Amadeo Peralta se crió en la pandilla de su padre y llegó a
ser un matón, como todos
los hombres de su familia. Su padre opinaba que los estudios
son para maricones, no
se requieren libros para triunfar en la vida, sino cojones y
astucia, decía, por eso formó
a sus hijos en la rudeza. Con el tiempo, sin embargo,
comprendió que el mundo estaba
cambiando muy rápido y que sus negocios necesitaban
consolidarse sobre bases más
estables. La época del pillaje desenfadado había sido
reemplazada por la corrupción y
el despojo solapado, era hora de administrar la riqueza con
criterio moderno y mejorar
su imagen. Reunió a sus hijos y les impuso la tarea de hacer
amistad con personas
influyentes y aprender asuntos legales, para que siguieran
prosperando sin peligro de
que les fallara la impunidad. También les encomendó buscar
novias entre los apellidos
más antiguos de la región, a ver si lograban lavar el nombre
de los Peralta de tanta
salpicadura de barro y de sangre. Para entonces Amadeo había
cumplido treinta y dos
años y tenía muy arraigado el hábito de seducir muchachas
para luego abandonarlas,
de modo que la idea del matrimonio no le gustó nada, pero no
se atrevió a
desobedecer a su padre. Comenzó a cortejar a la hija de un
hacendado cuya familia
había vivido en el mismo lugar por seis generaciones. A
pesar de la turbia fama del
pretendiente, ella lo aceptó, porque era muy poco agraciada
y temía quedarse soltera.
Ambos iniciaron entonces uno de esos aburridos noviazgos de provincia.
Incómodo en
su traje de lino blanco y sus botines lustrados, Amadeo la
visitaba todos los días bajo
la mirada atenta de la futura suegra o de alguna tía, y
mientras la señorita servía café
y pasteles de guayaba, él atisbaba el reloj calculando el
momento oportuno de
despedirse.
Pocas semanas antes de la boda, Amadeo Peralta tuvo que
hacer un viaje de negocios
por la provincia. Así llegó a Agua Santa, uno de esos
lugares donde nadie se queda y
cuyo nombre los viajeros rara vez recuerdan. Pasaba por una
calle angosta, a la hora
de la siesta, maldiciendo el calor y ese olor dulzón de
mermelada de mangos que
agobiaban el aire, cuando escuchó un sonido cristalino como
de agua deslizándose
entre piedras, que provenía de una casa modesta, con la
pintura descascarada por el
sol y la lluvia, como casi todas por allí. A través de la
reja divisó un zaguán de
baldosas oscuras y paredes encaladas, al fondo un patio y
más allá la visión
sorprendente de una muchacha sentada en el suelo con las
piernas cruzadas,
sosteniendo sobre las rodillas un salterio de madera rubia.
Se quedó un rato
observándola.
-Ven, niña -la llamó, por último. Ella levantó la cara y a
pesar de la distancia él
distinguió los ojos asombrados y la sonrisa incierta en un
rostro todavía infantil-. Ven
conmigo -mandó, imploró Amadeo con la voz seca.
Ella vaciló. Las últimas notas quedaron suspendidas en el
aire del patio como una
pregunta. Peralta la llamó de nuevo, ella se puso de pie y
se acercó, él metió el brazo
entre los barrotes de la reja, corrió el, pestillo, abrió la
puerta y la cogió de la mano,
mientras le recitaba todo su repertorio de galán, jurándole
que la había visto en
sueños, que la había buscado toda su vida, que no podía
dejarla ir y que era la mujer
destinada para él, todo lo cual podía haber omitido, porque
la muchacha era simple de
espíritu y no comprendió el sentido de sus palabras, aunque
tal vez la sedujo el tono
de la voz. Hortensia había cumplido recién quince años y su
cuerpo estaba listo para el
primer abrazo, aunque ella no lo sabía ni podía darle un
nombre a esas inquietudes y
temblores. Para él fue tan fácil llevarla hasta su coche y
conducirla a un descampado,
que una hora después ya la había olvidado por completo.
Tampoco pudo recordarla
cuando una semana más tarde ella apareció de súbito en su
casa, a ciento cuarenta
kilómetros de distancia, vestida con un delantal de algodón
amarillo y alpargatas de
lona, con su salterio bajo el brazo, encendida por la fiebre
del amor.
Cuarenta y siete años más tarde, cuando Hortensia fue
rescatada del foso donde había
permanecido sepultada y los periodistas viajaron de todas
partes del país para
fotografiarla, ni ella misma sabía ya su nombre ni cómo
llegó hasta allí.
-¿Por qué la tuvo encerrada como una bestia miserable?
-acosaron los reporteros a
Amadeo Peralta.
-Porque se me dio la gana -replicó él calmadamente. Para
entonces ya tenía ochenta
años y estaba tan lúcido como siempre, pero no comprendía
aquel alboroto tardío por
algo ocurrido tanto tiempo atrás.
No estaba dispuesto a dar explicaciones. Era hombre de
palabra autoritaria, patriarca y
bisabuelo, nadie se atrevía a mirarlo a los ojos y hasta los
curas lo saludaban con la
cabeza inclinada. En su larga vida acrecentó la fortuna
heredada de su padre, se
adueñó de todas las tierras desde las ruinas del fuerte
español hasta los límites del
Estado y después se lanzó a una carrera política que lo
convirtió en el cacique más
poderoso de la zona. Se casó con la hija fea del hacendado,
con ella tuvo nueve
descendientes legítimos y con otras mujeres engendró un
número impreciso de
bastardos, sin guardar recuerdos de ninguna porque tenía el
corazón definitivamente
mutilado para el amor. A la única que no pudo descartar del
todo fue a Hortensia,
porque se le quedó pegada en la conciencia como una
persistente pesadilla. Después
del breve encuentro con ella entre las yerbas de un terreno
baldío, regresó a su casa,
su trabajo y su desabrida novia de familia honorable. Fue
Hortensia quien lo buscó
hasta encontrarlo, fue ella quien se le atravesó por delante
y se aferró a su camisa con
una aterradora sumisión de esclava. Vaya lío, pensó él
entonces, yo a punto de
casarme con pompa y fanfarria y esta niña desquiciada se me
cruza en el camino.
Quiso deshacerse de ella, pero al verla con su vestido
amarillo y sus ojos suplicantes le
pareció un desperdicio no aprovechar la oportunidad y
decidió esconderla mientras se
le ocurría alguna solución.
Y así, casi por descuido, Hortensia fue a parar al sótano
del antiguo ingenio de azúcar
de los Peralta, donde permaneció enterrada durante toda su
vida. Era un recinto
amplio, húmedo, oscuro, asfixiante en verano y frío en
algunas noches de la
temporada seca, amoblado con unos cuantos trastos y un
jergón. Amadeo Peralta no
se dio tiempo para acomodarla mejor, a pesar de que algunas
veces acarició la
fantasía de convertir a la muchacha en una concubina de
cuentos orientales, envuelta
en tules leves y rodeada de plumas de pavo real, cenefas de
brocado, lámparas de
vidrios pintados, muebles dorados de patas torcidas y
alfombras peludas donde él
pudiera caminar descalzo. Tal vez lo habría hecho si ella le
hubiera recordado sus
promesas, pero Hortensia era como un pájaro nocturno, uno de
esos guácharos ciegos
que habitan al fondo de las cuevas, sólo necesitaba un poco
de alimento y agua. El
vestido amarillo se le pudrió en el cuerpo y acabó desnuda.
-Él me quiere, siempre me ha querido -declaró, cuando la
rescataron los vecinos. En
tantos años de encierro había perdido el uso de las palabras
y la voz le salía a
sacudones, como un ronquido de moribundo.
Las primeras semanas Amadeo pasó mucho tiempo en el sótano
con ella, saciando un
apetito que creyó inagotable. Temiendo que la descubrieran y
celoso hasta de sus
propios ojos, no quiso exponerla a la luz natural y sólo
dejó entrar un rayo tenue a
través de la claraboya de ventilación. En la oscuridad
retozaron en el mayor desorden
de los sentidos, con la piel ardiente y el corazón
convertido en un cangrejo
hambriento. Allí los olores y sabores adquirían una cualidad
extrema. Al tocarse en las
tinieblas lograban penetrar en la esencia del otro y
sumergirse en las intenciones más
secretas. En ese lugar sus voces resonaban con un eco
repetido, las paredes les
devolvían ampliados los murmullos y los besos. El sótano se
convirtió en un frasco
sellado donde se revolcaron como gemelos traviesos navegando
en aguas amnióticas,
dos criaturas turgentes y aturdidas. Por un tiempo se
extraviaron en una intimidad
absoluta que confundieron con el amor.
Cuando Hortensia se dormía, su amante salía a buscar algo de
comer y antes de que
ella despertara regresaba con renovados bríos a abrazarla de
nuevo. Así debieron
amarse hasta morir derrotados por el deseo, debieron
devorarse el uno al otro o arder
como una antorcha doble; pero nada de eso ocurrió. En
cambio, sucedió lo más
previsible y cotidiano, lo menos grandioso. Antes de un mes
Amadeo Peralta se cansó
de los juegos, que ya empezaban a repetirse, sintió la
humedad royéndole las
articulaciones y comenzó a pensar en todo lo que había al otro
lado de aquel antro. Era
hora de volver al mundo de los vivos y recuperar las riendas
de su destino.
-Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico. Te
traeré regalos, vestidos y
joyas de reina -le dijo al despedirse.
-Quiero hijos -dijo Hortensia. -Hijos no, pero tendrás
muñecas. En los meses
siguientes Peralta se olvidó de los vestidos, las joyas y
las muñecas. Visitaba a
Hortensia cada vez que se acordaba, no siempre para hace el
amor, a veces sólo para
oírla tocar alguna melodía antigua en el salterio, le
gustaba verla inclinada sobre el
instrumento pulsando las cuerdas. En ocasiones llevaba tanta
prisa que no alcanzaba a
cruzar ni una palabra con ella, le llenaba los cántaros de
agua, le dejaba una bolsa de
provisiones y partía. Cuando se olvidó de hacerlo por nueve
días y la encontró
moribunda, comprendió la necesidad de conseguir alguien que
lo ayudara a cuidar a su
prisionera, porque su familia, sus viajes, sus negocios y
sus compromisos sociales lo
mantenían muy ocupado. Una india hermética le sirvió para
ese fin. Ella guardaba la
llave del candado y entraba regularmente a limpiar el
calabozo y raspar los líquenes
que le crecían a Hortensia en el cuerpo como una flora
delicada y pálida, casi invisible
al ojo desnudo, olorosa a tierra removida y a cosa
abandonada.
-¿No tuvo lástima de esa pobre mujer? -le preguntaron a la
india cuando también a
ella se la llevaron detenida, acusada de complicidad en el
secuestro, pero ella no
contestó y se limitó a mirar de frente con ojos impávidos y
lanzar un escupitajo negro
de tabaco.
No, no tuvo lástima porque creyó que la otra tenía vocación
de esclava y por lo mismo
era feliz siéndolo, o que era idiota de nacimiento y, como
tantos en su condición,
mejor estaba encerrada que expuesta a las burlas y peligros
de la calle. Hortensia no
contribuyó a cambiar la opinión que su carcelera tenía de
ella, jamás manifestó alguna
curiosidad por el mundo, no intentó salir a respirar aire
limpio ni se quejó de nada.
Tampoco parecía aburrida, su mente estaba detenida en algún
momento de la infancia
y la soledad terminó por perturbarla del todo. En realidad
se fue convirtiendo en una
criatura subterránea. En esa tumba se agudizaron sus
sentidos y aprendió a ver lo
invisible, la rodearon alucinantes espíritus que la conducían
de la mano por otros
universos. Mientras su cuerpo permanecía encogido en un
rincón, ella viajaba por el
espacio sideral como una partícula mensajera, viviendo en un
territorio oscuro, más
allá de la razón. Si hubiera tenido un espejo para mirarse
se habría aterrado de su
propio aspecto, pero como no podía verse no percibió su
deterioro, no supo de las
escamas que le brotaron en la piel, de los gusanos de seda
que anidaron en su largo
cabello convertido en estopa, de las nubes plomizas que le
cubrieron los ojos ya
muertos de tanto atisbar en la penumbra. No sintió cómo le
crecían las orejas para
captar los sonidos externos, aun los más tenues y lejanos,
como la risa de los niños en
el recreo de la escuela, la campanilla del vendedor de
helados, los pájaros en vuelo, el
murmullo del río. Tampoco se dio cuenta de que sus piernas
antes graciosas y firmes,
se torcieron para acomodarse a la necesidad de estar quieta
y de arrastrarse, ni que
las uñas de los pies le crecieron como pezuñas de bestia,
los huesos se le
transformaron en tubos de vidrio, el vientre se le hundió y
le salió una joroba. Sólo las
manos mantuvieron su forma y tamaño, ocupadas siempre en el
ejercicio del salterio,
aunque ya sus dedos no recordaban las melodías aprendidas y
en cambio le
arrancaban al instrumento el llanto que no le salía del
pecho. De lejos Hortensia
parecía un triste mono de feria y de cerca inspiraba una
lástima infinita. Ella no tenía
conciencia alguna de esas malignas transformaciones, en su
memoria guardaba intacta
la imagen de sí misma, seguía siendo la misma muchacha que
vio reflejada por última
vez en el cristal de la ventana del automóvil de Amadeo
Peralta, el día que la condujo
a su guarida. Se creía tan bonita como siempre y continuó
actuando como si lo fuera,
de este modo el recuerdo de su belleza quedó agazapado en su
interior y cualquiera
que se le aproximara lo suficiente podía vislumbrarla bajo
su aspecto externo de enano
prehistórico.
Entretanto Amadeo Peralta, rico y temido, extendía por toda
la región la red de su
poder. Los domingos se sentaba a la cabecera de una larga
mesa, con sus hijos y
nietos varones, sus secuaces y cómplices, y con algunos
invitados especiales, políticos
y jefes militares a quienes trataba con una cordialidad
ruidosa, no exenta de la
altanería necesaria para que recordaran quién era el amo. A
sus espaldas se
rumoreaba de sus víctimas, de cuántos dejó en la ruina o
hizo desaparecer, de los
sobornos a las autoridades, de que la mitad de su fortuna
provenía del contrabando;
pero nadie estaba dispuesto a buscar pruebas. Decían también
que Peralta mantenía a
una mujer prisionera en un sótano. Esta parte de su leyenda
negra se repetía con
mayor certeza que la de sus negocios ¡legítimos, en verdad
muchos lo sabían y con el
tiempo se convirtió en un secreto a voces.
Una tarde de mucho calor, tres niños se escaparon de la
escuela para bañarse en el
río. Pasaron un par de horas chapoteando en el lodo de la
orilla y luego se fueron a
vagar cerca del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta,
cerrado desde hacía dos
generaciones, cuando la caña dejó de ser rentable. El lugar
tenía fama de hechizado,
decían que se escuchaban ruidos de demonios y muchos habían
visto por allí a una
bruja desgreñada invocando a las ánimas de los esclavos
muertos. Exaltados por la
aventura, los muchachos se metieron en la propiedad y se
acercaron al edificio de la
fábrica. Pronto se atrevieron a entrar en las ruinas,
recorrieron los amplios cuartos de
anchas paredes de adobe y vigas roídas por el comején,
sortearon la maleza crecida
del suelo, los cerros de basura y mierda de perro, las tejas
podridas y los nidos de
culebras. Dándose valor a fuerza de bromas, empujándose,
llegaron hasta la sala de
molienda, una habitación enorme abierta al cielo, con restos
de máquinas
despedazadas, donde la lluvia y el sol habían creado un
jardín imposible y donde
creyeron percibir un rastro penetrante de azúcar y sudor.
Cuando empezaba a
quitárseles el susto, oyeron con toda claridad un canto
monstruoso. Temblando,
trataron de retroceder, pero la atracción del horror pudo
más que el miedo y se
quedaron agazapados escuchando hasta que la última nota se
les clavó en la frente.
Poco a poco lograron vencer la inmovilidad, se sacudieron el
espanto y empezaron a
buscar el origen de esos extraños sonidos, tan diferentes a
cualquier música conocida,
y así dieron con una pequeña trampa a ras del suelo, cerrada
con un candado que no
pudieron abrir. Sacudieron la plancha de madera que cerraba
la entrada y un
indescriptible olor a fiera enjaulada les golpeó la cara.
Llamaron, pero nadie respondió,
sólo oyeron al otro lado un sordo jadeo. Entonces partieron
corriendo a avisar a gritos
que habían descubierto la puerta del infierno.
El barullo de los niños no pudo ser acallado y así los
vecinos comprobaron finalmente
lo que sospechaban desde hacía décadas. Primero llegaron las
madres detrás de sus
hijos a atisbar por las ranuras de la trampa, y ellas
también escucharon las notas
terribles del salterio, muy diferentes a la melodía banal
que atrajo a Amadeo Peralta al
detenerse en una callejuela de Agua Santa para secarse el
sudor de la frente. Detrás
de ellas acudió un tropel de curiosos y por último, cuando
ya se había juntado una
muchedumbre, aparecieron los policías y los bomberos, que
hicieron saltar la puerta a
hachazos y se metieron al hoyo con sus lámparas y sus
bártulos de incendio. En la
cueva encontraron a una criatura desnuda, con la piel
fláccida colgando en pálidos
plieges, que arrastraba unos mechones grises por el suelo y
gemía aterrorizada por el
ruido y la luz. Era Hortensia, brillando con fosforescencia
de madreperla bajo las
linternas implacables de los bomberos, casi ciega, con los
dientes gastados y las
piernas tan débiles que casi no podía tenerse de pie. La
única señal de su origen
humano, era un viejo salterio apretado contra su regazo.
La noticia produjo indignación en todo el país. En las
pantallas de televisión y en los
periódicos apareció la mujer rescatada del agujero donde
pasó la vida, mal cubierta
por una manta que alguien le puso sobre los hombros. La
indiferencia que durante casi
medio siglo rodeó a la prisionera, se convirtió en pocas
horas en pasión por vengarla y
socorrerla. Los vecinos improvisaron piquetes para linchar a
Amadeo Peralta, atacaron
su casa, lo sacaron a rastras y si la Guardia no llega a
tiempo para quitárselo de las
manos, lo habrían despedazado en la plaza. Para callar la
culpa de haberla ignorado
durante tanto tiempo, todo el mundo quiso ocuparse de
Hortensia.
Se reunió dinero Para darle una pensión, se juntaron toneladas
de ropa y
medicamentos que ella no necesitaba y varias organizaciones
de beneficencia se dieron
a la tarea de rasparle la mugre, cortarle el cabello y
vestirla de pies a cabeza, hasta
convertirla en una anciana común. Las monjas le prestaron
una cama en el asilo de
indigentes y durante meses la tuvieron amarrada para que no
se escapara de vuelta al
sótano, hasta que por fin se acostumbró a la luz del día y
se resignó a vivir con otros
seres humanos.
Aprovechando el furor público atizado por la prensa, los
numerosos enemigos de
Amadeo Peralta reunieron por fin el valor para lanzarse en
picada en su contra. Las
autoridades, que durante años ampararon sus abusos, le
cayeron encima con el
garrote de la ley. La noticia ocupó la atención de todos
durante el tiempo suficiente
para conducir al viejo caudillo a la cárcel y luego se fue
esfumando hasta desaparecer
del todo. Rechazado por sus familiares y amigos, convertido
en símbolo de todo lo
abominable y abyecto, hostilizado por los guardianes y por
sus compañeros de
infortunio, estuvo en prisión hasta que lo alcanzó la
muerte. Permanecía en su celda,
sin salir nunca al patio con los otros reclusos. Desde allí
podía oír’ los ruidos de la calle.
Cada día, a las diez de la mañana, Hortensia caminaba con su
vacilante paso de loca
hasta el penal y le entregaba al vigilante de la puerta una
marmita caliente para el
preso.
-Él casi nunca me dejó con hambre -le decía al portero en
tono de excusa. Después se
sentaba en la calle a tocar el salterio, arrancándole unos
gemidos de agonía imposibles
de soportar. En la esperanza de distraerla y hacerla callar,
algunos pasantes le daban
una moneda.
Encogido al otro lado de los muros, Amadeo Peralta escuchaba
ese sonido que parecía
provenir del fondo de la tierra y que le atravesaba los
nervios. Ese reproche cotidiano
debía significar algo, pero no podía recordar. A veces
sentía unos ramalazos de culpa,
pero enseguida le fallaba la memoria y las imágenes del
pasado desaparecían en una
niebla densa. No sabía por qué estaba en esa tumba y poco a
poco olvidó también el
mundo de la luz, abandonándose a la desdicha.
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