Siempre me vuelven a la memoria aquellos viajes en tren que
cambiaron mi vida.
Eran viajes largos y rumorosos, con sándwiches de milanesa y
limonadas caseras. Ahí vamos,
mi madre y yo vestidos de Domingo en el vagón de segunda. Mamá
lleva un pañuelo azul al
cuello y la mirada puesta en la ventanilla sucia. Yo voy de
pantalón corto y es posible que
lleve un pulóver marrón con los codos zurcidos. No sé a qué
le temo ni en qué piensa mi
madre.
Cae la tarde y el sol se esconde en el horizonte. Mi padre
ha partido meses antes a
ocupar su cargo en una oficina de Río Cuarto. Muchos años
después, al escribir estas líneas,
releo una carta que le mandé a los nueve años: "Querido
papá: a mami ya le sacaron la benda
y yo me estoy haciendo una onda, la goma me la trajo del
regimiento el señor Limina. Ya
tenernos camionero, es Jamelo, mandá plata. Como estás por
allá? Asfaltan calles? acá no,
Fernandino viene siempre entre las 10 o 10 y media. Voy al
cine cuando quiero y me levanto a
las 10. Esperamos ir con vos, termina la casa. Besos
chau". Y al margen, como posdata: "El
gatito está atado".
Algunos errores de sintaxis, la be de benda y los acentos
que faltan. Una caligrafía
rumbosa que mi padre conservó hasta el final entre sus
papeles. El chico de la carta es el que
viaja con su madre en un tren que culebrea y se detiene de
tanto en tanto a reponer agua y
carbón. Una locomotora negra, con humo negro, igual que esa
a pilas con la que ahora juega
mi hijo. Perón la ha pagado como si fuera nueva y lleva el
escudo nacional. Me pregunto:
¿por qué está atado el gatito? ¿Qué venda le han sacado a mi
madre? ¿Quién es Jamelo? ¿Por
qué me preocupa tanto el asfalto de las calles?
Mi madre ya no se acuerda del gatito. Con más de ochenta
años se le confunden los
trenes. Había tomado el primero en Pamplona, cuando era
chica, y siguió aquí, en esta tierra
inmensa, detrás de mi padre. Al Norte, al Sur, a la sierra,
al mar, mamá subió a todos los
trenes. Me dice, escondida en una montaña de recuerdos
difusos, que Jamelo era el de la
mudanza y se lleva la mano a la frente donde todavía tiene
la marca de aquella herida. Un
barquinazo con el jeep de Obras Sanitarias, de eso me
acuerdo bien. Mi padre siempre
agarraba los pozos más grandes y en aquel de San Luis mi
madre dejó la lozanía de su cara
española. Sangraba y no podía entender qué le había pasado.
Mi viejo la cubrió con un
pañuelo y manejó kilómetros y kilómetros maldiciendo todos
los pozos que Dios ponía en su
camino. En un hospital le colocaron esa venda que ya le han
sacado en mi carta.
Manejaba mal, mi viejo, pero él nunca lo admitió. Una vez me
atreví a decírselo en
una curva, camino de Rauch. Frenó el coche en un pastizal y
me dijo que bajara a pelear. Era
así. Se enfrascaba en sus pensamientos y olvidaba la ruta.
Entonces mi madre se sentía feliz
de subir al tren justicialista. No le importaba que
pasáramos días y días en aquellas butacas
de madera durmiendo sobre una frazada. A la noche, cuando el
tren se paraba en cualquier
parte y los señaleros caminaban junto a la vía sin dar
explicaciones, abría un paquete hecho
con una caja de zapatos y todos los pasajeros se daban
vuelta para sentir el aroma de nuestro
pollo relleno. Tenía que durar hasta el final del viaje y lo
administraba con un rigor de
campesina. Mientras comíamos me contaba escenas de Lo que el
viento se llevó y de postre las
películas del Gordo y el Flaco. Entonces reía y los hacía
correr perseguidos por un fantasma o
subir un piano inútil a un segundo piso equivocado. El tren
arrancaba a los tirones y después
se paraba en una estación de mala muerte. Recuerdo que en
ese viaje, o en otro, subieron a un
boxeador noqueado y con los guantes todavía puestos, que
mientras dormía narraba su
propia derrota. Mi madre le mojó los labios con un pañuelo.
El entrenador llevaba sombrero,
tiradores y una boquilla, pero se le habían acabado los
cigarrillos. Cada vez que mamá se
inclinaba a auxiliar a su amigo el tipo se sacaba el
sombrero y rogaba a Dios que se despertara
para la próxima pelea.
Una vez que hicimos noche en un hotel de Bahía Blanca tardé
en dormirme y entreví
la desnudez de mi madre bajo la ducha. Al día siguiente, en
el expreso a Neuquén, le
pregunté qué era esa cosa negra que tenía ahí. Me miró y
durante un rato movió los labios sin
hablar. Por fin dijo: "Un hormiguero", y ésa es la
única cosa textual que recuerdo de nuestra
charla. Yo tenía cuatro o cinco años y ella todavía no
llevaba la huella en la frente. Una vez le
escuché decir que querían adoptar un hermanito para mí. La
odié y odié a mi padre hasta que
me preguntó si quería un hermano de regalo y yo me puse a
llorar. Pero eso fue mucho más
tarde, entre el rápido a Río Cuarto y el expreso a
Cipolletti.
Ahora creo que vamos rumbo a San Luis y en un lugar
penumbroso suben dos
mellizos vestidos de azul, con una valija inmensa. Al rato
uno abre la valija y de adentro sale
un enano. No necesitan boleto. Los tres son, le informan al
guarda, electores de Perón. Los
que el pueblo votó para que votaran por Perón. En casa, el
General era mala palabra pero ahí,
de noche y a los cimbronazos, estallan aplausos y el enano
levanta los brazos subido a un
asiento. Alguien, atrás, empieza a vociferar "aquí
están/éstos son/los muchachos de Perón".
Uno de los mellizos se sienta al lado de mi madre y
enseguida le saca un piropeo de versos
floridos. Ella se levanta en silencio, indignada, con la
cicatriz que le cruza la frente, y me
arrastra al pasillo. "Éste es mi hijo", le dice al
guarda mientras me pone la mano sobre un
hombro, "y en este tren, como manda el General, los
únicos privilegiados son los niños". Me
parece mentira que lo diga ella, pero el de uniforme se pone
duro como un mástil y el enano
deja de gritar. Después todo pasa muy rápido. En la
siguiente estación sube la policía y se
lleva a los electores a empujones. Un gordo engominado se
acerca a mi madre y se disculpa
en nombre del ferrocarril: los privilegios de los niños
alcanzan a las madres, dice y suda a
mares mientras su mano grasienta me acaricia la cabeza.
Parece asustado y nos ofrece pasar al
vagón de primera.
Esa fue la única vez que viajamos en asientos mullidos. Mi
madre se recuesta y cierra
los ojos. Ahora veo: el gatito está atado a una silla,
enredado en un ovillo de lana. Dormía en
mi cama como ahora otro duerme junto a mi hijo. A veces yo
era el Corsario Negro y él el
Corsario Rojo que iba a morir en el cadalso. Era negro y
blanco con un morro fino y una
paciencia infinita. Una noche no volvió, la siguiente
tampoco y a la tercera empezamos a
llorarlo. Nos había acompañado en otros trenes, aterrado por
el encierro y el ruido. Venía del
asfalto de Mar del Plata y tal vez sufría los calientes
desiertos puntanos. ¿Sueña con eso
mamá cuando duerme esa noche en el tren? ¿Sueña con su aldea
de Navarra? ¿Con la voz de
Magaldi? ¿Con los bailes en Barracas cuando era joven y
trabajaba en la fábrica de medias? En
la larga espera de una estación desconocida, esta vez rumbo
a Tandil, habla de ella: años atrás
un tal Fermín Estrella Gutiérrez le ha escrito versos de
amor, dice. Era elegante y gentil aquel
poeta de sonoro apellido. Qué más, me pregunto ahora: ¿qué
otros sueños? ¿Más praderas y
distancias? Tal vez la pensión de la calle Brasil, a una
cuadra de donde vivía el Peludo
Yrigoyen. La estación Constitución donde desembarcamos por
primera vez, yo intimidado
por la inmensa avenida y ella feliz con su sombrero de paja
bajo el sol.
Trenes de madera, de fierro, de juguete. Resaca inglesa y
vivezas criollas. Van peones
deportados, viajantes medrosos, boxeadores noqueados,
antiguos electores de Yrigoyen y
Perón. Ahí va Gardel que todavía no es Gardel. Viene Eva,
que todavía no es Evita. Sube su
moto un chico que todavía no es el Che. Todos duermen, igual
que mi madre. Van a la deriva
del destino. A cara o cruz. Aunque nunca hablemos de los
sueños, es en ellos donde alguna
vez somos enteramente felices. Mientras ruge la locomotora y crujen las maderas de aquel vagón justicialista.
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