Quinquela Martín

viernes, 16 de julio de 2021

“Rayuela” de Julio Cortázar

 

Íbamos por las tardes a ver los peces del Quai de la Mégisserie, en marzo del

mes leopardo, el agazapado pero ya con un sol amarillo donde el rojo entraba un

poco más cada día. Desde la acera que daba al río, indiferentes a los bouquinistes

que nada iban a darnos sin dinero, esperábamos el momento en que veríamos las

peceras (andábamos despacio, demorando el encuentro), todas las peceras al sol,

y como suspendidos en el aire cientos de peces rosa y negro, pájaros quietos en

su aire redondo. Una alegría absurda nos tomaba de la cintura, y vos cantabas

arrastrándome a cruzar la calle, a entrar en el mundo de los peces colgados del

aire.

Sacan las peceras, los grandes bocales a la calle, y entre turistas y niños

ansiosos y señoras que coleccionan variedades exóticas están las

peceras bajo el sol con sus cubos, sus esferas de agua que el sol mezcla con el

aire, y los pájaros rosa y negro giran danzando dulcemente en una pequeña

porción de aire, lentos pájaros fríos. Los mirábamos, jugando a acercar los ojos al

vidrio, pegando la nariz, encolerizando a las viejas vendedoras armadas de redes

de cazar mariposas acuáticas, y comprendíamos cada vez peor lo que es un pez,

por ese camino de no comprender nos íbamos acercando a ellos que no se

comprenden, franqueábamos las peceras y estábamos tan cerca como nuestra

amiga, la vendedora de la segunda tienda viniendo del Pont-Neuf, que te dijo:

«El agua fría los mata, es triste el agua fría...» Y yo pensaba en la mucama del

hotel que me daba consejos sobre un helecho: «No lo riegue, ponga un plato con

agua debajo de la maceta, entonces cuando él quiere beber, bebe, y cuando no

quiere no bebe...» Y pensábamos en esa cosa increíble que habíamos leído, que

un pez solo en su pecera se entristece y entonces basta ponerle un espejo y el pez

vuelve a estar contento...

Entrábamos en las tiendas donde las variedades más delicadas tenían peceras

especiales con termómetro y gusanitos rojos. Descubríamos entre exclamaciones

que enfurecían a las vendedoras —tan seguras de que no les compraríamos nada

a 550 fr. pièce— los comportamientos, los amores, las formas. Era el tiempo

delicuescente, algo como chocolate muy fino o pasta de naranja martiniquesa, en

que nos emborrachábamos de metáforas y analogías, buscando siempre entrar. Y

ese pez era perfectamente Giotto, te acordás, y esos dos jugaban como perros de

jade, o un pez era la exacta sombra de una nube violeta... Descubríamos cómo la

vida se instala en formas privadas de tercera dimensión, que desaparecen si se

ponen de filo o dejan apenas una rayita rosada inmóvil vertical en el agua. Un

golpe de aleta y monstruosamente está de nuevo ahí con ojos bigotes aletas y del

vientre a veces saliéndole y flotando una transparente cinta de excremento que

no acaba de soltarse, un lastre que de golpe los pone entre nosotros, los arranca a

su perfección de imágenes puras, los compromete, por decirlo con una de las

grandes palabras que tanto empleábamos por ahí y en esos días.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Se ha habilitado la moderación de comentarios. El autor del blog debe aprobar todos los comentarios.