Decía mi padre que este país no tiene remedio, que se va a terminar y que de tanto en
tanto hay que salir a mirarlo por última vez. Quizá fue por eso que se decidió a pagar a
medias el combustible y subir al Buick 37 de un cazador de morosos en fuga. Yo tendría ocho
o nueve años y lo vi alejarse con una mochila en la que mi madre había puesto un poco de
ropa y mucha comida seca.
Después me contó que al rato de salir ya estaba en desacuerdo con el cazador. Mi
padre, que era un deudor impenitente, sostenía que la venta a plazos era como el juego de
cartas: al final, uno de los dos, comprador o vendedor, pierde. El tipo del Buick, en cambio,
era un moralista de pistola al cinto que decía haber atrapado a más de doscientos renegados
en un año. Se llevaba el cincuenta por ciento de lo que les encontraba en el bolsillo y si podía
sacarles más no se andaba con chiquitas. En aquel tiempo todavía se usaba sombrero y el tipo
llevaba docenas en el baúl del coche: de fieltro, de cuero, de paja, de lona, tenía todos los
modelos y los vendía como suyos en los pueblos por los que pasaba. Igual con relojes,
rosarios, cadenas y medallitas de la suerte. Llevaba un cajón tan lleno que parecía el tesoro de
la Sierra Madre.
Me contaba mi padre que estacionaban el coche y dormían en cualquier parte. Era
uno de los últimos veranos del primer peronismo. No existían las tarjetas de crédito ni el
dinero electrónico: los morosos firmaban una pila de pagarés y huían con el par de zapatos
flamante, el tocadiscos o los veinte tomos de la Espasa Calpe. Mi padre lo había intentado
alguna vez pero siempre lo agarraban. Recuerdo que una vez le quitaron una regla de
cálculos y otra vez las herramientas del taller. No sabía poner distancia, le dijo el cazador de
morosos una noche, cerca de Choele Choel. Los buenos timadores tenían firmas falsas,
familias prestadas, direcciones inexistentes y nunca se quedaban con lo que compraban. A
ésos, si los agarraba, el cazador no podía más que pegarles una paliza. Siempre lo hacía, por
respeto a sí mismo y para que tronara el escarmiento, pero era tiempo perdido.
El cazador corría contra el tiempo y contra las grandes migraciones alentadas por el
17 de octubre. Deudor que subía al tren se convertía en moroso inhallable, perdido en los
suburbios de Buenos Aires o en los andurriales de Córdoba. Las tiendas de ropa no aceptaban
de vuelta los trajes lustrosos ni las camisas gastadas pero a las heladeras y los lavarropas el
cazador tenía que consignarlos en el depósito del ferrocarril. Recién aparecían las heladeras
eléctricas, me acuerdo. Eran sólidas y ruidosas como locomotoras. Mi padre nos llevó a
comprar la primera a Neuquén. Una Sigma que todavía funciona, igual a las que el cazador
tenía que rescatar por las buenas o a los golpes.
En aquel viaje por caminos de tierra mi padre tenía que ayudarlo a rescatar un
combinado. Así se llamaban: eran muebles de madera lustrada con una radio a lámparas y el
tocadiscos de setenta y ocho revoluciones. El moroso se había fugado al Sur con la familia y
desde Córdoba reclamaban la música y una indemnización si el mueble estaba rayado. Mi
padre aceptó darle una mano porque pensó que nunca lo atraparían. A cambio el cazador le
pagaba el desayuno y compartía la gomina. En ese tiempo las hojas de afeitar más baratas
eran las Legión Extranjera, que dejaban la cara a la miseria. El tipo llevaba unas cuantas
cajitas y mi padre tenía que esperar que el otro las usara de los dos lados para poder afeitarse.
A la semana de viaje habían atravesado la frontera de Río Negro con Neuquén y el
cazador seguía adelante porque la presa mayor era un holandés que había pagado dos cuotas
de la Puma Gran Turismo y el cobrador no volvió a encontrarlo en los lugares que solía
frecuentar. La Puma tenía sólo dos velocidades: primera y directa. Era de fabricación nacional
y por eso se le perdonaban todos los defectos. A mediados de los años 50 si uno tenía una
Puma se levantaba la chica que quería y aquel deudor había abandonado Palermo Viejo para
hacer patria en los confines de la Patagonia con su chica y su moto, lejos del estrés y las cuotas
mensuales. Y así como perseguía al que se fue con el combinado y al que se largó con la moto,
el cazador tenía una lista de morosos grande como un rollo de papel higiénico. La colgaba de
una percha en la cabina del Buick y mi padre la leía de reojo con miedo a encontrarse con su
nombre.
Años después, mientras me contaba aquel viaje, intuí que había querido largarse para
siempre. Dejarnos en Río Cuarto y mandar un giro cada tanto. Pero no se animó. Le pesaban
su historia y vaya a saber qué culpas que llamaba responsabilidades. Volvió de aquel viaje sin
mochila, mucho más flaco, maldiciendo al cazador solitario. Pasaron varios meses antes de
que nos dijera algo sobre los paisajes que había conocido y muchos más hasta que me contó el
fin de su aventura. En Esquel se toparon con el tipo del combinado. Era un moroso; tímido,
algo rengo, de nariz colorada y pelo cimarrón que iba a trabajar en bicicleta. Había ocupado
unas tierras en la ladera de una montaña y mi padre le contó al menos una mujer, seis hijas y
algún colado más que vivía con ellos.
Por ley, ningún ciudadano podía ser privado de su radio si era la única que tenía. Al
menos eso me dijo mi padre, que gustaba sorprenderme con las paradojas de su época. Por
eso el cazador necesitaba ayuda. Alguien que si llegaba la policía declarara que ayer nomás el
moroso: le había vendido otra radio porque lo único que le interesaba de su combinado era la
música. Fue ahí que mi padre empezó a flaquear. Ya andaba hecho una; piltrafa de poco
comer y nunca bañarse. No le daba pena el otro sino su propia condición de fugitivo, de
deudor en el cielo y en la tierra.
La noche antes de que el cazador diera el asalto mi padre salió a caminar y después
de mucho pensarlo decidió quedarse a pie y sin el desayuno gratis. Golpeó a la puerta del
moroso y encontró a la familia en medio de la cena. El dueño de casa desconfió enseguida y
no se creyó el cuento del inspector de Obras Sanitarias, aunque: mi padre tenía la credencial
con sellos y firmas. Todos lo miraban mientras revisaba la entrada de agua y una de las nenas
masónicas preguntó medio asustada si ése era" el Hombre de la Bolsa. Se rieron, pero el aire
siguió tenso hasta que mi padre dijo que la instalación era un desastre pero que él había ido a controlar la calidad del agua y no la de las cañerías. Pidió dos vasos limpios, un poco de
lavandina y fingió una alquimia que hizo reír a las chicas y lo llevó a la mesa a compartir un
guiso con trozos de cordero. El combinado estaba impecable, sintonizado en la onda corta del
Glostora Tango Club. Afuera ya se había levantado el viento y mi padre pensó, de nuevo, que
éste era un país sin remedio al que había que salir a mirar por última vez. La mujer fue a
acostar a las nenas y los hombres salieron a despedirse en la vereda de tierra. Mi padre ya se
alejaba en la oscuridad pero el otro lo llamó con un chistido y un "disculpe don" que sonó
bastante perentorio. Estaban parados ahí, mirando al cielo, como para empezar a pelear o a
reírse. El moroso llevaba una temerosa navaja en la mano y le preguntó quién era, qué quería
en su casa.
Más tarde, mientras lo contaba, mi padre parecía avergonzado. Tal vez no era lo que
quería que yo supiera de él. Dijo que respondió con una evasiva: "Yo también soy deudor", o
algo parecido, y avisó que el cazador vendría a la madrugada. El otro lo escuchó sin
interrumpirlo y después señaló la navaja. "Ni los discos se lleva ese hijo de puta", murmuró.
Mi padre asintió porque él hubiera dicho lo mismo y preguntó si no pasaba un colectivo que
lo acercara al pueblo. No recuerdo dónde me contó que había dormido y por la mañana se
presentó en la oficina de Obras Sanitarias para que lo repatriaran a su casa. Había andado
vagando por ahí y como siempre volvía al punto de partida. En la repartición le dieron algo
de ropa, unos vales con el escudo justicialista y unos días después lo llevaron a la terminal.
Mientras esperaba el ómnibus se asomó al depósito de encomiendas y vio una Puma
Gran Turismo embalada en un armazón de madera. Al lado estaba el combinado envuelto
con cartones y consignado a nombre de un vendedor de la ciudad de Córdoba. Había muchas
chucherías más en las que el cazador de morosos también había escrito su nombre de
remitente satisfecho.
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