Quinquela Martín

sábado, 27 de febrero de 2021

"Morosos" de Osvaldo Soriano

 Decía mi padre que este país no tiene remedio, que se va a terminar y que de tanto en

tanto hay que salir a mirarlo por última vez. Quizá fue por eso que se decidió a pagar a

medias el combustible y subir al Buick 37 de un cazador de morosos en fuga. Yo tendría ocho

o nueve años y lo vi alejarse con una mochila en la que mi madre había puesto un poco de

ropa y mucha comida seca.

Después me contó que al rato de salir ya estaba en desacuerdo con el cazador. Mi

padre, que era un deudor impenitente, sostenía que la venta a plazos era como el juego de

cartas: al final, uno de los dos, comprador o vendedor, pierde. El tipo del Buick, en cambio,

era un moralista de pistola al cinto que decía haber atrapado a más de doscientos renegados

en un año. Se llevaba el cincuenta por ciento de lo que les encontraba en el bolsillo y si podía

sacarles más no se andaba con chiquitas. En aquel tiempo todavía se usaba sombrero y el tipo

llevaba docenas en el baúl del coche: de fieltro, de cuero, de paja, de lona, tenía todos los

modelos y los vendía como suyos en los pueblos por los que pasaba. Igual con relojes,

rosarios, cadenas y medallitas de la suerte. Llevaba un cajón tan lleno que parecía el tesoro de

la Sierra Madre.

Me contaba mi padre que estacionaban el coche y dormían en cualquier parte. Era

uno de los últimos veranos del primer peronismo. No existían las tarjetas de crédito ni el

dinero electrónico: los morosos firmaban una pila de pagarés y huían con el par de zapatos

flamante, el tocadiscos o los veinte tomos de la Espasa Calpe. Mi padre lo había intentado

alguna vez pero siempre lo agarraban. Recuerdo que una vez le quitaron una regla de

cálculos y otra vez las herramientas del taller. No sabía poner distancia, le dijo el cazador de

morosos una noche, cerca de Choele Choel. Los buenos timadores tenían firmas falsas,

familias prestadas, direcciones inexistentes y nunca se quedaban con lo que compraban. A

ésos, si los agarraba, el cazador no podía más que pegarles una paliza. Siempre lo hacía, por

respeto a sí mismo y para que tronara el escarmiento, pero era tiempo perdido.

El cazador corría contra el tiempo y contra las grandes migraciones alentadas por el

17 de octubre. Deudor que subía al tren se convertía en moroso inhallable, perdido en los

suburbios de Buenos Aires o en los andurriales de Córdoba. Las tiendas de ropa no aceptaban

de vuelta los trajes lustrosos ni las camisas gastadas pero a las heladeras y los lavarropas el

cazador tenía que consignarlos en el depósito del ferrocarril. Recién aparecían las heladeras

eléctricas, me acuerdo. Eran sólidas y ruidosas como locomotoras. Mi padre nos llevó a

comprar la primera a Neuquén. Una Sigma que todavía funciona, igual a las que el cazador

tenía que rescatar por las buenas o a los golpes.

En aquel viaje por caminos de tierra mi padre tenía que ayudarlo a rescatar un

combinado. Así se llamaban: eran muebles de madera lustrada con una radio a lámparas y el

tocadiscos de setenta y ocho revoluciones. El moroso se había fugado al Sur con la familia y

desde Córdoba reclamaban la música y una indemnización si el mueble estaba rayado. Mi

padre aceptó darle una mano porque pensó que nunca lo atraparían. A cambio el cazador le

pagaba el desayuno y compartía la gomina. En ese tiempo las hojas de afeitar más baratas

eran las Legión Extranjera, que dejaban la cara a la miseria. El tipo llevaba unas cuantas

cajitas y mi padre tenía que esperar que el otro las usara de los dos lados para poder afeitarse.

A la semana de viaje habían atravesado la frontera de Río Negro con Neuquén y el

cazador seguía adelante porque la presa mayor era un holandés que había pagado dos cuotas

de la Puma Gran Turismo y el cobrador no volvió a encontrarlo en los lugares que solía

frecuentar. La Puma tenía sólo dos velocidades: primera y directa. Era de fabricación nacional

y por eso se le perdonaban todos los defectos. A mediados de los años 50 si uno tenía una

Puma se levantaba la chica que quería y aquel deudor había abandonado Palermo Viejo para

hacer patria en los confines de la Patagonia con su chica y su moto, lejos del estrés y las cuotas

mensuales. Y así como perseguía al que se fue con el combinado y al que se largó con la moto,

el cazador tenía una lista de morosos grande como un rollo de papel higiénico. La colgaba de

una percha en la cabina del Buick y mi padre la leía de reojo con miedo a encontrarse con su

nombre.

Años después, mientras me contaba aquel viaje, intuí que había querido largarse para

siempre. Dejarnos en Río Cuarto y mandar un giro cada tanto. Pero no se animó. Le pesaban

su historia y vaya a saber qué culpas que llamaba responsabilidades. Volvió de aquel viaje sin

mochila, mucho más flaco, maldiciendo al cazador solitario. Pasaron varios meses antes de

que nos dijera algo sobre los paisajes que había conocido y muchos más hasta que me contó el

fin de su aventura. En Esquel se toparon con el tipo del combinado. Era un moroso; tímido,

algo rengo, de nariz colorada y pelo cimarrón que iba a trabajar en bicicleta. Había ocupado

unas tierras en la ladera de una montaña y mi padre le contó al menos una mujer, seis hijas y

algún colado más que vivía con ellos.

Por ley, ningún ciudadano podía ser privado de su radio si era la única que tenía. Al

menos eso me dijo mi padre, que gustaba sorprenderme con las paradojas de su época. Por

eso el cazador necesitaba ayuda. Alguien que si llegaba la policía declarara que ayer nomás el

moroso: le había vendido otra radio porque lo único que le interesaba de su combinado era la

música. Fue ahí que mi padre empezó a flaquear. Ya andaba hecho una; piltrafa de poco

comer y nunca bañarse. No le daba pena el otro sino su propia condición de fugitivo, de

deudor en el cielo y en la tierra.

La noche antes de que el cazador diera el asalto mi padre salió a caminar y después

de mucho pensarlo decidió quedarse a pie y sin el desayuno gratis. Golpeó a la puerta del

moroso y encontró a la familia en medio de la cena. El dueño de casa desconfió enseguida y

no se creyó el cuento del inspector de Obras Sanitarias, aunque: mi padre tenía la credencial

con sellos y firmas. Todos lo miraban mientras revisaba la entrada de agua y una de las nenas

masónicas preguntó medio asustada si ése era" el Hombre de la Bolsa. Se rieron, pero el aire

siguió tenso hasta que mi padre dijo que la instalación era un desastre pero que él había ido a controlar la calidad del agua y no la de las cañerías. Pidió dos vasos limpios, un poco de

lavandina y fingió una alquimia que hizo reír a las chicas y lo llevó a la mesa a compartir un

guiso con trozos de cordero. El combinado estaba impecable, sintonizado en la onda corta del

Glostora Tango Club. Afuera ya se había levantado el viento y mi padre pensó, de nuevo, que

éste era un país sin remedio al que había que salir a mirar por última vez. La mujer fue a

acostar a las nenas y los hombres salieron a despedirse en la vereda de tierra. Mi padre ya se

alejaba en la oscuridad pero el otro lo llamó con un chistido y un "disculpe don" que sonó

bastante perentorio. Estaban parados ahí, mirando al cielo, como para empezar a pelear o a

reírse. El moroso llevaba una temerosa navaja en la mano y le preguntó quién era, qué quería

en su casa.

Más tarde, mientras lo contaba, mi padre parecía avergonzado. Tal vez no era lo que

quería que yo supiera de él. Dijo que respondió con una evasiva: "Yo también soy deudor", o

algo parecido, y avisó que el cazador vendría a la madrugada. El otro lo escuchó sin

interrumpirlo y después señaló la navaja. "Ni los discos se lleva ese hijo de puta", murmuró.

Mi padre asintió porque él hubiera dicho lo mismo y preguntó si no pasaba un colectivo que

lo acercara al pueblo. No recuerdo dónde me contó que había dormido y por la mañana se

presentó en la oficina de Obras Sanitarias para que lo repatriaran a su casa. Había andado

vagando por ahí y como siempre volvía al punto de partida. En la repartición le dieron algo

de ropa, unos vales con el escudo justicialista y unos días después lo llevaron a la terminal.

Mientras esperaba el ómnibus se asomó al depósito de encomiendas y vio una Puma

Gran Turismo embalada en un armazón de madera. Al lado estaba el combinado envuelto

con cartones y consignado a nombre de un vendedor de la ciudad de Córdoba. Había muchas

chucherías más en las que el cazador de morosos también había escrito su nombre de

remitente satisfecho.

“La desmemoria/4” de Eduardo Galeano

 

CHICAGO está llena de fábricas. Hay fábricas hasta en pleno centro de la ciudad, en torno al edificio más alto del mundo. Chicago está llena de fábricas, Chicago está llena de obreros.

Al llegar al barrio de Heymarket, pido a mis amigos que me muestren el lugar donde fueron ahorcados, en 1886, aquellos obreros que el mundo entero saluda cada primero de mayo.

-Ha de ser por aquí -me dicen. Pero nadie sabe.

Ninguna estatua se ha erigido en memoria de los mártires de Chicago en la ciudad de Chicago. Ni estatua, ni monolito, ni placa de bronce, ni nada.

 

El primero de mayo es el único día verdaderamente universal de la humanidad entera, el único día donde coinciden todas las historias y todas las geografías, todas las lenguas y las religiones y las culturas del mundo; pero en los Estados Unidos, el primero de mayo es un día cualquiera. Ese día, la gente trabaja normalmente, y nadie, o casi nadie, recuerda que los derechos de la clase obrera no han brotado de la oreja de una cabra, ni de la mano de Dios o del amo.

Tras la inútil exploración de Heymarket, mis amigos me llevan a conocer la mejor librería de la ciudad. Y allí, por pura curiosidad, por pura casualidad, descubro un viejo cartel que está como esperándome, metido entre muchos otros carteles de cine y música rock.

El cartel reproduce un proverbio del África: Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador.

"Diálogo sobre un diálogo" de Jorge Luis Borges

A- Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.

Z (burlón)- Pero sospecho que al final no se resolvieron.

A (ya en plena mística)- Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.


"Serán ceniza" de José Ángel Valente

 Cruzo un desierto y su secreta

desolación sin nombre. El corazón tiene la sequedad de la piedra y los estallidos nocturnos de su materia o de su nada.

Hay una luz remota, sin embargo, y sé que no estoy solo; aunque después de tanto y tanto no haya ni un solo pensamiento capaz contra la muerte, no estoy solo.

Toco esta mano al fin que comparte mi vida y en ella me confirmo y tiento cuanto amo, lo levanto hacia el cielo y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza.

Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora, cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.


José Ángel Valente, poeta español

"Anuncios" de Raúl Gómez Jattin

 Caigo de mí

hacia mí ¿Dolor? no ¿Angustia? no ¿Qué pues? Vacío que me espera Anuncios de la muerte

"La convalesciente" de Ramón Ortega

 Cuerpo de monja virgen, por el ayuno laso.

 Yo vi sus ojos húmedos de inmaterial ternura; y, de la piel suntuosa que envuelve su estructura, miré, en aquella noche, más transparente el raso.

Pálida enferma llena de su melancolía; cuerpo con el prestigio de los marfiles viejos; era su voz tan tenue como un rumor de lejos; toda ella era un perfume que se desvanecía…

Cuando marchó a su estancia me dió su mano breve y yo la vi alejarse con un andar tan leve, que era un frú-frú de alas el eco de su planta…

Y quise -en la suprema tensión de mi cariño- mecerla entre mis brazos, como si fuese un niño, para que se durmiese con una canción santa.

viernes, 26 de febrero de 2021

"Un día de éstos" de Gabriel García Márquez

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

-- Papá.

-- Qué

-- Dice el alcalde que si le sacas una muela.

-- Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

-- Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:

-- Mejor.

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

-- Papá.

-- Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

-- Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.

-- Bueno --dijo--. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:

-- Siéntese.

-- Buenos días --dijo el alcalde.

-- Buenos --dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos.

-- Tiene que ser sin anestesia --dijo.

-- ¿Por qué?

-- Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

-- Esta bien --dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, mas bien con una marga ternura, dijo:

-- Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

-- Séquese las lágrimas --dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese --dijo-- y haga buches de agua de sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

-- Me pasa la cuenta -dijo.

-- ¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:

-- Es la misma vaina.

"Desconocida y sucia criatura que juegas delante de mi puerta" de Fernando Pessoa

 Desconocida y sucia criatura que juegas delante de mi puerta

no te pregunto si me traes un mensaje de los símbolos.
Encuentro gracia en ti por no haberte visto antes,
y, naturalmente, si puedieras estar limpia serías otra criatura
que no vendría por aquí.
¡Juega en la polvareda, juega!
Considero tu presencia tan sólo con los ojos.
Más vale ver una cosa siempre por primera vez que conocerla,
pues conocer es como si nunca viéramos por primera vez,
y nunca haber visto por primera vez es sólo oír como lo cuentan.
El modo de estar sucia esta criatura es diferente del
modo que otras tienen de estar sucias.
¡Juega! Al coger una piedra que te cabe en la mano
sabes que te cabe en la mano.
¿Cuál es la filosofía que llega a alcanzar mayor certeza?
Ninguna, y ninguna podrá venir jamás a jugar ante mi puerta.

A las vírgenes de "Ramón López Velarde"

 ¡Oh vírgenes rebeldes y sumisas:

 convertidme en el fiel reclinatorio de vuestros oídos y vuestras sonrisas y en la fragua sangrienta del holgorio en que quieren quemarse vuestras prisas!… ¡Oh botones baldíos en el huerto de una resignación llena de abrojos: lloráis un bien que, sin nacer, ha muerto, y a vuestra pura lápida concierto los fraternales llantos de mis ojos!…

¡Hermanas mías, todas, las que, contentas con el limpio daño de la virginidad, casi en las bodas celestes, por llevar sobre las finas y litúrgicas palmas y en el paño de la eterna Pasión, clavos y espinas; y vosotras también, las de la hoguera carnal en la vendimia y el chubasco, en el invierno y en la primavera; las del nítido viaje de Damasco y las que en la renuncia llana y lisa de la tarde, salís a los balcones a que beban la brisa los sexos, cual sañudos escorpiones!

¡El tiempo se desboca; el torbellino os arrastra al fatal despeñadero de la Muerte; en las sombras adivino vuestro desnudo encanto volandero; y os quisieran ceñir mis manos fieles por detener vuestra caída oscura con un lúbrico lazo de claveles lazado a cada virginal cintura!

Vírgenes fraternales: ¡me consumo en el álgido afán de ser el humo que se alza en vuestro aceite a hora ya deshora, y de encarnar vuestro primer deleite cuando se filtra la modesta aurora, por la jactancia de la bugambilia, en las sábanas de vuestra vigilia!

CINCO poemas cortos de Mario Vargas Llosa

AUNQUE DICEN


que sólo los imbéciles son felices,
confieso que me sentía feliz.
Compartir mis días y mis noches con la
niña mala
me llenaba la vida.

**

CUANDO CRECÍ

Cuando creí
que iba a perder la razón ante
tanto sufrimiento.
Así descubrí
que un ser humano no puede vivir
sin creer.

**

LA EXORCISTA

Mi vida parece sin misterio y
monótona
a quienes me ven
de paso a la oficina
en las mañanas apuradas.
La verdad es muy distinta.
Cada noche debo salir a pelear
contra un espíritu malvado
que, valiéndose de
disfraces -perro, grillo,
nube, lluvia, vago,
ladrón- trata de
infiltrarse en la ciudad
para estropear la vida humana
sembrando
la discordia.
A pesar de sus disfraces yo
siempre lo descubro
y lo espanto.
Nunca ha conseguido engañarme
ni vencerme.
Gracias
a mí, en esta ciudad
todavía es posible
la felicidad.
Pero los combates nocturnos me
dejan exhausta y magullada.
En pago de mis
refriegas contra el enemigo,
les pido unas sobras
de afecto y amistad.

**

SUSPIRÓ

Suspiró,
abrumado por los niveles de
imbecilidad
que padecía el mundo.


**

LA INCERTUDUMBRE EN UNA MARGARITA

La incertidumbre es una margarita
cuyos pétalos no se terminan jamás
de deshojar.



"El amor" de Costas Axelos

Un estudiante alemán va una noche a un baile. En él descubre a una joven, muy bella, de cabellos muy oscuros, de tez muy pálida. En torno a su largo cuello, una delgada cinta negra, con un nudito. El estudiante baila toda la noche con ella. Al amanecer, la lleva a su buhardilla. Cuando comienza a desnudarla, la joven le dice, implorándole, que no le quite la cinta que lleva en torno al cuello. La tiene completamente desnuda en sus brazos con su cintita puesta. Se aman; y después se duermen.

Cuando el estudiante se despierta, mira, colocado sobre el almohadón blanco, el rostro dormido de la joven que sigue llevando su cinta negra en torno al cuello. Con gesto preciso deshace el nudo. Y la cabeza de la joven rueda por la tierra.


Costas Axelos, escritor griego.

De «Una Isla» 1958 de Rafael Cadenas

 

1. Coney Island

Rosa de claras risas que golpea siempre un mismo jirón de luz y a un blanco río de trópico que duerme va girando, girando en la noche amante.

* * *

2. Escribiste: «Estos muros se hacen transparentes cuando te siento. Mañana traigo los libros. Te besa». Mi libertad había nacido tras aquellas paredes. El calabozo núm. 3 se extendía como un amanecer. Su día era vasto. El pobre carcelero se creía libre porque cerraba la reja, pero a través de ti yo era innumerable.

* * *

3. Vengo de un reino extraño, vengo de una isla iluminada, vengo de los ojos de una mujer. Desciendo por el día pesadamente. Música perdida me acompaña.

Una pupila cargadora de frutas se adentra en lo que ve.

Mi fortaleza, mi última línea, mi frontera con el vacío ha caído hoy.

* * *

4. Sola, insegura, apremiante palabra, casa sin atavío.

Para ella desearía la fuerza de los árboles.

* * *

5. Te extiendes, camino de arena, más suave que la memoria de un ciego.

Salimos a recorrer la ciudad. Tú te tiendes sobre una tibia hojarasca, Más tarde me encuentras, tocas mi hombro y te vuelves noche.

* * *

6. Tú que caminas esta noche en la soledad de la calle, vas llena de besos que no has dado. Del amor ignoras la escritura prodigiosa.

Aunque no me conoces, en mi cuerpo tiembla el mismo mar que en tus venas danza. Recibe mis ojos milenarios, mi cuerpo repetido, el susurro de mi arena.

* * *

7. Una urbe áspera sella mi boca.

Yo viajo a los espacios transparentes. Conmigo está tu chal de lana, el viejo fonógrafo que cuidabas tanto, tus zarcillos con que ibas al mercado, tu pulsera de oro, la vajilla humilde. El perro que nos despertaba pasa su hocico por mi lecho. No es magia, sencillamente nada he olvidado a no ser que existo sin ti.

* * *

8. You

Tú apareces, tú te desnudas, tú entras en la luz, tú despiertas los colores, tú coronas las aguas, tú comienzas a recorrer el tiempo como un licor, tú rematas la más cegadora de las orillas, tú predices si el mundo seguirá o va a caer, tú conjuras la tierra para que acompase su ritmo a tu lentitud de lava, tú reinas en el centro de esta conflagración y del primero al séptimo día tu cuerpo es un arrogante palacio donde vive el temblor.

viernes, 12 de febrero de 2021

“Diecisiete ingleses envenenados” de Gabriel García Márquez

 

Lo primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó al puerto de Nápoles, fue que tenía el mismo olor del puerto de Riohacha. No se lo contó a nadie, por supuesto, pues nadie lo hubiera entendido en aquel trasatlántico senil atiborrado de italianos de Buenos Aires que volvían a la patria por primera vez después de la guerra, pero de todos modos se sintió menos sola, menos asustada y distante, a los setenta y dos años de su edad y a dieciocho días de mala mar de su gente y de su casa.

Desde el amanecer se habían visto las luces de tierra. Los pasajeros se levantaron más temprano que siempre, vestidos con ropas nuevas y con el corazón oprimido por la incertidumbre del desembarco, de modo que aquel último domingo de a bordo pareció ser el único de verdad en todo el viaje. La señora Prudencia Linero fue una de las muy pocas que asistieron a la misa. A diferencia de los días anteriores en que andaba por el barco vestida de medio luto, se había puesto para desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el cordón de San Francisco en la cintura, y unas sandalias de cuero crudo que solo por ser demasiado nuevas no parecían de peregrino. Era un pago adelantado: había prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte si le concedía la gracia de viajar a Roma para ver al sumo pontífice, y ya daba la gracia por concedida. Al final de la misa encendió una vela al Espíritu Santo por el valor que le infundió para soportar los temporales del Caribe, y rezó una oración por cada uno de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel momento soñaban con ella en la noche de vientos de Riohacha.

Cuando subió a cubierta después del desayuno, la vida del barco había cambiado. Los equipajes estaban amontonados en la sala de baile, entre toda clase de objetos para turistas comprados por los italianos en los mercados de magia de las Antillas, y en el mostrador de la cantina había un macaco de Pernambuco dentro de una jaula de encajes de hierro. Era una mañana radiante de principios de agosto. Un domingo ejemplar de aquellos veranos de después de la guerra en que la luz se comportaba como una revelación de cada día, y el barco enorme se movía muy despacio, con resuellos de enfermo, por un estanque diáfano. La fortaleza tenebrosa de los duques de Anjou apenas si empezaba a vislumbrarse en el horizonte, pero los pasajeros asomados a la borda creían reconocer los sitios familiares, y los señalaban sin verlos a ciencia cierta, gritando de júbilo en dialectos meridionales. La señora Prudencia Linero, que había hecho tantos amigos viejos a bordo, que había cuidado niños mientras sus padres bailaban y hasta le había cosido un botón de la guerrera al primer oficial, los encontró de pronto ajenos y distintos. El espíritu social y el calor humano que le permitieron sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor del trópico, habían desaparecido. Los amores eternos de altamar terminaban a la vista del puerto. La señora Prudencia Linero, que no conocía la naturaleza voluble de los italianos, pensó que el mal no estaba en el corazón de los otros sino en el suyo, por ser ella la única que iba entre la muchedumbre que regresaba. Así deben ser todos los viajes, pensó, padeciendo por primera vez en su vida la punzada de ser forastera, mientras contemplaba desde la borda los vestigios de tantos mundos extinguidos en el fondo del agua. De pronto, una muchacha muy bella que estaba a su lado la asustó con un grito de horror.

Mamma mia —dijo, señalando el fondo—. Miren ahí.

Era un ahogado. La señora Prudencia Linero lo vio flotando bocarriba entre dos aguas, y era un hombre maduro y calvo con una rara prestancia natural, y sus ojos abiertos y alegres tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un traje de etiqueta con chaleco de brocado, botines de charol y una gardenia viva en la solapa. En la mano derecha tenía un paquetito cúbico envuelto en papel de regalo, y los dedos de hierro lívido estaban agarrotados en la cinta del lazo, que era lo único que encontró para agarrarse en el instante de morir.

—Debió caerse de una boda —dijo un oficial del barco—. Sucede mucho en verano por estas aguas.

Fue una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros motivos menos lúgubres distrajeron la atención de los pasajeros. Pero la señora Prudencia Linero siguió pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya levita de faldones ondulaba en la estela del barco.

Tan pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito salió al encuentro del barco y se lo llevó de cabestro por entre los escombros de numerosas naves militares destruidas durante la guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a medida que el barco se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se hizo aún más bravo que el de Riohacha a las dos de la tarde. Al otro lado del desfiladero, radiante en el sol de las once, apareció de pronto la ciudad completa de palacios quiméricos y viejas barracas de colores apelotonados en las colinas. Del fondo removido se levantó entonces una tufarada insoportable que la señora Prudencia Linares reconoció como el aliento de cangrejos podridos del patio de su casa.

Mientras duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus parientes con aspavientos de gozo en el tumulto del mueble. La mayoría eran patronas otoñales de pechugas flamantes, sofocadas dentro de los trajes de luto, con los niños más bellos y numerosos de la tierra, maridos pequeños y diligentes, del género inmortal de los que leen el periódico después que sus esposas y se visten de escribanos estrictos a pesar del calor.

En medio de aquella algarabía de feria, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable, sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos puñados y puñados de pollitos tiernos. En un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas las partes, y solo por ser animales de magia había muchos que seguían corriendo vivos después de ser pisoteados por la muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto su sombrero bocarriba en el piso, pero nadie le tiró desde la borda ni una moneda de caridad.

Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues solo ella lo agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en qué momento tendieron la pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los aullidos y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el júbilo del tufo de cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las cuadrillas de cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle. Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de latón pintado, y permaneció impávida rezando en un círculo vicioso de oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras de infieles. Allí la encontró el primer oficial cuando pasó el cataclismo y no quedó nadie más que ella en el salón desmantelado.

—Nadie debe estar aquí a esta hora —le dijo el oficial con cierta amabilidad—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Tengo que esperar al cónsul —dijo ella.

Así era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al cónsul en Nápoles, que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía reconocerla por el hábito de San Francisco que se pondría para desembarcar. Ella se mostró tan estricta en sus leyes, que el primer oficial le permitió esperar un rato más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba la tripulación y habían subido las sillas sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos. Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de lugar sin inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de recreo y terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento. Allí volvió a encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose en sudor dentro de la escafandra de penitente, y rezando un rosario sin esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y soportaba a duras penas las ganas de llorar.

—Es inútil que siga rezando —dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez—. Hasta Dios se va de vacaciones en agosto.

Le explicó que media Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos. Era probable que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole de su cargo, pero con seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día siguiente llamar por teléfono al consulado, cuyo número estaba sin duda en el directorio. De modo que la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese criterio, y el oficial la ayudó en los trámites de inmigración y aduana y del cambio de dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa de que la llevaran a un hotel decente.

El taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las calles desiertas. La señora Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran los únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de la calle, pero también pensó que un hombre que hablaba tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo para hacerle daño a una pobre mujer sola que había desafiado los riesgos del océano para ver al papa.

Al final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos hoteles pequeños de colores intensos. Pero no se detuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y bancos verdes. El chofer puso el baúl en la acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de Nápoles.

Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La condujo hasta el ascensor de redes metálicas improvisado en el hueco de la escalera, y empezó a cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación alarmante. Era un vetusto edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno de los cuales había un hotel diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en un instante alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro de una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncillos rotos y sus eructos ácidos. En el tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar, abrió la puerta de rombos plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia galante, que estaba en su casa.

Ella vio un adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones de vidrios de colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto menor. Le gustó el nombre del hotel con las letras grabadas en una placa de bronce, le gustó el olor de ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el silencio, las lises de oro del papel de las paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el corazón se le encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera.

Eran diecisiete, y estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo colgadas en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.

—Vamos a otro piso —dijo.

—Este es el único que tiene comedor, signora—dijo el cargador.

—No importa —dijo ella.

El cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor, y cantó el pedazo que le faltaba de la canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo parecía menos estricto, y la dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie hacía la siesta en las poltronas del vestíbulo. No había comedor, en efecto, pero el hotel tenía un acuerdo con una fonda cercana para que sirviera a los clientes por un precio especial. De modo que la señora Prudencia Linero decidió que sí, que se quedaba por una noche, tan convencida por la elocuencia y la simpatía de la dueña como por el alivio de que no hubiera ningún inglés de rodillas rosadas durmiendo en el vestíbulo.

El dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la tarde, y la penumbra conservaba la frescura y el silencio de una floresta recóndita, y era bueno para llorar. No bien se quedó sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó por primera vez desde la mañana con un desagüe tenue y difícil que le permitió recobrar su identidad perdida durante el viaje. Después se quitó las sandalias y el cordón del hábito y se tendió del lado del corazón sobre la cama matrimonial demasiado ancha y demasiado sola para ella sola, y soltó el otro manantial de sus lágrimas atrasadas.

No solo era la primera vez que salía de Riohacha, sino una de las pocas en que salió de su casa después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se quedó sola con dos indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó la mitad de la vida en el dormitorio frente a los escombros del único hombre que había amado, y que permaneció en el letargo durante casi treinta años, tendido en la cama de sus amores juveniles sobre un colchón de cueros de chivo.

En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez, reconoció a su gente y pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos domésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron con el primer fogonazo de magnesio. «Ahora otras dos para mis hijas adoradas, Prudencita y Natalia», dijo. Las tomaron. «Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se acabó el papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse. A las cuatro de la tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormitorio por la humareda de magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a recibir sus copias del retrato, el inválido empezó a desvanecerse en la cama, y se fue despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mundo en la baranda de un barco.

Su muerte no fue para la viuda el alivio que todos esperaban. Al contrario, quedó tan afligida, que sus hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían consolarla, y ella les contestó que no quería nada más que ir a Roma a conocer al papa.

—Me voy sola y con el hábito de san Francisco —les advirtió—. Es una manda.

Lo único grato que le quedó de aquellos años de vigilia fue el placer de llorar. En el barco, mientras tuvo que compartir el camarote con dos hermanas clarisas que se quedaron en Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo que el cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar propicio que había encontrado para llorar a gusto desde que salió de Riohacha. Y habría llorado hasta el día siguiente cuando saliera el tren de Roma, de no haber sido porque la dueña le tocó la puerta a las siete para avisarle que si no llegaba a tiempo a la fonda se quedaría sin comer.

El empleado del hotel la acompañó. Una brisa fresca había empezado a soplar desde el mar, y todavía quedaban algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de las siete. La señora Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de calles empinadas y estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del domingo, y se encontró de pronto bajo una pérgola umbría, donde había mesas para comer con manteles de cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados como floreros con flores de papel. Los únicos comensales a esa hora temprana eran los propios sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas con pan en un rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de todos por el hábito Pardo, pero no se alteró, pues era consciente de que el ridículo formaba parte de la penitencia. La mesera, en cambio, le suscitó un ápice de piedad, porque era rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy mal en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir en una fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el aroma de guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre aplazada por la zozobra del día. Por primera vez en mucho tiempo no tenía deseos de llorar.

Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por servirles de intérprete, trató de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó.

—Para mí —dijo—sería como comerme un hijo.

Así que debió conformarse con una sopa de fideos, un plato de calabacines hervidos con unas tiras de tocino rancio, y un pedazo de pan que parecía de mármol. Mientras comía, el cura se acercó para suplicarle por caridad que lo invitara a tomarse una taza de café, y se sentó con ella. Era yugoslavo, pero había sido misionero en Bolivia, y hablaba un castellano difícil y expresivo. A la señora Prudencia Linero le pareció un hombre ordinario y sin el menor vestigio de indulgencia, y observó que tenía unas manos indignas con las uñas astilladas y sucias, y un aliento de cebollas tan persistente que más bien parecía un atributo del carácter. Pero después de todo estaba al servicio de Dios, y era un placer nuevo encontrar a alguien con quien entenderse estando tan lejos de casa.

Conversaron despacio, ajenos al denso rumor de establo que los iba cercando a medida que los comensales ocupaban las otras mesas. La señora Prudencia Linero tenía ya un juicio terminante sobre Italia: no le gustaba. Y no porque los hombres fueran un poco abusivos, que ya era mucho, ni porque se comieran a los pájaros, que ya era demasiado, sino por la mala índole de dejar a los ahogados a la deriva.

El cura, que además del café se había hecho llevar por cuenta de ella una copa de grappa, trató de hacerle ver su ligereza de juicio. Pues durante la guerra se había establecido un servicio muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en tierra sagrada a los numerosos ahogados que amanecían flotando en la bahía de Nápoles.

—Desde hace siglos —concluyó el cura— los italianos tomaron conciencia de que no hay más que una vida, y tratan de vivirla lo mejor que pueden. Eso los ha hecho calculadores y volubles, pero también los ha curado de la crueldad.

—Ni siquiera pararon el barco —dijo ella.

—Lo que hacen es avisar por radio a las autoridades del puerto —dijo el cura—. Ya a esta hora deben haberlo recogido y enterrado en el nombre de Dios.

La discusión cambió el humor de ambos. La señora Prudencia Linero había acabado de comer, y solo entonces cayó en la cuenta de que todas las mesas estaban ocupadas. En las más próximas, comiendo en silencio, había turistas casi desnudos, y entre ellos algunas parejas de enamorados que se besaban en vez de comer. En las mesas del fondo, cerca del mostrador, estaba la gente del barrio jugando a los dados y bebiendo un vino sin color. La señora Prudencia Linero comprendió que solo tenía una razón para estar en aquel país indeseable.

—¿Usted cree que sea muy difícil ver al papa? —preguntó.

El cura le contestó que nada era más fácil en verano. El papa estaba de vacaciones en Castelgandolfo, y los miércoles en la tarde recibía en audiencia pública a peregrinos del mundo entero. La entrada era muy barata: veinte liras.

—¿Y cuánto cobra por confesarlo a uno? —preguntó ella.

—El santo padre no confiesa a nadie —dijo el cura, un poco escandalizado—, salvo a los reyes, por supuesto.

—No veo por qué va a negarle ese favor a una pobre mujer que viene de tan lejos —dijo ella.

—Hasta algunos reyes, con ser reyes, se han muerto esperando —dijo el cura—. Pero dígame: debe ser un pecado tremendo para que usted haya hecho sola semejante viaje solo por confesárselo al santo padre.

La señora Prudencia Linero lo pensó un instante, y el cura la vio sonreír por primera vez.

—¡Ave María Purísima! —dijo—. Me bastaría con verlo.

Y agregó con un suspiro que pareció salirle del alma:

—¡Ha sido el sueño de mi vida!

En realidad, seguía asustada y triste, y lo único que quería era irse de inmediato, no solo de ese lugar sino de Italia. El cura debió pensar que aquella alucinada ya no daba para más, así que le deseó buena suerte y se fue a otra mesa a pedir por caridad que le pagaran un café.

Cuando salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sorprendió la luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que había invadido las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir con los petardos de tantas vespas enloquecidas. Las conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de sandías.

El ambiente era de fiesta, pero a la señora Prudencia Linero le pareció de catástrofe. Perdió el rumbo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo de oro macizo y un diamante en la corbata la persiguió varias cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta postal de un paquete que sacó del bolsillo, y ella solo necesitó un golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno.

Huyó despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el corazón le volvió a quedar en su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en que había llegado, enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con su vida. Allí dobló a la izquierda, pero no pudo seguir, porque había una muchedumbre de curiosos mantenidos a raya por una patrulla de carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas abiertas frente al edificio de su hotel.

Empinada por encima del hombro de los curiosos, la señora Prudencia Linero volvió a ver entonces a los turistas ingleses. Los estaban sacando en camillas, uno por uno, y todos estaban inmóviles y dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces repetido con el traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de franela, corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del Trinity College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los balcones, y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como en un estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de sirenas de guerra.

Aturdida por tantos estupores, la señora Prudencia Linero subió en el ascensor abarrotado por los clientes de los otros hoteles que hablaban en idiomas herméticos. Se fueron quedando en todos los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e iluminado, pero nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del vestíbulo, donde había visto las rodillas rosadas de los diecisiete ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba el desastre en una excitación sin control.

—Todos están muertos —le dijo a la señora Prudencia Linero en castellano—. Se envenenaron con la sopa de ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, imagínese!

Le entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece vivo!» Otra vez con el nudo de lágrimas en la garganta, la señora Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una barricada infranqueable contra el horror de aquel país donde ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se tendió bocarriba en la cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno descanso de las almas de los diecisiete ingleses envenenados.