La oficina de Correo estaba aún llena de gente. En la ventanilla de Franqueos, Raúl Sosa miró de soslayo el reloj de pared. Lo hacía todas las tardes 15 minutos antes del cierre. Pequeño, menudo, ojos huidizos y piel blanca casi lampiña. Tenía cara de niño viejo.
Era viernes, acababa de cobrar su sueldo y sentía que
sería un día muy especial. Había recortado, hacía más de un mes, un aviso del
diario: “Las aventuras más increíbles, aquellas que todos sueñan y pocos pueden
realizar, están hoy a su alcance en Virtual Reality Center”.
Comenzaban los fríos de invierno y el ambo gris,
lustroso de uso y plancha, no abrigaba lo suficiente. Tal vez por eso tiritaba
mientras esperaba el colectivo. Jamás viajaba en subte por la endiablada combinación de avalanchas, encierro y
oscuridad.
El Virtual Reality Center ocupaba el primer piso de un
moderno edificio.
Desdibujado en la amplia sala de espera, Raúl Sosa
miró atentamente folletos que explicaban los distintos programas. Le costaba
decidir entre la carrera de autos en Indianápolis y la hermosa modelo negra,
luminosa y sensual.
Eligió el primero y postergó el segundo. En materia
sexual su cuerpo estaba acostumbrado a postergaciones. Había empezado tarde
porque no se animaba ni sabía cómo abordar a una mujer y además tenía miedo al
contagio. Ni siquiera le había sido posible acceder a esos breves espacios de
amor alquilado.
Hubiera seguido en su virginidad sin gloria de no
haber sido por Mario, su compañero de trabajo, que lo convenció de ver a Ely.
Ella tenía su propio departamento y trabajaba con pulcritud e higiene. Pasados
los cuarenta canalizaba sus instintos maternales iniciando a jovencitos novatos
e inhibidos.
Después de meses de cavilación Raúl Sosa hizo su
debut.
Terminó tan rápido que de esa primera vez sólo le
quedaron como recuerdo los pechos generosos de Ely, la temperatura de sus
brazos y el tono condescendiente y cariñoso de su voz, tranquilizándolo.
Desde entonces se veían una vez por mes. Ely mantuvo
siempre la misma preocupación cariñosa y el mismo empeño en enseñarle, a pesar
del ritmo de infradotado hormonal de su cliente. No sabía qué aspecto de él la
enternecía más, si su fragilidad, su piel de bebé o ese mirar asustado y
triste, como si hubiera sido arrojado a este mundo por equivocación. O tal vez
el orgullo de experimentar, por primera vez, la tierna vanidad de ser la única
mujer en la vida de un hombre.
Una vez por mes dos soledades desterradas encendían al
amor una vela de dos centavos.
Raúl Sosa entra en la cabina, pequeña y oscura,
totalmente aislada de los ruidos del exterior. Una gran pantalla de computadora
ilumina la oscuridad y el silencio.
Se sienta en un sillón anatómico, reclinable y
semi-suspendido por flejes y correas elásticas. Le acomodan los brazos y
piernas en apoyos especiales y le colocan un casco con auriculares y visor.
Todos sus receptores sensoriales recibirán solamente los estímulos emitidos por
la computadora.
Está en un Alfa Romeo en la línea de largada de la
carrera de Indianápolis. Siente la presión del casco y la del cinturón de
seguridad, sus muslos sobre el asiento, sus pies afirmados en los pedales, las
manos tensas sobre el volante. Lo pone en marcha, escucha el rugido poderoso de
su motor en contrapunto con los resoplidos de los otros motores.
Bajan el banderín de largada, su cuerpo se expande
hasta la carcasa del coche, se afirma en la aceleración y cobra una realidad
inusual. Tiene la tensión máxima del arco antes de disparar la flecha. Por
delante la pista, el desafío máximo. Sólo siente un impulso, avanzar, avanzar y
pasar, uno a uno a sus competidores.
Debe calcular sus movimientos con precisión para
evitar el coletazo. Le cuesta, siente miedo cuando está cerca del otro auto e
instintivamente aprieta el freno También lo hace al aproximarse a una curva.
Llega último. A pesar del fracaso le dura la excitación y ahora tiene un
propósito en su vida sin luces: ganar la carrera de Indianápolis.
Al salir Raúl flotaba en medio de sombras. Corrientes
era una pista en las nubes. El venía de un afanoso viaje.
Llegó finalmente a su casa. Era el tercer departamento
en un largo pasillo. Allí había nacido, allí había muerto su padre, allí seguía
viviendo con Marta, su madre. Ella lo observó preocupada.
Raúl dijo que estaba muy cansado y fue a su
habitación. A oscuras, de espaldas en la cama, revivió una y otra vez la
carrera. Siguió en carrera todo el sueño.
Cuando despertó necesitó un largo tiempo para
reconocer el cuarto. Esperó impaciente el almuerzo. Comió apenas.
Marta lo observaba, más preocupada que la noche
anterior.
−¿Qué película viste?
−No fui al cine −después de un breve silencio agregó,
antes del porqué que se aproximaba− fui a caminar por Corrientes.
−¿Pasó algo en
el trabajo?
−Nada, igual que siempre.
Lo oprimió la ansiedad pegajosa de Marta y ese algo
melancólico que impregnaba las paredes y los muebles.
−¿Vas a caminar otra vez?
− Sí, no sé a qué hora vuelvo.
Raúl Sosa espera impaciente la largada.
Como el día anterior siente la tensión de cada músculo
de su cuerpo y la excitación de ganar, pero sabe que le llevará tiempo, le
molesta no saber cuánto.
Se siente un poco más seguro y aprende a tomar las
curvas para no disminuir tanto la velocidad, las amplias por el borde interno y
las cerradas por el externo. Pero le cuesta perder el miedo al choque y pasar a
los otros coches. Llega en el décimo lugar.
A la salida le molestó que Corrientes, como era
sábado, estuviera llena de gente. Al cruzar lo sobresaltó el chirrido de una
frenada y los insultos del automovilista.
Llegó de madrugada a su casa. No contestó las
preguntas de Marta que lo esperaba despierta.
El domingo se levantó al mediodía. Almorzó en
silencio, llevando automáticamente la comida a la boca. A veces las palabras de
su madre, insistentes, ruidosas, le hacían levantar la vista, pero no lograba
entenderlas, venían de muy lejos, de otro tiempo.
Pasó toda la tarde y hasta la medianoche en el Virtual
Reality Center. En la última carrera llegó séptimo. No pudo saborear sus
avances porque al día siguiente empezaba una semana monótona y gris, como todas
las de su vida.
No había ido a lo de Ely, como hacía cada mes cuando
cobraba el sueldo. No la extrañó, en realidad no se había acordado.
El lunes a la mañana, por primera vez en diez años,
Marta tuvo que despertarlo y por primera vez llegó tarde a su trabajo.
A partir de las dos de la tarde, comenzó a mirar,
insistente, el reloj de pared. Varias veces la gente se impacientó frente a la
ventanilla por su lentitud e ineficiencia. Mario lo observaba callado.
Fue recuperando de a poco el ritmo, pero se dio cuenta
por primera vez cuánto odiaba su trabajo.
Por las noches se dormía tarde y en los sueños lo
despertaba a menudo el estruendo de un choque en la pista y los pedazos de la
carrocería del Alfa Romeo volando en el aire.
La semana se le hizo interminable. El jueves a la
salida del Correo fue al Once y compró a crédito una campera de cuero negra, un
buzo también negro, un jean, zapatillas y medias deportivas. En las bolsas de
compra, dejó como al descuido, su desgastada ropa formal.
Se cortó el cabello a la americana y más tarde compró
un aro que se hizo colocar en la oreja izquierda.
Después de la cena contó el dinero que tenía y se dio
cuenta de que no le alcanzaba para pagar las sesiones del Realty Virtual
Center, por lo menos las que creía necesitar hasta ganar la carrera de
Indianápolis.
Esperó que Marta cayera en un sueño profundo y sacó
todo el dinero que ella había ahorrado, escondido como él sabía, en una media
en el placard. No era suficiente. Lleno de rabia y ansiedad, no pudo dormir.
Al día siguiente, en la oficina, Mario trató de
ocultar su preocupación.
−¡Qué pinta! ¿En qué andás, macho?
Raúl Sosa lo miró fijo y no contestó. No oyó las
bromas de sus compañeros ni vio las miradas puestas en él.
En silencio y más tenso que nunca, miraba con
insistencia el reloj de pared.
Con el pretexto de una dificultad en el arqueo de su
caja se quedó después de hora, como había hecho otras veces, y tomó lo
recaudado.
Se propuso concentrarse y adquirir la habilidad
necesaria para ganar la carrera el domingo a más tardar. Ese viernes estuvo en
el Virtual Reality Center hasta que cerraron. Llegó quinto.
Estaba tan cansado que todo daba vueltas alrededor y
tomó un taxi pues ya no había colectivos, o no lograba encontrarlos.
Por suerte Marta se estaba acostumbrando a esas
salidas extrañas de su hijo y no lo esperó despierta. Pero cuando él se levantó
al mediodía y ella le vio las ojeras, no pudo contenerse y le preguntó:
–¿Hijo, que te está pasando?
–¡Mamá! –contestó él a gritos– ¿De qué tengo que darte
explicaciones? ¿Querés que te diga si me encamé con una mina?
Se levantó tirando la silla. Marta quedó con la boca
abierta como para decir algo pero enmudeció espantada. Él se bañó y salió con
su nuevo look de motoquero.
Raúl Sosa se dispone para la largada. Se siente
distinto, como si el haber podido gritar y acostumbrarse a esa ropa le
infundiera la seguridad que nunca había tenido. Sabe que si no es ese día el
próximo va a ganar. Sucesivamente en las carreras salió tercero, cuarto, tercero
y en la última, segundo.
Hubiera querido seguir pero el Reality Center cerró y
él salió con mucha bronca. Para calmarse fue a una confitería a tomar una
cerveza pero le molestó que hubiera tanta gente.
Cuando llegó a su casa, el cuarto de la madre estaba
cerrado. Él no supo que ella lo aguardaba despierta. Al otro día se levantó,
como ya era habitual, al mediodía. Comieron en silencio. Marta esperaba una
disculpa que no llegó. Fue a su cuarto a llorar y no salió hasta que oyó que
cerraba la puerta. Siguió llorando en el living.
Al entrar al Reality Center, Raúl Sosa recuerda que es
domingo y tiene que ganar.
Sale dos veces segundo y casi primero en la tercera
carrera. Como la noche anterior, para recuperarse del estrés que lo está
agobiando va a tomar una cerveza. Le gusta mirar la avenida. Repasa mentalmente
las mínimas fallas que tuvo. Vuelve para jugar lo que está seguro que será la
última carrera.
Al bajar el banderín de largada no se queda atrás,
acelera y comienza a pasar coches. No tiene miedo al choque ni a nada. Está
cuarto. En la recta lo inunda la embriaguez de la aceleración. Tercero. Ahora
está sobre una curva cerrada, disminuye apenas la velocidad. Segundo. Acelera
otra vez en la recta y aparece una curva abierta. Saborea la perfección de la
maniobra, la excitación del riesgo y acelera a fondo. Adelante, la cinta de
llegada.
La aclamación del público lo envuelve con repiqueteo
de gloria.
Exhausto, en el suntuoso baño del Virtual Reality
Center, debió sostenerse de los mármoles del lavatorio, había perdido la
gravitación.
Pasada la medianoche, en el frío de ese domingo de
junio, Corrientes estaba desierta. Cruzaba Montevideo cuando vio a un hombre
bajando de un Volvo último modelo. Rápido y ágil se puso atrás y le apuntó con
la mano en el bolsillo de la campera. Con voz grave y perentoria le ordenó:
−Dame las llaves y no te hagás el piola que te
agujereo.
Aceleró con un chirrido agudo y casi se sube a la
vereda de enfrente porque le costaba dominar el coche. No entendía por qué el
motor no rugía y el auto funcionaba tan distinto al que él manejaba en el
Reality Center. En zigzag tomó la Nueve de Julio cruzándose varias veces de
mano. A esa hora había muy poco tránsito pero los bocinazos aturdían.
El sonido de la sirena de un patrullero se oía cada
vez más cerca. Trató de acelerar más y perdió el control del coche. La policía
lo alcanzó. Le gritaron que se detenga. Sin saber cómo, pudo aflojar el
acelerador y frenar.
Cuando el agente le preguntó su nombre él se quedó
mirándolo sin saber qué responder.
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