Quinquela Martín

viernes, 16 de julio de 2021

“Retornaban los dioses con las armas secretas” de Eduardo Galeano

 

A su paso por Tenerife, durante su primer viaje, había presenciado

Colón una formidable erupción volcánica. Fue como un presagio de

todo lo que vendría después en las inmensas tierras nuevas que iban

a interrumpir la ruta occidental hacia el Asia. América estaba allí,

adivinada desde sus costas infinitas; la conquista se extendió, en oleadas,

como una marea furiosa. Los adelantados sucedían a los almirantes

y las tripulaciones se convertían en huestes invasoras. Las bulas

del Papa habían hecho apostólica concesión del África a la corona

de Portugal, y a la corona de Castilla habían otorgado las tierras

«desconocidas como las hasta aquí descubiertas por vuestros enviados

y las que se han de descubrir en lo futuro...»: América había sido

donada a la reina Isabel. En 1508, una nueva bula concedió a la corona

española, a perpetuidad, todos los diezmos recaudados en América:

el codiciado patronato universal sobre la Iglesia del Nuevo Mundo

incluía el derecho de presentación real de todos los beneficios

eclesiásticos8.

El Tratado de Tordesillas, suscrito en 1494, permitió a Portugal

ocupar territorios americanos más allá de la línea divisoria trazada

por el Papa, y en 1530 Martim Alfonso de Sousa fundó las primeras

poblaciones portuguesas en Brasil, expulsando a los franceses. Ya para

entonces los españoles, atravesando selvas infernales y desiertos infinitos,

habían avanzado mucho en el proceso de la exploración y la

conquista. En 1513, el Pacífico resplandecía ante los ojos de Vasco

Núñez de Balboa; en el otoño de 1522, retornaban a España los sobrevivientes

de la expedición de Hernando de Magallanes que habían

unido por vez primera ambos océanos y habían verificado que el

mundo era redondo al darle la vuelta completa; tres años antes hablan

partido de la isla de Cuba, en dirección a México, las diez naves

de Hernán Cortés, y en 1523 Pedro de Alvarado se lanzó a la conquista

de Centroamérica; Francisco Pizarro entró triunfante en el

Cuzco, en 1533, apoderándose del corazón del imperio de los incas;

en 1540, Pedro de Valdivia atravesaba el desierto de Atacama y fundaba

Santiago de Chile. Los conquistadores penetraban el Chaco y revelaban el Nuevo Mundo desde el Perú hasta las bocas del río más

caudaloso del planeta.

Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales,

ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de

las culturas nativas conocía el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la

pólvora, ni empleaba la rueda. La civilización que se abatió sobre

estas tierras desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del

Renacimiento: América aparecía como una invención más, incorporada

junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al bullente

nacimiento de la Edad Moderna. El desnivel de desarrollo de ambos

mundos explica en gran medida la relativa facilidad con que sucumbieron

las civilizaciones nativas. Hernán Cortés desembarcó en

Veracruz acompañado por no más de cien marineros y 508 soldados;

traía 16 caballos, 32 ballestas, diez cañones de bronce y algunos

arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital de los

aztecas, Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor que Madrid

y duplicaba la población de Sevilla, la mayor de las ciudades

españolas. Francisco Pizarro entró en Cajamarca con 180 soldados y

37 caballos.

Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro. El

emperador Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras noticias:

un cerro grande andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros

llegaron después: «...mucho espanto le causó el oír cómo estalla el

cañón, cómo retumba su estrépito, y cómo se desmaya uno; se le

aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra

sale de sus entrañas: va lloviendo fuego...». Los extranjeros traían

«venados» que los soportaban «tan alto como los techos». Por todas

partes venían envueltos sus cuerpos, «solamente aparecen sus caras.

Son blancas, son como si fueran de cal. Tienen el cabello amarillo,

aunque algunos lo tienen negro. Larga su barba es ...»9. Moctezuma

creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho presagios habían

anunciado, poco antes, su retorno. Los cazadores le habían traído

un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con la forma

de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia el poniente.

En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones de los guerreros. El dios Quetzalcóatl había venido por el este y

por el este se había ido: era blanco y barbudo. También blanco y

barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y el oriente era

la cuna de los antepasados heroicos de los mayas10.

Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas

con sus pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones

que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían

rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos irrespirables.

Los conquistadores practicaban también, con habilidad política, la

técnica de la traición y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo, el

rencor de los pueblos sometidos al dominio imperial de los aztecas y

las divisiones que desgarraban el poder de los incas. Los tlaxcaltecas

fueron aliados de Cortés, y Pizarro usó en su provecho la guerra

entre los herederos del imperio incaico, Huáscar y Atahualpa, los

hermanos enemigos. Los conquistadores ganaron cómplices entre

las castas dominantes intermedias, sacerdotes, funcionarios, militares,

una vez abatidas, por el crimen, las jefaturas indígenas más altas.

Pero además usaron otras armas o, si se prefiere, otros factores trabajaron

objetivamente por la victoria de los invasores. Los caballos y

las bacterias, por ejemplo.

Los caballos habían sido, como los camellos, originarios de América11,

pero se habían extinguido en estas tierras. Introducidos en

Europa por los jinetes árabes, habían prestado en el Viejo Mundo una

inmensa utilidad militar y económica. Cuando reaparecieron en América

a través de la conquista, contribuyeron a dar fuerzas mágicas a

los invasores ante los ojos atónitos de los indígenas. Según una versión,

cuando el inca Atahualpa vio llegar a los primeros soldados

españoles, montados en briosos caballos ornamentados con cascabeles

y penachos, que corrían desencadenando truenos y polvaredas

con sus cascos veloces, se cayó de espaldas12. El cacique Tecum, al frente de los herederos de los mayas, descabezó con su lanza el caballo

de Pedro de Alvarado, convencido de que formaba parte del conquistador:

Alvarado se levantó y lo mató13. Contados caballos, cubiertos

con arreos de guerra, dispersaban las masas indígenas y sembraban

el terror y la muerte. «Los curas y misioneros esparcieron

ante la fantasía vernácula», durante el proceso colonizador, «que los

caballos eran de origen sagrado, ya que Santiago, el Patrón de España,

montaba en un potro blanco, que había ganado valiosas batallas

contra los moros y judíos, con ayuda de la Divina Providencia»14.

Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos

traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias

enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el

tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La

viruela fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural

aquella epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y

descomponía las carnes? «Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces

se difundió la epidemia: tos, granos ardientes, que queman», dice un

testimonio indígena, y otro: «A muchos dio muerte la pegajosa,

apelmazada, dura enfermedad de granos»15. Los indios morían como

moscas; sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades

nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles. El

antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima16 que más de la mitad de

la población aborigen de América, Australia y las islas oceánicas murió

contaminada luego del primer contacto con los hombres blancos.

 

8 Guillermo Vázquez Franco, La conquista justificada, Montevideo, 1968, y J.

H. Elliott, op. cit.

9 Según los informantes indígenas de fray Bernardino de Sahagún, en el Códice

Florentino. Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, México, 1967.

10 Estas asombrosas coincidencias han estimulado la hipótesis de que los dioses

de las religiones indígenas habían sido en realidad europeos llegados a

estas tierras mucho antes que Colón. Rafael Pineda Yáñez, La isla y Colón,

Buenos Aires, 1955.

11 Jacquetta Hawkes, Prehistoria, en la Historia de la Humanidad, de la UNESCO,

Buenos Aires, 1966.

12 Miguel León-Portilla, El reverso de la conquista. Relaciones aztecas, Mayas e

Incas, México, 1964.

 


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