Quinquela Martín

viernes, 13 de noviembre de 2020

“Rayuela” de Julio Cortázar

 

Capítulo 1

 

¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo

por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y

olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada

se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces

detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la

calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la

Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual

era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la

misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el

tubo de dentífrico.

 

Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se

asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con

una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard

de Sébastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba.

Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros

domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en

París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max

Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos

buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la

terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier

patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para

encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba como un

silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse

tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un paraguas,

Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un

barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo tiramos porque

lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste

muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en

los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pintos o en un

dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayó un

chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos en el

parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos fríos y nubes negras,

jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos

reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas

encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar

en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo

arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito

sobre el ferrocarril, y desde allí lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la

barranca de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente

creí reconocer una imprecación de walkyria. Y en el fondo del barranco se

hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y procelosa, a

la mer qui est plus félonesse en été qu’en hiver, a la ola pérfida, Maga, según

enumeraciones que detallamos largo rato, enamorados de Joinville y del parque,

abrazados y semejantes a árboles mojados o a actores de cine de alguna pésima

película húngara. Y quedó entre el pasto, mínimo y negro, como un insecto

pisoteado. Y no se movía, ninguno de sus resortes se estiraba como antes.

Terminado. Se acabó. Oh Maga, y no estábamos contentos.

 

¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de

diciembre tenía pensado cruzar a la orilla derecha y beber vino en el cafecito de

la rue des Lombards donde madame Léonie me mira la palma de la mano y me

anuncia viajes y sorpresas. Nunca te llevé a que madame Léonie te mirara la

palma de la mano, a lo mejor tuve miedo de que leyera en tu mano alguna

verdad sobre mí, porque fuiste siempre un espejo terrible, una espantosa

máquina de repeticiones, y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de

pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas

verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y

despedidas y tickets de metro. De manera que nunca te llevé a que madame

Léonie, Maga; y sé, porque me lo dijiste, que a vos no te gustaba que yo te viese

entrar en la pequeña librería de la rue de Verneuil, donde un anciano agobiado

hace miles de fichas y sabe todo lo que puede saberse sobre historiografía. Ibas

allí a jugar con un gato, y el viejo te dejaba entrar y no te hacía preguntas,

contento de que á veces le alcanzaras algún libro de los estantes más altos. Y te

calentabas en su estufa de gran caño negro y no te gustaba que yo supiera que

ibas a ponerte al lado de esa estufa. Pero todo esto había que decirlo en su

momento, sólo que era difícil precisar el momento de una cosa, y aún ahora,

acodado en el puente, viendo pasar una pinaza color borravino, hermosísima

como una gran cucaracha reluciente de limpieza, con una mujer de delantal

blanco que colgaba ropa en un alambre de la proa, mirando sus ventanillas

pintadas de verde con cortinas Hansel y Gretel, aún ahora, Maga, me preguntaba

si este rodeo tenía sentido, ya que para llegar a la rue des Lombards me hubiera

convenido más cruzar el Pont Saint-Michel y el Pont au Change. Pero si hubieras

estado ahí esa noche, como tantas otras veces, yo habría sabido que el rodeo tenía

un sentido, y ahora en cambio envilecía mi fracaso llamándolo rodeo. Era

cuestión, después de subirme el cuello de la canadiense, de seguir por los

muelles hasta entrar en esa zona de grandes tiendas que se acaba en el Chátelet,

pasar bajo la sombra violeta de la Tour Saint-Jacques y subir por mi calle

pensando en que no te había encontrado y en madame Léonie.

 

Sé que un día llegué a París, sé que estuve un tiempo viviendo de prestado,

haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven. Sé que salías de un café de la

rue du Cherche-Midi y que nos hablamos. Esa tarde todo anduvo mal,

porque mis costumbres argentinas me prohibían cruzar continuamente de una

vereda a otra para mirar las cosas más insignificantes en las vitrinas apenas

iluminadas de unas calles que ya no recuerdo. Entonces te seguía de mala gana,

encontrándote petulante y malcriada, hasta que te cansaste de no estar cansada y

nos metimos en un café del Boul’Mich’ y de golpe, entre dos medialunas, me

contaste un gran pedazo de tu vida. Cómo podía yo sospechar que aquello que

parecía tan mentira era verdadero, un Figari con violetas de anochecer, con caras

lívidas, con hambre y golpes en los rincones. Más tarde te creí, más tarde hubo

razones, hubo madame Léonie que mirándome la mano que había dormido con

tus senos me repitió casi tus mismas palabras. «Ella sufre en alguna parte.

Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el amarillo, su pájaro es el mirlo, su

hora la noche, su puente el Pont des Arts.» (Una pinaza color borravino, Maga, y

por qué no nos habremos ido en ella cuando todavía era tiempo.).

 

Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para

desencontrarnos minuciosamente. Como no sabías disimular me di cuenta en

seguida de que para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los

ojos, y entonces primero cosas como estrellas amarillas (moviéndose en una jalea

de terciopelo), luego saltos rojos del humor y de las horas, ingreso paulatino en

un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión pero también helechos con la

firma de la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un

mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una

torre que se moviera como un alfil. Y entonces en esos días íbamos a los

cineclubs a ver películas mudas, porque yo con mi cultura, no es cierto, y vos

pobrecita no entendías absolutamente nada de esa estridencia amarilla convulsa

previa a tu nacimiento, esa emulsión estriada donde corrían los muertos; pero de

repente pasaba por ahí Harold Lloyd y entonces te sacudías el agua del sueño y

al final te convencías de que todo había estado muy bien, y que Pabst y que Fritz

Lang. Me hartabas un poco con tu manía de perfección, con tus zapatos rotos, con tu

negativa a aceptar lo aceptable. Comíamos hamburgers en el Carrefour de

l’Odéon, y nos íbamos en bicicleta a Montparnasse, a cualquier hotel, a cualquier

almohada. Pero otras veces seguíamos hasta la Porte d’Orléans, conocíamos cada

vez mejor la zona de terrenos baldíos que hay más allá del Boulevard Jourdan,

donde a veces a medianoche se reunían los del Club de la Serpiente para hablar

con un vidente ciego, paradoja estimulante. Dejábamos las bicicletas en la calle y

nos internábamos de a poco, parándonos a mirar el cielo porque ésa es una de las

pocas zonas de París donde el cielo vale más que la tierra. Sentados en un

montón de basuras fumábamos un rato, y la Maga me acariciaba el pelo o

canturreaba melodías ni siquiera inventadas, melopeas absurdas cortadas por

suspiros o recuerdos. Yo aprovechaba para pensar en cosas inútiles, método que

había empezado a practicar años atrás en un hospital y que cada vez me parecía

más fecundo y necesario. Con un enorme esfuerzo, reuniendo imágenes

auxiliares, pensando en olores y caras, conseguía extraer de la nada un par de

zapatos marrones que había usado en Olavarría en 1940. Tenían tacos de goma,

suelas muy finas, y cuando llovía me entraba el agua hasta el alma. Con ese par

de zapatos en la mano del recuerdo, el resto venía solo: la cara de doña Manuela,

por ejemplo, o el poeta Ernesto Morroni. Pero los rechazaba porque el juego

consistía en recobrar tan sólo lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido.

 

Temblando de no ser capaz de acordarme, atacado por la polilla que propone la

prórroga, imbécil a fuerza de besar el tiempo, terminaba por ver al lado de los

zapatos una latita de Té Sol que mi madre me había dado en Buenos Aires. Y la

cucharita para el té, cuchara-ratonera donde las lauchitas negras se quemaban

vivas en la taza de agua lanzando burbujas chirriantes. Convencido de que el

recuerdo lo guarda todo y no solamente a las Albertinas y a las grandes

efemérides del corazón y los riñones, me obstinaba en reconstruir el contenido de

mi mesa de trabajo en Floresta, la cara de una muchacha irrecordable llamada

Gekrepten, la cantidad de plumas cucharita que había en mi caja de útiles de

quinto grado, y acababa temblando de tal manera y desesperándome (porque nunca

he podido acordarme de esas plumas cucharita, sé que estaban en la caja

de útiles, en un compartimento especial, pero no me acuerdo de cuántas eran ni

puedo precisar el momento justo en que debieron ser dos o seis), hasta que la

Maga, besándome y echándome en la cara el humo del cigarrillo y su aliento

caliente, me recobraba y nos reíamos, empezábamos a andar de nuevo entre los

montones de basura en busca de los del Club. Ya para entonces me había dado

cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin

propósito fijo, razón de los matadores de brújulas. Con la Maga hablábamos de

patafísica hasta cansarnos, porque a ella también le ocurría (y nuestro encuentro

era eso, y tantas cosas oscuras como el fósforo) caer de continuo en las

excepciones, verse metida en casillas que no eran las de la gente, y esto sin

despreciar a nadie, sin creernos Maldorores en liquidación ni Melmoths

privilegiadamente errantes. No me parece que la luciérnaga extraiga mayor

suficiencia del hecho incontrovertible de que es una de las maravillas más

fenomenales de este circo, y sin embargo basta suponerle una conciencia para

comprender que cada vez que se le encandila la barriguita el bicho de luz debe

sentir como una cosquilla de privilegio. De la misma manera a la Maga le

encantaban los líos inverosímiles en que andaba metida siempre por causa del

fracaso de las leyes en su vida. Era de las que rompen los puentes con sólo

cruzarlos, o se acuerdan llorando a gritos de haber visto en una vitrina el décimo

de lotería que acaba de ganar cinco millones. Por mi parte ya me había

acostumbrado a que me pasaran cosas modestamente excepcionales, y no

encontraba demasiado horrible que al entrar en un cuarto a oscuras para recoger

un álbum de discos, sintiera bullir en la palma de la mano el cuerpo vivo de un

ciempiés gigante que había elegido dormir en el lomo del álbum. Eso, y

encontrar grandes pelusas grises o verdes dentro de un paquete de cigarrillos, u

oír el silbato de una locomotora exactamente en el momento y el tono necesarios

para incorporarse ex officio a un pasaje de una sinfonía de Ludwig van, o entrar

a una pissotière de la rue de Médicis y ver a un hombre que orinaba aplicadamente

hasta el momento en que, apartándose de su compartimento,

giraba hacia mí y me mostraba, sosteniéndolo en la palma de la mano como un

objeto litúrgico y precioso, un miembro de dimensiones y colores increíbles, y en

el mismo instante darme cuenta de que ese hombre era exactamente igual a otro

(aunque no era el otro) que veinticuatro horas antes, en la Salle de Géographie,

había disertado sobre tótems y tabúes, y había mostrado al público,

sosteniéndolos preciosamente en la palma de la mano, bastoncillos de marfil,

plumas de pájaro lira, monedas rituales, fósiles mágicos, estrellas de mar,

pescados secos, fotografías de concubinas reales, ofrendas de cazadores, enormes

escarabajos embalsamados que hacían temblar de asustada delicia a las

infaltables señoras.

 

En fin, no es fácil hablar de la Maga que a esta hora anda seguramente por

Belleville o Pantin, mirando aplicadamente el suelo hasta encontrar un pedazo

de género rojo. Si no lo encuentra seguirá así toda la noche, revolverá en los

tachos de basura, los ojos vidriosos, convencida de que algo horrible le va a

ocurrir si no encuentra esa prenda de rescate, la señal del perdón o del

aplazamiento. Sé lo que es eso porque también obedezco a esas señales, también

hay veces en que me toca encontrar trapo rojo. Desde la infancia apenas se me

cae algo al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a

ocurrir una desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre

empieza con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme

cuando algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lo levante otro porque el

maleficio obraría igual. He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la

verdad es que estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o

un trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terrón de

azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con montones de

gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos

con Ronald y Etienne, y a mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar

abajo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la atención

fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general los

terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas

evidentes. Pero éste se conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual

aumentó mi aprensión, y llegué a creer que realmente me lo habían arrancado de

la mano. Ronald, que me conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y

se empezó a reír. Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo

se acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Párker o una

dentadura postiza, y en realidad lo único que hacía era molestarme, entonces sin

pedir permiso me tiré al suelo y empecé a buscar el terrón entre los zapatos de la

gente que estaba llena de curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de

algo importante. En la mesa había una gorda pelirroja, otra menos gorda pero

igualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme

cuenta de que el terrón no estaba a la vista y eso que lo había visto saltar hasta

los zapatos (que se movían inquietos como gallinas). Para peor el piso tenía

alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido entre

los pelos y no podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la mesa, y ya

éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos gallina que allá arriba

empezaban a cacarear como locas. El mozo seguía convencido de la Párker o el

luis de oro, y cuando estábamos bien metidos debajo de la mesa, en una especie

de gran intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una cara que

era como para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de reír, el

miedo me hacía una doble llave en la boca del estómago y al final me dio una

verdadera desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empecé a

agarrar los zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no

estaría agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, los gallos gerentes me

picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía

de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata

Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado

en la palma de la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor de la piel, cómo

asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa

clase de episodios todos los días.

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