Mi padre tuvo tantas caídas que al final no recordaba la
primera. Lo vi
despeñarse con una motoneta camino de Plaza Huincul y años
más tarde se dio vuelta
con el Gordini, cerca de Cañuelas. Mi madre me contó que una
vez, cuando yo era
muy chico, se cayó sin mayores daños de un poste de teléfonos
y como era bastante
distraído solía tropezarse con los juguetes que yo dejaba
tirados en el suelo.
Una tarde de diciembre de 1960 alguien vino a avisarme que lo
había
atropellado un auto. Llegué sin aliento en una bicicleta
prestada y lo encontré estirado
en la calle. Estaba un poco despeinado, con los ojos abiertos
y la cara muy blanca.
Sobre el asfalto había un poco de sangre manchada por las
huellas de unos zapatos. La
gente se apartó para dejarme pasar y un tipo me dijo ya
estaba por venir la
ambulancia. Alguien que le había puesto un pulóver bajo la
nuca me alcanzó los
anteojos que se habían roto con la caída.
Nadie hablaba y yo no sabía qué decir. Me arrodillé a su lado
y le hablé al oído
tratando de que la voz no me saliera muy asustada. Le
pregunté si podía escucharme y
alguna tontería más, pero no abrió la boca. Entonces fui
pedir que me ayudaran a
llevarlo al hospital pero me dijeron que no convenía moverlo
porque debía estar muy
estropeado. El paisano de sombrero negro que lo había
atropellado estaba llorando dentro
del coche y tampoco me hizo caso. Volví a sentarme en la
vereda y le tomé una mano.
Estaba fría y blanda como la panza de un pescado. No llevaba
más que el anillo de
casamiento y el Omega con la correa de cuero. Me pregunté qué
haría allí, en la otra punta
del pueblo, cruzando la calle como un chico atolondrado. En
esos días había cumplido los
cincuenta y recién ahora me doy cuenta de que corría contra
el tiempo. No había hecho
nada que le sirviera a él y la única vez que salió en los
diarios fue después del accidente,
entre un cuatrero detenido en General Roca y un incendio en
la usina de Arroyito.
Con los primeros calores de aquel verano había tomado la
decisión de abandonar
Obras Sanitarias y montar un taller de tornería. Mi madre se
oponía porque no creía en su
suerte. Entonces me llamó a su escritorio para que le dijera
con toda sinceridad si yo le
veía futuro en los negocios. De verdad, visto como lo vi
entonces, con el chaleco de lana
gastado y el pantalón lustroso, no me animé a apostar por él.
Me convidó un cigarrillo,
dejó que le explicara un complicado asunto de polleras y ya
pasada la medianoche, en voz
muy baja, me explicó que estaba cansado de esperar, de correr
de un desierto a otro
mientras se le iban los años y se le arrugaban los cueros.
Dijo no estar arrepentido de nada pero se le leía la culpa en los ojos. ¿Culpa
de qué? Nunca lo sabré. Aquella noche intentó
darme otro de sus consejos, pero no servía para eso. Palabras
más o menos, me dijo: "Por
mejor que uno se explique y justifique, nada cambia. Siempre
se cometen los mismos
errores. Una caída dibuja la próxima y por eso creemos en un
Dios, en alguien que haya
aprendido a no quemarse dos veces con la misma leche".
Cosas así eran las que solía
recitarme a la medianoche mientras limpiaba compases y
tiralíneas frente al tablero de
dibujo.
Le dije que no se calentara, que cualquiera hacía plata si
eso era lo único que se
proponía y que él estaba para otra cosa. Lo suyo era correr
por ahí, andar a la deriva para
no llegar a ninguna parte. A él y a mí nos daba lo mismo un
lugar u otro siempre que
tuviera una estación y algunas leguas por delante.
Ese día salimos a caminar por los andurriales, yo
estornudando por el polen y él
tosiendo su tabaco. Me hablaba de lo que haría cuando tuviera
un taller con seis tornos y
no sé cuántas máquinas para fabricar herramientas. De a ratos
lo situaba en Córdoba y
después lo ponía en Mendoza para abastecer también a los
chilenos. Sin darnos cuenta
llegamos al río y de pronto se jactó de haber sido muy buen
nadador en su juventud, allá
en Campana. Señaló la isla bajo el puente y me desafió a
ganarle a contracorriente.
Cambié de conversación porque el Limay es profundo y temí que
se ahogara. Yo tenía
menos de veinte años y me parecía imposible que mi padre
pudiera ganarme en algo.
Insistió y puse como excusa una contractura del fútbol o algo
parecido. No me oyó o no
quiso oírme y empezó a quitarse la ropa ahí mismo, abajo de
la luna, hasta que sólo se
quedó con unos ridículos calzoncillos celestes que le
llegaban hasta las rodillas.
Bravuconeaba, supongo. Tenía todo el pelo blanco pero ahora
estaba de nuevo en el Delta
junto a sus amigos y con toda la vida por delante. No sé qué
pensé mientras lo miraba
alejarse tirando brazadas. Creo que me daba pena verlo pelear
contra su propia sombra.
Me toreaba a mí pero la bronca, como el agua, venía de lejos
y nos mojaba a los dos.
En un momento lo perdí de vista hasta que al rato me gritó
desde la isla. Yo no
quería seguirle el juego. Tampoco estaba seguro de animarme a
atravesar el río. Le
contesté que se dejara de joder, que volviera, y me senté a
esperarlo. Calculé que no iba a
tardar porque no podía estar mucho tiempo sin fumar. Pero
también esa vez me
equivoqué. Me pidió que escondiera su ropa y que me fuera a
casa porque tenía ganas de
dar un paseo por la isla. A dos pasos había un muelle con
botes pero ninguno de los dos
quería ridiculizarse. Llamé al barquero y le di la poca plata
que tenía para que le
alcanzara el paquete de cigarrillos e intentara traerlo de
vuelta. Pero no volvió. Se quedó
pitando en silencio en la otra orilla hasta que me cansé de
su juego y me fui a dormir.
Creo que fue ese episodio el que lo alejó por un tiempo de mí
y del taller de
tornería. La tarde en que lo encontré tirado en la calle temí
que se muriera con la
impresión de que yo lo había abandonado. La ambulancia tardó
siglos en llegar y lo llevó
a un hospital donde me dijeron que tenía el cráneo roto. Mi
madre se quedaba a su lado
durante la mañana y a la tarde iba yo. Cuando pudo mover los
labios me dijo que se había
gastado el aguinaldo completo en la primera cuota del torno y
no se animaba a decírselo a
mi madre.
Era otro de sus juguetes tardíos pero todavía no estaba
seguro de poder
disfrutarlo. "¿Me voy a morir?", me preguntó
cuando se dio cuenta de que tenía una bolsa
de hielo sobre la cabeza. Le dije que no, aunque no era
seguro, y le pregunté dónde estaba
su famoso torno. "Llega de Buenos Aires en el tren de
la semana que viene; es una
hermosura, no te imaginas", me contestó muy serio. Una
enfermera había puesto las cosas
que llevaba sobre la mesa de luz. El pañuelo, el encendedor,
la billetera vacía, unas
monedas y el folleto del torno que era italiano y parecía
una nave espacial. "¿Te duele?",
dije y me senté cerca de la ventana a mirar a las chicas que
atravesaban el jardín. "Sí,
desde hace mucho", murmuró. "¿Qué me pasó
ahora?" Le conté que lo había agarrado un
auto y se había golpeado la cabeza contra el pavimento.
Pareció sorprenderse, como si le
dijera que se había caído de la calesita: "Y a tu
madre, ¿qué le vamos a decir?". Se refería al
aguinaldo y a todo lo que otra vez no podríamos comprar.
Cerró los ojos y se durmió. O
tal vez en su confusión de huesos rotos y sesos desbaratados
pensaba en lo buena que
hubiera sido su vida sin mi madre y sin mí. Me incliné para
decirle al oído que no siempre
se puede ganar, que a veces hay que saber quedarse de este
lado de la orilla. Hizo una
mueca de disgusto y entornó los párpados: "Eso es de
cobardes; los ríos están para que
uno los cruce". Como siempre, del infortunio sacaba
alguna lección que lo disculpaba ante
los demás.
Después de hablar con el médico tuve miedo de que aquella
fuera su última
metáfora. A mi madre le dije que la plata del aguinaldo se
la habían robado en la calle
mientras estaba caído y que de todos modos para nosotros no
habría fiestas ese fin de año.
Antes de Navidad lo trasladaron a casa, flaco y vendado como
un faquir. Ocultaba el
folleto del torno abajo de la almohada. No sé si mi madre se
creyó el cuento del aguinaldo
robado, pero en Nochebuena no tuvimos festejos ni palabras
bonitas. Mi padre pasaba las
horas inmóvil, con la mirada puesta en el techo. Un día me
hizo una seña para que me
inclinara a escucharlo: "Véndelo", susurró,
"cuando llegue véndelo por lo que te den". Me
partió que contenía un lagrimón y le dije que no, que ahora
estaba en medio de la
corriente y tenía que nadar. Después de todo, eso era lo que
había querido enseñarme.
Hizo un gesto de alivio, me pasó un brazo alrededor del
cuello, y dijo: "Está bien, pero no
te olvides de mandarme un bote con los cigarrillos".
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