Quinquela Martín

sábado, 24 de julio de 2021

“La tregua” de Mario Benedetti

  

Lunes 11 de febrero

Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de

jubilarme. Debe hacer por lo menos cinco años que llevo este cómputo diario de

mi saldo de trabajo. Verdaderamente, ¿preciso tanto el ocio? Yo me digo que no,

que no es el ocio lo que preciso sino el derecho a trabajar en aquello que quiero.

¿Por ejemplo? El jardín, quizá. Es bueno como descanso activo para los

domingos, para contrarrestar la vida sedentaria y también como secreta defensa

contra mi futura y garantizada artritis. Pero me temo que no podría aguantarlo

diariamente. La guitarra, tal vez. Creo que me gustaría. Pero debe ser algo

desolador empezar a estudiar solfeo a los cuarenta y nueve años. ¿Escribir? Quizá

no lo hiciera mal, por lo menos la gente suele disfrutar con mis cartas. ¿Y eso

qué? Imagino una notita bibliográfica sobre « los atendibles valores de ese novel

autor que roza la cincuentena» y la mera posibilidad me causa repugnancia. Que

y o me sienta, todavía hoy, ingenuo e inmaduro (es decir, con sólo los defectos de

la juventud y casi ninguna de sus virtudes) no significa que tenga el derecho de

exhibir esa ingenuidad y esa inmadurez. Tuve una prima solterona que cuando

hacía un postre lo mostraba a todos, con una sonrisa melancólica y pueril que le

había quedado prendida en los labios desde la época en que hacía méritos frente

al novio motociclista que después se mató en una de nuestras tantas Curvas de la

Muerte. Ella vestía correctamente, en un todo de acuerdo con sus cincuenta y

tres; en eso y lo demás era discreta, equilibrada, pero aquella sonrisa reclamaba,

en cambio, un acompañamiento de labios frescos, de piel rozagante, de piernas

torneadas, de veinte años. Era un gesto patético, sólo eso, un gesto que no llegaba

nunca a parecer ridículo, porque en aquel rostro había, además, bondad. Cuántas

palabras, sólo para decir que no quiero parecer patético.

“20 poemas de amor y una canción desesperada ” de Pablo Neruda

 

Poema 12

 

Para mi corazón basta tu pecho,

para tu libertad bastan mis alas.

Desde mi boca llegará hasta el cielo

lo que estaba dormido sobre tu alma.

 

Es en ti la ilusión de cada día.

Llegas como el rocío a las corolas.

Socavas el horizonte con tu ausencia.

Eternamente en fuga como la ola.

 

He dicho que cantabas en el viento

como los pinos y como los mástiles.

Como ellos eres alta y taciturna.

Y entristeces de pronto, como un viaje.

 

Acogedora como un viejo camino.

Te pueblan ecos y voces nostálgicas.

Yo desperté y a veces emigran y huyen

pájaros que dormían en tu alma.

“Nasrudin y el Huevo” de Paulo Coelho

  

Envolvió un huevo en un pañuelo, se fue al medio de la plaza de su ciudad y llamó

a los que pasaban por allí.

- ¡Hoy tendremos un importante concurso! – dijo – ¡Quien descubra lo que está

envuelto en este pañuelo, recibirá de regalo el huevo que está dentro! Las

personas se miraron, intrigadas, y respondieron: -¿Cómo podemos saberlo?

¡Ninguno de nosotros es adivino!

Nasrudin insistió:

- Lo que está en este pañuelo tiene un centro que es amarillo como una yema,

rodeado de un líquido del color de la clara, que a su vez está contenido dentro de

una cáscara que se rompe fácilmente. Es un símbolo de fertilidad, y nos recuerda

a los pájaros que vuelan hacia sus nidos, Entonces, ¿quién puede decirme lo que

está escondido?

Todos los habitantes pensaban que Nasrudin tenía en sus manos un huevo, pero

la respuesta era tan obvia que nadie quiso pasar vergüenza delante de los otros.

¿Y si no fuese un huevo, sino algo muy importante, producto de la fértil

imaginación mística de los sufis? Un centro amarillo podía significar algo del sol, el

líquido a su alrededor tal vez fuese algún preparado de alquimia. No, aquel loco

estaba queriendo que alguien hiciera el ridículo.

Nasrudin preguntó dos veces más y nadie se arriesgó a decir algo impropio.

Entonces él abrió el pañuelo y mostró a todos el huevo.

- Todos vosotros sabíais la respuesta – afirmó – y nadie osó traducirla en

palabras.

Así es la vida de aquellos que no tienen el valor de arriesgarse: las soluciones nos

son dadas generosamente por Dios, pero estas personas siempre buscan

explicaciones más complicadas, y terminan no haciendo nada.

“Qué somos amor” de Christian Santos

  

Qué somos amor

qué somos

vos y yo

sino una gota

salobre de agua

en este agitado océano?

 

Qué somos amor

qué somos

yo y vos

sino una pizca de arena

en esta playa desolada

de cadenas

y condenas?

 

¿Qué somos amor

vos y yo

sino una tempestad

en una ola

que se estrella

sin piedad contra las peñas?

“Los dos caballos” de Concepción Arenal

 

Cuidaba mucho un francés

Dos caballos por su mano;

Era el uno jerezano

Y era el otro cordobés.

 

 

Ambos de ardiente mirada,

Ambos de fuerte resuello,

Grueso y encorvado el cuello,

La cabeza descarnada.

 

 

Era tanta su apostura

Que yo afirmo sin recelo

Pudieran ser el modelo

De Pablo en la fiel pintura.

 

 

Tenía el cordobés ya

Dada, y con bastante esmero,

La instrucción de picadero

Que a un buen caballo se da.

 

 

Corbetas, saltos atrás,

Con soltura bracear,

Paso de posta, trotar,

Gran galope y nada más.

 

 

Educado el jerezano

Con destreza y tino raro

Bailaba, saltaba un aro,

Respondía con la mano.

 

 

Y no con poca sorpresa

Justo el público aplaudió

Cuando la polca bailó

Y cuando comió a la mesa.

 

 

Otras mil habilidades

Hacía que no refiero,

Ganando muy buen dinero

Por villas y por ciudades.

 

 

En una (su nombre ignoro)

Quísole un inglés comprar

Y por él llegaba a dar

Cantidad, y grande, de oro.

 

 

Hizo instancias el inglés

Pero el amo resistía

Ofreciendo si quería

Más barato el cordobés.

 

 

«Ya podéis dijo el britano ,

Pues de los dos animales

Más que el cordobés reales

Duros vale el jerezano».

 

 

«¡Pardiez, singular ajuste!

Dijo al verlo un mozalbete

Boquirrubio y regordete,

De pocos años y fuste .

 

 

¡Linda idea! Padre mío,

Si son estos animales

Absolutamente iguales

En hermosura y en brío,

 

 

¿Será cuerdo y oportuno

O una solemne sandez

Por llevarse el de Jerez

Ofrecer veinte por uno?

 

 

El mismo pelo y alzada,

El mismo cuello encorvado…»

«Hijo, el uno está educado

Y el otro no sabe nada.

 

 

Al hacer la tasación

Del valor de cada cual

Olvídaste, y haces mal,

De apreciar la educación.

 

 

Parangón apenas cabe,

De escucharlo no te asombres

En caballos como en hombres

Entre quien ignora y sabe.

 

 

La proporción que has oído

No es ni con mucho bastante,

Si vale uno el ignorante

Vale mil el instruido.»

 

“Combate” de Clementina Suárez

 

Yo soy un poeta,

un ejército de poetas.

Y hoy quiero escribir un poema,

un poema silbatos

un poema fusiles.

Para pegarlos en las puertas,

en las celdas de las prisiones

en los muros de las escuelas.

 

Hoy quiero construir y destruir,

levantar en andamios la esperanza.

Despertar al niño,

arcángel de las espadas,

ser relámpago, trueno,

con estatura de héroe

para talar, arrasar,

las podridas raíces de mi pueblo.

jueves, 22 de julio de 2021

“Vaya uno a saber” de Mario Benedetti

 

Amiga
la calle del sol tempranero
se transforma de pronto
en atajo bordeado de muros vegetales
el rascacielos de la visión despiadada
de un acantilado de poder
los colectivos pasan raudos
como benignos rinocerontes
y en un remoto bastidor de cielo
las nubes son sencillamente nubes
la muchacha cargada de paquetes
es una hormiga demasiado obvia
y en consecuencia la descarto
pero el lisiado de noble rostro
ése sí avanza como un cangrejo
la monjita joven de mejillas ardientes
crece como un hongo sin permiso
el hollín va siendo lentamente rocío
y el olor a petróleo se convierte en jazmín
y todo eso por qué
sencillamente porque
en la primera línea
pensé en vos
amiga.

“1964” de Jorge Luis Borges

 

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.

Ya no compartirás la clara luna

ni los lentos jardines. Ya no hay una

luna que no sea espejo del pasado,

 

cristal de soledad, sol de agonías.

Adiós las mutuas manos y las sienes

que acercaba el amor. Hoy sólo tienes

la fiel memoria y los desiertos días.

 

Nadie pierde (repites vanamente)

sino lo que no tiene y no ha tenido

nunca, pero no basta ser valiente

 

para aprender el arte del olvido.

Un símbolo, una rosa, te desgarra

y te puede matar una guitarra.

 

II

 

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.

Hay tantas otras cosas en el mundo;

un instante cualquiera es más profundo

y diverso que el mar. La vida es corta

 

y aunque las horas son tan largas, una

oscura maravilla nos acecha,

la muerte, ese otro mar, esa otra flecha

que nos libra del sol y de la luna

 

y del amor. La dicha que me diste

y me quitaste debe ser borrada;

lo que era todo tiene que ser nada.

 

Sólo que me queda el goce de estar triste,

esa vana costumbre que me inclina

al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

“20 poemas de amor y una canción desesperada” de Pablo Neruda

 

Poema 13

 

He ido marcando con cruces de fuego

el atlas blanco de tu cuerpo.

Mi boca era una araña que cruzaba escondiéndose.

En ti, detrás de ti, temerosa, sedienta.

 

Historias que contarte a la orilla del crepúsculo,

muñeca triste y dulce, para que no estuvieras triste.

Un cisne, un árbol, algo lejano y alegre.

El tiempo de las uvas, el tiempo maduro y frutal.

 

Yo que viví en un puerto desde donde te amaba.

La soledad cruzada de sueño y de silencio.

Acorralado entre el mar y la tristeza.

Callado, delirante, entre dos gondoleros inmóviles.

 

Entre los labios y la voz, algo se va muriendo.

Algo con alas de pájaro, algo de angustia y de olvido.

Así como las redes no retienen el agua.

Muñeca mía, apenas quedan gotas temblando.

Sin embargo, algo canta entre estas palabras fugaces.

Algo canta, algo sube hasta mi ávida boca.

Oh poder celebrarte con todas las palabras de alegría.

Cantar, arder, huir, como un campanario en las manos de un loco.

Triste ternura mía, qué te haces de repente?

Cuando he llegado al vértice más atrevido y frío

mi corazón se cierra como una flor nocturna.

“Agua” de Gabriela Mistral

 

Hay países que yo recuerdo
como recuerdo mis infancias.
Son países de mar o río,
de pastales, de vegas y aguas.
Aldea mía sobre el Ródano,
rendida en río y en cigarras;
Antilla en palmas verdi-negras
que a medio mar está y me llama;
¡roca lígure de Portofino,
mar italiana, mar italiana!

Me han traído a país sin río,
tierras-Agar, tierras sin agua;
Saras blancas y Saras rojas,
donde pecaron otras razas,
de pecado rojo de atridas
que cuentan gredas tajeadas;
que no nacieron como un niño
con unas carnazones grasas,
cuando las oigo, sin un silbo,
cuando las cruzo, sin mirada.

Quiero volver a tierras niñas;
llévenme a un blando país de aguas.
En grandes pastos envejezca
y haga al río fábula y fábula.
Tenga una fuente por mi madre
y en la siesta salga a buscarla,
y en jarras baje de una peña
un agua dulce, aguda y áspera.

Me venza y pare los alientos
el agua acérrima y helada.
¡Rompa mi vaso y al beberla
me vuelva niñas las entrañas!

 

“En una cajita de fósforos” de María Elena Walsh

  

En una cajita de fósforos
se pueden guardar muchas cosas.

Un rayo de sol, por ejemplo
(pero hay que encerrarlo muy rápido,
si no, se lo come la sombra)
Un poco de copo de nieve,
quizá una moneda de luna,
botones del traje del viento,
y mucho, muchísimo más.

Les voy a contar un secreto.
En una cajita de fósforos
yo tengo guardada un lagrima,
y nadie, por suerte la ve.
Es claro que ya no me sirve
Es cierto que esta muy gastada.

Lo se, pero que voy a hacer
tirarla me da mucha lastima

Tal vez las personas mayores
no entiendan jamas de tesoros
Basura, dirán, cachivaches
no se porque juntan todo esto
No importa, que ustedes y yo
igual seguiremos guardando
palitos, pelusas, botones,
tachuelas, virutas de lápiz,
carozos, tapitas, papeles,
piolín, carreteles, trapitos,
hilachas, cascotes y bichos.

En una cajita de fósforos
se pueden guardar muchas cosas.
Las cosas no tienen mamá.

“Qué risueño contacto” de Jaime Sabines

 

¡Qué risueño contacto el de tus ojos,
ligeros como palomas asustadas a la orilla
del agua!
!Qué rápido contacto el de tus ojos
con mi mirada!

¿Quién eres tú? !Qué importa!
A pesar de ti misma,
hay en tus ojos una breve palabra
enigmática.
No quiero saberla. Me gustas
mirándome de lado, escondida, asustada.
Así puedo pensar que huyes de algo,
de mí o de ti, de nada,
de esas tentaciones que dicen que persiguen
a la mujer casada.

viernes, 16 de julio de 2021

“Rayuela” de Julio Cortázar

 

Íbamos por las tardes a ver los peces del Quai de la Mégisserie, en marzo del

mes leopardo, el agazapado pero ya con un sol amarillo donde el rojo entraba un

poco más cada día. Desde la acera que daba al río, indiferentes a los bouquinistes

que nada iban a darnos sin dinero, esperábamos el momento en que veríamos las

peceras (andábamos despacio, demorando el encuentro), todas las peceras al sol,

y como suspendidos en el aire cientos de peces rosa y negro, pájaros quietos en

su aire redondo. Una alegría absurda nos tomaba de la cintura, y vos cantabas

arrastrándome a cruzar la calle, a entrar en el mundo de los peces colgados del

aire.

Sacan las peceras, los grandes bocales a la calle, y entre turistas y niños

ansiosos y señoras que coleccionan variedades exóticas están las

peceras bajo el sol con sus cubos, sus esferas de agua que el sol mezcla con el

aire, y los pájaros rosa y negro giran danzando dulcemente en una pequeña

porción de aire, lentos pájaros fríos. Los mirábamos, jugando a acercar los ojos al

vidrio, pegando la nariz, encolerizando a las viejas vendedoras armadas de redes

de cazar mariposas acuáticas, y comprendíamos cada vez peor lo que es un pez,

por ese camino de no comprender nos íbamos acercando a ellos que no se

comprenden, franqueábamos las peceras y estábamos tan cerca como nuestra

amiga, la vendedora de la segunda tienda viniendo del Pont-Neuf, que te dijo:

«El agua fría los mata, es triste el agua fría...» Y yo pensaba en la mucama del

hotel que me daba consejos sobre un helecho: «No lo riegue, ponga un plato con

agua debajo de la maceta, entonces cuando él quiere beber, bebe, y cuando no

quiere no bebe...» Y pensábamos en esa cosa increíble que habíamos leído, que

un pez solo en su pecera se entristece y entonces basta ponerle un espejo y el pez

vuelve a estar contento...

Entrábamos en las tiendas donde las variedades más delicadas tenían peceras

especiales con termómetro y gusanitos rojos. Descubríamos entre exclamaciones

que enfurecían a las vendedoras —tan seguras de que no les compraríamos nada

a 550 fr. pièce— los comportamientos, los amores, las formas. Era el tiempo

delicuescente, algo como chocolate muy fino o pasta de naranja martiniquesa, en

que nos emborrachábamos de metáforas y analogías, buscando siempre entrar. Y

ese pez era perfectamente Giotto, te acordás, y esos dos jugaban como perros de

jade, o un pez era la exacta sombra de una nube violeta... Descubríamos cómo la

vida se instala en formas privadas de tercera dimensión, que desaparecen si se

ponen de filo o dejan apenas una rayita rosada inmóvil vertical en el agua. Un

golpe de aleta y monstruosamente está de nuevo ahí con ojos bigotes aletas y del

vientre a veces saliéndole y flotando una transparente cinta de excremento que

no acaba de soltarse, un lastre que de golpe los pone entre nosotros, los arranca a

su perfección de imágenes puras, los compromete, por decirlo con una de las

grandes palabras que tanto empleábamos por ahí y en esos días.

“Retornaban los dioses con las armas secretas” de Eduardo Galeano

 

A su paso por Tenerife, durante su primer viaje, había presenciado

Colón una formidable erupción volcánica. Fue como un presagio de

todo lo que vendría después en las inmensas tierras nuevas que iban

a interrumpir la ruta occidental hacia el Asia. América estaba allí,

adivinada desde sus costas infinitas; la conquista se extendió, en oleadas,

como una marea furiosa. Los adelantados sucedían a los almirantes

y las tripulaciones se convertían en huestes invasoras. Las bulas

del Papa habían hecho apostólica concesión del África a la corona

de Portugal, y a la corona de Castilla habían otorgado las tierras

«desconocidas como las hasta aquí descubiertas por vuestros enviados

y las que se han de descubrir en lo futuro...»: América había sido

donada a la reina Isabel. En 1508, una nueva bula concedió a la corona

española, a perpetuidad, todos los diezmos recaudados en América:

el codiciado patronato universal sobre la Iglesia del Nuevo Mundo

incluía el derecho de presentación real de todos los beneficios

eclesiásticos8.

El Tratado de Tordesillas, suscrito en 1494, permitió a Portugal

ocupar territorios americanos más allá de la línea divisoria trazada

por el Papa, y en 1530 Martim Alfonso de Sousa fundó las primeras

poblaciones portuguesas en Brasil, expulsando a los franceses. Ya para

entonces los españoles, atravesando selvas infernales y desiertos infinitos,

habían avanzado mucho en el proceso de la exploración y la

conquista. En 1513, el Pacífico resplandecía ante los ojos de Vasco

Núñez de Balboa; en el otoño de 1522, retornaban a España los sobrevivientes

de la expedición de Hernando de Magallanes que habían

unido por vez primera ambos océanos y habían verificado que el

mundo era redondo al darle la vuelta completa; tres años antes hablan

partido de la isla de Cuba, en dirección a México, las diez naves

de Hernán Cortés, y en 1523 Pedro de Alvarado se lanzó a la conquista

de Centroamérica; Francisco Pizarro entró triunfante en el

Cuzco, en 1533, apoderándose del corazón del imperio de los incas;

en 1540, Pedro de Valdivia atravesaba el desierto de Atacama y fundaba

Santiago de Chile. Los conquistadores penetraban el Chaco y revelaban el Nuevo Mundo desde el Perú hasta las bocas del río más

caudaloso del planeta.

Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales,

ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de

las culturas nativas conocía el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la

pólvora, ni empleaba la rueda. La civilización que se abatió sobre

estas tierras desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del

Renacimiento: América aparecía como una invención más, incorporada

junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al bullente

nacimiento de la Edad Moderna. El desnivel de desarrollo de ambos

mundos explica en gran medida la relativa facilidad con que sucumbieron

las civilizaciones nativas. Hernán Cortés desembarcó en

Veracruz acompañado por no más de cien marineros y 508 soldados;

traía 16 caballos, 32 ballestas, diez cañones de bronce y algunos

arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital de los

aztecas, Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor que Madrid

y duplicaba la población de Sevilla, la mayor de las ciudades

españolas. Francisco Pizarro entró en Cajamarca con 180 soldados y

37 caballos.

Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro. El

emperador Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras noticias:

un cerro grande andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros

llegaron después: «...mucho espanto le causó el oír cómo estalla el

cañón, cómo retumba su estrépito, y cómo se desmaya uno; se le

aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra

sale de sus entrañas: va lloviendo fuego...». Los extranjeros traían

«venados» que los soportaban «tan alto como los techos». Por todas

partes venían envueltos sus cuerpos, «solamente aparecen sus caras.

Son blancas, son como si fueran de cal. Tienen el cabello amarillo,

aunque algunos lo tienen negro. Larga su barba es ...»9. Moctezuma

creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho presagios habían

anunciado, poco antes, su retorno. Los cazadores le habían traído

un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con la forma

de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia el poniente.

En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones de los guerreros. El dios Quetzalcóatl había venido por el este y

por el este se había ido: era blanco y barbudo. También blanco y

barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y el oriente era

la cuna de los antepasados heroicos de los mayas10.

Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas

con sus pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones

que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían

rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos irrespirables.

Los conquistadores practicaban también, con habilidad política, la

técnica de la traición y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo, el

rencor de los pueblos sometidos al dominio imperial de los aztecas y

las divisiones que desgarraban el poder de los incas. Los tlaxcaltecas

fueron aliados de Cortés, y Pizarro usó en su provecho la guerra

entre los herederos del imperio incaico, Huáscar y Atahualpa, los

hermanos enemigos. Los conquistadores ganaron cómplices entre

las castas dominantes intermedias, sacerdotes, funcionarios, militares,

una vez abatidas, por el crimen, las jefaturas indígenas más altas.

Pero además usaron otras armas o, si se prefiere, otros factores trabajaron

objetivamente por la victoria de los invasores. Los caballos y

las bacterias, por ejemplo.

Los caballos habían sido, como los camellos, originarios de América11,

pero se habían extinguido en estas tierras. Introducidos en

Europa por los jinetes árabes, habían prestado en el Viejo Mundo una

inmensa utilidad militar y económica. Cuando reaparecieron en América

a través de la conquista, contribuyeron a dar fuerzas mágicas a

los invasores ante los ojos atónitos de los indígenas. Según una versión,

cuando el inca Atahualpa vio llegar a los primeros soldados

españoles, montados en briosos caballos ornamentados con cascabeles

y penachos, que corrían desencadenando truenos y polvaredas

con sus cascos veloces, se cayó de espaldas12. El cacique Tecum, al frente de los herederos de los mayas, descabezó con su lanza el caballo

de Pedro de Alvarado, convencido de que formaba parte del conquistador:

Alvarado se levantó y lo mató13. Contados caballos, cubiertos

con arreos de guerra, dispersaban las masas indígenas y sembraban

el terror y la muerte. «Los curas y misioneros esparcieron

ante la fantasía vernácula», durante el proceso colonizador, «que los

caballos eran de origen sagrado, ya que Santiago, el Patrón de España,

montaba en un potro blanco, que había ganado valiosas batallas

contra los moros y judíos, con ayuda de la Divina Providencia»14.

Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos

traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias

enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el

tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La

viruela fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural

aquella epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y

descomponía las carnes? «Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces

se difundió la epidemia: tos, granos ardientes, que queman», dice un

testimonio indígena, y otro: «A muchos dio muerte la pegajosa,

apelmazada, dura enfermedad de granos»15. Los indios morían como

moscas; sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades

nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles. El

antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima16 que más de la mitad de

la población aborigen de América, Australia y las islas oceánicas murió

contaminada luego del primer contacto con los hombres blancos.

 

8 Guillermo Vázquez Franco, La conquista justificada, Montevideo, 1968, y J.

H. Elliott, op. cit.

9 Según los informantes indígenas de fray Bernardino de Sahagún, en el Códice

Florentino. Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, México, 1967.

10 Estas asombrosas coincidencias han estimulado la hipótesis de que los dioses

de las religiones indígenas habían sido en realidad europeos llegados a

estas tierras mucho antes que Colón. Rafael Pineda Yáñez, La isla y Colón,

Buenos Aires, 1955.

11 Jacquetta Hawkes, Prehistoria, en la Historia de la Humanidad, de la UNESCO,

Buenos Aires, 1966.

12 Miguel León-Portilla, El reverso de la conquista. Relaciones aztecas, Mayas e

Incas, México, 1964.