Lo
primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó al puerto de Nápoles,
fue que tenía el mismo olor del puerto de Riohacha. No se lo contó a nadie, por
supuesto, pues nadie lo hubiera entendido en aquel trasatlántico senil
atiborrado de italianos de Buenos Aires que volvían a la patria por primera vez
después de la guerra, pero de todos modos se sintió menos sola, menos asustada
y distante, a los setenta y dos años de su edad y a dieciocho días de mala mar
de su gente y de su casa.
Desde
el amanecer se habían visto las luces de tierra. Los pasajeros se levantaron
más temprano que siempre, vestidos con ropas nuevas y con el corazón oprimido
por la incertidumbre del desembarco, de modo que aquel último domingo de a
bordo pareció ser el único de verdad en todo el viaje. La señora Prudencia
Linero fue una de las muy pocas que asistieron a la misa. A diferencia de los
días anteriores en que andaba por el barco vestida de medio luto, se había puesto
para desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el cordón de San
Francisco en la cintura, y unas sandalias de cuero crudo que solo por ser
demasiado nuevas no parecían de peregrino. Era un pago adelantado: había
prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte si le concedía la
gracia de viajar a Roma para ver al sumo pontífice, y ya daba la gracia por
concedida. Al final de la misa encendió una vela al Espíritu Santo por el valor
que le infundió para soportar los temporales del Caribe, y rezó una oración por
cada uno de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel momento soñaban
con ella en la noche de vientos de Riohacha.
Cuando
subió a cubierta después del desayuno, la vida del barco había cambiado. Los
equipajes estaban amontonados en la sala de baile, entre toda clase de objetos
para turistas comprados por los italianos en los mercados de magia de las
Antillas, y en el mostrador de la cantina había un macaco de Pernambuco dentro
de una jaula de encajes de hierro. Era una mañana radiante de principios de
agosto. Un domingo ejemplar de aquellos veranos de después de la guerra en que
la luz se comportaba como una revelación de cada día, y el barco enorme se
movía muy despacio, con resuellos de enfermo, por un estanque diáfano. La fortaleza
tenebrosa de los duques de Anjou apenas si empezaba a vislumbrarse en el
horizonte, pero los pasajeros asomados a la borda creían reconocer los sitios
familiares, y los señalaban sin verlos a ciencia cierta, gritando de júbilo en
dialectos meridionales. La señora Prudencia Linero, que había hecho tantos
amigos viejos a bordo, que había cuidado niños mientras sus padres bailaban y
hasta le había cosido un botón de la guerrera al primer oficial, los encontró
de pronto ajenos y distintos. El espíritu social y el calor humano que le
permitieron sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor del trópico,
habían desaparecido. Los amores eternos de altamar terminaban a la vista del
puerto. La señora Prudencia Linero, que no conocía la naturaleza voluble de los
italianos, pensó que el mal no estaba en el corazón de los otros sino en el
suyo, por ser ella la única que iba entre la muchedumbre que regresaba. Así
deben ser todos los viajes, pensó, padeciendo por primera vez en su vida la
punzada de ser forastera, mientras contemplaba desde la borda los vestigios de
tantos mundos extinguidos en el fondo del agua. De pronto, una muchacha muy
bella que estaba a su lado la asustó con un grito de horror.
—Mamma mia —dijo,
señalando el fondo—. Miren ahí.
Era
un ahogado. La señora Prudencia Linero lo vio flotando bocarriba entre dos
aguas, y era un hombre maduro y calvo con una rara prestancia natural, y sus
ojos abiertos y alegres tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un
traje de etiqueta con chaleco de brocado, botines de charol y una gardenia viva
en la solapa. En la mano derecha tenía un paquetito cúbico envuelto en papel de
regalo, y los dedos de hierro lívido estaban agarrotados en la cinta del lazo,
que era lo único que encontró para agarrarse en el instante de morir.
—Debió
caerse de una boda —dijo un oficial del barco—. Sucede mucho en verano por
estas aguas.
Fue
una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros
motivos menos lúgubres distrajeron la atención de los pasajeros. Pero la señora
Prudencia Linero siguió pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya
levita de faldones ondulaba en la estela del barco.
Tan
pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito salió al encuentro del
barco y se lo llevó de cabestro por entre los escombros de numerosas naves
militares destruidas durante la guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a
medida que el barco se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se
hizo aún más bravo que el de Riohacha a las dos de la tarde. Al otro lado del
desfiladero, radiante en el sol de las once, apareció de pronto la ciudad
completa de palacios quiméricos y viejas barracas de colores apelotonados en
las colinas. Del fondo removido se levantó entonces una tufarada insoportable
que la señora Prudencia Linares reconoció como el aliento de cangrejos podridos
del patio de su casa.
Mientras
duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus parientes con aspavientos de
gozo en el tumulto del mueble. La mayoría eran patronas otoñales de pechugas
flamantes, sofocadas dentro de los trajes de luto, con los niños más bellos y
numerosos de la tierra, maridos pequeños y diligentes, del género inmortal de
los que leen el periódico después que sus esposas y se visten de escribanos
estrictos a pesar del calor.
En
medio de aquella algarabía de feria, un hombre muy viejo de aspecto
inconsolable, sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos
puñados y puñados de pollitos tiernos. En un instante llenaron el muelle,
piando enloquecidos por todas las partes, y solo por ser animales de magia
había muchos que seguían corriendo vivos después de ser pisoteados por la
muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto su sombrero bocarriba en el
piso, pero nadie le tiró desde la borda ni una moneda de caridad.
Fascinada
por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues solo
ella lo agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en qué
momento tendieron la pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los
aullidos y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el júbilo del
tufo de cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las
cuadrillas de cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió
amenazada por la misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle.
Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de latón pintado, y
permaneció impávida rezando en un círculo vicioso de oraciones contra las
tentaciones y peligros en tierras de infieles. Allí la encontró el primer
oficial cuando pasó el cataclismo y no quedó nadie más que ella en el salón
desmantelado.
—Nadie
debe estar aquí a esta hora —le dijo el oficial con cierta amabilidad—. ¿Puedo
ayudarla en algo?
—Tengo
que esperar al cónsul —dijo ella.
Así
era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al
cónsul en Nápoles, que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el
puerto y la ayudara en los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el
nombre del barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía reconocerla
por el hábito de San Francisco que se pondría para desembarcar. Ella se mostró
tan estricta en sus leyes, que el primer oficial le permitió esperar un rato
más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba la tripulación y habían
subido las sillas sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos.
Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de
lugar sin inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las
salas de recreo y terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento.
Allí volvió a encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la
tarde, ahogándose en sudor dentro de la escafandra de penitente, y rezando un
rosario sin esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y soportaba a duras
penas las ganas de llorar.
—Es
inútil que siga rezando —dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez—.
Hasta Dios se va de vacaciones en agosto.
Le
explicó que media Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los
domingos. Era probable que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole
de su cargo, pero con seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único
razonable era ir a un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día siguiente
llamar por teléfono al consulado, cuyo número estaba sin duda en el directorio.
De modo que la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese criterio, y
el oficial la ayudó en los trámites de inmigración y aduana y del cambio de
dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa de que la
llevaran a un hotel decente.
El
taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las
calles desiertas. La señora Prudencia Linero pensó por un instante que el
conductor y ella eran los únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas
colgados en alambres en medio de la calle, pero también pensó que un hombre que
hablaba tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo para hacerle daño a
una pobre mujer sola que había desafiado los riesgos del océano para ver al
papa.
Al
final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando
tumbos a lo largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos
hoteles pequeños de colores intensos. Pero no se detuvo en ninguno de ellos
sino que fue directo al menos vistoso, situado en un jardín público con grandes
palmeras y bancos verdes. El chofer puso el baúl en la acera sombreada y, ante
la incertidumbre de la señora Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel
más decente de Nápoles.
Un
maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La
condujo hasta el ascensor de redes metálicas improvisado en el hueco de la
escalera, y empezó a cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación
alarmante. Era un vetusto edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno de
los cuales había un hotel diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de
pronto en un instante alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy
despacio por el centro de una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a
la gente dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncillos
rotos y sus eructos ácidos. En el tercer piso el ascensor se detuvo con un
sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar, abrió la puerta de rombos
plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia
galante, que estaba en su casa.
Ella
vio un adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones
de vidrios de colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre.
Le gustó de inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto
menor. Le gustó el nombre del hotel con las letras grabadas en una placa de
bronce, le gustó el olor de ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el
silencio, las lises de oro del papel de las paredes. Después dio un paso fuera
del ascensor, y el corazón se le encogió. Un grupo de turistas ingleses de
pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de
poltronas de espera.
Eran
diecisiete, y estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo
muchas veces repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los
vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó
fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo colgadas
en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino
que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.
—Vamos
a otro piso —dijo.
—Este
es el único que tiene comedor, signora—dijo
el cargador.
—No
importa —dijo ella.
El
cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor, y cantó el pedazo que
le faltaba de la canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo parecía
menos estricto, y la dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano
fácil, y nadie hacía la siesta en las poltronas del vestíbulo. No había
comedor, en efecto, pero el hotel tenía un acuerdo con una fonda cercana para
que sirviera a los clientes por un precio especial. De modo que la señora
Prudencia Linero decidió que sí, que se quedaba por una noche, tan convencida
por la elocuencia y la simpatía de la dueña como por el alivio de que no
hubiera ningún inglés de rodillas rosadas durmiendo en el vestíbulo.
El
dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la tarde, y la penumbra
conservaba la frescura y el silencio de una floresta recóndita, y era bueno
para llorar. No bien se quedó sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos
cerrojos, y orinó por primera vez desde la mañana con un desagüe tenue y
difícil que le permitió recobrar su identidad perdida durante el viaje. Después
se quitó las sandalias y el cordón del hábito y se tendió del lado del corazón
sobre la cama matrimonial demasiado ancha y demasiado sola para ella sola, y
soltó el otro manantial de sus lágrimas atrasadas.
No
solo era la primera vez que salía de Riohacha, sino una de las pocas en que
salió de su casa después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se
quedó sola con dos indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo.
Se le acabó la mitad de la vida en el dormitorio frente a los escombros del
único hombre que había amado, y que permaneció en el letargo durante casi
treinta años, tendido en la cama de sus amores juveniles sobre un
colchón de cueros de chivo.
En
el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez,
reconoció a su gente y pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del
parque con el enorme aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio
para las fotos domésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para
Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron
con el primer fogonazo de magnesio. «Ahora otras dos para mis hijas adoradas, Prudencita
y Natalia», dijo. Las tomaron. «Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de
la familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se acabó el
papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse. A las cuatro de la
tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormitorio por la humareda de
magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a recibir
sus copias del retrato, el inválido empezó a desvanecerse en la cama, y se fue
despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mundo en la
baranda de un barco.
Su
muerte no fue para la viuda el alivio que todos esperaban. Al contrario, quedó
tan afligida, que sus hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían
consolarla, y ella les contestó que no quería nada más que ir a Roma a conocer
al papa.
—Me
voy sola y con el hábito de san Francisco —les advirtió—. Es una manda.
Lo
único grato que le quedó de aquellos años de vigilia fue el placer de llorar.
En el barco, mientras tuvo que compartir el camarote con dos hermanas clarisas
que se quedaron en Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista.
De modo que el cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar propicio que
había encontrado para llorar a gusto desde que salió de Riohacha. Y habría
llorado hasta el día siguiente cuando saliera el tren de Roma, de no haber sido
porque la dueña le tocó la puerta a las siete para avisarle que si no llegaba a
tiempo a la fonda se quedaría sin comer.
El
empleado del hotel la acompañó. Una brisa fresca había empezado a soplar desde
el mar, y todavía quedaban algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de
las siete. La señora Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de
calles empinadas y estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del
domingo, y se encontró de pronto bajo una pérgola umbría, donde había mesas
para comer con manteles de cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados
como floreros con flores de papel. Los únicos comensales a esa hora temprana
eran los propios sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas con pan en
un rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de todos por el hábito
Pardo, pero no se alteró, pues era consciente de que el ridículo formaba parte
de la penitencia. La mesera, en cambio, le suscitó un ápice de piedad, porque
era rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy
mal en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir en
una fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el aroma de
guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre aplazada por la zozobra del
día. Por primera vez en mucho tiempo no tenía deseos de llorar.
Sin
embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con
la mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la
única carne que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que
criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y
que terminó por servirles de intérprete, trató de hacerle entender que las
emergencias de la guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse
como un milagro que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella
los rechazó.
—Para
mí —dijo—sería como comerme un hijo.
Así
que debió conformarse con una sopa de fideos, un plato de calabacines hervidos
con unas tiras de tocino rancio, y un pedazo de pan que parecía de mármol.
Mientras comía, el cura se acercó para suplicarle por caridad que lo invitara a
tomarse una taza de café, y se sentó con ella. Era yugoslavo, pero había sido
misionero en Bolivia, y hablaba un castellano difícil y expresivo. A la señora
Prudencia Linero le pareció un hombre ordinario y sin el menor vestigio de
indulgencia, y observó que tenía unas manos indignas con las uñas astilladas y
sucias, y un aliento de cebollas tan persistente que más bien parecía un
atributo del carácter. Pero después de todo estaba al servicio de Dios, y era
un placer nuevo encontrar a alguien con quien entenderse estando tan lejos de
casa.
Conversaron
despacio, ajenos al denso rumor de establo que los iba cercando a medida que
los comensales ocupaban las otras mesas. La señora Prudencia Linero tenía ya un
juicio terminante sobre Italia: no le gustaba. Y no porque los hombres fueran
un poco abusivos, que ya era mucho, ni porque se comieran a los pájaros, que ya
era demasiado, sino por la mala índole de dejar a los ahogados a la deriva.
El
cura, que además del café se había hecho llevar por cuenta de ella una copa
de grappa,
trató de hacerle ver su ligereza de juicio. Pues durante la guerra se había
establecido un servicio muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en
tierra sagrada a los numerosos ahogados que amanecían flotando en la bahía de
Nápoles.
—Desde
hace siglos —concluyó el cura— los italianos tomaron conciencia de que no hay
más que una vida, y tratan de vivirla lo mejor que pueden. Eso los ha hecho
calculadores y volubles, pero también los ha curado de la crueldad.
—Ni
siquiera pararon el barco —dijo ella.
—Lo que
hacen es avisar por radio a las autoridades del puerto —dijo el cura—. Ya a
esta hora deben haberlo recogido y enterrado en el nombre de Dios.
La
discusión cambió el humor de ambos. La señora Prudencia Linero había acabado de
comer, y solo entonces cayó en la cuenta de que todas las mesas estaban
ocupadas. En las más próximas, comiendo en silencio, había turistas casi
desnudos, y entre ellos algunas parejas de enamorados que se besaban en vez de
comer. En las mesas del fondo, cerca del mostrador, estaba la gente del barrio
jugando a los dados y bebiendo un vino sin color. La señora Prudencia Linero
comprendió que solo tenía una razón para estar en aquel país indeseable.
—¿Usted
cree que sea muy difícil ver al papa? —preguntó.
El
cura le contestó que nada era más fácil en verano. El papa estaba de vacaciones
en Castelgandolfo, y los miércoles en la tarde recibía en audiencia pública a
peregrinos del mundo entero. La entrada era muy barata: veinte liras.
—¿Y
cuánto cobra por confesarlo a uno? —preguntó ella.
—El
santo padre no confiesa a nadie —dijo el cura, un poco escandalizado—, salvo a
los reyes, por supuesto.
—No
veo por qué va a negarle ese favor a una pobre mujer que viene de tan lejos
—dijo ella.
—Hasta
algunos reyes, con ser reyes, se han muerto esperando —dijo el cura—. Pero
dígame: debe ser un pecado tremendo para que usted haya hecho sola semejante
viaje solo por confesárselo al santo padre.
La
señora Prudencia Linero lo pensó un instante, y el cura la vio sonreír por
primera vez.
—¡Ave
María Purísima! —dijo—. Me bastaría con verlo.
Y
agregó con un suspiro que pareció salirle del alma:
—¡Ha
sido el sueño de mi vida!
En
realidad, seguía asustada y triste, y lo único que quería era irse de
inmediato, no solo de ese lugar sino de Italia. El cura debió pensar que
aquella alucinada ya no daba para más, así que le deseó buena suerte y se fue a
otra mesa a pedir por caridad que le pagaran un café.
Cuando
salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad
cambiada. La sorprendió la luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la
muchedumbre estridente que había invadido las calles por el alivio de la brisa
nueva. No se podía vivir con los petardos de tantas vespas enloquecidas. Las
conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres
abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos culebreando por entre los
cerdos colgados y las mesas de sandías.
El
ambiente era de fiesta, pero a la señora Prudencia Linero le pareció de
catástrofe. Perdió el rumbo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva
con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces
rojas e intermitentes le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien
vestido, con un anillo de oro macizo y un diamante en la corbata la persiguió
varias cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como
no obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta postal de un paquete que sacó del
bolsillo, y ella solo necesitó un golpe de vista para sentir que estaba
atravesando el infierno.
Huyó
despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con
el mismo tufo de mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el corazón le
volvió a quedar en su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la
playa desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el
cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco
en que había llegado, enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de
que ya no tenía nada que ver con su vida. Allí dobló a la izquierda, pero no
pudo seguir, porque había una muchedumbre de curiosos mantenidos a raya por una
patrulla de carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas
abiertas frente al edificio de su hotel.
Empinada
por encima del hombro de los curiosos, la señora Prudencia Linero volvió a ver
entonces a los turistas ingleses. Los estaban sacando en camillas, uno por uno,
y todos estaban inmóviles y dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces
repetido con el traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de
franela, corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del
Trinity College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los
balcones, y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como
en un estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las
ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de sirenas de
guerra.
Aturdida
por tantos estupores, la señora Prudencia Linero subió en el ascensor
abarrotado por los clientes de los otros hoteles que hablaban en idiomas
herméticos. Se fueron quedando en todos los pisos, salvo en el tercero, que
estaba abierto e iluminado, pero nadie estaba en el mostrador ni en las
poltronas del vestíbulo, donde había visto las rodillas rosadas de los
diecisiete ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba el desastre en
una excitación sin control.
—Todos
están muertos —le dijo a la señora Prudencia Linero en castellano—. Se
envenenaron con la sopa de ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, imagínese!
Le
entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los
otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se
acuesta a dormir amanece vivo!» Otra vez con el nudo de lágrimas en la
garganta, la señora Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego
rodó contra la puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el
baúl como una barricada infranqueable contra el horror de aquel país donde
ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se
tendió bocarriba en la cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno descanso
de las almas de los diecisiete ingleses envenenados.