Quinquela Martín

viernes, 5 de febrero de 2021

“Sí me tocaras el corazón” de Isabel Allende

 

Amadeo Peralta se crió en la pandilla de su padre y llegó a ser un matón, como todos

los hombres de su familia. Su padre opinaba que los estudios son para maricones, no

se requieren libros para triunfar en la vida, sino cojones y astucia, decía, por eso formó

a sus hijos en la rudeza. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que el mundo estaba

cambiando muy rápido y que sus negocios necesitaban consolidarse sobre bases más

estables. La época del pillaje desenfadado había sido reemplazada por la corrupción y

el despojo solapado, era hora de administrar la riqueza con criterio moderno y mejorar

su imagen. Reunió a sus hijos y les impuso la tarea de hacer amistad con personas

influyentes y aprender asuntos legales, para que siguieran prosperando sin peligro de

que les fallara la impunidad. También les encomendó buscar novias entre los apellidos

más antiguos de la región, a ver si lograban lavar el nombre de los Peralta de tanta

salpicadura de barro y de sangre. Para entonces Amadeo había cumplido treinta y dos

años y tenía muy arraigado el hábito de seducir muchachas para luego abandonarlas,

de modo que la idea del matrimonio no le gustó nada, pero no se atrevió a

desobedecer a su padre. Comenzó a cortejar a la hija de un hacendado cuya familia

había vivido en el mismo lugar por seis generaciones. A pesar de la turbia fama del

pretendiente, ella lo aceptó, porque era muy poco agraciada y temía quedarse soltera.

Ambos iniciaron entonces uno de esos aburridos noviazgos de provincia. Incómodo en

su traje de lino blanco y sus botines lustrados, Amadeo la visitaba todos los días bajo

la mirada atenta de la futura suegra o de alguna tía, y mientras la señorita servía café

y pasteles de guayaba, él atisbaba el reloj calculando el momento oportuno de

despedirse.

Pocas semanas antes de la boda, Amadeo Peralta tuvo que hacer un viaje de negocios

por la provincia. Así llegó a Agua Santa, uno de esos lugares donde nadie se queda y

cuyo nombre los viajeros rara vez recuerdan. Pasaba por una calle angosta, a la hora

de la siesta, maldiciendo el calor y ese olor dulzón de mermelada de mangos que

agobiaban el aire, cuando escuchó un sonido cristalino como de agua deslizándose

entre piedras, que provenía de una casa modesta, con la pintura descascarada por el

sol y la lluvia, como casi todas por allí. A través de la reja divisó un zaguán de

baldosas oscuras y paredes encaladas, al fondo un patio y más allá la visión

sorprendente de una muchacha sentada en el suelo con las piernas cruzadas,

sosteniendo sobre las rodillas un salterio de madera rubia. Se quedó un rato

observándola.

-Ven, niña -la llamó, por último. Ella levantó la cara y a pesar de la distancia él

distinguió los ojos asombrados y la sonrisa incierta en un rostro todavía infantil-. Ven

conmigo -mandó, imploró Amadeo con la voz seca.

Ella vaciló. Las últimas notas quedaron suspendidas en el aire del patio como una

pregunta. Peralta la llamó de nuevo, ella se puso de pie y se acercó, él metió el brazo

entre los barrotes de la reja, corrió el, pestillo, abrió la puerta y la cogió de la mano,

mientras le recitaba todo su repertorio de galán, jurándole que la había visto en

sueños, que la había buscado toda su vida, que no podía dejarla ir y que era la mujer

destinada para él, todo lo cual podía haber omitido, porque la muchacha era simple de

espíritu y no comprendió el sentido de sus palabras, aunque tal vez la sedujo el tono

de la voz. Hortensia había cumplido recién quince años y su cuerpo estaba listo para el

primer abrazo, aunque ella no lo sabía ni podía darle un nombre a esas inquietudes y

temblores. Para él fue tan fácil llevarla hasta su coche y conducirla a un descampado,

que una hora después ya la había olvidado por completo. Tampoco pudo recordarla

cuando una semana más tarde ella apareció de súbito en su casa, a ciento cuarenta

kilómetros de distancia, vestida con un delantal de algodón amarillo y alpargatas de

lona, con su salterio bajo el brazo, encendida por la fiebre del amor.

Cuarenta y siete años más tarde, cuando Hortensia fue rescatada del foso donde había

permanecido sepultada y los periodistas viajaron de todas partes del país para

fotografiarla, ni ella misma sabía ya su nombre ni cómo llegó hasta allí.

-¿Por qué la tuvo encerrada como una bestia miserable? -acosaron los reporteros a

Amadeo Peralta.

-Porque se me dio la gana -replicó él calmadamente. Para entonces ya tenía ochenta

años y estaba tan lúcido como siempre, pero no comprendía aquel alboroto tardío por

algo ocurrido tanto tiempo atrás.

No estaba dispuesto a dar explicaciones. Era hombre de palabra autoritaria, patriarca y

bisabuelo, nadie se atrevía a mirarlo a los ojos y hasta los curas lo saludaban con la

cabeza inclinada. En su larga vida acrecentó la fortuna heredada de su padre, se

adueñó de todas las tierras desde las ruinas del fuerte español hasta los límites del

Estado y después se lanzó a una carrera política que lo convirtió en el cacique más

poderoso de la zona. Se casó con la hija fea del hacendado, con ella tuvo nueve

descendientes legítimos y con otras mujeres engendró un número impreciso de

bastardos, sin guardar recuerdos de ninguna porque tenía el corazón definitivamente

mutilado para el amor. A la única que no pudo descartar del todo fue a Hortensia,

porque se le quedó pegada en la conciencia como una persistente pesadilla. Después

del breve encuentro con ella entre las yerbas de un terreno baldío, regresó a su casa,

su trabajo y su desabrida novia de familia honorable. Fue Hortensia quien lo buscó

hasta encontrarlo, fue ella quien se le atravesó por delante y se aferró a su camisa con

una aterradora sumisión de esclava. Vaya lío, pensó él entonces, yo a punto de

casarme con pompa y fanfarria y esta niña desquiciada se me cruza en el camino.

Quiso deshacerse de ella, pero al verla con su vestido amarillo y sus ojos suplicantes le

pareció un desperdicio no aprovechar la oportunidad y decidió esconderla mientras se

le ocurría alguna solución.

Y así, casi por descuido, Hortensia fue a parar al sótano del antiguo ingenio de azúcar

de los Peralta, donde permaneció enterrada durante toda su vida. Era un recinto

amplio, húmedo, oscuro, asfixiante en verano y frío en algunas noches de la

temporada seca, amoblado con unos cuantos trastos y un jergón. Amadeo Peralta no

se dio tiempo para acomodarla mejor, a pesar de que algunas veces acarició la

fantasía de convertir a la muchacha en una concubina de cuentos orientales, envuelta

en tules leves y rodeada de plumas de pavo real, cenefas de brocado, lámparas de

vidrios pintados, muebles dorados de patas torcidas y alfombras peludas donde él

pudiera caminar descalzo. Tal vez lo habría hecho si ella le hubiera recordado sus

promesas, pero Hortensia era como un pájaro nocturno, uno de esos guácharos ciegos

que habitan al fondo de las cuevas, sólo necesitaba un poco de alimento y agua. El

vestido amarillo se le pudrió en el cuerpo y acabó desnuda.

-Él me quiere, siempre me ha querido -declaró, cuando la rescataron los vecinos. En

tantos años de encierro había perdido el uso de las palabras y la voz le salía a

sacudones, como un ronquido de moribundo.

Las primeras semanas Amadeo pasó mucho tiempo en el sótano con ella, saciando un

apetito que creyó inagotable. Temiendo que la descubrieran y celoso hasta de sus

propios ojos, no quiso exponerla a la luz natural y sólo dejó entrar un rayo tenue a

través de la claraboya de ventilación. En la oscuridad retozaron en el mayor desorden

de los sentidos, con la piel ardiente y el corazón convertido en un cangrejo

hambriento. Allí los olores y sabores adquirían una cualidad extrema. Al tocarse en las

tinieblas lograban penetrar en la esencia del otro y sumergirse en las intenciones más

secretas. En ese lugar sus voces resonaban con un eco repetido, las paredes les

devolvían ampliados los murmullos y los besos. El sótano se convirtió en un frasco

sellado donde se revolcaron como gemelos traviesos navegando en aguas amnióticas,

dos criaturas turgentes y aturdidas. Por un tiempo se extraviaron en una intimidad

absoluta que confundieron con el amor.

Cuando Hortensia se dormía, su amante salía a buscar algo de comer y antes de que

ella despertara regresaba con renovados bríos a abrazarla de nuevo. Así debieron

amarse hasta morir derrotados por el deseo, debieron devorarse el uno al otro o arder

como una antorcha doble; pero nada de eso ocurrió. En cambio, sucedió lo más

previsible y cotidiano, lo menos grandioso. Antes de un mes Amadeo Peralta se cansó

de los juegos, que ya empezaban a repetirse, sintió la humedad royéndole las

articulaciones y comenzó a pensar en todo lo que había al otro lado de aquel antro. Era

hora de volver al mundo de los vivos y recuperar las riendas de su destino.

-Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico. Te traeré regalos, vestidos y

joyas de reina -le dijo al despedirse.

-Quiero hijos -dijo Hortensia. -Hijos no, pero tendrás muñecas. En los meses

siguientes Peralta se olvidó de los vestidos, las joyas y las muñecas. Visitaba a

Hortensia cada vez que se acordaba, no siempre para hace el amor, a veces sólo para

oírla tocar alguna melodía antigua en el salterio, le gustaba verla inclinada sobre el

instrumento pulsando las cuerdas. En ocasiones llevaba tanta prisa que no alcanzaba a

cruzar ni una palabra con ella, le llenaba los cántaros de agua, le dejaba una bolsa de

provisiones y partía. Cuando se olvidó de hacerlo por nueve días y la encontró

moribunda, comprendió la necesidad de conseguir alguien que lo ayudara a cuidar a su

prisionera, porque su familia, sus viajes, sus negocios y sus compromisos sociales lo

mantenían muy ocupado. Una india hermética le sirvió para ese fin. Ella guardaba la

llave del candado y entraba regularmente a limpiar el calabozo y raspar los líquenes

que le crecían a Hortensia en el cuerpo como una flora delicada y pálida, casi invisible

al ojo desnudo, olorosa a tierra removida y a cosa abandonada.

-¿No tuvo lástima de esa pobre mujer? -le preguntaron a la india cuando también a

ella se la llevaron detenida, acusada de complicidad en el secuestro, pero ella no

contestó y se limitó a mirar de frente con ojos impávidos y lanzar un escupitajo negro

de tabaco.

No, no tuvo lástima porque creyó que la otra tenía vocación de esclava y por lo mismo

era feliz siéndolo, o que era idiota de nacimiento y, como tantos en su condición,

mejor estaba encerrada que expuesta a las burlas y peligros de la calle. Hortensia no

contribuyó a cambiar la opinión que su carcelera tenía de ella, jamás manifestó alguna

curiosidad por el mundo, no intentó salir a respirar aire limpio ni se quejó de nada.

Tampoco parecía aburrida, su mente estaba detenida en algún momento de la infancia

y la soledad terminó por perturbarla del todo. En realidad se fue convirtiendo en una

criatura subterránea. En esa tumba se agudizaron sus sentidos y aprendió a ver lo

invisible, la rodearon alucinantes espíritus que la conducían de la mano por otros

universos. Mientras su cuerpo permanecía encogido en un rincón, ella viajaba por el

espacio sideral como una partícula mensajera, viviendo en un territorio oscuro, más

allá de la razón. Si hubiera tenido un espejo para mirarse se habría aterrado de su

propio aspecto, pero como no podía verse no percibió su deterioro, no supo de las

escamas que le brotaron en la piel, de los gusanos de seda que anidaron en su largo

cabello convertido en estopa, de las nubes plomizas que le cubrieron los ojos ya

muertos de tanto atisbar en la penumbra. No sintió cómo le crecían las orejas para

captar los sonidos externos, aun los más tenues y lejanos, como la risa de los niños en

el recreo de la escuela, la campanilla del vendedor de helados, los pájaros en vuelo, el

murmullo del río. Tampoco se dio cuenta de que sus piernas antes graciosas y firmes,

se torcieron para acomodarse a la necesidad de estar quieta y de arrastrarse, ni que

las uñas de los pies le crecieron como pezuñas de bestia, los huesos se le

transformaron en tubos de vidrio, el vientre se le hundió y le salió una joroba. Sólo las

manos mantuvieron su forma y tamaño, ocupadas siempre en el ejercicio del salterio,

aunque ya sus dedos no recordaban las melodías aprendidas y en cambio le

arrancaban al instrumento el llanto que no le salía del pecho. De lejos Hortensia

parecía un triste mono de feria y de cerca inspiraba una lástima infinita. Ella no tenía

conciencia alguna de esas malignas transformaciones, en su memoria guardaba intacta

la imagen de sí misma, seguía siendo la misma muchacha que vio reflejada por última

vez en el cristal de la ventana del automóvil de Amadeo Peralta, el día que la condujo

a su guarida. Se creía tan bonita como siempre y continuó actuando como si lo fuera,

de este modo el recuerdo de su belleza quedó agazapado en su interior y cualquiera

que se le aproximara lo suficiente podía vislumbrarla bajo su aspecto externo de enano

prehistórico.

Entretanto Amadeo Peralta, rico y temido, extendía por toda la región la red de su

poder. Los domingos se sentaba a la cabecera de una larga mesa, con sus hijos y

nietos varones, sus secuaces y cómplices, y con algunos invitados especiales, políticos

y jefes militares a quienes trataba con una cordialidad ruidosa, no exenta de la

altanería necesaria para que recordaran quién era el amo. A sus espaldas se

rumoreaba de sus víctimas, de cuántos dejó en la ruina o hizo desaparecer, de los

sobornos a las autoridades, de que la mitad de su fortuna provenía del contrabando;

pero nadie estaba dispuesto a buscar pruebas. Decían también que Peralta mantenía a

una mujer prisionera en un sótano. Esta parte de su leyenda negra se repetía con

mayor certeza que la de sus negocios ¡legítimos, en verdad muchos lo sabían y con el

tiempo se convirtió en un secreto a voces.

Una tarde de mucho calor, tres niños se escaparon de la escuela para bañarse en el

río. Pasaron un par de horas chapoteando en el lodo de la orilla y luego se fueron a

vagar cerca del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, cerrado desde hacía dos

generaciones, cuando la caña dejó de ser rentable. El lugar tenía fama de hechizado,

decían que se escuchaban ruidos de demonios y muchos habían visto por allí a una

bruja desgreñada invocando a las ánimas de los esclavos muertos. Exaltados por la

aventura, los muchachos se metieron en la propiedad y se acercaron al edificio de la

fábrica. Pronto se atrevieron a entrar en las ruinas, recorrieron los amplios cuartos de

anchas paredes de adobe y vigas roídas por el comején, sortearon la maleza crecida

del suelo, los cerros de basura y mierda de perro, las tejas podridas y los nidos de

culebras. Dándose valor a fuerza de bromas, empujándose, llegaron hasta la sala de

molienda, una habitación enorme abierta al cielo, con restos de máquinas

despedazadas, donde la lluvia y el sol habían creado un jardín imposible y donde

creyeron percibir un rastro penetrante de azúcar y sudor. Cuando empezaba a

quitárseles el susto, oyeron con toda claridad un canto monstruoso. Temblando,

trataron de retroceder, pero la atracción del horror pudo más que el miedo y se

quedaron agazapados escuchando hasta que la última nota se les clavó en la frente.

Poco a poco lograron vencer la inmovilidad, se sacudieron el espanto y empezaron a

buscar el origen de esos extraños sonidos, tan diferentes a cualquier música conocida,

y así dieron con una pequeña trampa a ras del suelo, cerrada con un candado que no

pudieron abrir. Sacudieron la plancha de madera que cerraba la entrada y un

indescriptible olor a fiera enjaulada les golpeó la cara. Llamaron, pero nadie respondió,

sólo oyeron al otro lado un sordo jadeo. Entonces partieron corriendo a avisar a gritos

que habían descubierto la puerta del infierno.

El barullo de los niños no pudo ser acallado y así los vecinos comprobaron finalmente

lo que sospechaban desde hacía décadas. Primero llegaron las madres detrás de sus

hijos a atisbar por las ranuras de la trampa, y ellas también escucharon las notas

terribles del salterio, muy diferentes a la melodía banal que atrajo a Amadeo Peralta al

detenerse en una callejuela de Agua Santa para secarse el sudor de la frente. Detrás

de ellas acudió un tropel de curiosos y por último, cuando ya se había juntado una

muchedumbre, aparecieron los policías y los bomberos, que hicieron saltar la puerta a

hachazos y se metieron al hoyo con sus lámparas y sus bártulos de incendio. En la

cueva encontraron a una criatura desnuda, con la piel fláccida colgando en pálidos

plieges, que arrastraba unos mechones grises por el suelo y gemía aterrorizada por el

ruido y la luz. Era Hortensia, brillando con fosforescencia de madreperla bajo las

linternas implacables de los bomberos, casi ciega, con los dientes gastados y las

piernas tan débiles que casi no podía tenerse de pie. La única señal de su origen

humano, era un viejo salterio apretado contra su regazo.

La noticia produjo indignación en todo el país. En las pantallas de televisión y en los

periódicos apareció la mujer rescatada del agujero donde pasó la vida, mal cubierta

por una manta que alguien le puso sobre los hombros. La indiferencia que durante casi

medio siglo rodeó a la prisionera, se convirtió en pocas horas en pasión por vengarla y

socorrerla. Los vecinos improvisaron piquetes para linchar a Amadeo Peralta, atacaron

su casa, lo sacaron a rastras y si la Guardia no llega a tiempo para quitárselo de las

manos, lo habrían despedazado en la plaza. Para callar la culpa de haberla ignorado

durante tanto tiempo, todo el mundo quiso ocuparse de Hortensia.

Se reunió dinero Para darle una pensión, se juntaron toneladas de ropa y

medicamentos que ella no necesitaba y varias organizaciones de beneficencia se dieron

a la tarea de rasparle la mugre, cortarle el cabello y vestirla de pies a cabeza, hasta

convertirla en una anciana común. Las monjas le prestaron una cama en el asilo de

indigentes y durante meses la tuvieron amarrada para que no se escapara de vuelta al

sótano, hasta que por fin se acostumbró a la luz del día y se resignó a vivir con otros

seres humanos.

Aprovechando el furor público atizado por la prensa, los numerosos enemigos de

Amadeo Peralta reunieron por fin el valor para lanzarse en picada en su contra. Las

autoridades, que durante años ampararon sus abusos, le cayeron encima con el

garrote de la ley. La noticia ocupó la atención de todos durante el tiempo suficiente

para conducir al viejo caudillo a la cárcel y luego se fue esfumando hasta desaparecer

del todo. Rechazado por sus familiares y amigos, convertido en símbolo de todo lo

abominable y abyecto, hostilizado por los guardianes y por sus compañeros de

infortunio, estuvo en prisión hasta que lo alcanzó la muerte. Permanecía en su celda,

sin salir nunca al patio con los otros reclusos. Desde allí podía oír’ los ruidos de la calle.

Cada día, a las diez de la mañana, Hortensia caminaba con su vacilante paso de loca

hasta el penal y le entregaba al vigilante de la puerta una marmita caliente para el

preso.

-Él casi nunca me dejó con hambre -le decía al portero en tono de excusa. Después se

sentaba en la calle a tocar el salterio, arrancándole unos gemidos de agonía imposibles

de soportar. En la esperanza de distraerla y hacerla callar, algunos pasantes le daban

una moneda.

Encogido al otro lado de los muros, Amadeo Peralta escuchaba ese sonido que parecía

provenir del fondo de la tierra y que le atravesaba los nervios. Ese reproche cotidiano

debía significar algo, pero no podía recordar. A veces sentía unos ramalazos de culpa,

pero enseguida le fallaba la memoria y las imágenes del pasado desaparecían en una

niebla densa. No sabía por qué estaba en esa tumba y poco a poco olvidó también el

mundo de la luz, abandonándose a la desdicha.

 

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