Quinquela Martín

viernes, 16 de julio de 2021

“Trenes” de Osvaldo Soriano

 

Siempre me vuelven a la memoria aquellos viajes en tren que cambiaron mi vida.

Eran viajes largos y rumorosos, con sándwiches de milanesa y limonadas caseras. Ahí vamos,

mi madre y yo vestidos de Domingo en el vagón de segunda. Mamá lleva un pañuelo azul al

cuello y la mirada puesta en la ventanilla sucia. Yo voy de pantalón corto y es posible que

lleve un pulóver marrón con los codos zurcidos. No sé a qué le temo ni en qué piensa mi

madre.

Cae la tarde y el sol se esconde en el horizonte. Mi padre ha partido meses antes a

ocupar su cargo en una oficina de Río Cuarto. Muchos años después, al escribir estas líneas,

releo una carta que le mandé a los nueve años: "Querido papá: a mami ya le sacaron la benda

y yo me estoy haciendo una onda, la goma me la trajo del regimiento el señor Limina. Ya

tenernos camionero, es Jamelo, mandá plata. Como estás por allá? Asfaltan calles? acá no,

Fernandino viene siempre entre las 10 o 10 y media. Voy al cine cuando quiero y me levanto a

las 10. Esperamos ir con vos, termina la casa. Besos chau". Y al margen, como posdata: "El

gatito está atado".

Algunos errores de sintaxis, la be de benda y los acentos que faltan. Una caligrafía

rumbosa que mi padre conservó hasta el final entre sus papeles. El chico de la carta es el que

viaja con su madre en un tren que culebrea y se detiene de tanto en tanto a reponer agua y

carbón. Una locomotora negra, con humo negro, igual que esa a pilas con la que ahora juega

mi hijo. Perón la ha pagado como si fuera nueva y lleva el escudo nacional. Me pregunto:

¿por qué está atado el gatito? ¿Qué venda le han sacado a mi madre? ¿Quién es Jamelo? ¿Por

qué me preocupa tanto el asfalto de las calles?

Mi madre ya no se acuerda del gatito. Con más de ochenta años se le confunden los

trenes. Había tomado el primero en Pamplona, cuando era chica, y siguió aquí, en esta tierra

inmensa, detrás de mi padre. Al Norte, al Sur, a la sierra, al mar, mamá subió a todos los

trenes. Me dice, escondida en una montaña de recuerdos difusos, que Jamelo era el de la

mudanza y se lleva la mano a la frente donde todavía tiene la marca de aquella herida. Un

barquinazo con el jeep de Obras Sanitarias, de eso me acuerdo bien. Mi padre siempre

agarraba los pozos más grandes y en aquel de San Luis mi madre dejó la lozanía de su cara

española. Sangraba y no podía entender qué le había pasado. Mi viejo la cubrió con un

pañuelo y manejó kilómetros y kilómetros maldiciendo todos los pozos que Dios ponía en su

camino. En un hospital le colocaron esa venda que ya le han sacado en mi carta.

Manejaba mal, mi viejo, pero él nunca lo admitió. Una vez me atreví a decírselo en

una curva, camino de Rauch. Frenó el coche en un pastizal y me dijo que bajara a pelear. Era

así. Se enfrascaba en sus pensamientos y olvidaba la ruta. Entonces mi madre se sentía feliz

de subir al tren justicialista. No le importaba que pasáramos días y días en aquellas butacas

de madera durmiendo sobre una frazada. A la noche, cuando el tren se paraba en cualquier

parte y los señaleros caminaban junto a la vía sin dar explicaciones, abría un paquete hecho

con una caja de zapatos y todos los pasajeros se daban vuelta para sentir el aroma de nuestro

pollo relleno. Tenía que durar hasta el final del viaje y lo administraba con un rigor de

campesina. Mientras comíamos me contaba escenas de Lo que el viento se llevó y de postre las

películas del Gordo y el Flaco. Entonces reía y los hacía correr perseguidos por un fantasma o

subir un piano inútil a un segundo piso equivocado. El tren arrancaba a los tirones y después

se paraba en una estación de mala muerte. Recuerdo que en ese viaje, o en otro, subieron a un

boxeador noqueado y con los guantes todavía puestos, que mientras dormía narraba su

propia derrota. Mi madre le mojó los labios con un pañuelo. El entrenador llevaba sombrero,

tiradores y una boquilla, pero se le habían acabado los cigarrillos. Cada vez que mamá se

inclinaba a auxiliar a su amigo el tipo se sacaba el sombrero y rogaba a Dios que se despertara

para la próxima pelea.

Una vez que hicimos noche en un hotel de Bahía Blanca tardé en dormirme y entreví

la desnudez de mi madre bajo la ducha. Al día siguiente, en el expreso a Neuquén, le

pregunté qué era esa cosa negra que tenía ahí. Me miró y durante un rato movió los labios sin

hablar. Por fin dijo: "Un hormiguero", y ésa es la única cosa textual que recuerdo de nuestra

charla. Yo tenía cuatro o cinco años y ella todavía no llevaba la huella en la frente. Una vez le

escuché decir que querían adoptar un hermanito para mí. La odié y odié a mi padre hasta que

me preguntó si quería un hermano de regalo y yo me puse a llorar. Pero eso fue mucho más

tarde, entre el rápido a Río Cuarto y el expreso a Cipolletti.

Ahora creo que vamos rumbo a San Luis y en un lugar penumbroso suben dos

mellizos vestidos de azul, con una valija inmensa. Al rato uno abre la valija y de adentro sale

un enano. No necesitan boleto. Los tres son, le informan al guarda, electores de Perón. Los

que el pueblo votó para que votaran por Perón. En casa, el General era mala palabra pero ahí,

de noche y a los cimbronazos, estallan aplausos y el enano levanta los brazos subido a un

asiento. Alguien, atrás, empieza a vociferar "aquí están/éstos son/los muchachos de Perón".

Uno de los mellizos se sienta al lado de mi madre y enseguida le saca un piropeo de versos

floridos. Ella se levanta en silencio, indignada, con la cicatriz que le cruza la frente, y me

arrastra al pasillo. "Éste es mi hijo", le dice al guarda mientras me pone la mano sobre un

hombro, "y en este tren, como manda el General, los únicos privilegiados son los niños". Me

parece mentira que lo diga ella, pero el de uniforme se pone duro como un mástil y el enano

deja de gritar. Después todo pasa muy rápido. En la siguiente estación sube la policía y se

lleva a los electores a empujones. Un gordo engominado se acerca a mi madre y se disculpa

en nombre del ferrocarril: los privilegios de los niños alcanzan a las madres, dice y suda a

mares mientras su mano grasienta me acaricia la cabeza. Parece asustado y nos ofrece pasar al

vagón de primera.

Esa fue la única vez que viajamos en asientos mullidos. Mi madre se recuesta y cierra

los ojos. Ahora veo: el gatito está atado a una silla, enredado en un ovillo de lana. Dormía en

mi cama como ahora otro duerme junto a mi hijo. A veces yo era el Corsario Negro y él el

Corsario Rojo que iba a morir en el cadalso. Era negro y blanco con un morro fino y una

paciencia infinita. Una noche no volvió, la siguiente tampoco y a la tercera empezamos a

llorarlo. Nos había acompañado en otros trenes, aterrado por el encierro y el ruido. Venía del

asfalto de Mar del Plata y tal vez sufría los calientes desiertos puntanos. ¿Sueña con eso

mamá cuando duerme esa noche en el tren? ¿Sueña con su aldea de Navarra? ¿Con la voz de

Magaldi? ¿Con los bailes en Barracas cuando era joven y trabajaba en la fábrica de medias? En

la larga espera de una estación desconocida, esta vez rumbo a Tandil, habla de ella: años atrás

un tal Fermín Estrella Gutiérrez le ha escrito versos de amor, dice. Era elegante y gentil aquel

poeta de sonoro apellido. Qué más, me pregunto ahora: ¿qué otros sueños? ¿Más praderas y

distancias? Tal vez la pensión de la calle Brasil, a una cuadra de donde vivía el Peludo

Yrigoyen. La estación Constitución donde desembarcamos por primera vez, yo intimidado

por la inmensa avenida y ella feliz con su sombrero de paja bajo el sol.

Trenes de madera, de fierro, de juguete. Resaca inglesa y vivezas criollas. Van peones

deportados, viajantes medrosos, boxeadores noqueados, antiguos electores de Yrigoyen y

Perón. Ahí va Gardel que todavía no es Gardel. Viene Eva, que todavía no es Evita. Sube su

moto un chico que todavía no es el Che. Todos duermen, igual que mi madre. Van a la deriva

del destino. A cara o cruz. Aunque nunca hablemos de los sueños, es en ellos donde alguna

vez somos enteramente felices. Mientras ruge la locomotora y crujen las maderas de aquel vagón justicialista.


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