III
El hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a
las dos semanas de nacido. Úrsula lo admitió de mala gana, vencida una vez más
por la terquedad de su marido que no pudo tolerar la idea de que un retoño de
su sangre quedara navegando a la deriva, pero impuso la condición de que se
ocultara al niño su verdadera identidad. Aunque recibió el nombre de José
Arcadio, terminaron por llamarlo simplemente Arcadio para evitar confusiones.
Había por aquella época tanta actividad en el pueblo y tantos trajines en la
casa, que el cuidado de los niños quedó relegado a un nivel secundario. Se los
encomendaron a Visitación, una india guajira que llegó al pueblo con un
hermano, huyendo de una peste de insomnio que flagelaba a su tribu desde hacía
varios años. Ambos eran tan dóciles y serviciales que Úrsula se hizo cargo de
ellos para que la ayudaran en los oficios domésticos. Fue así como Arcadio y
Amaranta hablaron la lengua guajira antes que el castellano, y aprendieron a
tomar caldo de lagartijas y a comer huevos de arañas sin que Úrsula se diera
cuenta, porque andaba demasiado ocupada en un prometedor negocio de animalitos
de caramelo. Macondo estaba transformado. Las gentes que llegaron con Úrsula
divulgaron la buena calidad de su suelo y su posición privilegiada con respecto
a la ciénaga, de modo que la escueta aldea de otro tiempo se convirtió muy
pronto en un pueblo activo, con tiendas y talleres de artesanía, y una ruta de
comercio permanente por donde llegaran los primeros árabes de pantuflas y
argollas en las orejas, cambiando collares de vidrio por guacamayas. José
Arcadio Buendía no tuvo un instante de reposo. Fascinado por una realidad
inmediata que entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su
imaginación, perdió todo interés por el laboratorio de alquimia, puso a
descansar la materia extenuada por largos meses de manipulación, y volvió a ser
el hombre emprendedor de los primeros tiempos que decidía el trazado de las
calles y la posición de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara de
privilegios que no tuvieran todos. Adquirió tanta autoridad entre los recién
llegados que no se echaron cimientos ni se pararon cercas sin consultárselo, y
se determinó que fuera él quien dirigiera la repartición de la tierra. Cuando
volvieron los gitanos saltimbanquis, ahora con su feria ambulante transformada
en un gigantesco establecimiento de juegos de suerte y azar, fueron recibidos
con alborozo porque se pensó que José Arcadio regresaba con ellos. Pero José
Arcadio no volvió, ni llevaron al hombre-víbora que según pensaba Úrsula era el
único que podría darles razón de su hijo, así que no se les permitió a los
gitanos instalarse en el pueblo ni volver a pisarlo en el futuro, porque se los
consideró como mensajeros de la concupiscencia y la perversión. José Arcadio
Buendía, sin embargo, fue explícito en el sentido de que la antigua tribu de
Melquíades, que tanto contribuyó al engrandecimiento de la aldea con su
milenaria sabiduría y sus fabulosos inventos, encontraría siempre las puertas
abiertas. Pero la tribu de Melquíades, según contaron los trotamundos, había
sido borrada de la faz de la tierra por haber sobrepasado los limites del
conocimiento humano.
Emancipado al menos por el momento de las torturas de la
fantasía, José Arcadio Buendía impuso en poco tiempo un estado de orden y
trabajo, dentro del cual sólo se permitió una licencia: la liberación de los
pájaros que desde la época de la fundación alegraban el tiempo con sus flautas,
y la instalación en su lugar de relojes musicales en todas las casas. Eran unos
preciosos relojes de madera labrada que los árabes cambiaban por guacamayas, y
que José Arcadio Buendía sincronizó con tanta precisión, que cada media hora el
pueblo se alegraba con los acordes progresivos de una misma pieza, hasta
alcanzar la culminación de un mediodía exacto y unánime con el valse completo.
Fue también José Arcadio Buendía quien decidió por esos años que en las calles
del pueblo se sembraran almendros en vez de acacias, y quien descubrió sin
revelarlos nunca las métodos para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando
Macondo fue un campamento de casas de madera y techos de cinc, todavía
perduraban en las calles más antiguas los almendros rotos y polvorientos, aunque
nadie sabía entonces quién los había sembrado. Mientras su padre ponía en arden
el pueblo y su madre consolidaba el patrimonio doméstico con su maravillosa
industria de gallitos y peces azucarados que dos veces al día salían de la casa
ensartadas en palos de balso, Aureliano vivía horas interminables en el
laboratorio abandonada, aprendiendo por pura investigación el arte de la
platería. Se había estirado tanto, que en poco tiempo dejó de servirle la ropa
abandonada por su hermano y empezó a usar la de su padre, pero fue necesario
que Visitación les cosiera alforzas a las camisas y sisas a las pantalones,
porque Aureliano no había sacada la corpulencia de las otras. La adolescencia
le había quitada la dulzura de la voz y la había vuelta silencioso y definitivamente
solitario, pero en cambio le había restituido la expresión intensa que tuvo en
los ajos al nacer. Estaba tan concentrado en sus experimentos de platería que
apenas si abandonaba el laboratorio para comer. Preocupada por su
ensimismamiento, José Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un poco de
dinero, pensando que tal vez le hiciera falta una mujer. Pero Aureliano gastó
el dinero en ácida muriático para preparar agua regia y embelleció las llaves
con un baño de oro. Sus exageraciones eran apenas comparables a las de Arcadio
y Amaranta, que ya habían empezada a mudar los dientes y todavía andaban
agarrados toda el día a las mantas de los indios, tercos en su decisión de no
hablar el castellano, sino la lengua guajira. «No tienes de qué quejarte -le
decía Úrsula a su marido-. Los hijos heredan las locuras de sus padres.» Y
mientras se lamentaba de su mala suerte, convencida de que las extravagancias
de sus hijos eran alga tan espantosa como una cola de cerdo, Aureliano fijó en
ella una mirada que la envolvió en un ámbito de incertidumbre.
-Alguien va a venir -le dijo.
Úrsula, como siempre que él expresaba un pronóstico, trató
de desalentaría can su lógica casera. Era normal que alguien llegara. Decenas
de forasteras pasaban a diaria por Macondo sin suscitar inquietudes ni
anticipar anuncios secretos. Sin embargo, por encima de toda lógica, Aureliano
estaba seguro de su presagio.
-No sé quién será -insistió-, pero el que sea ya viene en
camino.
El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía más de once años.
Había hecho el penoso viaje desde Manaure con unos traficantes de pieles que
recibieron el encargo de entregarla junto con una carta en la casa de José
Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién era la
persona que les había pedido el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el
baulito de la ropa un pequeño mecedor de madera can florecitas de calores
pintadas a mano y un talego de lona que hacía un permanente ruido de clac clac
clac, donde llevaba los huesos de sus padres. La carta dirigida a José Arcadio
Buendía estaba escrita en términos muy cariñosas por alguien que lo seguía
queriendo mucho a pesar del tiempo y la distancia y que se sentía obligado por
un elemental sentido humanitario a hacer la caridad de mandarle esa pobre
huerfanita desamparada, que era prima de Úrsula en segundo grado y por
consiguiente parienta también de José Arcadio Buendía, aunque en grado más
lejano, porque era hija de ese inolvidable amigo que fue Nicanor Ulloa y su muy
digna esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en su santa reino, cuyas
restos adjuntaba la presente para que les dieran cristiana sepultura. Tanto los
nombres mencionados como la firma de la carta eran perfectamente legibles, pero
ni José Arcadio Buendía ni Úrsula recordaban haber tenida parientes con esos
nombres ni conocían a nadie que se llamara como el remitente y mucha menos en
la remota población de Manaure. A través de la niña fue imposible obtener
ninguna información complementaria. Desde el momento en que llegó se sentó a
chuparse el dedo en el mecedor y a observar a todas con sus grandes ojos
espantados, sin que diera señal alguna de entender lo que le preguntaban.
Llevaba un traje de diagonal teñido de negro, gastada por el uso, y unas
desconchadas botines de charol. Tenía el cabello sostenido detrás de las orejas
con moños de cintas negras. Usaba un escapulario con las imágenes barradas por
el sudor y en la muñeca derecha un colmillo de animal carnívoro montada en un
soporte de cobre cama amuleto contra el mal de ajo. Su piel verde, su vientre
redondo y tenso como un tambor, revelaban una mala salud y un hambre más viejos
que ella misma, pera cuando le dieran de comer se quedó con el plato en las
piernas sin probarla. Se llegó inclusive a creer que era sordomuda, hasta que
los indios le preguntaran en su lengua si quería un poco de agua y ella movió
los ojos coma si los hubiera reconocido y dijo que si con la cabeza.
Se quedaron con ella porque no había más remedio. Decidieran
llamarla Rebeca, que de acuerdo con la carta era el nombre de su madre, porque
Aureliano tuvo la paciencia de leer frente a ella todo el santoral y no logró
que reaccionara con ningún nombre. Como en aquel tiempo no había cementerio en
Macondo, pues hasta entonces no había muerto nadie, conservaron la talega con
los huesos en espera de que hubiera un lugar digno para sepultarías, y durante
mucho tiempo estorbaron por todas partes y se les encontraba donde menos se
suponía, siempre con su cloqueante cacareo de gallina clueca. Pasó mucho tiempo
antes de que Rebeca se incorporara a la vida familiar. Se sentaba en el
mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón más apartado de la casa. Nada le
llamaba la atención, salvo la música de los relojes, que cada media hora
buscaba con ajos asustados, como si esperara encontrarla en algún lugar del
aire. No lograron que comiera en varios días. Nadie entendía cómo no se había
muerta de hambre, hasta que los indígenas, que se daban cuenta de todo porque
recorrían la casa sin cesar con sus pies sigilosos, descubrieron que a Rebeca
sólo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que
arrancaba de las paredes con las uñas. Era evidente que sus padres, o
quienquiera que la hubiese criado, la habían reprendido por ese hábito, pues lo
practicaba a escondidas y con conciencia de culpa, procurando trasponer las
raciones para comerlas cuando nadie la viera. Desde entonces la sometieron a
una vigilancia implacable. Echaban hiel de vaca en el patio y untaban ají
picante en las paredes, creyendo derrotar con esos métodos su vicio pernicioso,
pero ella dio tales muestras de astucia e ingenio para procurarse la tierra,
que Úrsula se vio forzada a emplear recursos más drásticas. Ponía jugo de
naranja con ruibarbo en una cazuela que dejaba al serena toda la noche, y le
daba la pócima al día siguiente en ayunas. Aunque nadie le había dicho que
aquél era el remedio específico para el vicio de comer tierra, pensaba que
cualquier sustancia amarga en el estómago vacío tenía que hacer reaccionar al
hígado. Rebeca era tan rebelde y tan fuerte a pesar de su raquitismo, que
tenían que barbearía como a un becerro para que tragara la medicina, y apenas
si podían reprimir sus pataletas y soportar los enrevesados jeroglíficos que
ella alternaba con mordiscas y escupitajos, y que según decían las
escandalizadas indígenas eran las obscenidades más gruesas que se podían
concebir en su idioma. Cuando Úrsula lo supo, complementó el tratamiento con
correazos. No se estableció nunca si lo que surtió efecto fue el ruibarbo a las
tollinas, o las dos cosas combinadas, pero la verdad es que en pocas semanas
Rebeca empezó a dar muestras de restablecimiento. Participó en los juegos de
Arcadio y Amaranta, que la recibieron coma una hermana mayor, y comió con
apetito sirviéndose bien de los cubiertos. Pronto se reveló que hablaba el
castellano con tanta fluidez coma la lengua de los indios, que tenía una
habilidad notable para los oficias manuales y que cantaba el valse de los
relojes con una letra muy graciosa que ella misma había inventado. No tardaron
en considerarla como un miembro más de la familia. Era con Úrsula más afectuosa
que nunca lo fueron sus propios hijos, y llamaba hermanitos a Amaranta y a
Arcadio, y tío a Aureliano y abuelito a José Arcadio Buendía. De modo que
terminó por merecer tanto como los otros el nombre de Rebeca Buendía, el único
que tuvo siempre y que llevó con dignidad hasta la muerte.
Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de
comer tierra y fue llevada a dormir en el cuarto de los otros niños, la india que
dormía con ellos despertó por casualidad y oyó un extraño ruido intermitente en
el rincón. Se incorporó alarmada, creyendo que había entrada un animal en el
cuarto, y entonces vio a Rebeca en el mecedor, chupándose el dedo y con los
ojos alumbrados como los de un gato en la oscuridad.
Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su
destino, Visitación reconoció en esos ojos los síntomas de la enfermedad cuya
amenaza los había obligada, a ella y a su hermano, a desterrarse para siempre
de un reino milenario en el cual eran príncipes. Era la peste del insomnio.
Cataure, el indio, no amaneció en la casa. Su hermana se
quedó, porque su corazón fatalista le indicaba que la dolencia letal había de
perseguiría de todos modos hasta el último rincón de la tierra. Nadie entendió
la alarma de Visitación. «Si no volvemos a dormir, mejor -decía José Arcadio
Buendía, de buen humor-. Así nos rendirá más la vida.» Pero la india les
explicó que lo más temible de la enfermedad del insomnio no era la
imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su
inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. Quería
decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a
borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la
noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la
conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado.
José Arcadio Buendía, muerta de risa, consideró que se trataba de una de tantas
dolencias inventadas por la superstición de los indígenas. Pero Úrsula, por si
acaso, tomó la precaución de separar a Rebeca de los otros niños.
Al cabo de varias semanas, cuando el terror de Visitación
parecía aplacado, José Arcadio Buendía se encontró una noche dando vueltas en
la cama sin poder dormir. Úrsula, que también había despertado, le preguntó qué
le pasaba, y él le contestó...
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