Ella se dejó acariciar, silenciosa, gotas de sudor en la
cintura, olor a azúcar tostada en
su cuerpo quieto, como si adivinara que un solo sonido podía
hurgar en los recuerdos y
echarlo todo a perder, haciendo polvo ese instante en que él
era una persona como
todas, un amante casual que conoció en la mañana, otro
hombre sin historia atraído
por su pelo de espiga, su piel pecosa o la sonajera profunda
de sus brazaletes de
gitana, otro que la abordó en la calle y echó a andar con
ella sin rumbo preciso,
comentando del tiempo o del tráfico y observando a la
multitud, con esa confianza un
poco forzada de los compatriotas en tierra extraña; un
hombre sin tristezas, ni
rencores, ni culpas, limpio como el hielo, que deseaba
sencillamente pasar el día con
ella vagando por librerías y parques, tomando café,
celebrando el azar de haberse
conocido, hablando de nostalgias antiguas, de cómo era la
vida cuando ambos crecían
en la misma ciudad, en el mismo barrio, cuando tenía catorce
años, te acuerdas, los
inviernos de zapatos mojados por la escarcha y de estufas de
parafina, los veranos de
duraznos, allá en el país prohibido. Tal vez se sentía un
poco sola o le pareció que era
una oportunidad de hacer el amor sin preguntas y por eso, al
final de la tarde, cuando
ya no había más pretextos para seguir caminando, ella lo
tomó de la mano y lo
condujo a su casa. Compartía con otros exiliados un
apartamento sórdido, en un
edificio amarillo al final de un callejón lleno de tarros de
basura. Su cuarto era
estrecho, un colchón en el suelo cubierto con una manta a
rayas, unas repisas hechas
con tablones apoyados en dos hileras de ladrillos, libros,
afiches, ropa sobre una silla,
una maleta en un rincón. Allí ella se quitó la ropa sin preámbulos
con actitud de niña
complaciente.
Él trató de amarla. La recorrió con paciencia, resbalando
por sus colinas y hondonadas,
abordando sin prisa sus rutas, amasándola, suave arcilla
sobre las sábanas, hasta que
ella se entregó, abierta. Entonces él retrocedió con muda
reserva. Ella se volvió para
buscarlo, ovillada sobre el vientre del hombre, escondiendo
la cara, como empeñada
en el pudor, mientras lo palpaba, lo lamía, lo fustigaba. Él
quiso abandonarse con los
ojos cerrados y la dejó hacer por un rato, hasta que lo
derrotó la tristeza o la
vergüenza y tuvo que apartarla. Encendieron otro cigarrillo,
ya no había complicidad,
se había perdido la anticipada urgencia que los unió durante
ese día, y sólo quedaban
sobre la cama dos criaturas desvalidas, con la memoria
ausente, flotando en el vacío
terrible de tantas palabras calladas. Al conocerse esa
mañana no ambicionaron nada
extraordinario, no habían pretendido mucho, sólo algo de
compañía y un poco de
placer, nada más, pero a la hora del encuentro los venció el
desconsuelo. Estamos
cansados, sonrió ella, pidiendo disculpas por esa pesadumbre
instalada entre los dos.
En un último empeño de ganar tiempo, él tomó la cara de la
mujer entre sus manos y
le besó los párpados. Se tendieron lado a lado, tomados de
la mano, y hablaron de sus
vidas en ese país donde se encontraban por casualidad, un
lugar verde y generoso
donde sin embargo siempre serían forasteros. Él pensó en
vestirse y decirle adiós,
antes de que la tarántula de sus pesadillas les envenenara
el aire, pero la vio joven y
vulnerable y quiso ser su amigo. Amigo, pensó, no amante,
amigo para compartir
algunos ratos de sosiego, sin exigencias ni compromisos,
amigo para no estar solo y
para combatir el miedo. No se decidió a partir ni a soltarle
la mano. Un sentímiento
cálido y blando, una tremenda compasión por sí mismo y por
ella le hizo arder los ojos.
Se infló la cortina como una vela y ella se levantó a cerrar
la ventana, imaginando que
la oscuridad podía ayudarlos a recuperar las ganas de estar
juntos y el deseo de
abrazarse. Pero no fue así, él necesitaba ese retazo de luz
de la calle, porque si no se
sentía atrapado de nuevo en el abismo de los noventa centímetros sin tiempo de la celda,
fermentando en sus propios excrementos,
demente. Deja abierta la cortina,
quiero mirarte, le mintió, porque no se atrevió a confiarle
su terror de la noche,
cuando lo agobiaban de nuevo la sed, la venda apretada en la
cabeza como una corona
de clavos, las visiones de cavernas y el asalto de tantos
fantasmas. No podía hablarle
de eso, porque una cosa lleva a la otra y se acaba diciendo
lo que nunca se ha dicho.
Ella volvió a la cama, lo acarició sin entusiasmo, le pasó
los dedos por las pequeñas
marcas, explorándolas. No te preocupes, no es nada
contagioso, son sólo cicatrices, rió
él casi en un sollozo. La muchacha percibió su tono
angustiado y se detuvo, el gesto
suspendido, alerta. En ese momento él debió decirle que ése
no era el comienzo de un
nuevo amor, ni siquiera de una pasión fugaz, era sólo un
instante de tregua, un breve
minuto de inocencia, y que dentro de poco, cuando ella se
durmiera, él se iría; debió
decirle que no habría planes para ellos, ni llamadas
furtivas, no vagarían juntos otra
vez de la mano por las calles, ni compartirían juegos de
amantes, pero no pudo hablar,
la voz se le quedó agarrada en el vientre, como una zarpa.
Supo que se hundía. Trató
de retener la realidad que se le escabullía, anclar su
espíritu en cualquier cosa, en la
ropa desordenada sobre la silla, en los libros apilados en
el suelo, en el afiche de Chile
en la pared, en la frescura de esa noche caribeña, en el
ruido sordo de la calle; intentó
concentrarse en ese cuerpo ofrecido y pensar sólo en el
cabello desbordado de la
joven, en su olor dulce. Le suplicó sin voz que por favor lo
ayudara a salvar esos
segundos, mientras ella lo observaba desde el rincón más
lejano de la cama, sentada
como un faquir, sus claros pezones y el ojo de su ombligo
mirándolo también,
registrando su temblor, el chocar de sus dientes, el gemido.
El hombre oyó crecer el
silencio en su interior, supo que se le quebraba el alma,
como tantas veces le ocurriera
antes, y dejó de luchar, soltando el último asidero al
presente, echándose a rodar por
un despeñadero inacabable. Sintió las correas incrustadas en
los tobillos y en las
muñecas, la descarga brutal, los tendones rotos, las voces
insultando, exigiendo
nombres, los gritos inolvidables de Ana supliciada a su lado
y de los otros, colgados de
los brazos en el patio.
¡Qué pasa, por Dios, qué te pasa!, le llegó de lejos la voz
de Ana. No, Ana quedó
atascada en las ciénagas del Sur. Creyó percibir a una
desconocida desnuda, que lo
sacudía y lo nombraba, pero no logró desprenderse de las
sombras donde se agitaban
látigos y banderas. Encogido, intentó controlar las náuseas.
Comenzó a llorar por Ana
y por los demás. ¿Qué te pasa?, otra vez la muchacha
llamándolo desde alguna parte.
¡Nada, abrázame ... ! rogó y ella se acercó tímida y lo
envolvió en sus brazos, lo
arrulló como a un niño, lo besó en la frente, le dijo llora,
llora, lo tendió de espaldas
sobre la cama y se acostó crucificada sobre él.
Permanecieron mil años así abrazados, hasta que lentamente
se alejaron las
alucinaciones y él regresó a la habitación, para descubrirse
vivo a pesar de todo,
respirando, latiendo, con el peso de ella sobre su cuerpo,
la cabeza de ella
descansando en su pecho, los brazos y las piernas de ella
sobre los suyos, dos
huérfanos aterrados. Y en ese instante, como si lo supiera
todo, ella le dijo que el
miedo es más fuerte que el deseo, el amor, el odio, la
culpa, la rabia, más fuerte que
la lealtad. El miedo es algo total, concluyó, con las
lágrimas rodándole por el cuello.
Todo se detuvo para el hombre, tocado en la herida más
oculta. Presintió que ella no
era sólo una muchacha dispuesta a hacer el amor por
conmiseración, que ella conocía
aquello que se encontraba agazapado más allá del silencio,
de la completa soledad,
más allá de la caja sellada donde él se había escondido del
Coronel y de su propia
traición, más allá del recuerdo de Ana Díaz y de los otros
compañeros delatados, a
quienes fueron trayendo uno a uno con los ojos vendados.
¿Cómo puede saber ella
todo eso? La mujer se incorporó. Su brazo delgado se recortó contra la bruma clara de la
ventana, buscando a tientas el interruptor.
Encendió la luz y se quitó uno a uno los
brazaletes de metal, que cayeron sin ruido sobre la cama. El
cabello le cubría a medias
la cara cuando le tendió las manos. También a ella blancas
cicatrices le cruzaban las
muñecas. Durante un interminable momento él las observó
inmóvil hasta
comprenderlo todo, amor, y verla atada con las correas sobre
la parrilla eléctrica, y
entonces pudieron abrazarse y llorar, hambrientos de pactos
y de confidencias, de
palabras prohibidas, de promesas de mañana, compartiendo,
por fin, el más recóndito
secreto.
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