Quinquela Martín

viernes, 13 de noviembre de 2020

“Indianápolis” de Susana De Divitiis

 

La oficina de Correo estaba aún llena de gente. En la ventanilla de Franqueos, Raúl Sosa miró de soslayo el reloj de pared. Lo hacía todas las tardes 15 minutos antes del cierre. Pequeño, menudo, ojos huidizos y piel blanca casi lampiña. Tenía cara de niño viejo.

Era viernes, acababa de cobrar su sueldo y sentía que sería un día muy especial. Había recortado, hacía más de un mes, un aviso del diario: “Las aventuras más increíbles, aquellas que todos sueñan y pocos pueden realizar, están hoy a su alcance en Virtual Reality Center”.

Comenzaban los fríos de invierno y el ambo gris, lustroso de uso y plancha, no abrigaba lo suficiente. Tal vez por eso tiritaba mientras esperaba el colectivo. Jamás viajaba en subte por la endiablada  combinación de avalanchas, encierro y oscuridad.

El Virtual Reality Center ocupaba el primer piso de un moderno edificio.

Desdibujado en la amplia sala de espera, Raúl Sosa miró atentamente folletos que explicaban los distintos programas. Le costaba decidir entre la carrera de autos en Indianápolis y la hermosa modelo negra, luminosa y sensual.

Eligió el primero y postergó el segundo. En materia sexual su cuerpo estaba acostumbrado a postergaciones. Había empezado tarde porque no se animaba ni sabía cómo abordar a una mujer y además tenía miedo al contagio. Ni siquiera le había sido posible acceder a esos breves espacios de amor alquilado.

Hubiera seguido en su virginidad sin gloria de no haber sido por Mario, su compañero de trabajo, que lo convenció de ver a Ely. Ella tenía su propio departamento y trabajaba con pulcritud e higiene. Pasados los cuarenta canalizaba sus instintos maternales iniciando a jovencitos novatos e inhibidos.

Después de meses de cavilación Raúl Sosa hizo su debut.

Terminó tan rápido que de esa primera vez sólo le quedaron como recuerdo los pechos generosos de Ely, la temperatura de sus brazos y el tono condescendiente y cariñoso de su voz, tranquilizándolo.

Desde entonces se veían una vez por mes. Ely mantuvo siempre la misma preocupación cariñosa y el mismo empeño en enseñarle, a pesar del ritmo de infradotado hormonal de su cliente. No sabía qué aspecto de él la enternecía más, si su fragilidad, su piel de bebé o ese mirar asustado y triste, como si hubiera sido arrojado a este mundo por equivocación. O tal vez el orgullo de experimentar, por primera vez, la tierna vanidad de ser la única mujer en la vida de un hombre.

Una vez por mes dos soledades desterradas encendían al amor una vela de dos centavos.

 

Raúl Sosa entra en la cabina, pequeña y oscura, totalmente aislada de los ruidos del exterior. Una gran pantalla de computadora ilumina la oscuridad y el silencio.

Se sienta en un sillón anatómico, reclinable y semi-suspendido por flejes y correas elásticas. Le acomodan los brazos y piernas en apoyos especiales y le colocan un casco con auriculares y visor. Todos sus receptores sensoriales recibirán solamente los estímulos emitidos por la computadora.

Está en un Alfa Romeo en la línea de largada de la carrera de Indianápolis. Siente la presión del casco y la del cinturón de seguridad, sus muslos sobre el asiento, sus pies afirmados en los pedales, las manos tensas sobre el volante. Lo pone en marcha, escucha el rugido poderoso de su motor en contrapunto con los resoplidos de los otros motores.

Bajan el banderín de largada, su cuerpo se expande hasta la carcasa del coche, se afirma en la aceleración y cobra una realidad inusual. Tiene la tensión máxima del arco antes de disparar la flecha. Por delante la pista, el desafío máximo. Sólo siente un impulso, avanzar, avanzar y pasar, uno a uno a sus competidores.

Debe calcular sus movimientos con precisión para evitar el coletazo. Le cuesta, siente miedo cuando está cerca del otro auto e instintivamente aprieta el freno También lo hace al aproximarse a una curva. Llega último. A pesar del fracaso le dura la excitación y ahora tiene un propósito en su vida sin luces: ganar la carrera de Indianápolis.

 

Al salir Raúl flotaba en medio de sombras. Corrientes era una pista en las nubes. El venía de un afanoso viaje.

Llegó finalmente a su casa. Era el tercer departamento en un largo pasillo. Allí había nacido, allí había muerto su padre, allí seguía viviendo con Marta, su madre. Ella lo observó preocupada.

Raúl dijo que estaba muy cansado y fue a su habitación. A oscuras, de espaldas en la cama, revivió una y otra vez la carrera. Siguió en carrera todo el sueño.

Cuando despertó necesitó un largo tiempo para reconocer el cuarto. Esperó impaciente el almuerzo. Comió apenas.

Marta lo observaba, más preocupada que la noche anterior.

−¿Qué película viste?

−No fui al cine −después de un breve silencio agregó, antes del porqué que se aproximaba− fui a caminar por Corrientes.

 −¿Pasó algo en el trabajo?

−Nada, igual que siempre.

Lo oprimió la ansiedad pegajosa de Marta y ese algo melancólico que impregnaba las paredes y los muebles.

−¿Vas a caminar otra vez?

− Sí, no sé a qué hora vuelvo.

 

Raúl Sosa espera impaciente la largada.

Como el día anterior siente la tensión de cada músculo de su cuerpo y la excitación de ganar, pero sabe que le llevará tiempo, le molesta no saber cuánto.

Se siente un poco más seguro y aprende a tomar las curvas para no disminuir tanto la velocidad, las amplias por el borde interno y las cerradas por el externo. Pero le cuesta perder el miedo al choque y pasar a los otros coches. Llega en el décimo lugar.

 

A la salida le molestó que Corrientes, como era sábado, estuviera llena de gente. Al cruzar lo sobresaltó el chirrido de una frenada y los insultos del automovilista.

Llegó de madrugada a su casa. No contestó las preguntas de Marta que lo esperaba despierta.

El domingo se levantó al mediodía. Almorzó en silencio, llevando automáticamente la comida a la boca. A veces las palabras de su madre, insistentes, ruidosas, le hacían levantar la vista, pero no lograba entenderlas, venían de muy lejos, de otro tiempo.

Pasó toda la tarde y hasta la medianoche en el Virtual Reality Center. En la última carrera llegó séptimo. No pudo saborear sus avances porque al día siguiente empezaba una semana monótona y gris, como todas las de su vida.

No había ido a lo de Ely, como hacía cada mes cuando cobraba el sueldo. No la extrañó, en realidad no se había acordado.

El lunes a la mañana, por primera vez en diez años, Marta tuvo que despertarlo y por primera vez llegó tarde a su trabajo.

A partir de las dos de la tarde, comenzó a mirar, insistente, el reloj de pared. Varias veces la gente se impacientó frente a la ventanilla por su lentitud e ineficiencia. Mario lo observaba callado.

Fue recuperando de a poco el ritmo, pero se dio cuenta por primera vez cuánto odiaba su trabajo.

Por las noches se dormía tarde y en los sueños lo despertaba a menudo el estruendo de un choque en la pista y los pedazos de la carrocería del Alfa Romeo volando en el aire.

 

La semana se le hizo interminable. El jueves a la salida del Correo fue al Once y compró a crédito una campera de cuero negra, un buzo también negro, un jean, zapatillas y medias deportivas. En las bolsas de compra, dejó como al descuido, su desgastada ropa formal.

Se cortó el cabello a la americana y más tarde compró un aro que se hizo colocar en la oreja izquierda.

Después de la cena contó el dinero que tenía y se dio cuenta de que no le alcanzaba para pagar las sesiones del Realty Virtual Center, por lo menos las que creía necesitar hasta ganar la carrera de Indianápolis.

Esperó que Marta cayera en un sueño profundo y sacó todo el dinero que ella había ahorrado, escondido como él sabía, en una media en el placard. No era suficiente. Lleno de rabia y ansiedad, no pudo dormir.

Al día siguiente, en la oficina, Mario trató de ocultar su preocupación.

−¡Qué pinta! ¿En qué andás, macho?

Raúl Sosa lo miró fijo y no contestó. No oyó las bromas de sus compañeros ni vio las miradas puestas en él.

En silencio y más tenso que nunca, miraba con insistencia el reloj de pared.

Con el pretexto de una dificultad en el arqueo de su caja se quedó después de hora, como había hecho otras veces, y tomó lo recaudado.

Se propuso concentrarse y adquirir la habilidad necesaria para ganar la carrera el domingo a más tardar. Ese viernes estuvo en el Virtual Reality Center hasta que cerraron. Llegó quinto.

Estaba tan cansado que todo daba vueltas alrededor y tomó un taxi pues ya no había colectivos, o no lograba encontrarlos.

Por suerte Marta se estaba acostumbrando a esas salidas extrañas de su hijo y no lo esperó despierta. Pero cuando él se levantó al mediodía y ella le vio las ojeras, no pudo contenerse y le preguntó:

–¿Hijo, que te está pasando?

–¡Mamá! –contestó él a gritos– ¿De qué tengo que darte explicaciones? ¿Querés que te diga si me encamé con una mina?

Se levantó tirando la silla. Marta quedó con la boca abierta como para decir algo pero enmudeció espantada. Él se bañó y salió con su nuevo look de motoquero.

 

Raúl Sosa se dispone para la largada. Se siente distinto, como si el haber podido gritar y acostumbrarse a esa ropa le infundiera la seguridad que nunca había tenido. Sabe que si no es ese día el próximo va a ganar. Sucesivamente en las carreras salió tercero, cuarto, tercero y en la última, segundo.

Hubiera querido seguir pero el Reality Center cerró y él salió con mucha bronca. Para calmarse fue a una confitería a tomar una cerveza pero le molestó que hubiera tanta gente.

Cuando llegó a su casa, el cuarto de la madre estaba cerrado. Él no supo que ella lo aguardaba despierta. Al otro día se levantó, como ya era habitual, al mediodía. Comieron en silencio. Marta esperaba una disculpa que no llegó. Fue a su cuarto a llorar y no salió hasta que oyó que cerraba la puerta. Siguió llorando en el living.

 

Al entrar al Reality Center, Raúl Sosa recuerda que es domingo y tiene que ganar.

Sale dos veces segundo y casi primero en la tercera carrera. Como la noche anterior, para recuperarse del estrés que lo está agobiando va a tomar una cerveza. Le gusta mirar la avenida. Repasa mentalmente las mínimas fallas que tuvo. Vuelve para jugar lo que está seguro que será la última carrera.

Al bajar el banderín de largada no se queda atrás, acelera y comienza a pasar coches. No tiene miedo al choque ni a nada. Está cuarto. En la recta lo inunda la embriaguez de la aceleración. Tercero. Ahora está sobre una curva cerrada, disminuye apenas la velocidad. Segundo. Acelera otra vez en la recta y aparece una curva abierta. Saborea la perfección de la maniobra, la excitación del riesgo y acelera a fondo. Adelante, la cinta de llegada.

La aclamación del público lo envuelve con repiqueteo de gloria.

 

Exhausto, en el suntuoso baño del Virtual Reality Center, debió sostenerse de los mármoles del lavatorio, había perdido la gravitación.

Pasada la medianoche, en el frío de ese domingo de junio, Corrientes estaba desierta. Cruzaba Montevideo cuando vio a un hombre bajando de un Volvo último modelo. Rápido y ágil se puso atrás y le apuntó con la mano en el bolsillo de la campera. Con voz grave y perentoria le ordenó:

−Dame las llaves y no te hagás el piola que te agujereo.

Aceleró con un chirrido agudo y casi se sube a la vereda de enfrente porque le costaba dominar el coche. No entendía por qué el motor no rugía y el auto funcionaba tan distinto al que él manejaba en el Reality Center. En zigzag tomó la Nueve de Julio cruzándose varias veces de mano. A esa hora había muy poco tránsito pero los bocinazos aturdían.

El sonido de la sirena de un patrullero se oía cada vez más cerca. Trató de acelerar más y perdió el control del coche. La policía lo alcanzó. Le gritaron que se detenga. Sin saber cómo, pudo aflojar el acelerador y frenar.

Cuando el agente le preguntó su nombre él se quedó mirándolo sin saber qué responder.

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