A su paso por Tenerife, durante su primer viaje, había
presenciado
Colón una formidable erupción volcánica. Fue como un
presagio de
todo lo que vendría después en las inmensas tierras nuevas
que iban
a interrumpir la ruta occidental hacia el Asia. América
estaba allí,
adivinada desde sus costas infinitas; la conquista se
extendió, en oleadas,
como una marea furiosa. Los adelantados sucedían a los
almirantes
y las tripulaciones se convertían en huestes invasoras. Las
bulas
del Papa habían hecho apostólica concesión del África a la
corona
de Portugal, y a la corona de Castilla habían otorgado las
tierras
«desconocidas como las hasta aquí descubiertas por vuestros
enviados
y las que se han de descubrir en lo futuro...»: América
había sido
donada a la reina Isabel. En 1508, una nueva bula concedió a
la corona
española, a perpetuidad, todos los diezmos recaudados en
América:
el codiciado patronato universal sobre la Iglesia del Nuevo
Mundo
incluía el derecho de presentación real de todos los
beneficios
eclesiásticos8.
El Tratado de Tordesillas, suscrito en 1494, permitió a
Portugal
ocupar territorios americanos más allá de la línea divisoria
trazada
por el Papa, y en 1530 Martim Alfonso de Sousa fundó las
primeras
poblaciones portuguesas en Brasil, expulsando a los
franceses. Ya para
entonces los españoles, atravesando selvas infernales y
desiertos infinitos,
habían avanzado mucho en el proceso de la exploración y la
conquista. En 1513, el Pacífico resplandecía ante los ojos
de Vasco
Núñez de Balboa; en el otoño de 1522, retornaban a España
los sobrevivientes
de la expedición de Hernando de Magallanes que habían
unido por vez primera ambos océanos y habían verificado que
el
mundo era redondo al darle la vuelta completa; tres años
antes hablan
partido de la isla de Cuba, en dirección a México, las diez
naves
de Hernán Cortés, y en 1523 Pedro de Alvarado se lanzó a la
conquista
de Centroamérica; Francisco Pizarro entró triunfante en el
Cuzco, en 1533, apoderándose del corazón del imperio de los
incas;
en 1540, Pedro de Valdivia atravesaba el desierto de Atacama
y fundaba
Santiago de Chile. Los conquistadores penetraban el Chaco y
revelaban el Nuevo Mundo desde el Perú hasta las bocas del río más
caudaloso del planeta.
Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y
caníbales,
ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de
las culturas nativas conocía el hierro ni el arado, ni el
vidrio ni la
pólvora, ni empleaba la rueda. La civilización que se abatió
sobre
estas tierras desde el otro lado del mar vivía la explosión
creadora del
Renacimiento: América aparecía como una invención más,
incorporada
junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al
bullente
nacimiento de la Edad Moderna. El desnivel de desarrollo de
ambos
mundos explica en gran medida la relativa facilidad con que
sucumbieron
las civilizaciones nativas. Hernán Cortés desembarcó en
Veracruz acompañado por no más de cien marineros y 508
soldados;
traía 16 caballos, 32 ballestas, diez cañones de bronce y
algunos
arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital
de los
aztecas, Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor
que Madrid
y duplicaba la población de Sevilla, la mayor de las
ciudades
españolas. Francisco Pizarro entró en Cajamarca con 180
soldados y
37 caballos.
Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el
asombro. El
emperador Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras
noticias:
un cerro grande andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros
llegaron después: «...mucho espanto le causó el oír cómo
estalla el
cañón, cómo retumba su estrépito, y cómo se desmaya uno; se
le
aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como bola
de piedra
sale de sus entrañas: va lloviendo fuego...». Los
extranjeros traían
«venados» que los soportaban «tan alto como los techos». Por
todas
partes venían envueltos sus cuerpos, «solamente aparecen sus
caras.
Son blancas, son como si fueran de cal. Tienen el cabello
amarillo,
aunque algunos lo tienen negro. Larga su barba es ...»9.
Moctezuma
creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho
presagios habían
anunciado, poco antes, su retorno. Los cazadores le habían
traído
un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con la
forma
de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia
el poniente.
En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los
escuadrones de los guerreros. El dios Quetzalcóatl había venido por el este y
por el este se había ido: era blanco y barbudo. También
blanco y
barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y el
oriente era
la cuna de los antepasados heroicos de los mayas10.
Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar
cuentas
con sus pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos
caparazones
que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían
rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos
irrespirables.
Los conquistadores practicaban también, con habilidad
política, la
técnica de la traición y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo,
el
rencor de los pueblos sometidos al dominio imperial de los
aztecas y
las divisiones que desgarraban el poder de los incas. Los
tlaxcaltecas
fueron aliados de Cortés, y Pizarro usó en su provecho la
guerra
entre los herederos del imperio incaico, Huáscar y
Atahualpa, los
hermanos enemigos. Los conquistadores ganaron cómplices
entre
las castas dominantes intermedias, sacerdotes, funcionarios,
militares,
una vez abatidas, por el crimen, las jefaturas indígenas más
altas.
Pero además usaron otras armas o, si se prefiere, otros
factores trabajaron
objetivamente por la victoria de los invasores. Los caballos
y
las bacterias, por ejemplo.
Los caballos habían sido, como los camellos, originarios de
América11,
pero se habían extinguido en estas tierras. Introducidos en
Europa por los jinetes árabes, habían prestado en el Viejo
Mundo una
inmensa utilidad militar y económica. Cuando reaparecieron
en América
a través de la conquista, contribuyeron a dar fuerzas
mágicas a
los invasores ante los ojos atónitos de los indígenas. Según
una versión,
cuando el inca Atahualpa vio llegar a los primeros soldados
españoles, montados en briosos caballos ornamentados con
cascabeles
y penachos, que corrían desencadenando truenos y polvaredas
con sus cascos veloces, se cayó de espaldas12. El cacique
Tecum, al frente de los herederos de los mayas, descabezó con su lanza el
caballo
de Pedro de Alvarado, convencido de que formaba parte del
conquistador:
Alvarado se levantó y lo mató13. Contados caballos,
cubiertos
con arreos de guerra, dispersaban las masas indígenas y
sembraban
el terror y la muerte. «Los curas y misioneros esparcieron
ante la fantasía vernácula», durante el proceso colonizador,
«que los
caballos eran de origen sagrado, ya que Santiago, el Patrón
de España,
montaba en un potro blanco, que había ganado valiosas
batallas
contra los moros y judíos, con ayuda de la Divina
Providencia»14.
Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces.
Los europeos
traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos,
varias
enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el
tracoma, el
tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían
las bocas. La
viruela fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo
sobrenatural
aquella epidemia desconocida y repugnante que encendía la
fiebre y
descomponía las carnes? «Ya se fueron a meter en Tlaxcala.
Entonces
se difundió la epidemia: tos, granos ardientes, que queman»,
dice un
testimonio indígena, y otro: «A muchos dio muerte la
pegajosa,
apelmazada, dura enfermedad de granos»15. Los indios morían
como
moscas; sus organismos no oponían defensas ante las
enfermedades
nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e
inútiles. El
antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima16 que más de la
mitad de
la población aborigen de América, Australia y las islas
oceánicas murió
contaminada luego del primer contacto con los hombres
blancos.
8 Guillermo Vázquez Franco, La conquista justificada,
Montevideo, 1968, y J.
H. Elliott, op. cit.
9 Según los informantes indígenas de fray Bernardino de
Sahagún, en el Códice
Florentino. Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos,
México, 1967.
10 Estas asombrosas coincidencias han estimulado la
hipótesis de que los dioses
de las religiones indígenas habían sido en realidad europeos
llegados a
estas tierras mucho antes que Colón. Rafael Pineda Yáñez, La
isla y Colón,
Buenos Aires, 1955.
11 Jacquetta Hawkes, Prehistoria, en la Historia de la
Humanidad, de la UNESCO,
Buenos Aires, 1966.
12 Miguel León-Portilla, El reverso de la conquista. Relaciones
aztecas, Mayas e
Incas, México, 1964.