Quinquela Martín

domingo, 26 de septiembre de 2021

“Los teólogos” de Jorge Luis Borges

 

Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la

biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los

quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que

era una cimitarra de hierro. Ardieron palimpsestos y códices, pero en el corazón de la

hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que

narra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán

su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa

doctrina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una veneración especial y quienes

lo leyeron y releyeron en esa remota provincia dieron en olvidar que el autor sólo

declaró esa doctrina para poder mejor confutarla. Un siglo después, Aureliano,

coadjutor de Aquilea, supo que a orillas del Danubio la novísima secta de los

monótonos (llamados también anulares) profesaba que la historia es un círculo y que

nada es que no haya sido y que no será. En las montañas, la Rueda y la Serpiente habían

desplazado a la Cruz. Todos temían, pero todos se confortaban con el rumor de que Juan

de Panonia, que se había distinguido por un tratado sobre el séptimo atributo de Dios,

iba a impugnar tan abominable herejía.

Aureliano deploró esas nuevas, sobre todo la última. Sabía que en materia teológica no

hay novedad sin riesgo; luego reflexionó que la tesis de un tiempo circular era

demasiado disímil, demasiado asombrosa, para que el riesgo fuera grave. (Las herejías

que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia.) Más le dolió la

intervención —la intrusión— de Juan de Panonia. Hace dos años, éste había usurpado

con su verboso De septima affectione Dei sive de aeternitate un asunto de la

especialidad de Aureliano; ahora, como si el problema del tiempo le perteneciera, iba a

rectificar, tal vez con argumentos de Procusto, con triacas más temibles que la

Serpiente, a los anulares... Esa noche, Aureliano pasó las hojas del antiguo diálogo de

Plutarco sobre la cesación de los oráculos; en el párrafo veintinueve, leyó una burla

contra los estoicos que defienden un infinito ciclo de mundos, con infinitos soles, lunas,

Apolos, Dianas y Poseidones. El hallazgo le pareció un pronóstico favorable; resolvió

adelantarse a Juan de Panonia y refutar a los heréticos de la Rueda.

Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en

ella; Aureliano, parejamente, quería superar a Juan de Panonia para curarse del rencor

que éste le infundía, no para hacerle mal. Atemperado por el mero trabajo, por la

fabricación de silogismos y la invención de injurias, por los nego y los autem y los

nequaquam, pudo olvidar ese rencor. Erigió vastos y casi inextricables períodos,

estorbados de incisos, donde la negligencia y el solecismo parecían formas del desdén.

De la cacofonía hizo un instrumento. Previó que Juan fulminaría a los anulares con

gravedad profética; optó, para no coincidir con él, por el escarnio. Agustín había escrito

que Jesús es la vía recta que nos salva del laberinto circular en que andan los impíos;

Aureliano, laboriosamente trivial, los equiparó con Ixión, con el hígado de Prometeo,

con Sísifo, con aquel rey de Tebas que vio dos soles, con la tartamudez, con loros, con

espejos, con ecos, con mulas de noria y con silogismos bicornutos. (Las fábulas

gentílicas perduraban, rebajadas a adornos.) Como todo poseedor de una biblioteca,

Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin; esa controversia le permitió

cumplir con muchos libros que parecían reprocharle su incuria. Así pudo engastar un

pasaje de la obra De principiis de Orígenes, donde se niega que Judas Iscariote volverá

a vender al Señor, y Pablo a presenciar en Jerusalén el martirio de Esteban, y otro de los

Academica priora de Cicerón, en el que éste se burla de quienes sueñan que mientras él

conversa con Lúculo, otros Lúculos y otros Cicerones, en número infinito, dicen

puntualmente lo mismo, en infinitos mundos iguales. Además, esgrimió contra los

monótonos el texto de Plutarco y denunció lo escandaloso de que a un idólatra le valiera

más el lumen naturae que a ellos la palabra de Dios. Nueve días le tomó ese trabajo; el

décimo, le fue remitido un traslado de la refutación de Juan de Panonia.

Era casi irrisoriamente breve; Aureliano la miró con desdén y luego con temor. La

primera parte glosaba los versículos terminales del noveno capítulo de la Epístola a los

Hebreos, donde se dice que Jesús no fue sacrificado muchas veces desde el principio del

mundo, sino ahora una vez en la consumación de los siglos. La segunda alegaba el

precepto bíblico sobre las vanas repeticiones de los gentiles (Mateo 6:7) y aquel pasaje

del séptimo libro de Plinio, que pondera que en el dilatado universo no hay dos caras

iguales. Juan de Panonia declaraba que tampoco hay dos almas y que el pecador más vil

es precioso como la sangre que por él vertió Jesucristo. El acto de un solo hombre

(afirmó) pesa más que los nueve cielos concéntricos y trasoñar que puede perderse y

volver es una aparatosa frivolidad. El tiempo no rehace lo que perdemos; la eternidad lo

guarda para la gloria y también para el fuego. El tratado era límpido, universal; no

parecía redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quizá, por

todos los hombres.

Aureliano sintió una humillación casi física. Pensó destruir o reformar su propio trabajo,

luego, con rencorosa probidad, lo mandó a Roma sin modificar una letra. Meses

después, cuando se juntó el concilio de Pérgamo, el teólogo encargado de impugnar los

errores de los monótonos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y mesurada

refutación bastó para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la hoguera. Esto ha

ocurrido y volverá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una pira, encendéis un

laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la

tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces. Después gritó, porque

lo alcanzaron las llamas.

Cayó la Rueda ante la Cruz (1), pero Aureliano y Juan prosiguieron su batalla secreta.

Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban contra

el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribió una palabra que inconfesablemente no

propendiera a superar a Juan. Su duelo fue invisible; si los copiosos índices no me

engañan, no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos volúmenes de

Aureliano que atesora la Patrología de Migne. (De las obras de Juan, sólo han perdurado

veinte palabras.) Los dos desaprobaron los anatemas del segundo concilio de

Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la generación eterna

del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia christiana de Cosmas, que

enseña que la tierra es cuadrangular, como el tabernáculo hebreo. Desgraciadamente,

del Asia (porque los testimonios difieren y Bossuet no quiere admitir las razones de

Harnack), infestó las provincias orientales y erigió santuarios en Macedonia, en Cartago

y en Tréveris. Pareció estar en todas partes; se dijo que en la diócesis de Britania habían

sido invertidos los crucifijos y que a la imagen del Señor, en Cesarea, la había

suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran emblemas de los nuevos cismáticos.

La historia los conoce por muchos nombres (especulares, abismales, cainitas), pero de

todos el más recibido es histriones, que Aureliano les dio y que ellos con atrevimiento

adoptaron. En Frigia les dijeron simulacros, y también en Dardania. Juan Damasceno

los llamó formas; justo es advertir que el pasaje ha sido rechazado por Erfjord. No hay

heresiólogo que con estupor no refiera sus desaforadas costumbres. Muchos histriones

profesaron el ascetismo; alguno se mutiló, como Orígenes; otros moraron bajo tierra, en

las cloacas; otros se arrancaron los ojos; otros (los nabucodonosores de Nitria) "pacían

como los bueyes y su pelo crecía como de águila". De la mortificación y el rigor

pasaban, muchas veces, al crimen; ciertas comunidades toleraban el robo; otras, el

homicidio; otras, la sodomía, el incesto y la bestialidad. Todas eran blasfemas; no sólo

maldecían del Dios cristiano, sino de las arcanas divinidades de su propio panteón.

Maquinaron libros sagrados, cuya desaparición deploran los doctos. Sir Thomas

Browne, hacia 1658, escribió "El tiempo ha aniquilado los ambiciosos Evangelios

Histriónicos, no las Injurias con que se fustigó su Impiedad": Erfjord ha sugerido que

esas "injurias" (que preserva un códice griego) son los evangelios perdidos. Ello es

incomprensible, si ignoramos la cosmología de los histriones.

En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual a lo que hay arriba, y

lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el mundo inferior es reflejo

del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversión de esa idea.

Invocaron a Mateo 6:12 ("perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a

nuestros deudores") y 11:12 ("el reino de los cielos padece fuerza") para demostrar que

la tierra influye en el cielo, y a I Corintios 13:12 ("vemos ahora por espejo, en

oscuridad") para demostrar que todo lo que vemos es falso. Quizá contaminados por los

monótonos, imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro,

el que está en el cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo

invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme, si fornicamos, el otro es casto, si

robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos él. (Algún eco de

esas doctrinas perduró en Bloy.) Otros histriones discurrieron que el mundo concluiría

cuando se agotara la cifra de sus posibilidades; ya que no puede haber repeticiones, el

justo debe eliminar (cometer) los actos más infames, para que éstos no manchen el

porvenir y para acelerar el advenimiento del reino de Jesús. Ese artículo fue negado por

otras sectas, que defendieron que la historia del mundo debe cumplirse en cada hombre.

Los más, como Pitágoras, deberán transmigrar por muchos cuerpos antes de obtener su

liberación; algunos, los proteicos, "en el término de una sola vida son leones, son

dragones, son jabalíes, son agua y son un árbol". Demóstenes refiere la purificación por

el fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios órficos; los proteicos,

analógicamente, buscaron la purificación por el mal. Entendieron, como Carpócrates,

que nadie saldrá de la cárcel hasta pagar el último óbolo (Lucas 12:59), y solían

embaucar a los penitentes con este otro versículo: "Yo he venido para que tengan vida

los hombres y para que la tengan en abundancia" (Juan 10:10). También decían que no

ser un malvado es una soberbia satánica... Muchas y divergentes mitologías urdieron los

histriones; unos predicaron el ascetismo, otros la licencia, todos la confusión.

Teopompo, histrión de Berenice, negó todas las fábulas; dijo que cada hombre es un

órgano que proyecta la divinidad para sentir el mundo.

Los herejes de la diócesis de Aureliano eran de los que afirmaban que el tiempo no

tolera repeticiones, no de los que afirmaban que todo acto se refleja en el cielo. Esa

circunstancia era rara; en un informe a las autoridades romanas, Aureliano la mencionó.

El prelado que recibiría el informe era confesor de la emperatriz; nadie ignoraba que ese

ministerio exigente le vedaba las íntimas delicias de la teología especulativa. Su

secretario —antiguo colaborador de Juan de Panonia, ahora enemistado con él— gozaba

del renombre de puntualísimo inquisidor de heterodoxias; Aureliano agregó una

exposición de la herejía histriónica, tal como ésta se daba en los conventículos de Genua

y de Aquilea. Redactó unos párrafos; cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay

dos instantes iguales, su pluma se detuvo. No dio con la fórmula necesaria; las

admoniciones de la nueva doctrina ("¿Quieres ver lo que no vieron ojos humanos? Mira

la luna. ¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del pájaro. ¿Quieres tocar

lo que no tocaron las manos? Toca la tierra. Verdaderamente digo que Dios está por

crear el mundo") eran harto afectadas y metafóricas para la transcripción. De pronto,

una oración de veinte palabras se presentó a su espíritu. La escribió, gozoso;

inmediatamente después, lo inquietó la sospecha de que era ajena. Al día siguiente,

recordó que la había leído hacía muchos años en el Adversus annulares que compuso

Juan de Panonia. Verificó la cita; ahí estaba. La incertidumbre lo atormentó. Variar o

suprimir esas palabras, era debilitar la expresión; dejarlas, era plagiar a un hombre que

aborrecía; indicar la fuente, era denunciarlo. Imploró el socorro divino. Hacia el

principio del segundo crepúsculo, el ángel de su guarda le dictó una solución

intermedia. Aureliano conservó las palabras, pero les antepuso este aviso: Lo que ladran

ahora los heresiarcas para confusión de la fe, lo dijo en este siglo un varón doctísimo,

con más ligereza que culpa. Después, ocurrió lo temido, lo esperado, lo inevitable.

Aureliano tuvo que declarar quién era ese varón; Juan de Panonia fue acusado de

profesar opiniones heréticas.

Cuatro meses después, un herrero del Aventino, alucinado por los engaños de los

histriones, cargó sobre los hombros de su hijito una gran esfera de hierro, para que su

doble volara. El niño murió; el horror engendrado por ese crimen impuso una intachable

severidad a los jueces de Juan. Éste no quiso retractarse; repitió que negar su

proposición era incurrir en la pestilencial herejía de los monótonos. No entendió (no

quiso entender) que hablar de los monótonos era hablar de lo ya olvidado. Con

insistencia algo senil, prodigó los periodos más brillantes de sus viejas polémicas; los

jueces ni siquiera oían lo que los arrebató alguna vez. En lugar de tratar de purificarse

de la más leve mácula de histrionismo, se esforzó en demostrar que la proposición de

que lo acusaban era rigurosamente ortodoxa. Discutió con los hombres de cuyo fallo

dependía su suerte y cometió la máxima torpeza de hacerlo con ingenio y con ironía. El

veintiséis de octubre, al cabo de una discusión que duró tres días y tres noches, lo

sentenciaron a morir en la hoguera.

Aureliano presenció la ejecución, porque no hacerlo era confesarse culpable. El lugar

del suplicio era una colina, en cuya verde cumbre había un palo, hincado profundamente

en el suelo, y en torno muchos haces de leña. Un ministro leyó la sentencia del tribunal.

Bajo el sol de las doce, Juan de Panonia yacía con la cara en el polvo, lanzando bestiales

aullidos. Arañaba la tierra, pero los verdugos lo arrancaron, lo desnudaron y por fin lo

amarraron a la picota. En la cabeza le pusieron una corona de paja untada de azufre; al

lado, un ejemplar del pestilente Adversus annulares. Había llovido la noche antes y la

leña ardía mal. Juan de Panonia rezó en griego y luego en un idioma desconocido. La

hoguera iba a llevárselo, cuando Aureliano se atrevió a alzar los ojos. Las ráfagas

ardientes se detuvieron; Aureliano vio por primera y última vez el rostro del odiado. Le

recordó el de alguien, pero no pudo precisar el de quién. Después, las llamas lo

perdieron; después gritó y fue como si un incendio gritara.

Plutarco ha referido que Julio César lloró la muerte de Pompeyo; Aureliano no lloró la

de Juan, pero sintió lo que sentiría un hombre curado de una enfermedad incurable, que

ya fuera una parte de su vida. En Aquilea, en Éfeso, en Macedonia, dejó que sobre él

pasaran los años. Buscó los arduos límites del Imperio, las torpes ciénagas y los

contemplativos desiertos, para que lo ayudara la soledad a entender su destino. En una

celda mauritana, en la noche cargada de leones, repensó la compleja acusación contra

Juan de Panonia y justificó, por enésima vez, el dictamen. Más le costó justificar su

tortuosa denuncia. En Rusaddir predicó el anacrónico sermón Luz de las luces

encendida en la carne de un réprobo. En Hibernia, en una de las chozas de un

monasterio cercado por la selva, lo sorprendió una noche, hacia el alba, el rumor de la

lluvia. Recordó una noche romana en que lo había sorprendido, también, ese minucioso

rumor. Un rayo, al mediodía, incendió los árboles y Aureliano pudo morir como había

muerto Juan.

El final de la historia sólo es referible en metáforas, ya que pasa en el reino de los

cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó con Dios y

que Éste se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó por Juan de Panonia.

Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente divina. Más correcto es decir

que en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia

(el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima)

formaban una sola persona.

(1) En las cruces rúnicas los dos emblemas enemigos conviven, entrelazados.

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