan? Robert McNamara, el presidente del Banco

Mundial que había sido presidente de la Ford y secretario de Defensa,

afirma que la explosión demográfica constituye el mayor obstáculo

para el progreso de América Latina y anuncia que el Banco Mundial

otorgará prioridad, en sus préstamos, a los países que apliquen planes

para el control de la natalidad. McNamara comprueba con lástima

que los cerebros de los pobres piensan un veinticinco por ciento

menos, y los tecnócratas del Banco Mundial (que ya nacieron) hacen

zumbar las computadoras y generan complicadísimos trabalenguas

sobre las ventajas de no nacer: «Si un país en desarrollo que tiene una

renta media per cápita de 150 a 200 dólares anuales logra reducir su

fertilidad en un 50 por ciento en un período de 25 años, al cabo de 30

años su renta per cápita será superior por lo menos en un 40 por

ciento al nivel que hubiera alcanzado de lo contrario, y dos veces más

elevada al cabo de 60 años», asegura uno de los documentos del

organismo. Se ha hecho célebre la frase de Lyndon Johnson: «Cinco

dólares invertidos contra el crecimiento de la población son más eficaces

que cien dólares invertidos en el crecimiento económico».

Dwight Eisenhower pronosticó que si los habitantes de la tierra seguían

multiplicándose al mismo ritmo no sólo se agudizaría el peligro

de la revolución, sino que además se produciría «una degradación del

nivel de vida de todos los pueblos, el nuestro inclusive».

Los Estados Unidos no sufren, fronteras adentro, el problema de

la explosión de la natalidad, pero se preocupan como nadie por difundir

e imponer, en los cuatro puntos cardinales, la planificación

familiar. No sólo el gobierno; también Rockefeller y la Fundación

Ford padecen pesadillas con millones de niños que avanzan, como

langostas, desde los horizontes del Tercer Mundo. Platón y Aristóteles

se habían ocupado del tema antes que Malthus y McNamara; sin

embargo, en nuestros tiempos, toda esta ofensiva universal cumple

una función bien definida: se propone justificar la muy desigual distribución

de la renta entre los países y entre las clases sociales, convencer

a los pobres de que la pobreza es el resultado de los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de la furia de las masas en

movimiento y rebelión. Los dispositivos intrauterinos compiten con

las bombas y la metralla, en el sudeste asiático, en el esfuerzo por

detener el crecimiento de la población de Vietnam. En América Latina

resulta más higiénico y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que

en las sierras o en las calles. Diversas misiones norteamericanas han

esterilizado a millares de mujeres en la Amazonia, pese a que ésta es

la zona habitable más desierta del planeta. En la mayor parte de los

países latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces

menos habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49

veces menos que Inglaterra; Perú, 32 veces menos que Japón. Haití y

El Salvador, hormigueros humanos de América Latina, tienen una

densidad de población menor que la de Italia. Los pretextos invocados

ofenden la inteligencia; las intenciones reales encienden la indignación.

Al fin y al cabo, no menos de la mitad de los territorios de

Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Venezuela está habitada por

nadie. Ninguna población latinoamericana crece menos que la del

Uruguay, país de viejos, y sin embargo ninguna otra nación ha sido

tan castigada, en los años recientes, por una crisis que parece arrastrarla

al último círculo de los infiernos. Uruguay está vacío y sus

praderas fértiles podrían dar de comer a una población infinitamente

mayor que la que hoy padece, sobre su suelo, tantas penurias.

Hace más de un siglo, un canciller de Guatemala había sentenciado

proféticamente: «Sería curioso que del seno mismo de los Estados

Unidos, de donde nos viene el mal, naciese también el remedio».

Muerta y enterrada la Alianza para el Progreso, el Imperio propone

ahora, con más pánico que generosidad, resolver los problemas de

América Latina eliminando de antemano a los latinoamericanos. En

Washington tienen ya motivos para sospechar que los pueblos pobres

no prefieren ser pobres. Pero no se puede querer el fin sin querer

los medios: quienes niegan la liberación de América Latina, niegan

también nuestro único renacimiento posible, y de paso absuelven a

las estructuras en vigencia. Los jóvenes se multiplican, se levantan,

escuchan: ¿qué les ofrece la voz del sistema? El sistema habla un

lenguaje surrealista: propone evitar los nacimientos en estas tierras

vacías; opina que faltan capitales en países donde los capitales sobran

pero se desperdician; denomina ayuda a la ortopedia deformante de

los empréstitos y al drenaje de riquezas que las inversiones extranjeras provocan; convoca a los latifundistas a realizar la reforma agraria

y a la oligarquía a poner en práctica la justicia social. La lucha de

clases no existe –se decreta– más que por culpa de los agentes foráneos

que la encienden, pero en cambio existen las clases sociales, y a la

opresión de unas por otras se la denomina el estilo occidental de vida.

Las expediciones criminales de los marines tienen por objeto restablecer

el orden y la paz social, y las dictaduras adictas a Washington

fundan en las cárceles el estado de derecho y prohíben las huelgas y

aniquilan los sindicatos para proteger la libertad de trabajo.

¿Tenemos todo prohibido, salvo cruzarnos de brazos? La pobreza

no está escrita en los astros; el subdesarrollo no es el fruto de un

oscuro designio de Dios. Corren años de revolución, tiempos de redención.

Las clases dominantes ponen las barbas en remojo, y a la vez

anuncian el infierno para todos. En cierto modo, la derecha tiene

razón cuando se identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden:

es el orden, en efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías,

pero orden al fin: la tranquilidad de que la injusticia siga siendo injusta

y el hambre hambrienta. Si el futuro se transforma en una caja de

sorpresas, el conservador grita, con toda razón: «Me han traicionado

». Y los ideólogos de la impotencia, los esclavos que se miran a sí

mismos con los ojos del amo, no demoran en hacer escuchar sus

clamores. El águila de bronce del Maine, derribada el día de la victoria

de la revolución cubana, yace ahora abandonada, con las alas rotas,

bajo un portal del barrio viejo de La Habana. Desde Cuba en adelante,

también otros países han iniciado por distintas vías y con distintos

medios la experiencia del cambio: la perpetuación del actual orden de

cosas es la perpetuación del crimen.

Los fantasmas de todas las revoluciones estranguladas o traicionadas

a lo largo de la torturada historia latinoamericana se asoman

en las nuevas experiencias, así como los tiempos presentes habían

sido presentidos y engendrados por las contradicciones del pasado.

La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue,

y contra lo que fue, anuncia lo que será. Por eso en este libro, que quiere

ofrecer una historia del saqueo y a la vez contar cómo funcionan los

mecanismos actuales del despojo, aparecen los conquistadores en las

carabelas y, cerca, los tecnócratas en los jets, Hernán Cortés y los

infantes de marina, los corregidores del reino y las misiones del Fondo

Monetario Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors. También los héroes derrotados

y las revoluciones de nuestros días, las infamias y las esperanzas

muertas y resurrectas: los sacrificios fecundos. Cuando

Alexander von Humboldt investigó las costumbres de los antiguos

habitantes indígenas de las mesetas de Bogotá, supo que los indios

llamaban quihica a las víctimas de las ceremonias rituales. Quihica

significaba puerta: la muerte de cada elegido abría un nuevo ciclo de

ciento ochenta y cinco lunas.

"Mecánicos" de Osvaldo Soriano

 

Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en

la serenidad del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes

del pavimento que un día, indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963

cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo

tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre

reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque

con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo sólo tiene

obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas,

distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén.

Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó qué haría al regresar. Ni él ni

yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del

fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca

conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado

piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico. Cuando le

dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que en la

conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se

equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento.

Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre

era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que

Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me

prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus

vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder armarlo de nuevo.

Yo no le hice caso pero él se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un

taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban los

viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos entraban de prepo al taller, se

llevaban las que tenía a medio pagar y de paso le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre

endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines, manómetros y

relojes, que nadie sabía para qué servían.

A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tiré en la cama dispuesto a dormir

todo el día. Pero a las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi pieza.

Mi madre no me permitía fumar y el entrenador tampoco, así que cuando me ofrecía el

paquete yo sonreía y lo seguía por el pasillo poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo sorprendía que yo pudiera saltar un metro para peinar la pelota

que bajaba del techo y meterla por la claraboya del taller.

—Sos un cabeza hueca —me decía.

Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había

envejecido antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos

pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la

memoria y apenas si recuerda el día en que lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar

del Plata.

Me miró y dijo: "Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar,

no nos tiene que sobrar ni una arandela, así aprendes". Era un día feriado, sin fútbol ni cine.

Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio se presentó a comer gratis y a ver

televisión. Pero antes de que llegara el cura mi padre me pidió que eligiera por dónde

empezar. Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de un blanco lechoso

que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le abría el calzoncillo y

las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los ejes y

empezó a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba

bronca porque creía que nunca más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre

los árboles.

Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas, francesas y suecas. A mediodía,

cuando el cura asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio coche desarmado. Los dos

estábamos negros de aceite y habíamos perdido por completo el control de la operación. Mi

padre había desmontado todo el tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la

cabeza por abajo del tablero de instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y

trataba de arrancar el maldito cigüeñal. De vez en cuando mi viejo gritaba "¡Carajo, qué mal

trabajan los franceses!" y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras arrancaba con furia el

cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino en una mano y la botella

en la otra y de pronto le preguntó a mi padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un

silencio y el otro casi se pierde los tallarines gratis:

—Doce —le contestó de mal humor mi viejo, que era devoto de cristos y apóstoles—.

Y con la ayuda de Dios todavía tengo que pagar otras veinticuatro.

Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas diminutas y

tontas desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la sacamos al

patio para lavarla con la manguera. La segunda tarde mi madre nos desconoció de tan sucios

que estábamos y nos prohibió entrar a la casa. Dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y

allí nos traía de comer. Vivíamos en trance, convencidos de que un técnico diplomado en el

Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no podían dejarse derrotar por las astucias de

un ingeniero francés. Fue entonces cuando mi padre decidió comprimir el motor y aligerar la

dirección para que el coche cumpliera una performance digna de su genio. Hizo un diseño en

la pared y me preguntó, desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era más atrayente que la

mecánica. Yo no me acordaba cuál pieza concordaba con otra ni qué gancho entraba en qué

agujero y una noche mi padre salió a buscar al cura para que con un responso lo ayudara a

rehacer el embrague. Al fin, una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie,

erguido y lustroso, más limpio que el día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba era la

radio que el cura nos había robado en el momento del recogimiento y la oración.Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de

noventa octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las

vergüenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había abandonado por los rumores que

corrían en la cuadra y mi madre tuvo que lavarnos a los dos con una estopa embebida en

querosene. En el suelo brillaba, redonda y solitaria, una inquietante arandela de bronce, pero

igual el coche arrancó al primer impulso de llave. Mi padre estaba convencido de haberme

dado una lección para toda la vida. Adujo que la arandela se había caído de una caja de

herramientas y la pateó con desdén mientras se paseaba alrededor del Gordini, orgulloso

como una gallo de riña. Después me guiñó un ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la

noche lo encontré en el hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas

partes.

—Anda —me dijo—. Preséntate al regimiento como mecánico, que te salvas de los

bailes y las guardias.

Ese año hice más de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a Ítalo

Calvino mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y cuando

publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de que en realidad su futuro estaba

en la literatura. Enseguida escribió un cuento de suspenso titulado La luz mala, que inventó de

cabo a rabo. Como Kafka, murió inédito y desconocido de los críticos. Por fortuna para él su

único enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.

"Acercad las almas, que ésta es la candela" de Salvador Rueda

 

Acercad las almas, que ésta es la candela; acercad las almas, que ésta es la alegría; son versos que cantan llenos de energía, y alzan una lumbre que, ondulando, vuela.

Es un bosque que ardiendo que el helor deshiela, es Dios hecho lenguas, Dios hecho poesía, este libro es alto temblor de armonía, fuego melodioso, que abriga y consuela.

El crujiente ritmo dice: «¡Allá van ramas!», y la fantasía las convierte en llamas, como promontorio de dorado velo.

Mientras que, candente, la inexhausta lira lanza en rubios hace versos a la pira, y las lenguas de oro suben hasta el cielo.

"Algunos deseos" de David Huerta

 

Que vuelvas a ver la enorme catedral y la erizada Capilla y sientas el paso distante, los rumores de los Cruzados y de San Luis.

Que vuelvas a la calle Monsieru le Prince para asomarte a los escaparates y, luego, en la calle Vavin, a los inventos de los herboristas y su lento prodigio -la invisibilidad de los olores-.

Que vuelvas a reconocer el brillo de una escritura anhelada en las tardes coyoacanenses.

Que abraces los árboles y bebas el agua dulce junto al amargo mar resplandeciente.

Que te inclines una vez más y siempre sobre mi rostro y que yo abra los ojos para verte.

David Huerta, poeta mexicano.



"El ave y el nido" de Salomé Ureña de Henríquez

 

¿Por qué te asustas, ave sencilla? ¿Por qué tus ojos fijas en mí? Yo no pretendo, pobre avecilla, llevar tu nido lejos de aquí.

Aquí, en el hueco de piedra dura, tranquila y sola te vi al pasar, y traigo flores de la llanura para que adornes tu libre hogar.

Pero me miras y te estremeces, y el ala bates con inquietud, y te adelantas, resuelta, a veces, con amorosa solicitud.

Porque no sabes hasta qué grado yo la inocencia sé respetar, que es, para el alma tierna, sagrado de tus amores el libre hogar.

¡Pobre avecilla! Vuelve a tu nido mientras del prado me alejo yo; en él mi mano lecho mullido de hojas y flores te preparó.

Mas si tu tierna prole futura en duro lecho miro al pasar, con flores y hojas de la llanura deja que adorne tu libre hogar.

domingo, 18 de abril de 2021

"El espejo y la verdad" de Concepción Arenal

 

En uno de los viajes Que tuvo la mala idea De hacer no sé con qué objeto La Verdad sobre la tierra, Oyó de un espejo amigo Sentidas y amargas quejas.


«¿De qué me sirve decía

 Que, fiel a tus advertencias,

 Repita forma y colores Con semejanza perfecta,

Lo mismo al pobre mendigo Y al que nada en la opulencia, Al labrador y al herrero Como a los reyes y reinas, Y diga la verdad pura Sin rodeos ni cautelas?

Veanse de mí satisfechos, Aunque increíble parezca, Igualmente los hermosos Que los de horrible presencia.

Digo a un viejo: «Esa peluca Se ve desde media legua.» Y él va muy hueco pensando «Nadie que es peluca acierta.»

Dígole: «Tienes arrugas», A una remilgada vieja, Y ella piensa allá entre sí: «Pues tengo la cara tersa.»

Pónese el chato narices, Otro va y se las cercena, El gordo se quita carnes, El que es flaco las aumenta,

Multiplícase el pequeño, El que es muy alto se resta, Y, en fin, a ninguno he oído: «¡Qué feo soy! o «¡qué fea!»

Si algún remedio eficaz No buscas de esta epidemia, Teme que tu santo imperio Del mundo desaparezca.»

«No, respondió la Verdad Con la faz grave y serena Mi dominación es justa Y será por eso eterna.

Si tal vez por excepción Se sustrae el hombre a ella, Esta excepción que te irrita Casos hay en que aprovecha.

Di: ¿si sordo el amor propio A tus verdades no fuera, Cómo se consolarían Los horribles y las feas?

¿Qué mal hay si va una joven, Muy erguida y satisfecha, Su fealdad ostentando Como si fuera belleza?

¡Es ridícula! ¿Qué importa Siempre que dichosa sea? Abunda la vanidad Porque el mérito escasea, Y en paz vive cada cual Ignorando su miseria.»

Al ver un ente risible Que hueco se pavonea, Más vano por sus defectos Que otros hay con sus bellezas,

Los sabios de brocha gorda El absurdo cacarean, Y el hombre bueno y prudente Bendice a la Providencia.

Concepción Arenal, escritora española.

"El gato que caminaba solo" de Rudyard Kipling

 

Sucedieron estos hechos que voy a contarte, oh, querido mío, cuando los animales domésticos eran salvajes. El Perro era salvaje, como lo eran también el Caballo, la Vaca, la Oveja y el Cerdo, tan salvajes como pueda imaginarse, y vagaban por la húmeda y salvaje espesura en compañía de sus salvajes parientes; pero el más salvaje de todos los animales salvajes era el Gato. El Gato caminaba solo y no le importaba estar aquí o allá.


También el Hombre era salvaje, claro está. Era terriblemente salvaje. No comenzó a domesticarse hasta que conoció a la Mujer y ella repudió su montaraz modo de vida. La Mujer escogió para dormir una bonita cueva sin humedades en lugar de un montón de hojas mojadas, y esparció arena limpia sobre el suelo, encendió un buen fuego de leña al fondo de la cueva y colgó una piel de Caballo Salvaje, con la cola hacia abajo, sobre la entrada; después dijo:


-Límpiate los pies antes de entrar; de ahora en adelante tendremos un hogar.


Esa noche, querido mío, comieron Cordero Salvaje asado sobre piedras calientes y sazonado con ajo y pimienta silvestres, y Pato Salvaje relleno de arroz silvestre, y alholva y cilantro silvestres, y tuétano de Buey Salvaje, y cerezas y granadillas silvestres. Luego, cuando el Hombre se durmió más feliz que un niño delante de la hoguera, la Mujer se sentó a cardar lana. Cogió un hueso del hombro de cordero, la gran paletilla plana, contempló los portentosos signos que había en él, arrojó más leña al fuego e hizo un conjuro, el primer Conjuro Cantado del mundo.


En la húmeda y salvaje espesura, los animales salvajes se congregaron en un lugar desde donde se alcanzaba a divisar desde muy lejos la luz del fuego y se preguntaron qué podría significar aquello.


Entonces Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:


-Oh, amigos y enemigos míos, ¿por qué han hecho esa luz tan grande el Hombre y la Mujer en esa enorme cueva? ¿Cómo nos perjudicará a nosotros?


Perro Salvaje alzó el morro, olfateó el aroma del asado de cordero y dijo:


-Voy a ir allí, observaré todo y me enteraré de lo que sucede, y me quedaré, porque creo que es algo bueno. Acompáñame, Gato.


-¡ Ni hablar! -replicó el Gato-. Soy el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No pienso acompañarte.


-Entonces nunca volveremos a ser amigos -apostilló Perro Salvaje, y se marchó trotando hacia la cueva.


Pero cuando el Perro se hubo alejado un corto trecho, el Gato se dijo a sí mismo:


-Si no me importa estar aquí o allá, ¿por qué no he de ir allí para observarlo todo y enterarme de lo que sucede y después marcharme?


De manera que siguió al Perro con mucho, muchísimo sigilo, y se escondió en un lugar desde donde podría oír todo lo que se dijera.


Cuando Perro Salvaje llegó a la boca de la cueva, levantó ligeramente la piel de Caballo con el morro y husmeó el maravilloso olor del cordero asado. La Mujer lo oyó, se rió y dijo:


-Aquí llega la primera criatura salvaje de la salvaje espesura. ¿Qué deseas?


-Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo, ¿Qué es eso que tan buen aroma desprende en la salvaje espesura? -preguntó Perro Salvaje.


Entonces la Mujer cogió un hueso de cordero asado y se lo arrojó a Perro Salvaje diciendo:


-Criatura salvaje de la salvaje espesura, si ayudas a mi Hombre a cazar de día y a vigilar esta cueva de noche, te daré tantos huesos asados como quieras.


-¡Ah! -exclamó el Gato al oírla-, esta Mujer es muy sabia, pero no tan sabia como yo.


Perro Salvaje entró a rastras en la cueva, recostó la cabeza en el regazo de la Mujer y dijo:


-Oh, amiga mía y esposa de mi amigo, ayudaré a tu Hombre a cazar durante el día y de noche vigilaré vuestra cueva.


-¡Ah! -repitió el Gato, que seguía escuchando-, este Perro es un verdadero estúpido.


Y se alejó por la salvaje y húmeda espesura meneando la cola y andando sin otra compañía que su salvaje soledad. Pero no le contó nada a nadie.


Al despertar por la mañana, el Hombre exclamó:


-¿Qué hace aquí Perro Salvaje?


-Ya no se llama Perro Salvaje -lo corrigió la Mujer-, sino Primer Amigo, porque va a ser nuestro amigo por los siglos de los siglos. Llévalo contigo cuando salgas de caza.


La noche siguiente la Mujer cortó grandes brazadas de hierba fresca de los prados y las secó junto al fuego, de manera que olieran como heno recién segado; luego tomó asiento a la entrada de la cueva y trenzó una soga con una piel de caballo; después se quedó mirando el hueso de hombro de cordero, la enorme paletilla, e hizo un conjuro, el segundo Conjuro Cantado del mundo.


En la salvaje espesura, los animales salvajes se preguntaban qué le habría ocurrido a Perro Salvaje. Finalmente, Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:


-Iré a ver por qué Perro Salvaje no ha regresado. Gato, acompáñame.


-¡Ni hablar! -respondió el Gato-. Soy el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No pienso acompañarte.


Sin embargo, siguió a Caballo Salvaje con mucho, muchísimo sigilo, y se escondió en un lugar desde donde podría oír todo lo que se dijera.


Cuando la Mujer oyó a Caballo Salvaje dando traspiés y tropezando con sus largas crines, se rió y dijo:


-Aquí llega la segunda criatura salvaje de la salvaje espesura. ¿Qué deseas?


-Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo -respondió Caballo Salvaje-, ¿Dónde está Perro Salvaje?


La Mujer se rió, cogió la paletilla de cordero, la observó y dijo:


-Criatura salvaje de la salvaje espesura, no has venido buscando a Perro Salvaje, sino porque te ha atraído esta hierba tan rica.


Y dando traspiés y tropezando con sus largas crines, Caballo Salvaje dijo:


-Es cierto, dame de comer de esa hierba.


-Criatura salvaje de la salvaje espesura -repuso la Mujer-, inclina tu salvaje cabeza, ponte esto que te voy a dar y podrás comer esta maravillosa hierba tres veces al día.


-¡Ah! -exclamó el Gato al oírla-, esta Mujer es muy lista, pero no tan lista como yo.


Caballo Salvaje inclinó su salvaje cabeza y la Mujer le colocó la trenzada soga de piel en torno al cuello. Caballo Salvaje relinchó a los pies de la Mujer y dijo:


-Oh, dueña mía y esposa de mi dueño, seré tu servidor a cambio de esa hierba maravillosa.


-¡Ah! -repitió el Gato, que seguía escuchando-, ese Caballo es un verdadero estúpido.


Y se alejó por la salvaje y húmeda espesura meneando la cola y andando sin otra compañía que su salvaje soledad.


Cuando el Hombre y el Perro regresaron después de la caza, el Hombre preguntó:


-¿Qué está haciendo aquí Caballo Salvaje?


-Ya no se llama Caballo Salvaje -replicó la Mujer-, sino Primer Servidor, porque nos llevará a su grupa de un lado a otro por los siglos de los siglos. Llévalo contigo cuando vayas de caza.


Al día siguiente, manteniendo su salvaje cabeza enhiesta para que sus salvajes cuernos no se engancharan en los árboles silvestres, Vaca Salvaje se aproximó a la cueva, y el Gato la siguió y se escondió como lo había hecho en las ocasiones anteriores; y todo sucedió de la misma forma que las otras veces; y el Gato repitió las mismas cosas que había dicho antes, y cuando Vaca Salvaje prometió darle su leche a la Mujer día tras día a cambio de aquella hierba maravillosa, el Gato se alejó por la salvaje y húmeda espesura, caminando solo como era su costumbre.


Y cuando el Hombre, el Caballo y el Perro regresaron a casa después de cazar y el Hombre formuló las mismas preguntas que en las ocasiones anteriores, la Mujer dijo:


-Ya no se llama Vaca Salvaje, sino Donante de Cosas Buenas. Nos dará su leche blanca y tibia por los siglos de los siglos, y yo cuidaré de ella mientras ustedes tres salen de caza.


Al día siguiente, el Gato aguardó para ver si alguna otra criatura salvaje se dirigía a la cueva, pero como nadie se movió, el Gato fue allí solo, y vio a la Mujer ordeñando a la Vaca, y vio la luz del fuego en la cueva, y olió el aroma de la leche blanca y tibia.


-Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo -dijo el Gato-, ¿a dónde ha ido Vaca Salvaje?


La Mujer rió y respondió:


-Criatura salvaje de la salvaje espesura, regresa a los bosques de donde has venido, porque ya he trenzado mi cabello y he guardado la paletilla, y no nos hacen falta más amigos ni servidores en nuestra cueva.


-No soy un amigo ni un servidor -replicó el Gato-. Soy el Gato que camina solo y quiero entrar en tu cueva.


-¿Por qué no viniste con Primer Amigo la primera noche? -preguntó la Mujer.


-¿Ha estado contando chismes sobre mí Perro Salvaje? -inquirió el Gato, enfadado.


Entonces la Mujer se rió y respondió:


-Eres el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No eres un amigo ni un servidor. Tú mismo lo has dicho. Márchate y camina solo por cualquier lugar.


Fingiendo estar compungido, el Gato dijo:


-¿Nunca podré entrar en la cueva? ¿Nunca podré sentarme junto a la cálida lumbre? ¿Nunca podré beber la leche blanca y tibia? Eres muy sabia y muy hermosa. No deberías tratar con crueldad ni siquiera a un gato.


-Que era sabia no me era desconocido, mas hasta ahora no sabía que fuera hermosa. Por eso voy a hacer un trato contigo. Si alguna vez te digo una sola palabra de alabanza, podrás entrar en la cueva.


-¿Y si me dices dos palabras de alabanza? -preguntó el Gato.


-Nunca las diré -repuso la Mujer-, mas si te dijera dos palabras de alabanza, podrías sentarte en la cueva junto al fuego.


-¿Y si me dijeras tres palabras? -insistió el Gato.


-Nunca las diré -replicó la Mujer-, pero si llegara a decirlas, podrías beber leche blanca y tibia tres veces al día por los siglos de los siglos.


Entonces el Gato arqueó el lomo y dijo:


-Que la cortina de la entrada de la cueva y el fuego del rincón del fondo y los cántaros de leche que hay junto al fuego recuerden lo que ha dicho mi enemiga y esposa de mi enemigo -y se alejó a través de la salvaje y húmeda espesura meneando su salvaje rabo y andando sin más compañía que su propia y salvaje soledad


Por la noche, cuando el Hombre, el Caballo y el Perro volvieron a casa después de la caza, la Mujer no les contó el trato que había hecho, pensando que tal vez no les parecería bien.


El Gato se fue lejos, muy lejos, y se escondió en la salvaje y húmeda espesura sin más compañía que su salvaje soledad durante largo tiempo, hasta que la Mujer se olvidó de él por completo. Sólo el Murciélago, el pequeño Murciélago Cabezabajo que colgaba del techo de la cueva sabía dónde se había escondido el Gato y todas las noches volaba hasta allí para transmitirle las últimas novedades.


Una noche el Murciélago dijo:


-Hay un Bebé en la cueva. Es una criatura recién nacida, rosada, rolliza y pequeña, y a la Mujer le gusta mucho.


-Ah -dijo el Gato, sin perderse una palabra-, pero ¿Qué le gusta al Bebé?


-Al Bebé le gustan las cosas suaves que hacen cosquillas -respondió el Murciélago-. Le gustan las cosas cálidas a las que puede abrazarse para dormir. Le gusta que jueguen con él. Le gustan todas esas cosas.


-Ah -concluyó el Gato-, entonces ha llegado mi hora.


La noche siguiente, el Gato atravesó la salvaje y húmeda espesura y se ocultó muy cerca de la cueva a la espera de que amaneciera. Al alba, la mujer se afanaba en cocinar y el Bebé no cesaba de llorar ni de interrumpirla; así que lo sacó fuera de la cueva y le dio un puñado de piedrecitas para que jugara con ellas. Pero el Bebé continuó llorando.


Entonces el Gato extendió su almohadillada pata y le dio unas palmaditas en la mejilla, y el Bebé hizo gorgoritos; luego el Gato se frotó contra sus rechonchas rodillas y le hizo cosquillas con el rabo bajo la regordeta barbilla. Y el Bebé rió; al oírlo, la Mujer sonrío.


Entonces el Murciélago, el pequeño Murciélago Cabezabajo que estaba colgado a la entrada de la cueva dijo:


-Oh, anfitriona mía, esposa de mi anfitrión y madre de mi anfitrión, una criatura salvaje de la salvaje espesura está jugando con tu Bebé y lo tiene encantado.


-Loada sea esa criatura salvaje, quienquiera que sea -dijo la Mujer enderezando la espalda-, porque esta mañana he estado muy ocupada y me ha prestado un buen servicio.


En ese mismísimo instante, querido mío, la piel de caballo que estaba colgada con la cola hacia abajo a la entrada de la cueva cayó al suelo… ¡Cómo así!… porque la cortina recordaba el trato, y cuando la Mujer fue a recogerla… ¡hete aquí que el Gato estaba confortablemente sentado dentro de la cueva!


-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, soy yo, porque has dicho una palabra elogiándome y ahora puedo quedarme en la cueva por los siglos de los siglos. Mas sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.


Muy enfadada, la Mujer apretó los labios, cogió su rueca y comenzó a hilar.


Pero el Bebé rompió a llorar en cuanto el Gato se marchó; la Mujer no logró apaciguarlo y él no cesó de revolverse ni de patalear hasta que se le amorató el semblante.


-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, coge una hebra del hilo que estás hilando y átala al huso, luego arrastra éste por el suelo y te enseñaré un truco que hará que tu Bebé ría tan fuerte como ahora está llorando.


-Voy a hacer lo que me aconsejas -comentó la Mujer-, porque estoy a punto de volverme loca, pero no pienso darte las gracias.


Ató la hebra al pequeño y panzudo huso y empezó a arrastrarlo por el suelo. El Gato se lanzó en su persecución, lo empujó con las patas, dio una voltereta y lo tiró hacia atrás por encima de su hombro; luego lo arrinconó entre sus patas traseras, fingió que se le escapaba y volvió a abalanzarse sobre él. Viéndole hacer estas cosas, el Bebé terminó por reír tan fuerte como antes llorara, gateó en pos de su amigo y estuvo retozando por toda la cueva hasta que, ya fatigado, se acomodó para descabezar un sueño con el Gato en brazos.


-Ahora -dijo el Gato- le voy a cantar A Bebé una canción que lo mantendrá dormido durante una hora.


Y comenzó a ronronear subiendo y bajando el tono hasta que el Bebé se quedó profundamente dormido. contemplándolos, la Mujer sonrió y dijo:


-Has hecho una labor estupenda. No cabe duda de que eres muy listo, oh, Gato.


En ese preciso instante, querido mío, el humo de la fogata que estaba encendida al fondo de la cueva descendió desde el techo cubriéndolo todo de negros nubarrones, porque el humo recordaba el trato, y cuando se disipó, hete aquí que el Gato estaba cómodamente sentado junto al fuego.


-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, aquí me tienes, porque me has elogiado por segunda vez y ahora podré sentarme junto al cálido fuego del fondo de la cueva por los siglos de los siglos. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.


Entonces la Mujer se enfadó mucho, muchísimo, se soltó el pelo, echó más leña al fuego, sacó la ancha paletilla de cordero y comenzó a hacer un conjuro que le impediría elogiar al Gato por tercera vez. No fue un Conjuro Cantado, querido mío, sino un Conjuro Silencioso; y, poco a poco, en la cueva se hizo un silencio tan profundo que un Ratoncito diminuto salió sigilosamente de un rincón y echó a correr por el suelo.


-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, ¿forma parte de tu conjuro ese Ratoncito?


-No -repuso la Mujer, y, tirando la paletilla al suelo, se encaramó a un escabel que había frente al fuego y se apresuró a recoger su melena en una trenza por miedo a que el Ratoncito trepara por ella.


-¡Ah! -exclamó el Gato, muy atento-, entonces ¿el Ratón no me sentará mal si me lo zampo?


-No -contestó la Mujer, trenzándose el pelo-; zámpatelo ahora mismo y te quedaré eternamente agradecida.


El Gato dio un salto y cayó sobre el Ratón.


-Un millón de gracias, oh, Gato -dijo la Mujer-. Ni siquiera Primer Amigo es lo bastante rápido para atrapar Ratoncitos como tú lo has hecho. Debes de ser muy inteligente.


En ese preciso instante, querido mío, el cántaro de leche que estaba junto al fuego se partió en dos pedazos… ¿Cómo así?… porque recordaba el trato, y cuando la Mujer bajó del escabel… ¡hete aquí que el Gato estaba bebiendo a lametazos la leche blanca y tibia que quedaba en uno de los pedazos rotos!


-Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo -dijo el Gato-, aquí me tienes, porque me has elogiado por tercera vez y ahora podré beber leche blanca y tibia tres veces al día por los siglos de los siglos. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.


Entonces la Mujer rompió a reír, puso delante del Gato un cuenco de leche blanca y tibia y comentó:


-Oh, Gato, eres tan inteligente como un Hombre, pero recuerda que ni el Hombre ni el Perro han participado en el trato y no sé qué harán cuando regresen a casa.


-¿Y a mi qué más me da? -exclamó el Gato-. Mientras tenga un lugar reservado junto al fuego y leche para beber tres veces al día me da igual lo que puedan hacer el Hombre o el Perro.


Aquella noche, cuando el Hombre y el Perro entraron en la cueva, la Mujer les contó de cabo a rabo la historia del acuerdo, y el Hombre dijo:


-Está bien, pero el Gato no ha llegado a ningún acuerdo conmigo ni con los Hombres cabales que me sucederán.


Se quitó las dos botas de cuero, cogió su pequeña hacha de piedra (y ya suman tres) y fue a buscar un trozo de madera y su cuchillo de hueso (y ya suman cinco), y colocando en fila todos los objetos, prosiguió:


-Ahora vamos a hacer un trato. Si cuando estás en la cueva no atrapas Ratones por los siglos de los siglos, arrojaré contra ti estos cinco objetos siempre que te vea y todos los Hombres cabales que me sucedan harán lo mismo.


-Ah -dijo la Mujer, muy atenta-. Este Gato es muy listo, pero no tan listo como mi Hombre.


El Gato contó los cinco objetos (todos parecían muy contundentes) y dijo:


-Atraparé Ratones cuando esté en la cueva por los siglos de los siglos, pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.


-No será así mientras yo esté cerca -concluyó el Hombre-. Si no hubieras dicho eso, habría guardado estas cosas (por los siglos de los siglos), pero ahora voy arrojar contra ti mis dos botas y mi pequeña hacha de piedra (y ya suman tres) siempre que tropiece contigo, y lo mismo harán todos los Hombres cabales que me sucedan.


-Espera un momento -terció el Perro-, yo todavía no he llegado a un acuerdo con él -se sentó en el suelo, lanzando terribles gruñidos y enseñando los dientes, y prosiguió-: Si no te portas bien con el Bebé por los siglos de los siglos mientras yo esté en la cueva, te perseguiré hasta atraparte, y cuando te coja te morderé, y lo mismo harán todos los Perros cabales que me sucedan.


-¡Ah! -exclamó la Mujer; que estaba escuchando-. Este Gato es muy listo, pero no es tan listo como el Perro.


El Gato contó los dientes del Perro (todos parecían muy afilados) y dijo:


-Me portaré bien con el Bebé mientras esté en la cueva por los siglos de los siglos, siempre que no me tire del rabo con demasiada fuerza. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.


-No será así mientras yo esté cerca -dijo el Perro-. Si no hubieras dicho eso, habría cerrado la boca por los siglos de los siglos, pero ahora pienso perseguirte y hacerte trepar a los árboles siempre que te vea, y lo mismo harán los Perros cabales que me sucedan.

 

A continuación, el Hombre arrojó contra el Gato sus dos botas y su pequeña hacha de piedra (que suman tres), y el Gato salió corriendo de la cueva perseguido por el Perro, que lo obligó a trepar a un árbol; y desde entonces, querido mío, tres de cada cinco Hombres cabales siempre han arrojado objetos contra el Gato cuando se topaban con él y todos los Perros cabales lo han perseguido, obligándolo a trepar a los árboles. Pero el Gato también ha cumplido su parte del trato. Ha matado Ratones y se ha portado bien con los Bebés mientras estaba en casa, siempre que no le tirasen del rabo con demasiada fuerza. Pero una vez cumplidas sus obligaciones y en sus ratos libres, es el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá, y si miras por la ventana de noche lo verás meneando su salvaje rabo y andando sin más compañía que su salvaje soledad… como siempre lo ha hecho.